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Eduque a su hijo con PlayStation

El juego comienza en algún lugar del desierto de Sudán. A tu alrededor patrullan los jeeps de las milicias Janjaweed armadas hasta los dientes. Frecuentemente organizan incursiones a tu campamento, secuestran a los hombres y violan a las mujeres, contaminan el agua o simplemente queman las casas. Tu misión no es encontrar las armas para derrotarlos, ni formar un ejército, ni robar su bandera. En realidad, no puedes hacer nada de eso. Conténtate con sobrevivir.

Y es que Darfur is dying no es un videojuego normal. La primera misión del jugador es ir a buscar agua del pozo eludiendo a los Janjaweeds. Puedes escoger entre ocho personajes: un hombre, una mujer y seis niños, pero siempre van los niños porque un adulto es blanco fácil y seguro para las milicias. Una vez que consigues el agua, tienes que regresar, pero toma en cuenta que ahora, por la carga, correrás más lento, con los jeeps pisándote los talones.

Si regresas con vida a tu campamento de refugiados, te tocará regar los cultivos y hacer la mezcla para construir las casitas. Tras eso, se acabará el agua y tendrás que salir a buscar más. Cuando las misiones humanitarias lleven provisiones tendrás un poco de comida, pero ten cuidado con los ataques por sorpresa. Son constantes y fulgurantes. Si resistes todo eso una semana, ganas. Pero lo peor de todo es que Darfur is Dying grafica la vida real en esos campamentos. Y ellos llevan resistiendo tres años.

Este juego –junto a Peacemaker, ambientado en Oriente Medio- es la última entrega de mtvU, una división de MTV dedicada o diseñar y ofrecer por Internet juegos gratuitos que grafiquen la violenta realidad global. ¿Qué no funciona? Según Reuters, Darfur is Dying fue descargado 750.000 veces en los últimos dos meses. Food Force, un juego creado por el Programa de Alimentos de Naciones Unidas, lleva dos millones de descargas. Todos los juegos incluyen links para comprometerte de algún modo con la situación real que los inspira. Puedes firmar petitorios al gobierno de EE. UU., respaldar leyes, inscribirte on-line en grupos activistas o fundar tus propios grupos de apoyo.

Los creativos de juegos de vídeo comprometidos aumentan rápidamente. Su primera conferencia anual, hace dos años, contó con sólo 40 asistentes. En la última, clausurada la semana pasada, la participación se multiplicó por seis.

Mientras tanto, los autores de libros para niños nos enfrentamos a nuestras bestias negras: los psicólogos escolares. En muchos países, los educadores exigen que las niñas de los cuentos tengan un comportamiento intachable, para no reforzar estereotipos de género. Tampoco puede haber adultos malos porque eso debilita el vínculo familiar. Y los niños de ninguna manera pueden portarse mal, que luego los pequeños lectores imitan todo. La educación trata de librar a los libros de impurezas como botellas, cigarrillos, faldas demasiado cortas, gente de mal humor o conflictos mínimamente polémicos. Pronto lograrán su objetivo: que todos los libros para niños muestren un mundo rosa de gente que sonríe dulcemente y se trata bien. Mientras tanto, la realidad seguirá estando en Internet.   

Niños, no lean: es aburrido.

Mejor –y más educativo- es descargarse un juego en Darfur is Dying.

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6 de julio de 2006
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LA VIDA EN LA ESCUELA

Ahora que he venido a leer a Jung accidentalmente, aprovecho para transmitir un fragmento de unas de sus Cartas recogido por la editorial Trotta en las páginas 64 y 65 de Sobre el amor.

Dice  Jung: “Habría que contar con una especie de escuelas para adultos donde al menos se enseñase a las personas los rudimentos del conocimiento de sí mismos y del de los demás. Más de una vez se ha hecho esta propuesta, pero todo queda en el deseo piadoso, aun cuando todo el mundo acepta teóricamente que no puede existir ningún acuerdo general sin el conocimiento de sí mismo”.

Cuestiones de parecida naturaleza pasan de largo en el programa escolar. Puede discutirse que se enseñe religión o religiones en las escuelas. Pero ¿no sería indispensable que se ayudara a saber vivir mejor, a abrirse a los extraños, a considerar nuestra finitud, a aceptar la fatalidad de los fracasos y aprender a asumirlos, a reforzar la autoestima y la estima de la humanidad, a desarrollar la generosidad y el perdón, el valor de la conexión e interpretación de los demás, la cabal ponderación del éxito o el dinero? Mientras la educación curricular languidece, por todas partes se aviva la necesidad de aprender a discurrir.

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6 de julio de 2006
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Esa moda de divorciarse

Creo que todo el mundo se divorció en los años ochenta. Debe haberse puesto de moda. Lo hicieron mis padres, lo hicieron los padres de la mayor parte de mis amigos, lo hizo Dustin Hoffman en Kramer vs. Kramer y lo hizo la familia Berkman, que protagoniza The squid and the whale, traducida al español con el nombre más digerible de Una historia de Brooklyn.

Si tus padres se separaron en los años ochenta, quizá no debas ver esta película: es molesta e incómoda, y por momentos tienes la sensación de que alguien se ha colado en tu alcoba adolescente. Al parecer, no sólo se vinieron abajo las familias en esa década, sino que lo hicieron todas del mismo modo, con las mismas mañas y las mismas taras. Así que los Berkman te muestran el doloroso proceso que ya viviste, y están vestidos igual que lo estabas tú.

Y es que, en el fondo, esta es una película sobre el daño que uno puede hacer por amor. Sobre mujeres que necesitan amor y hacen cosas que lastiman a sus maridos, que se sienten autorizados para lastimarlas a ellas porque las aman, y todo eso rebota en su hijo, que se siente dañado y busca un culpable, y termina por hacerse daño a sí mismo, porque ya no sabe querer de otra manera.

Uno siempre se pregunta en estos casos quién cuernos tiene razón y cómo saberlo. Yo empiezo a pensar que esa pregunta no tiene sentido. Con frecuencia me he encontrado discutiendo con una pareja o con mis padres. Después de un rato de gritarnos, descubrimos que es imposible llegar a un acuerdo, porque parece que estuviésemos hablando de cosas distintas. Que el sentido de los hechos –y los mismos hechos- es distinto para cada uno, y que no hay ninguna grabación con la cual contrastar nuestras versiones. No hay una realidad, de hecho, solo hay versiones. Detrás de las máscaras de la verdad no hay un rostro real. Simplemente, no hay nada.

Eso es lo que esta película trata con más intensidad: los universos interiores y lo que ocurre cuando colisionan. Los años ochenta fueron un momento en que las expectativas laborales, sociales y emocionales se encontraron con un mundo en transformación, en el que nada era lo que se suponía que debía ser. Una historia de Brooklyn es el retrato de unos seres humanos en transición, tratando de acomodarse en un mundo que no deja de arrearles bofetadas. Cada uno de ellos atisba sólo un pedacito de ese mundo, y la parte que le falta ver está oculta tras la mirada de los demás.    

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5 de julio de 2006
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EL VOTO DE DON OTAVIO

Esperando el resultado de las elecciones en México me puse a releer A visit to don Otavio de Sybille Bedford. La verdad es que no necesito elecciones para volver a leer el libro de viaje más gracioso e irónico que se pueda imaginar. “Claro que es una novela” dijo Bedford una vez a Bruce Chatwin. No existe nadie en México que se parezca a Don Otavio, el administrador de una hacienda que transforma sus huéspedes en reyes sin cobrar un peso.

Bedford viaja después de la Segunda Guerra Mundial. Es una gran dama europea pero habla castellano y no tiene prejuicios. Su visión es mucho más profunda de lo que parece. Su análisis de la economía de los indios tarascos es para mí un modelo de descripción de lo que fue la pobreza en esa época. No hablo del concepto de pobreza que definen las estadísticas de Naciones Unidas, aquella vida con menos de un dólar americano por día, sino de la percepción de la pobreza cuando uno vive fuera de la economía monetaria. La vida sin plata en las comunidades agrícolas del inmenso país era una vida obvia para la mayor parte de los mexicanos en la época de Don Otavio. El trueque servía para conseguir todo, es decir casi nada; y se compraba solamente sal, fósforos, billetes de loterías y ceremonias en la iglesia. Hasta el último momento de la campaña presidencial, Andrés Manuel López Obrador se comprometió, de ser presidente, a no aplicar la cláusula del acuerdo comercial con EE. UU. que elimina en 2008 los aranceles sobre la importación de frijoles y de maíz. Es claro que así pretendía proteger, en una época de globalización, lo que Bedford describe como “el esquema de la civilización agraria desde antes de Babilonia”.

Habrá que esperar que se confirme si, como lo dicen las primeras informaciones, Felipe Calderón tuvo más votos que López Obrador. Y nadie sabe si habrá una proclamación pacífica del resultado. Cuando Bedford, con una utilización deslumbrante de la enumeración, resume la historia de México después de la independencia, termina con una frase escrita en letras mayúsculas: BUT THERE WAS NEVER ANY PEACE. Es cierto: nunca hubo paz. Y tampoco hubo mucho país. Me llama la atención lo que nota Bedford. A fines de los años cuarenta, muy pocos mexicanos vivían en México. Unos vivían en Ciudad de México, sí, que era la capital. Y la palabra México no podía designar otra cosa que aquella ciudad. El país como tal no tenía nombre. Se decía, según Bedford, la patria, la península, la república; se utilizaban metáforas como la altísima águila o el cordero sangriento; nunca se decía Estados Unidos Mexicanos; como concepto, el país no existía para la mayor parte de sus habitantes.

El resultado principal de la elección ya lo tenemos: por segunda vez, fue derrotado el candidato del PRI. Es el fin del partido que albergaba una centralización/descentralización única de la vida política con un presidente heredero de Montezuma en la capital y gobernadores vice-reyes de la corona en cada estado. Es el mundo político que describe Bedford (ya el PRI estaba en el poder), de un lugar que no es un país, es más bien un imperio muy descentralizado, centrifugado. Un mundo que quizás descansará en paz y en los libros de Bedford o de Enrique Krauze, cronista de la última época. RIP PRI.

(Pregunta: ¿puede ser que no exista una traducción al castellano del libro de Beford? Me parece increíble. Busqué algo sobre los viajeros ingleses en México y solo encontré una página de la Universidad de Murcia. No es definitivo, pero algo es algo).

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5 de julio de 2006
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Mi bárbaro romance con los libros

Es habitual que uno escriba sobre obras y sobre autores, ¿pero por qué no escribir sobre los libros que hacen posible ese contacto? La relación con el objeto libro es física, porque es íntima: lo tocamos, lo maltratamos, lo exponemos a la lluvia, lo llevamos dondequiera que vamos. (La mayor parte de mis libros son libros viajeros: ¡han recorrido mundo!) Cada persona se relaciona con el objeto libro de maneras distintas. Sé de gente que los trata como si cada ejemplar fuese un incunable: cuidando que la sobrecubierta y la cubierta no se ajen, abriéndolo de tal forma que no queden marcas sobre el lomo, negándose a subrayar el texto a no ser que sea con un delicado trazo de lápiz… Comprendo este cuidado, porque expresa amor. Pero claro, al igual que en la vida, existen muchos tipos de amor. Yo amo mis libros, pero con un amor bárbaro. Allí están los pobres, magreados, gastados, subrayados con tinta, llenos de papelitos que en su momento sirvieron como señaladores… Mis libros se parecen bastante a la edición de las Historias de Heródoto que el conde de Almasy llevaba consigo a todas partes en El paciente inglés. En su interior siempre encuentro addendas que me hablan de quién era yo, y cuál era mi vida, en el momento en que incorporé ese libro a mi universo.

Anoche, por ejemplo, terminé de leer Atonement, la novela de Ian McEwan que se publicó en español con el título Expiación. Entre sus páginas encontré papel membretado del Gran Hotel Iruña de Mar del Plata, lo que me reveló que la novela me había acompañado algunos años atrás, durante el tramo final del rodaje de Kamchatka. En aquel entonces no la terminé: quedó postergada hasta este presente, ocasión en la que Marcelo Piñeyro (el director de Kamchatka, para potenciar la coincidencia) me sugirió que la leyese para estudiar su estructura narrativa. Ahora que la terminé se sumó a sus páginas el folleto de un curso avanzado de buceo, que recogí en mi gimnasio con la idea de rendir el examen para subir de categoría. Si en el futuro reviso las páginas de la novela nuevamente, comprenderé que mi relación con Atonement fue atormentada, y que la abandoné en un tiempo para retomarla, por fin con placer, varios años después.

Como Jorge Lavelli acaba de estrenar una nueva puesta y me dieron ganas de ir a verla al Teatro San Martín, esta mañana me puse a releer King Lear, en la vieja edición de Signet que, bajo el título Four Great Tragedies, incluye además Hamlet, Othello y Macbeth. El libro está sucio, a su tapa le faltan trozos y sus páginas están llenas de subrayados temblorosos. (En su primera página figura el escudo que adoptó la familia Shakespeare y su divisa, Non Sanz Droict, que significa no sin derecho: parece un comentario sobre el derecho que me asiste a la hora de maltratar los libros que amo). Me detuve al final de la Escena I del Acto I, usando como señalador un pequeño rectangulito de papel que ya estaba entre sus páginas. Dice Observation Deck, $ 12,50, Top of the World, lleva al pie una fecha casi imperceptible (1999) y tiene por ilustración dos manchas azules que a primera vista parecen tan sólo un motivo geométrico y después se revelan como la imagen de los edificios cuya entrada franqueaban: las torres gemelas del World Trade Center –un sitio que ya no existe, y que hoy suena tan fantástico como la Inglaterra pre-cristiana de Lear.

Cada uno trata a sus libros como puede, o como quiere. Es probable que a mi muerte mi biblioteca carezca de gran valor de reventa, porque sus ejemplares estarán bastante golpeados; pero cualquiera que revise mis libros tendrá fácil acceso a mis obsesiones (los subrayados las revelan), a claves que hablan del momento en que fueron leídos –y lo más importante: entenderán que mi relación con ellos siempre fue intensa, porque todo amor que vale la pena deja marcas.

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5 de julio de 2006
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EL SEXO ¿ES ANTISOCIAL?

Los adolescentes tienen relaciones sexuales demasiado pronto y con insólita frecuencia. ¿Bueno? ¿Malo? ¿Indiferente? ¿Regular?

Una reciente encuesta entre escolares madrileños de 15 y 16 años ha registrado que casi el 30% mantuvieron relaciones sexuales. El texto del diario ABC que acompaña a las cifras no califica moralmente estos resultados pero les concede la misma consideración que al consumo de alcohol, de tabaco, de drogas o la falta de uso del casco. ¿Se tratará por tanto de clasificar las relaciones sexuales junto al vicio, el incivismo o, en suma, frente a un mal a erradicar?

“El erotismo -decía Carl Gustav Jung- es algo sospechoso y siempre lo será, diga lo que diga cualquier futura legislación sobre el tema”. No parece, sin embargo, que este juicio se corresponda con el espíritu de nuestra época cuando la sexualidad ha ido girando de su sagrada misión reproductiva a su extendida función recreativa.

Los tiempos burgueses de hace medio siglo dictaban todavía el máximo de reproducción con el mínimo de sexo mientras hoy se trata de mínimo de reproducción con el máximo de sexo.

Gracias al proceso de independencia y liberación de la mujer se han ganado facilidades generales en el disfrute de la lujuria. Con ello ha descendido su tabú (su temor y su mitificación) mientras ha crecido su divulgación incalculablemente. Como efecto de ello, el sexo ha perdido mucho de su antiguo valor de cambio. No ha perdido, desde luego, su gran valor de uso puesto que el sexo es de lo más divertido que cabe imaginar pero se ha despojado simbólicamente de casi todo su carácter trasgresor. Siendo así, ¿por qué se alinea con la droga, por ejemplo? Acaso porque pertenece ya, en grandes números, al género del placer por el placer. El placer sin productividad, sin producción, el placer que –según la vieja concepción- es sinónimo de despilfarro.

Pero, en tiempos, justamente, en que el ahorro ha dejado de ser la base cultural de la sociedad y en su lugar impera la fuerza del consumo ¿cómo seguir juzgando el gasto, la degustación, el gozo, con actitudes de sospecha?

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5 de julio de 2006
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Armas

“Se calcula que en el mundo hay un arma por cada doce personas. La pregunta es ¿cómo se arman las otras once?” Con esa frase comienza El Señor de la Guerra. La dice Nicholas Cage, que lleva un maletín de hombre de negocios mientras disfruta del paisaje: un interminable cementerio de balas. Ahí, entre los coches quemados y la lluvia de bombas, él es feliz.

La estrategia del guionista y director Andrew Niccol para contar esta historia no es muy frecuente en Hollywood: los diálogos citan datos, incluso estadísticos, que dejan muy mal parado a Estados Unidos, un lugar con tanta violencia que las armas “en este país ya no son negocio ni siquiera con todos los mafiosos que hay”. Y cuyo presidente es definido como “el mayor traficante de armas del mundo, seguido por los líderes de Rusia, China, Inglaterra y Francia, precisamente los países con derecho a veto en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas”.

Si EE. UU. tiene algún policía honesto, en esta película es presionado para que no lo sea. La misma ley que le impide a ese policía detener a los traficantes de armas les permite a ellos vender armamento que termina en manos de niños africanos. ¿Alguna duda sobre su posición política? Al menos, los productores americanos no tuvieron esas dudas. La película ha sido plenamente financiada por inversores extranjeros como Philipe Rousselet. Ni un dólar nacido en América alimentó la producción.

Ya, claro, no es la primera película con posición política. De hecho, tampoco es que las películas con posición suelan ser las originales. El género de los poderosos malísimos que persiguen a los jóvenes idealistas –fórmula Agenda oculta, de Ken Loach- es casi tan frecuente como la comedia romántica. Los personajes bienintencionados que descubren la oscura verdad sobre el mundo en que viven –fórmula Missing de Costa Gavras- son un recurso narrativo tan usual como la historia de amor. Y muchas películas –fórmula El jardinero fiel- se limitan a mezclar ambos recursos y preguntarse con gran profundidad: “¿cómo es tan malo el mundo si nosotros somos tan buenos?” Por eso es interesante el planteamiento de El señor de la guerra: el protagonista es el malo. Y para colmo, es simpático.
   
Eso implica por supuesto, una dosis de humor negro poco habitual en el tratamiento de temas políticamente tan duros. Pero esa distancia, precisamente, es la que hace soportables los diálogos de denuncia demasiado evidentes. Los protagonistas no le dicen al público “mira la realidad: es deprimente” sino “mira la realidad ¿cuánto dinero podremos sacarle?”

Y lo más importante: los malos son como nosotros. No siniestros funcionarios encorbatados que hacen lo que hacen por maldad en estado puro, no. Son tipos que quieren el coche que tú quieres, la casa que tú deseas, y la mujer por la que matarías, y que además, no se aburren trabajando en una oficina. Tipos que dicen “el problema con ser legal es que hay demasiada gente haciéndolo. El trabajo se multiplica y los márgenes son muy estrechos”. Al igual que con Buenos muchachos de Scorsese, uno termina esta película con unas ganas abominables de ser el jefe de la mafia, una sensación repugnantemente deliciosa.

Eso distingue a esta película de las pastillitas de alivio moral para entretener almas caritativas del mundo que luego cenan asombradas por la injusticia. Por el contrario, El señor de la guerra es una denuncia del lugar en que radica el mal, no una entidad abstracta y lejana en algún despacho oficial, sino el corazón humano, el que todos llevamos puesto, y el que tan poco nos importa que reviente a balazos en los pechos ajenos.

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4 de julio de 2006
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REVOLUCIÓN O COPULACIÓN

Frente a la pureza  inane del racismo y el nacionalismo, el vibrante  mundo de la hibridación. En las ciencias, en la tecnología, en la comunicaciones, en el amor, el  mejor perfecto se encuentra en la “combinatoria”.   

Tengo unos amigos catalanes en la red dirigidos por Alfons Cornella  que de vez en cuando cuelgan en su “Infonomía” signos reales de por dónde van las cosas.

La “combinatoria” y el “cruce” son hoy los padres de la innovación.  Los artefactos nuevos, los servicios inéditos, las urbanizaciones originales, no nacen de la revolución sino de la copulación.

Lo innovador proviene de la mixtura y, con ella  surge un  producto que sin perder sus ascendencias se convierte en una criatura inaugural.

Los fabricantes de coches han practicado esta idea en los últimos diez o quince años. No hay una berlina, un deportivo o un cupé en sentido estricto. Prácticamente la totalidad de los modelos son una combinación de tres o cuatro elementos. El familiar posee tracción cuatro por cuatro y aspira a ser a la vez deportivo y monovolumen y camioneta. El cuatro por cuatro posee un interior tan lujoso como un modelo de la serie más alta y ofrece a menudo una respuesta tan ágil como nunca antes se vio en un vehículo con el aspecto de dedicarse a las tareas agrícolas.

Una compañía japonesa StarFlyer ha combinado la vieja idea de una línea aérea de bajo coste con otra de gran estilo. Pero viene a ser lo mismo que previamente hizo Ikea, Zara o Muji combinando los materiales baratos con un diseño igualable al de  marcas altas. Gracias a Infonomía he conocido el trabajo de Virginia Postrel The substance of style donde se redondea este argumento.  Incluso en la educación se ha aplicado el modelo híbrido, de placer y sacrificio mediante el flete de cruceros donde se junta ocio y clases de historia universal. Como también se empelan cada vez más los  videojuegos en las escuelas de Canadá, Estados Unidos o Gran Bretaña para facilitar el gusto por el aprendizaje.

Cruzar es inventar, en las frutas, los animales, los materiales. Inventar desde lo preexistente para superarlo no en dirección vertical sino horizontal. Lo horizontal domina ahora a lo vertical, en la organización laboral lo flat gana prestigio frente a la pirámide jerárquica, en lo cultural lo superficial se impone a lo profundo, en el conocimiento, lo extensivo a través de las pantallas triunfa frente al conocimiento intensivo del libro. La tierra es plana, dice este best seller sobre la globalización. Sobre esta bandeja se ofrecen hoy las nuevas sustancias, la nueva moral, las golosinas.

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4 de julio de 2006
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Crónica de un reencuentro anunciado

Durante el fin de semana volví a ver The Sound of Music, o bien La novicia rebelde, como le pusieron aquí en la Argentina haciendo gala de falta de imaginación. Según mis cálculos, hace casi cuatro décadas que la vi: fue la primera película no animada a la que mi madre me llevó. La experiencia no se repitió hasta hoy (para ser preciso, debería decir que este fin de semana la vi completa por primera vez), a pesar de que vuelvo a ver clásicos todo el tiempo. Pero entiendo mi reticencia: la decepción que produje a mi madre todavía me llena de culpa.

Hasta entonces sólo había visitado los cines para ver dibujos animados. Frecuentaba dos salas, una que se llamaba Real, que ya no existe, en pleno centro de Buenos Aires; y otra llamada Los Ángeles, que aún existe, consagrada a los productos de la fábrica Disney. Todo indica que aproximadamente en 1966 (la película de Robert Wise es de 1965, y en aquel entonces los estrenos del Norte se tomaban un tiempito en llegar a estas costas) mi madre vio The Sound of Music, salió cantando del cine como todo el mundo y concibió la idea de que yo podía llegar a disfrutarla, a pesar de mi corta edad. Nadie debió de convencerla respecto de mi precocidad, ya que ella era la principal inventora del mito que, para ser sinceros, yo venía interpretando hasta entonces con bastante competencia: a los cuatro años ya leía, y por cierto disfrutaba del cine.

Pero mi madre erró el cálculo. Imagino que debo haber tolerado la primera parte, entre los paisajes alpinos, los niños y las canciones pegadizas. Después sobrevino el intervalo, y pasaron más paisajes alpinos, y (ahora lo sé) más intrigas amorosas, y más canciones, y más nazis; y en algún momento de esta segunda mitad –mi madre me expuso a una película que dura casi tres horas- me quedé dormido.

No recuerdo nada de la velada, pero sí recuerdo el enojo de mi madre. Al quedarme dormido, le había fallado: la decepcioné. Imagino que con el tiempo lo habrá superado, especialmente desde que entendió que el cine empezaba a gustarme de verdad, por lo menos tanto como a ella. Recién ahora comprendo que nunca me vio trabajando en cine, murió mucho antes de que publicase mi primera novela y escribiese mi primer guión. (Lo más próximo al rubro que me vio escribir fue crítica cinematográfica.) Quizás sea por eso que no puedo apartar de mi cabeza la idea de que, de alguna forma, me dedico al cine tratando de reparar aquella decepción que le produje.

¿Qué qué me pareció hoy la película? Tan sólo simpática. Para musicales largos, me quedo con My Fair Lady: mejor película, mejores canciones, mejores actores. Para musicales con Julie Andrews, prefiero Mary Poppins. (¡Que sin duda alguna debo haber visto por vez primera en el cine Los Ángeles!) Mi ojo profesional creyó detectar infinitas situaciones –tanto dramáticas como de potencial comedia- desaprovechadas, y demasiados tránsitos bruscos: el guionista Ernest Lehman escribió cosas mucho mejores, como Sabrina, North by Northwest y Sweet Smell of Success.

Pero lo que definitivamente no puedo hacer es negar su influencia en mi vida. Estoy por editar mi cuarta novela, que se llama La batalla del calentamiento pero a la que el título El sonido de la música le quedaría pintado. Tengo tres hijas que estudian actuación, cantan y bailan; una de ellas ya estudia cine y la más pequeña lo hará apenas termine el secundario: esto equivale a media familia Von Trapp. (El resto viene en camino.) Y de hecho me dedico al cine, cosa que sin duda habría cambiado el humor de mi madre de habérselo jurado aquella tarde, al despertar de mi siesta alpina.

Durante muchos años me dije que no me había tenido paciencia. Hoy me pregunto si de alguna manera no habrá sabido que el tiempo que le quedaba era escaso; y si no habrá pretendido avisarme que, una vez muerta, podría reencontrarme con ella cada vez que sonase el sonido de la música.

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4 de julio de 2006
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UN FILÓSOFO DE MODA

Número de verano de Le magazine littéraire. Como siempre, el mensual dedica su portada a un informe que ocupa unas cuarenta páginas. Esta vez, promete decir todo sobre “El deseo, desde Platón hasta Gilles Deleuze”. En España, el deseo es un asunto que Pedro Almodóvar asume por completo (tanto teoría como práctica en la ficción). Me parece insuperable el nombre de su empresa de producción cinematográfica: “El Deseo S.A.”. No hay que añadir nada a una mera línea del registro mercantil para entender una filosofía completa del deseo. El deseo no pertenece a nadie; solo somos sus víctimas.

Claro que Francia, tierra del existencialismo, del estructuralismo y post-estructuralismo, no se puede comer una explicación tan sencilla. Francia necesita dudas y pensamiento revolucionario. Los franceses necesitan teorías para prescindir de la realidad. El informe de Le magazine littéraire da vueltas a una única pregunta: ¿existe el deseo? No, dice en la conclusión el ensayista Charles Dantzig, en una especie de necrológica donde anuncia a la vez la muerte del deseo y el nombre de su heredero: se llama “placer”. Caso cerrado: el placer no necesita al deseo; estamos en Francia...

Lo más significativo del informe es lo que estuve a punto de no ver: el principio. En una pugna de representantes de la élite francesa, profesores, periodistas, historiadores y sociólogos, el que habla primero es un filósofo esloveno: Slavoj Žižek. Aparece en una entrevista para encuadrar el tema. En Francia, siempre existe el deseo de tener un hombre que alimente a la clase intelectual, un hombre que finge molestar al burgués con una postura rebelde que provoca un sentimiento general de falsa complicidad. Sartre, Barthes, Deleuze, Foucault, Bourdieu, Derrida asumieron este papel en su momento. Es algo que va más allá de lo que ellos dijeron o escribieron. Para un intelectual, se trata de expresarse en público y convertirse en un punto de referencia utilizado por todos, incluyendo a sus no lectores. Hoy en día, el que parece listo para asumir este cargo de intelectual de amplio consumo es el filósofo esloveno.

Después de una entrada tímida en pequeñas casas editoriales (como Climats, Nautilus, Amsterdam) Žižek es ahora un autor de Flammarion o Le Seuil. Tiene formación de psicoanalista; fue alumno de Lacan (publicó Todo lo que usted siempre quiso saber sobre Lacan y nunca se atrevió a preguntarle a Hitchcock); ofrece el perfil responsable de un intelectual que fue candidato a la presidencia de su país en 1990, en nombre del partido social-demócrata. En Francia, un intelectual de izquierda que actúa en el campo socio-político pero utiliza la dimensión psico-afectiva es pan caliente para la prensa de izquierda. Žižek ya tiene tremenda presencia en medios que se dedican a reproducir los extraños acentos que coronan las dos zetas de su apellido.

Encontré un solo sitio en español que presenta, en una buena recopilación, la figura del filósofo. Basta ver la lista de sus artículos o textos para adivinar la dosis de provocación y estimulación que ofrece Žižek. Pocos columnistas entregan a su periódico títulos como “Aprendiendo a amar a Leni Riefenstahl”, “Bienvenido al desierto de lo real”, “Capitalistas, sí..., pero zen…”, “¿Demasiada democracia?”, “La pasión en la era descafeínada”, “OTAN, la mano izquierda de Dios”, “¿Un Lenin ciberespacial? ¿por qué no?”, “La medida del verdadero amor es «puedes insultar al otro»”, “Estados Unidos debería intervenir más y mejor”, “Y vivieron felices y descontentos”, etc.

Žižek es un pensador tutelar para el movimiento altermundista. Desencadenó, hace poco, en la London Review of Books un ataque fenomenal en contra de los “comunistas liberales”, como George Soros o Bill Gates, denunciando “la máscara humanitaria que se esconde tras la explotación económica”. Entonces, el producto Žižek es garantizado de izquierda. Pero, como el filósofo va y viene entre Liubliana, París, Buenos Aires y Nueva York, es también un producto de exportación. Y además está muy presente en el mejor mercado: las universidades americanas.

Para la izquierda francesa, Žižek combina las ventajas de un Deleuze (que nunca se cansó de pintar de nuevo la vieja casa de la lucha de clases) y de un Derrida (que EE. UU. compró sin parar). Puede ser el resultado de la globalización o del cansancio de las ciencias sociales en Francia, pero me parece que este esloveno gana el combate mediático en Francia en lo que tiene que ver con la posición de profeta socio-político de la clase intelectual. Es divertido, produce mucho, y decenas de sus libros están listos para una traducción al francés. Creo que en Francia tenemos Žižek para rato.

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4 de julio de 2006
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