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¿Sólo una guerra?

Superadas por las del Líbano, las matanzas de Irak van llegando cada vez con menos apremio hasta el público rico. Si no van por encima de los cuarenta muertos, ya no interesan. Se está cumpliendo el anuncio de los expertos: las guerras ya no tienen final, pero su permanencia en los medios es limitada. Quizás lo comprobemos en el actual enfrentamiento entre Israel y las milicias teocráticas del sur del Líbano. También esta guerra puede petrificarse.

Quien sólo lea periódicos españoles puede creer que la guerra de Irak la declaró Aznar, pero que luego le puso remedio Zapatero. O que Zapatero traicionó al ejército español y a su tarea humanitaria. La inteligencia estrechísima, sectaria, clientelar, que comparten los políticos y periodistas españoles sólo sabe distinguir entre paraísos e infiernos, como en tiempos del nacional catolicismo y su complemento estalinista. O eres de los míos, o mal rayo te parta.

La guerra de Irak, si uno escapa al cainismo español, es más interesante. Como ya sucedió en Vietnam con el uso de helicópteros, se está desarrollando en Irak un tipo de guerra que seguramente será la que domine durante el siglo XXI. Ignoramos qué países se verán libres de ella porque puede suceder, como en el siglo XIV, que afecte a todo el mundo. Una Guerra Mundial, pero no entre naciones, sino en el interior de las naciones, y sin declarar. Algo así como una guerra civil generalizada.

El modelo de guerra territorial a partir de un enfrentamiento entre naciones-estado, con vencedores y vencidos, un pacto final, y la reconstrucción activa de los territorios resultantes, forma parte del pasado. Las nuevas guerras enfrentan a las poblaciones internas de una nación y no tienen límite temporal.

Su fraccionamiento puede utilizar cualquier excusa, o cualquier “narrativa” como gustan de decir ahora los anglosajones. Los contendientes pueden identificarse por la religión, la etnia, la lengua, los usos familiares, la cocina, las costumbres mercantiles, el pantalón o la falda, o cualquiera de los mil matices que pueden establecerse entre humanos fundamentalmente iguales. Estas diferencias narcisistas servirán para separar territorios en donde una minoría aspira a dominar la totalidad del flujo económico.

Según un especialista en temas bélicos absolutamente imparcial, el general Rupert Smith (The utility of force), ese fue el error de Bush/Blair: creer que estaban iniciando un conflicto convencional. En su opinión, Irak está condenado a convertirse en una posmoderna nación sin estado, como Somalia, en manos de caudillos feudales armados. Los ejércitos invasores están ahora obligados a permanecer en territorio irakí porque su retirada globalizaría el conflicto a toda la zona. Irán, Siria y Turquía se lanzarían sobre el petróleo como vampiros en un banco de sangre. Algo que también sucede en Kosovo, por cierto, donde las fuerzas internacionales nunca saldrán de allí.

Puede darse por supuesto que estas guerras de tribus, clanes, etnias, feudos o sencillamente clientelas y mafias, es cosa de África, de Oriente Medio y del Tercer Mundo. Sin embargo, la explosión de Yugoslavia, que a punto estuvo de caer en el modelo de guerra ilimitada y sólo lo evitó la estupidez de Milosevic y señora, dos auténticos botarates que todo el mundo quería quitar de en medio, nos indica que puede haber nuevos casos de guerra en Europa, por muy lejana que aparezca la posibilidad.

Lo cual debería inclinar a la prudencia en un territorio secularmente dado a las guerras entre oligarquías centrales y periféricas, todas ellas caciquiles y asilvestradas. En lugar de la prudencia, sin embargo, los capos españoles parecen cada vez más animados a darse de cuchilladas mientras declaman luchar por la paz y la democracia.

La estupidez, componente genético de este país, consiste en hacer todo el daño posible al enemigo, infligiendo al mismo tiempo el máximo daño posible a uno mismo.

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4 de agosto de 2006
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El rey Midas

Los presos siempre tienen temperamentos relacionados con sus especialidades. Los de terrorismo, por ejemplo, son graves, dialécticos y monacales. Los presos comunes son bullangueros y tienen más problemas de disciplina. Pero sin duda, de todo mi tour carcelario, los únicos realmente divertidos son los narco.

Los narco no delinquen por necesidad ni por ideología, sino por gula. Lo suyo es amasar más dinero y más poder más rápido. Pero, al menos los que voy conociendo, tienen un sentido lúdico especial. Eso los convierte en tipos prepotentes, pero también cínicos y llenos de sentido del humor. Como los mafiosos de las películas de Scorsese, pero en versión autóctona. Provenientes de un mundo sin ley, han decidido reemplazar el orden de la vida por un juego de video. Etapa 1: puedes ganar siempre pero también, quizá, un día pierdes y te capturan. Etapa 2: puedes regatear condenas denunciando a tus cómplices a la ley, pero entonces tus cómplices te querrán matar. Etapa 3: vuelves a empezar o te matan. El juego no tiene botón off.

El más simpático que conocí se llama, digamos, Wellington. Y es una de las estrellas de la prisión. En su pabellón, la mayoría de internos comparten celda, pero él tiene dos para él solo. Tumbó la pared de en medio para hacerse un saloncito-comedor. Dispone de baño privado. Para dar sensación de amplitud, enchapó enteramente las paredes con espejos, y colgó un par de guitarras. Tiene equipo de música, video, cable y minibar. Por supuesto, tiene contratado como guardaespaldas a otro preso del pabellón.   

-¿Qué condena tienes? –le pregunto.

-Cadena perpetua.

-¿Con cuánto te cogieron? –le pregunto.

-Siete kilos.

-No te dan perpetua por siete kilos.

-No me la dieron por los que me encontraron, sino por los que me adivinaron.

Y se muere de risa.

A Wellington le gusta llamar la atención. Cuando va al tribunal, se arregla, más bien se emperifolla: lleva zapatos dorados, pantalones blancos, camisas de seda y chaquetas de lentejuelas. Una vez asistió con una estola. Todo el mundo cree que es gay, pero él se siente un incomprendido:

-Lo que pasa es que soy el único narco con buen gusto –argumenta.

Además, es histriónico y ampuloso. Le gusta recitar largas peroratas ante el jurado. En una de ellas, despachó un muy largo discurso sobre su precaria situación. Les contó de qué modo había sido aislado y sometido a inhumanas vejaciones. Narró cuánto había sufrido de soledad e inanición afectiva. Dramatizó los temibles efectos de la incomunicación total, sufrió por su falta de contacto humano…

-De repente, en medio de todo ese rollo, empieza a sonar mi teléfono, carajo. Nuevito era, me lo acababan de dar en la celda y me lo había olvidado en mi bolsillo. Conseguí apagarlo disimuladamente pero ¿Sabes quién me pilló? La mecanógrafa, la típica vieja que nunca levanta la cara de la máquina de escribir, justo entonces miró. ¡Vieja de mierda!

Wellington tiene unas diez mil anécdotas como esa, de otras tantas audiencias, apelaciones y sentencias, cada una más graciosa que la otra. Es posible que nunca abandone esa jaula de oro en la que vive, la celda del rey Midas. Pero no parece preocuparle. Él escogió ese juego, y está dispuesto a disfrutarlo en todas sus etapas.

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3 de agosto de 2006
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Un hijo del cine

Ayer por la noche me topé con Dennis Quaid en esos reportajes del Actor’s Studio conducidos por el melifluo James Lipton. El entrevistador le preguntó al protagonista de The Big Easy y The Right Stuff si el cine lo había marcado cuando era pequeño; Quaid respondió que sí, que salía de las salas creyéndose Gary Cooper o John Wayne. La respuesta generó mi empatía (yo salía creyéndome James Bond, o Tarzán, o Django) y me puso a pensar en todas las cosas que el cine me había enseñado. La mayor parte de nosotros obtuvo gran parte de sus ideas del cine, mucho más que de la literatura.

La noción original de lo que entraña la fe la saqué más del cine que de las clases de catequesis: lo aprendí todo con Los diez mandamientos, Rey de reyes y demás exponentes del cine bíblico-evangélico. (La película que más me gustaba era Ben Hur, porque estaba armada sobre un setenta por ciento de aventura –esa carrera de cuadrigas sigue siendo impresionante aún hoy-, un veinticinco por ciento de melodrama familiar –que también me puede- y un módico cinco por ciento de religión: la combinación perfecta.)

También aprendí toneladas de historia. Mis primeras nociones sobre la Edad Media (uno de mis tópicos favoritos), Napoleón, la Guerra Civil Española y por supuesto la Edad Clásica, me las dio el cine. En la escuela primaria me llevaban a ver películas sobre la historia nacional: El Santo de la Espada, Bajo el signo de la patria… El ABC de la mitología también me llegó por esa vía: Hércules, Jasón y el Vellocino de Oro, Teseo y el Minotauro, el argumento de La Ilíada tal como lo traducía una película llamada Helena de Troya (durante una batalla se veía un avión en el cielo) y los pormenores de La Odisea condensados en el Ulises interpretado por Kirk Douglas. (No he vuelto a ver ese filme desde mi infancia; me encantaría encontrármelo otra vez.) Con el tiempo comprendí que muchos de esos relatos perpetuaban visiones sesgadas, como el retrato sobre los indígenas que suelen presentar los westerns. (Aunque algunas de esas películas viejas sugieren interpretaciones interesantes, vistas desde el hoy; más sobre este asunto más adelante.)

¿Y qué decir respecto del amor? La inmensa mayoría de nuestras nociones al respecto derivan de lo que vimos en el cine. Aunque más no sea de manera inconsciente, cuando nos lanzamos a seducir estamos interpretando el modelo cinematográfico que preferimos, o que nos parece más adecuado a la situación: el Bogart de Casablanca, el hombre sensible y atormentado que tan bien le sale a Montgomery Clift en De aquí a la eternidad (Clift era el favorito de mi madre), el macho salvaje que constituía la especialidad de Marlon Brando, el loser con sentido del humor que tanto rédito le dio a Woody Allen y Tom Hanks… El cine definió nuestros objetos del deseo. (Marilyn, la Rita Hayworth de Gilda, Ava Gardner en 55 días en Pekín, Beatrice Dalle en Betty Blue.) El cine nos enseñó cómo se sufre por amor. Y los extremos a que uno llega llevado por la pasión. (Deberíamos, a fuer de ser exhaustivos, incluir además las ventajas educativas del cine porno. Estoy seguro de que le ha enseñado a muchos de qué iba toda esa cuestión tan misteriosa y obsesionante del sexo.)

El cine me enseñó a temer. (Aunque suene raro, mi película de miedo favorita es Marcelino pan y vino; para mí, ese Cristo de madera que pedía agua y que terminaba matando a mi casi homónimo era un monstruo más escalofriante que Frankenstein o Drácula.) El cine me enseñó a sentir. (Recuerdo, por ejemplo, haber llorado desde el Centro hasta Caballito después de haber visto El hombre elefante.) El cine me enseñó a vibrar con la música. (Y a probar suerte con el baile cuando nadie me ve.) Estoy seguro de que le debo buena parte de lo que soy –hasta mi nombre, sin ir más lejos.

Ayer mismo por la tarde me crucé en la TV con The Robe (El manto sagrado, se llamó aquí), aquella vieja película con Richard Burton. Era una de las favoritas de mi madre, lo recuerdo bien; se aseguró de que la viésemos juntos cuando yo era niño. Cuenta la historia de un tribuno romano que, después de colaborar como parte de su deber militar con la crucifixión de Jesús, se convierte a la nueva fe y termina por ello enfrentado al Imperio, representado después de Tiberio por el infame Calígula. (¿Un emperador entre infantil y psicópata, que ordena el exterminio de una minoría que sólo reclama su derecho a existir? Hace ya algún tiempo que no logro ver películas sobre el Imperio Romano que no me hagan pensar en los USA de estos tiempos.) El nombre del tribuno, ese hombre cruel y orgulloso que termina jugándose por la piedad y la igualdad entre los hombres, es Marcelo. A esta altura ignoro si mi madre me lo dijo alguna vez o si tan sólo lo intuyo, pero estoy convencido de que le debo mi nombre. Lo que sí me consta es que mi hermana se llama Flavia por la princesa rubia de El prisionero de Zenda.

Para bien o mal, el cine me hizo lo que soy.

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3 de agosto de 2006
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ESPAÑOLES QUE NO VERANEAN

Casi la mitad de las familias españolas no puede irse una semana de vacaciones, dice el Instituto Nacional de Estadística (INE) a través de un estudio de 2004. Cuarenta años antes los estudios sociológicos de FOESSA decían prácticamente lo mismo refiriéndose a los madrileños, siendo los madrileños, casi por antonomasia,quienes viajaban a sus múltiples pueblos de origen o a Benidorm.

¿Tan poco ha cambiado la situación veraniega de los españoles?

Muy a menudo los analistas de la sociedad se flipan con los cambios. Realmente, sin cambios desaparecerían buena parte de las profesiones y especialmente las que tienen por objeto lo social. El factor de cambio desempeña una función tan principal que cuanto más se enfatiza mayor atención convoca y más noticia siembra. De este modo se explica la tendencia a agigantar las variaciones e incluso a anticipar el cumplimiento de  hechos a partir de ínfimos indicios.

Que no pueda veranear un 44% de los españoles constituye una tremenda y extraña sorpresa. ¿No veraneaba ya todo el mundo? ¿Cómo encajar esta formidable masa de gente en la predicción de 46,45 millones de viajes para el mes de agosto, de acuerdo a la DGT?

¿Son viajes fantasmas? ¿Viajes en los que se incluye los paseos por el interior de los domicilios,los itinerarios del trabajo o los caminos que van y vienen al bar o al supermercado?

De España poseemos una precaria visión, cuando no una idea aberrada por los inciertos estudios que se publican. Se da por real, según unos sondeos, la desarticulación de la familia extensa y tradicional pero basta salir de Madrid para comprobar que las cenas, los viajes, las partidas de cartas, las conversaciones telefónicas se desarrollan asiduamente entre cuñados, primos, padres y hermanos. Se tiene por cierto que los jóvenes se han liberado de prejuicios morales y sexuales pero basta acercarse a Valladolid o Segovia para comprobar más allá del limitado turbión nocturno, costumbres y normas que repiten los  códigos de inviernos o de veranos que se suponían perdidos o sólo útiles para la publicidad de la ONCE.

El pasado, en fin, es muy pesado.No se deshace fácilmente ni se vela tan pronto. Le cuesta tanto desvestirse y solearse como ahora presentan con notable desaliento las recientes cifras del INE.

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3 de agosto de 2006
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Como bola de billar

Aunque no he leído su libro, debo decir que Ildefonso Falcones me parece un tipo cabal. Puede parecer modesto, pero no lo es, no hay que confundir la objetividad, el realismo, la lucidez, con la modestia. A fin de cuentas, no hace otra cosa que reconocer que esta vez le ha tocado a él, pero lo admite con más curiosidad que orgullo, poniéndole un signo interrogante y no de admiración. Desde el mes de abril, ya ha vendido trescientos mil ejemplares de su novela La catedral del mar y el primer sorprendido ha sido él. Ayer le entrevistaban en La Vanguardia.

Según puede leerse en las respuestas, a la vista del éxito, en lugar de considerarse Cervantes, el bueno de Ildefonso comenzó a hacerse preguntas (las imaginamos: ¿por qué yo?, ¿por qué este libro precisamente?) y el deseo de saber fue más fuerte que su vanidad. Acudió a los editores, escritores y críticos, aquellos a los que ingenuamente considera “expertos” en esta materia rara, la literatura, para averiguar la causa del fenómeno: “Yo he preguntado por escrito a quienes saben o deberían saber de esto de las novelas que me digan dónde he acertado y por qué he tenido éxito, porque yo todavía no lo sé”.

Creo que seguirá sin saberlo, pero en todo caso, su reacción es admirable. ¡Ojalá ésta hubiera sido la actitud de García Márquez, de Saramago, de Houllebecq, de todos los que han vendido cientos de miles de ejemplares sin habérselo propuesto! A lo mejor ahora sabríamos algo más acerca del éxito, o mejor aún, acerca de las relaciones entre el éxito y la calidad artística. Sin embargo, la carne es flaca y  aquellos que tienen éxito creen merecerlo. Por lo tanto, no necesitan explicaciones. Más bien, les sobran las explicaciones. Y ahí queda todo. Luego vienen los sociólogos y tratan de tranquilizar a los inquietos. Nadie sin embargo ha podido dar razones convincentes de por qué algunos éxitos caen sobre muy buenas novelas y otros sobre detestables basuras.

Sucede lo mismo con los millonarios: creen haber ganado el trillón gracias a su talento, pero es un espejismo. Lo comentaba Galbraith con mucha gracia en A short history of financial euphoria: la mayoría de la gente cree que aquellos que se enriquecen son personas dotadas de una inteligencia excepcional. En realidad (Gil y Gil, De la Rosa, Ruiz Mateos, Conde) son delincuentes con suerte… hasta que se les acaba. O bien déspotas más o menos sanguinarios (el presidente Marcos, Mobutu, los jeques árabes)… hasta que los asesinan o exilian a Suiza. Hay una mínima parte que se enriquece porque fue el primero en llegar, como Bill Gates. Y otra parte minúscula que es la auténticamente rica: la de los que heredan, como Rockefeller.

Lo mismo sucede con los escritores. Unos pocos tienen éxito porque son los primeros en llegar a un tipo de narración novedosa (Richardson), otros porque heredan de un gran escritor un estilo y lo despilfarran (Wolfe, heredero de Balzac), finalmente, la mayoría: los que sencillamente tienen suerte sin necesidad de delinquir.

Como la lotería, el éxito literario es algo inexplicable, aunque comprensible. La literatura no es un asunto tan serio como el fútbol, en donde el éxito responde a causas razonables y es infrecuente que un futbolista cojo llegue a la cima. El fútbol, como casi todos los deportes, trabaja sobre un terreno solvente, bien asentado, y por eso fascina a las masas a pesar de la corrupción y el dopaje y la barbarie. Si el éxito artístico respondiera a causas razonables se podría planificar y producir industrialmente, pero no, los editores de best-sellers tienen tantos fracasos como los editores “literarios”. Y está plagado de analfabetos que han alcanzado sonoros éxitos literarios.

Obsérvese que así como los deportistas han de disimular que se inflan a drogas, que participan en orgías caligulescas, o que beben como esponjas, los literatos y artistas en general, justamente por trabajar en un terreno desprovisto de toda seriedad, no sólo no lo disimulan sino que se vanaglorian de ello. Pobre gente.

La gracia del éxito literario es que responde a la más cómica de las divinidades, la Fortuna, a la cual, en efecto, “pintan calva” porque no se la puede coger “por los pelos” una vez ha pasado la ocasión.

Ildefonso Falcones cuenta que su novela se gestó en un curso de la escuela de escritura del Ateneo de Barcelona, no te quiero ni decir. Uno de sus profesores, Pau Pérez, le ayudó a “pulir y dar esplendor” al texto. ¡Simpático Ildefonso! ¡Se advierte que es abogado! ¡Qué contraste con esos petulantes que ni siquiera admiten haber comprado a un negro para sus memorias de locutor, de cocinero, de promiscua, de presentadora, de diputado!

De paso, la novela de Ildefonso ilustra sobre un dato histórico muy relevante para los obsesos de la identidad catalana: la Inquisición (¿española?) se fundó en Barcelona. Eso sí, en catalán. Bueno, en occitano. Mira tú que calladito lo tenían. ¿Le pondrán una calle, como a Sabino Arana?

    ***

Para calmar la curiosidad popular: viven los cinco. En esta borrosa imagen puede verse a tres de ellos muy pendientes de mi desayuno. 

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3 de agosto de 2006
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Un ángel en el infierno

Cuando lo invitaron para bendecir la nueva cárcel de Piedras Gordas, el padre Hubert Lanssiers recorrió sus modernas instalaciones junto con las orgullosas autoridades. Al terminar el paseo le preguntaron qué opinaba. Y respondió:

-La veo incompleta. No he encontrado los hornos crematorios. 

Era más que una ironía. Piedras Gordas garantiza al máximo la seguridad y, por consiguiente, el aislamiento de los internos, como si los sepultase en vida. Para entrar hay que atravesar la reja principal, y luego un control suplementario con un nuevo registro. Más adelante se atraviesan cuatro puertas de seguridad, cada una de las cuales se abre sólo cuando ya se ha cerrado la anterior. A la mitad del largo pasillo que comienza entonces se encuentra una nueva caseta de vigilancia, a partir de la cual comienzan las distintas alas de la prisión, cada una con varios pabellones. Hay un control en cada ala, y otra más en el pabellón de destino. En total uno atraviesa siete puertas de seguridad y se identifica cinco veces a lo largo de cincuenta metros.

Entre los puntos de vigilancia sólo hay un túnel, de modo que si un interno tratase de fugar, podría ser “reducido a distancia” sin problemas. Además, la construcción garantiza que, en caso de motín, los diversos pabellones no podrán unirse. En la medida en que cada uno tiene un patio, cualquier rebelión podría ser sofocada con sólo bombas lacrimógenas. Es lo que llaman “un penal modelo”.

Quien ha conseguido que autoricen mi entrada se llama Carlos Álvarez, y trabajó con el susodicho padre Lanssiers durante más de un cuarto de siglo en las cárceles peruanas, hasta que sus figuras se hicieron inseparables, como Sancho Panza y Don Quijote. Tras la muerte de Lanssiers, hace cuatro meses, Carlos se convirtió en el único ser humano que goza de la plena confianza de las autoridades y de los reclusos al mismo tiempo. Está tan identificado con Lanssiers que todos creen que es cura. Y aunque no lo es,  hace milagros. El primero: lograr que el ataúd de Lanssiers fuese paseado por tres cárceles de máxima seguridad antes incluso de los honores oficiales y el entierro. El segundo: lograr autorización ministerial para realizar un acto cultural público por primera vez en la historia de Piedras Gordas. El acto cultural en cuestión soy yo.

-Carlos –le pregunto- ¿Y tú de qué vives?

-De nada. El cardenal Landázuri me heredó un dinero que invertí en la empresa de un amigo. Desde entonces, mi amigo me da cien dólares al mes como accionista. Por lo demás, de mi familia y mis amigos que me ayudan.

-¿Y no hay financiamiento para estas cosas?

-Aún cuando se ofreció, Lanssiers y yo nunca aceptamos dinero del estado. De todos modos, vivo bien.

-Carlos, no tienes plata ni siquiera para el taxi a la cárcel de Chorrillos.

-No, pero como tampoco necesito, no hay problema.

Así que no es un cura, pero como si lo fuera.

Primero pasamos a un pabellón de los presos comunes, que como suele ocurrir, es un jolgorio: hay radios con salsa a todo volumen, y hay un señor que se pasea en toalla, y hay dos caballeros friendo ajos y hay una chica dando clases de aeróbicos en el patio (lo juro). Carlos busca a un delegado para anunciar un concurso de poesía. El delegado le recibe el papelito sin hacerle mucho caso.

-Ya, muchas gracias.

-Hay premios.

-Ya.

-También quiero saber qué les hace falta.

Entonces, al delegado le cambia la cara. Se pone serio. Pide que le bajen el volumen a la salsa y le traigan sus lentes. Nos cuenta que los proveedores no cumplen con los menús, y que hay varios presos que no son de máxima seguridad pero han sido reubicados en Piedras Gordas porque en sus lugares de origen ya no queda sitio.

-¿Seguro? –dice Carlos-. Porque si son homicidas, ya les corresponde esta cárcel.

-A mí no –dice otro-. Yo estoy por robo agravado. Mi condena es menos de ocho años.
Carlos  toma nota de las demandas y me explica:

-A esta gente nadie en todo el país la escucha. Y algunos ni siquiera tienen familia o no están cerca de ella. Así que necesitan que alguien hable por ellos. Felizmente, en general, las autoridades comprenden las demandas básicas. No solemos tener conflictos. Es un diálogo, más bien.

Mientras cambiamos de pabellón, me cuenta que una vez se ganó un viaje a La India en un sorteo.

-¿Estás hablando en serio?

-Sí, de verdad. Ya te digo, yo vivo muy bien.

-Pero eso es tener demasiada suerte.

-Son regalitos de Dios, pues.

Pero ahora tenemos que dejar de reírnos. Es hora de identificarnos para entrar en el siguiente pabellón.         

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2 de agosto de 2006
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À CUBA

Las fotografías de Cuba pertenecen a dos categorías. Las que pintan un paraíso, y las que retratan un naufragio. Las fotografías de Ángel Marcos, en la Maison Européenne de la Photographie, corresponden a la segunda familia. Ofrecen la visión de una arquitectura destrozada por el paso del tiempo, el descuido y la incoherencia de “un sistema donde solo los signos conversan” como dice el folleto de presentación de las actividades del principal lugar dedicado a la fotografía en París.

La exposición se titula “À Cuba”; no muestra algo inédito, meramente algo muy real. El tamaño grande de las fotografías permite ver el detalle de edificios y calles de una Habana con pocos seres humanos. Casi vacía, la ciudad se parece a los cuadros de Giorgio de Chirico, pero un Chirico que pintaría un mundo urbanístico arruinado después de una tormenta. Es el clásico reportaje sobre el derrumbe de lo que fue la ciudad más bella del Caribe y, de verdad, no justificaría la vista de la exposición sin unos videos extraños. Parecen del mismo fotógrafo, Ángel Marcos, pero el personal de la Maison Européenne de la Photographie no fue capaz de darme el nombre del autor. Y el sitio en Internet tampoco lo menciona. Es una lástima, pues estos videos tienen un valor artístico y documental. Se trata de la filmación fija, sin ningún movimiento de la cámara, de varias calles de ciudades cubanas.

La cámara es escondida, a nivel de la mirada de una persona adulta; nadie se entera de su presencia. Es como ser el testigo invisible de los trámites del día a día en la calle: se ve todo, se oye muy poco. Solo se puede describir el sonido, muy malo, como el rumor de la calle. Pues esta vez, sí, hay gente. En un asfalto repleto de huecos, un pueblo de peatones, ciclistas, perros, carros agotados, carritos arrastrados por rocinantes caribeños, sin olvidar los taxistas para turistas que tienen un ciclista como motor. Movimientos entre las casas sin pinturas de un pueblo sin sonrisas, sin abrazos o aprietos de manos. En una clara voluntad irónica, el autor pasa de una calle a otra con la inserción de fotografías de carteles de propaganda: “Vivimos en Cuba libre”; “Jamás podrán tomar este país” ; “Revolución es igualdad y libertad plena”.

Una citación de Julio Antonio Mella, fundador del partido Comunista Cubano, afirma que “Hoy solo es honrado luchar” cuando cada imagen habla no de lucha sino de una difícil supervivencia. El carro que mejor se ve es uno de la corporación Cimex (Comercio Interior, Mercado Exterior), que se dedica a negocios para dirigentes y extranjeros, inalcanzables para los cubanos. Es un carro que proviene del ejército: promete en letras blancas “venta por catálogos, entrega en 24 horas”.

La exposición es abierta hasta el 10 de septiembre.

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2 de agosto de 2006
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Un mundo enamorado de la muerte

Me gustaría escribir un texto ligero, un divertimento adecuado a la temporada de vacaciones. Pero no puedo. Mire hacia donde mire, encuentro señales que me hablan de un dolor que no puedo soslayar.

El lunes colgué aquí un texto que hablaba de la representación de la violencia, de cómo se cuenta la violencia a través de las imágenes. Me inspiraba en un filme de Michael Haneke que acababa de ver, pero lo que me acuciaba, más bien, eran las imágenes de un niño incendiado que había visto fugazmente por TV, una nueva víctima de la guerra de Medio Oriente. El texto fue escrito antes del fin de semana, digamos el jueves. Salió al mundo este lunes, al mismo tiempo que las imágenes de los niños destrozados en un sótano de Caná. La fotografía de ese hombre que, con la boca congelada en un grito de dolor, acarrea en brazos a una niña muerta, recorrió ese día el mundo entero. Era la clase de imágenes que yo proponía enseñar a todos los combatientes sin excepción, diciendo: “Este es el hijo de tu enemigo, hoy; y también será tu propio hijo, mañana”. Pero creo que nadie hizo nada semejante, y los combatientes siguen en las suyas. Leo las declaraciones de Olmert, Bush, Rice, Blair y compañía y las palabras se me desdibujan, no entiendo de qué hablan, se expresan en un idioma que no comprendo, cualquier idioma que arguye que es posible algún tipo de ganancia o triunfo mediante la violencia es para mí un galimatías. A esta altura, el recurso a las guerras como solución de un problema es una idea ridícula, rebatida científicamente a lo largo de toda la Historia: cada guerra es el germen de otras guerras que intentan resolver el problema creado por la resolución de la guerra anterior. El prestigio de la guerra debería parecernos tan ridículo como la idea de que la Tierra es una superficie plana sostenida por cuatro elefantes; esto es, una ilusión que sólo pudo ser concebida en el pasado –cuando no sabíamos mejor.

Escribo esto el martes. Tengo delante la foto original, y el dibujo de ella que Miguel Rep ha hecho en el diario Página 12. Miguel es un talento descomunal. Últimamente se le ha dado por interpretar mis sensaciones en tan sólo una viñeta. El sábado, por ejemplo, dibujó el planeta Tierra, infinidad de animales que salían disparados hacia el espacio en todas direcciones y escribió “Instinto: cuando huelen peligro, los animales huyen de su lugar”. Para hoy martes se tomó el trabajo de copiar la foto de que hablo –la expresión de dolor en la boca del hombre, la niña muerta que parece dormida, la ciudad derruida del fondo- y puso sobre la línea de abajo un montón de caritas infantiles que nos miran. Lo que dicen es: “¿No es hora de que los niños hagamos una huelga mundial de protesta”? A su manera, Miguel Rep está respondiendo lo que yo me preguntaba cuando decía “¿qué debemos hacer?” No me refiero a que haya que pensar literalmente en una huelga de niños, sino más bien en una manifestación de todos aquellos que hemos sido niños alguna vez.

Prefiero correr el riesgo de pecar de ingenuo, pero ¿no estaría bien crear una organización de voluntarios que inundase cada zona de conflicto con banderas blancas, que opusiesen sus cuerpos desarmados al avance de los tanques? Si a Gandhi le salió bien tanto tiempo antes de que existiese la televisión y CNN e Internet, ¿por qué no podríamos usar el poder de las imágenes en nuestro favor? Por supuesto que habría víctimas, pero en todo caso se trataría de gente que asumió un riesgo de forma voluntaria, y ya no de niños acurrucados en un sótano. Y además de esta acción directa sobre la zona de batalla, habría que pensar en una acción secundaria que permitiese manifestarse a gente en todas las ciudades del planeta, incluso mientras acuden al trabajo o a la escuela; por ejemplo bandas blancas en cada brazo y banderas blancas en cada automóvil.

El objetivo sería ambicioso hasta la locura, pero no por ello menos necesario ni urgente: erradicar la violencia como forma de dirimir conflictos. Eduardo Galeano lo expresaba ayer en la línea final de un artículo que también editó Página 12: “¿Hasta cuándo seguiremos aceptando que este mundo enamorado de la muerte es nuestro único mundo posible?”

Tendríamos que pensarlo. Es posible que no lleguemos a tiempo para colaborar con el fin de esta guerra, pero no tengo dudas de que habrá otras que tornen indispensable una intervención pacifista.

Y perdonen que me vuelva pesado. Se ve que tengo una de esas semanas.

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2 de agosto de 2006
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BURBUJAS DE ESPAÑA

El boom de la construcción no ha sido un fenómeno privativo de España pero en ningún otro lugar -excepto Australia- ha alcanzado tan notable significación simbólica.

Desde hace aproximadamente cuarenta años, desde el tardofranquismo y su glorioso periodo desarrollista, España se ha comportado a sacudidas y su evolución económica, sexual, cultural ha repetido siempre el modelo del "pelotazo". Incluso el terrorismo de ETA se aviene tristemente bien con el general universo del espasmo. Sin descanso hemos presenciado desde la explosión de la bomba asesina a la explosión del ayuntamiento sin escrúpulos,   de la incoherente culturización a granel (altamente representada por la creación de un mala universidad cada cincuenta kilómetros) a la multiplicación de supermercados del sexo en la huerta de Murcia; de la espectacular producción de títulos de libros a la corrupta proliferación de parques temáticos.

Prácticamente de un día a otro España ha pasado de la mojigatería y el catolicismo de machamartillo a revelarse como el país (legalmente) más liberal y desprejuiciado del planeta. Hasta Dinamarca y Holanda han debido apresurarse para no quedar rezagadas en diversos asuntos de la sexualidad o las drogas. ¿Una milagrosa conversión pagana en la tierra de María Santísima? ¿La explosión sociocientífica de una masa crítica?

No debe considerarse demasiado probable.  Más bien si los grandes saltos han sido posibles deben su resolución a producirse generalmente en el vacío. Es decir, dentro de un medio poco densificado donde los impulsos obtienen mayor efecto y la incoherencia es parte de la dinámica  interior.

En pocos lugares -a excepción de Australia- habría sido posible realizar tantos y tan radicales experimentos sociales y legislativos como en este territorio caracterizado, tras la Guerra Civil y dos décadas de nacionalcatolicismo, por una devastación en las referencias y ampliamente aligerado de pensamiento crítico.

Ahogadas o extraviadas las conexiones con el débil pasado liberal, la libertad llegó en la Transición como prorrumpe el agua represada. A los golpe de Estado de derechas sucedió el asombroso golpe de Estado democrático. La convulsión moral y política no se registró enseguida pero ha impuesto sus efectos después. Y continuadamente.

El enriquecimiento especulativo -sin secuencia empresarial- se corresponde con el éxito imperial de la salsa rosa, con la súbita fama de personajes sin fuste y, en el extremo, con la ascendencia a la presidencia del Gobierno de un par de tipos con tan poco mérito que en los mismos tiempos de la globalización no fueron capaces de pronunciar una frase en inglés. La octava potencia del mundo con líderes deslucidos y un fracaso educativo capaz de situarnos a la cola escolar de  Europa.

Hay escuelas más que de sobra, como flamantes museos inaugurados sin apenas cuadros, centros culturales sin función y auditorios en los que no puede escucharse nada, una veces por carencia de músicos y otras porque el proyecto pertenece a arquitectos de figurín al estilo Calatrava.

Lo muy peculiar de un boom es su enorme semejanza con la burbuja. Se forma de un soplo y puede explotar en cualquier momento debido a su inconsistencia. Y de esta clase de naturaleza se han ido componiendo buena parte de los logros  más relevantes  de la historia española inmediata. Puede objetarse que también de la inmediata Historia Mundial. Pero de este modo volvemos al principio:  “El boom de la construcción no ha sido un fenómeno privativo de España pero en ningún otro lugar...”, etcétera.    

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2 de agosto de 2006
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Abundando que es gerundio

Estoy en verdad asombrado y ufano. Desde que empezamos a hablar de nazis y judíos, de robos y restituciones, de obras de arte y expolios, parece como si nos escucharan en los departamentos de estado. El último capítulo de esta novela iniciada por Héctor Feliciano es el anuncio que apareció en El País el sábado 29 de julio pasado. Un anuncio pagado por el gobierno holandés y supongo yo que publicado en todos los diarios del mundo y en todas las lenguas cultas. Una pasta.

Para quienes no lo leyeron, o estaban de vacaciones, o se les pasó, sepan que el Estado holandés notificó lo siguiente al mundo entero (resumo el texto):

“Después de la liberación en 1945, fueron muchas las obras de arte confiscadas o vendidas por los ocupantes alemanes en la Segunda Guerra Mundial que se recuperaron en los Países Bajos”.

En realidad habría sido más exacto: “que se devolvieron” (were brought back). El traductor jurado no afina mucho. En todo caso, nadie “recuperó” nada, no fue una operación holandesa, sino una restitución automática, seguramente llevada a cabo por algún organismo del ejército aliado.

“Estas obras de arte acabaron en poder del Estado holandés, en la Colección Holandesa de Patrimonio Artístico (…) Esta colección está formada por 4.217 obras de arte, en parte propiedad de familias judías”.

De nuevo se pierde un matiz. No acabaron “en poder del Estado holandés”, sino “bajo custodia” (into the custody). No era una posesión patrimonial sino un depósito. No pasaron a ser propiedad del Estado sino que fueron almacenadas por la administración. Ninguna bicoca, cuatro mil y pico piezas. Más que muchos museos.

“Desde 2001, los Países Bajos aplican una política de restitución más flexible de los bienes culturales de la Colección (…) que fueron arrebatados contra la voluntad de sus entonces propietarios (…) siempre que esos propietarios pertenezcan a un grupo de población perseguido”.

Admirable prudencia. Han esperado más de cincuenta años para “flexibilizar” la restitución. No hay que precipitarse. No vayamos tan deprisa, dijo Abelardo a Eloisa. ¿Quizá esperaban a que se murieran todos los herederos para que sus peticiones llegaran directamente del Más Allá? El papel de los holandeses durante la invasión alemana, es patético. Su antisemitismo, conspicuo. Para los nazis, Holanda fue el patio trasero de su casa. El escritor holandés Harry Mulisch lo cuenta en alguna de sus novelas con agradable neutralidad, sin añadir más sangre a la que ya se vertió. La mejor y más ambigua, a mi entender, es El atentado.

Curiosamente, en el párrafo que acabo de copiar, el traductor jurado sigue siendo infiel, pero esta vez a favor de los judíos. La frase “que fueron arrebatados contra la voluntad de sus propietarios” es, en el texto inglés, nada menos que: that were involuntarily lost. ¡Dios mío! ¡Perdidas de modo involuntario! Estaban los propietarios judíos la mar de distraídos esperando a ser gaseados cuando, vaya por Dios, se les perdió un Rembrandt. ¡Qué hipocresía la del ministerio de Educación, Cultura y Ciencias holandés, que es quien firma el texto! Casi alcanza las cotas de fariseísmo de la Memoria Histórica de Zapatero.

Viene luego una dirección postal y varias de Internet a las que pueden dirigirse los expoliados para reclamar sus propiedades. Son realmente muy interesantes si uno tiene la paciencia de leerlas, y están muy bien hechas.

Para los detectives:

www.minocw.nl
www.restitutiecommissie.nl
www.herkomstgezocht.nl
www.originsunknown.org

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2 de agosto de 2006
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El Boomeran(g)
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