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Altamira

Mi habitación en el hotel Altamira Suites de Caracas parece un palacio. Tiene una sala y un comedor. Tiene una cocina con horno microondas. Tiene balcón. Tiene una nevera con cuatro tipos de cerveza. Tiene hasta condones, porque un cuarto como este te pone en la obligación moral de acostarte con alguna chica. O con muchas: una por cada tipo de cerveza.   

Con el fin de ayudar al cliente a cumplir con esa obligación, el hotel tiene el mejor bar de la ciudad. Está en el piso 19 y tiene un jacuzzi en el centro. Además, cuenta con una de las mejores vistas de la ciudad. La terraza del hotel domina toda la capital, cuyo paisaje de edificios presidido por la monumental montaña El Ávila le da un aire neoyorquino tropical, al menos de noche.

Hoy es sábado, y el bar está lleno de chicas con aretes grandes y pantalones apretados, y chicos del barrio de Chacao. Los asistentes se disponen en parejas y grupos. Parece que soy el único solo. Finalmente, trabo conversación con un americano y su amigo venezolano que beben Manhattans apoyados en la barra. El americano se llama Barry, aunque según me explica, su nombre verdadero es más complicado y él, además, no es americano de nacimiento: es israelí naturalizado en Nueva Jersey. Es amable.

-Desde aquí, Venezuela se ve muy próspera ¿no? –le digo. 
-Espero que sí, yo vengo por negocios.
-¿En qué rama?
-Telecomunicaciones.
-¿Y qué tal la gente por acá? ¿Son muy corruptos?
-Lo normal.
-Bienvenido a América Latina.
-Bueno, no creas que los americanos son unos ángeles. Al contrario, son unas bestias. Y hay más dinero.
-Pero supongo que hay más maneras de controlarlo. Enron era muy corrupta, pero se descubrió.
-Sí y no. Simplemente, son un poquito, no mucho, apenas un poquito más listos. Si quieres comprar a alguien por un millón de dólares, lo contratas para una asesoría. Hace la asesoría, que se limita a compartir un almuerzo y pedirle a algún empleado que redacte un informe sobre algo sin importancia. Y le das su millón de dólares. Todo limpio. El problema aquí es que quieren el millón a cambio de nada.
-Ya.

Conversamos un rato más hasta que anuncio que me voy a dormir. Entonces, por primera vez, habla el venezolano. Se llama Miguel y es mucho más joven que Barry.

-¿Quieres que te lleve a tu casa?
-Estoy alojado aquí.
-¿Y no quieres que te acompañe?
-¿Cómo?
-Podemos tomar la última copa.
-No hace falta. Gracias.

Al pagar mi copa, me impacta la cifra de la cuenta: 14.000. Los dólares aquí se cambian a 2.000 bolívares, aunque en el mercado negro alcanzan los 2.300. Por eso, las cuentas dan miedo: un café cuesta 2.000. Un almuerzo alcanza los 45.000. Una llamada telefónica internacional: 7.900. Todo es mucho en Venezuela.   

Esta noche duermo solo, como todas las demás.

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18 de julio de 2006
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EL PROYECTO DE VIDA

Tengo a una amiga aterrorizada porque en su primera visita al psicoterapeuta la ha interrogado respecto a si posee o no un “proyecto de vida”. Nunca se le había pasado por la cabeza que el asunto fuera tan importante y especialmente central, según el terapeuta, para sentirse bien consigo. Ha preguntado después a un par de amigas y tampoco ellas contaban con un proyecto de vida. ¿Extraviadas todas? ¿Desdichadas? ¿Ligeras?

El llamado “proyecto de vida” ha sido una construcción conspicuamente masculina. El afán de ser alguien, lograr unas metas, edificarse un determinado porvenir, forman parte del serio armazón con que adentrarse en la vida, siendo hombre.

Las mujeres, por el contrario, se bastaron con el afán de ser felices. El proyecto de vida se reemplaza ventajosamente en la mujer con la proyección de vida materna y la felicidad, al contrario de su sentido entre hombres, se tiene por un bien central.

“Prométeme que serás feliz”, han dicho algunas madres a sus hijas. Los padres, por el contrario, ponen su máxima esperanza en que el vástago consiga ser alguien. La diferencia de propósito resulta, al cabo, tan radical que la categoría de felicidad ha sido asociada a las aspiraciones de la debilidad y la de ocupar un puesto notable a los objetivos de heroicidad o fuerza. El héroe no pretende la felicidad sino el honor. El héroe no se entretiene en pasarlo bien sino que se forja en liza con la dificultad. Encaminarse hacia la felicidad quedó para las soñadoras, las madres amantísimas o los místicos, secretamente afeminados y antagonistas de la acción viril.

Cualquier movimiento productivo fue siempre relacionado con los resultados más tangibles, el dinero, la hacienda, el estatus. ¿Es improductiva la persecución de la felicidad? ¿Tiende la felicidad a dejarnos saciados y finalmente pasivos?

La respuesta afirmativa a estas preguntas ha cruzado la cultura del sacrificio, la abnegación y la ética de la renuncia hasta el fin del capitalismo de producción. En buena parte, esta cultura no ha fomentado ser feliz, al hacer de la felicidad un sinónimo de placer y del placer una manifestación de condescendencia, despilfarro y pecado.

La felicidad, sin embargo, ha pasado a ser un asunto central de los últimos tiempos del capitalismo de consumo. Presente en los libros, los videos de autoayuda, las sesiones terapéuticas o las “píldoras de la felicidad” que forman la amplia congregación de psicofármacos, de los antidepresivos a los adelgazantes, desde los estimulantes hasta los rejuvenecedores. La cultura de consumo ha liquidado el pudor de ser feliz y su estrecha relación con el suspiro femenino.

Tanto la extensión de la influencia femenina traducida en estilo general del mundo como la proclamación de la felicidad en los altavoces del sistema de consumo, han sacudido la vieja ecuación que dividía a hombres y mujeres. Unos con la obligación de trazarse un proyecto para llegar a ser verdaderos hombres y ellas con la impulsión a ser madres para realizarse de verdad como mujeres. En el cruce cultural de ambos, el nuevo afán común consistiría menos en el diseño existencial de metas solemnes y a largo plazo, y más en la búsqueda de objetivos cercanos. O, en suma, en lugar de aspirar a una culminación gloriosa a la manera de la metafísica, la alternativa de una degustación viajera a la manera de la idea turística. La existencia, en efecto, siempre se contempló como un viaje. La novedad es que ahora no hay visión del más allá ni itinerario trazado hacia ninguna parte.

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18 de julio de 2006
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El regreso del E.T. original

Sería injusto de mi parte no completar las impresiones sobre el personaje de Superman que escribí días atrás, ahora que vi Superman Returns. Casi diría que el pobre Cristo me inspira ternura, después de haber sido pulverizado por Pirates of the Caribbean: Dead Man’s Chest, película a la que le bastaron tan sólo diez días para convertirse en la más vista del año. Después de todo Kal-El es un inmigrante, y mi corazón siempre está con aquellos que no tuvieron más remedio que abandonar su lugar natal en busca de mejores oportunidades. Ya sé que este inmigrante ha sido aceptado con enjundia por su país adoptivo, pero todos sabemos que en estos países grandes (que no es lo mismo que grandes países) un inmigrante sólo es tan bueno como su último éxito; pregúntenselo, si dudan, a los morochos de la selección francesa de fútbol.

Lo primero que me sorprendió fue que la película me gustase. Supongo que iba preparado para despreciarla, y el hecho de que el relato funcionase no hizo más que multiplicar sus méritos. Lo segundo que me sorprendió fue que la película me gustase a pesar de que todas mis prevenciones estaban justificadas. Me pasé todo el tiempo percibiendo sus incongruencias (¿cómo puede ser que nunca se le despeine el rulito de la frente, ni siquiera cuando acaba de volar a velocidades supersónicas?), sus anacronismos (¿Lois Lane termina un artículo y en vez de enviarlo por ordenador para que Perry White lo lea, le imprime una copia en papel?) y su defensa de los íconos que nunca terminaron de convencerme (¡ese traje que es casi un pijama, esos colores infantiles!) y aún así, me encontré diciéndome todo el tiempo: ¡me gusta!

Supongo que el mérito pertenece por completo al director Bryan Singer, que no había hecho nada que me convenciese, ni siquiera sus exitosas películas sobre los X-Men, desde la buena impresión que me produjo The Usual Suspects. La verdad es que no daba un peso por Superman Returns, en especial desde que entendí que Singer reverenciaba las viejas películas de Richard Donner protagonizadas por Christopher Reeve. (Superman Returns arranca con una secuencia de títulos calcada de aquellos films, utiliza sus diseños para recrear la Fortaleza de la Soledad y los cristales oriundos de Krypton y hasta hace suyos episodios como el artículo que Lois Lane, por aquel entonces interpretada por Margot Kidder, titulaba Pasé la noche con Superman).

Imagino que el truco funciona porque Singer narra con convicción, una pasión tan ingenua como su historia original. Más allá de algunos mínimos toques de puesta al día –como subrayar que Superman actúa globalmente-, Superman Returns está contada desde la fe ciega en el poder de sus componentes primigenios: el origen mítico, la personalidad secreta, la buena voluntad del american boy, el amor oculto por la chica más linda de la división –o de la redacción, que aquí es lo mismo. No hay relectura alguna, no hay ironía, no hay revisión de la función de un superhéroe en un mundo como en el de hoy. (Superman sigue siendo la versión magnificada del buen bombero, o del buen policía; la intervención política le está vedada). Es como si Singer hubiese concluido que la única forma de volver a contar esta historia era pretender que el tiempo no había pasado, que todavía estábamos en los años 70: si en aquel entonces, cuando Superman ya era un anacronismo sólo redimido por los efectos especiales, la cuestión funcionó, ¿por qué no intentarlo otra vez, ahora que los efectos especiales son tanto mejores?

Hay algo en la fotografía de Superman Returns, en la forma de iluminar cada encuadre, que fue fundamental para ganar mi voluntad. Al principio creí que se trataba de un manejo del color que me retrotraía al encanto de la historieta original. Pero sobre el final, en la escena en que Superman le habla a su hijito dormido, entendí que Singer (ya sé que es judío, pero igual) usaba la luz del mismo modo en que la usan las ilustraciones religiosas cristianas, nimbando a la figura central con un aura que comunica su condición trascendental. Lo cual no deja de ser adecuado, siendo en esencia una relectura pop de la historia de Cristo, parecido que Singer subraya todo el tiempo y que seguramente Bush habrá apreciado: Superman como el Buen Samaritano Intergaláctico.

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18 de julio de 2006
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ZIDANE

¿Qué leen los franceses en la red durante estos días de guerra en Oriente Próximo e impotencia de los miembros del G8? Lo reconozco sin vergüenza ninguna: los franceses no leen. Unos escuchan y miran una página norteamericana que les indica cómo resolver sus problemas sin trabajar; los otros se dedican únicamente a mirar una página inglesa. Ambas actividades son como mirar el ombligo de Francia y solo hay un ombligo: Zidane. Zidane y su cabezazo.

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17 de julio de 2006
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Super Mann

Hace algún tiempo se me ocurrió inventar aquí mismo una Academia de los Menospreciados, para homenajear a aquellos artistas que no reciben el reconocimiento que merecen. Creo que Michael Mann debería tener allí un sitial de honor –al menos en mi versión personal de esa Academia.

Nadie podría decir que a Mann le va mal. Ha filmado con Daniel Day Lewis (El último de los mohicanos), con Al Pacino (The Insider), con Tom Cruise (Collateral) y hasta ha conseguido la proeza de reunir a Pacino con Robert De Niro en Heat. Pero al mismo tiempo, vaya a saberse por qué factores (¿no garantizarse una corte de periodistas adulones, tal vez? ¿o quizás por no malgastar valiosa energía haciendo lobby con los mandamases de los estudios?), nunca terminan de otorgarle la estatura de autor que con tanta liviandad le conceden a gente como Paul Haggis (ganador del Oscar por la mediocre Crash) o, ugh, Ron Howard (que ganó el Oscar por la mediocre A Beautiful Mind). Para mí, sin lugar a duda alguna, Mann es uno de los mejores cineastas norteamericanos de los últimos diez o quince años –si no el mejor.

Su talento es difícil de sintetizar en un par de frases, porque no le gusta jugar sobre seguro; más bien es de los que prefiere desafiarse a sí mismo con cada nueva película. Saltó del policial stylish que era la versión televisiva de Miami Vice a los horrores del crimen psicopático en Manhunter. (Que, por ciento, significó la primera aparición cinematográfica de Hannibal Lecter: la versión de Brian Cox era menos circense que la de Anthony Hopkins, pero igualmente efectiva.) Después deslumbró con la épica romántica de El último de los mohicanos: bellísima de ver, intensa, salvaje, emotiva; el tándem con Day Lewis señala las alturas a que los Mel Gibson, Tom Cruise, Heath Ledger y demás han tratado de llegar en films similares, pero sin suerte. The Insider estaba basada en la historia real de Jeffrey Wigand, que expuso su vida al denunciar la manipulación criminal de las empresas tabacaleras de EE. UU. Mann logró que el film no cayese en ninguno de los lugares comunes del género de denuncia: hurtó el cuerpo tanto a lo exageradamente expositivo como a la explotación de lo emocional, concentrándose en la narrativa cinematográfica; el hombre tiene un instinto visual afiladísimo, que lo convierte en un narrador nato, económico pero siempre efectivo.

Heat es lo que uno vulgarmente llama un peliculón. Su exterior es el del género policial, presentando el duelo entre un delincuente profesional (De Niro) y un detective (Pacino) consagrado en cuerpo y alma a su trabajo. Pero la verdadera gracia del asunto está en el tiempo que Mann dedica a pintar las vidas privadas –nunca mejor dicho- de la banda de ladrones por un lado y de policías por el otro. Si existe algo parecido a un tema recurrente en Mann, es el precio que se paga por la dedicación febril a una tarea, ya sea como policía, abogado, taxista o boxeador. (O cineasta, debería colegir uno.) El duelo verbal entre Pacino y De Niro, en la única escena del film en que se enfrentan sin armas de por medio, es antológico e ilustra el tema de que hablo; dicho sea de paso, esta es la última gran actuación que De Niro ha dado –y conste que hablo de 1995.

No sería inadecuado decir que Mann se aboca a los géneros con la misma ambición de Kubrick: tratando de hacer estallar su techo, recreándolos en el proceso. Ali, por ejemplo, es una biografía modélica: hay que ver intentos más recientes, como Ray o Walk the Line, para apreciar la diferencia entre la simple ilustración de anécdotas y una película de verdad, cuya ambición narrativa no compromete la historia real, sino que por el contrario, la potencia. Las escenas en las que Ali (Will Smith) trota por las calles de Zaire siempre me llenan los ojos de lágrimas. (Dicho sea de paso, el hombre tiene un buen gusto fenomenal en materia de música).

Y ahora el círculo se cierra, con Mann llevando al cine la serie que significó su primer éxito: Miami Vice, con Colin Farrell y Jamie Foxx como los detectives Crockett y Tubbs. Admito que el tráiler que circula en los cines y en la TV no me mueve un pelo, pero no sería la primera vez que una propaganda no le hace justicia al film. (Recuerdo ver los avances de Apocalypse Now y pensar que iba a ser una porquería). Es que mi corazón está con Michael Mann, el hombre que sabe que el cine es la más demandante de las amantes –y que aun así asume su destino hasta las últimas consecuencias.

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17 de julio de 2006
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JORGE VOLPI DIJO TRES COSAS

Es un artículo cortito, tan corto que provoca una cierta frustración. Pero también es un artículo rico. Lo firma Cecilia García-Huidobro en el último número de la Revista de Libros. Como hay un montón de revistas que llevan este nombre tengo que añadir: suplemento del diario El Mercurio. Pero como hay dos «Mercurios», tengo que añadir: el de Santiago y no el de Valparaíso que, como todos sabemos, es el diario más antiguo de América Latina.

Ahora bien, el artículo. Se trata de las notas de una conferencia del novelista mexicano Jorge Volpi en Génova, en un acto del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana (IILI). Volpi tiene una visión muy clara de su oficio, del papel del comercio y de la comunicación en el éxito de los libros. No por nada se dedicó a redactar el código de procedimientos literarios del «Crack», el grupo literario que armó en los años noventa con amigos de su generación. El código, que tiene como fecha de redacción 10 de julio del 2004, termina con una frase que afirma «El presente reglamento no tiene, pues, validez alguna», pero, en mi opinión, esta broma no quita nada a la existencia del código. Es una visión de lo que tendría que ser la literatura según Volpi. En una cierta medida, dos años después, el escritor aporta unas precisiones a su definición inicial.

En Génova, hablando como mexicano, Volpi entregó la visión de los autores nacidos como él a partir de los años sesenta. Es una visión que se resume en tres puntos:

1. Desvinculación con la política. «En virtud de este desencanto muy pocos continúan la tradición de ser al mismo tiempo escritores de ficción y comentaristas de la actualidad. En este sentido podría decirse que la fuerte tradición del intelectual a la manera de Octavio Paz o Carlos Fuentes está en extinción».

2. Ruptura casi total de los vínculos que antes unían a los autores mexicanos con sus pares del resto de América Latina. La concentración editorial en España, dice Volpi, puede explicar el fenómeno: todos los autores son satélites de un centro que está fuera. Pero también vemos los límites de la globalización.

3. Influencia cada vez más poderosa de la figura de Roberto Bolaño como emblema del escritor latinoamericano. Aquí nos encontramos con un límite del discurso de Volpi: lo mismo lo habría dicho un chileno, un venezolano o, quizás, un gringo del noreste de EE. UU. El autor de Los detectives salvajes se transformó en un icono que se cita de manera automática.

Lo que me gusta de Volpi es su coherencia. Parece que en su conferencia hizo mucho caso a Bolaño, pero también a Sergio Pitol, el último premio Cervantes, y a Salvador Elizondo, quien murió hace poco. Mirando al artículo 6 del título segundo de su Código del Crack, compruebo que citaba a diecisiete autores como miembros honorarios del grupo y que los tres, Bolaño, Pitol y Elizondo, figuran entre los elegidos.

Al leer todo el código en Crack. Instrucciones de uso (Debolsillo) veo también, en el articulo 8, que Volpi nombró a otros once autores que conforman una especie de liga 2 del campeonato literario –no son miembros honorarios, pero aparecen en el código. Por el momento, nadie consiguió subir a la liga 1 y Volpi tiene una buena reserva para más conferencias.

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17 de julio de 2006
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LOS MUERTOS CIVILES

En el Líbano, en Gaza,  en Irak, en Afganistán, en Somalia, los muertos de la guerra son civiles. Mueren algunos militares también pero las noticias registran una creciente  cantidad de víctimas civiles.

Los soldados fueron la materia prima de las contiendas bélicas y su condición de guerreros o piezas funcionales para la  destrucción del bando enemigo camuflaban su condición humana. La muerte de los batallones era lamentable sobre todo en términos de contabilidad militar, en gruesos número sin rostro.

El efecto secundario de ataques y emboscadas, apenas visible en plena narración bélica, sería el llanto de los familiares perdidos en la retaguardia. Con el conflicto en ascuas no había lugar para el  sollozo de los amantes y los parientes, los hijos o los esposos. No se consideraba ocasión propicia para la lamentación individual puesto que lo decisivo consistía en calcular la masiva resistencia del enemigo y el masivo potencial de nuestras fuerzas. El contingente, la tropa, los pertrechos, componían un bloque tecnológico y monstruoso, coherente con la consigna de que las guerras son sustantivamente inhumanas y de por sí encubren continuos casos de crueldad. La guerra abstracta agavillaba el múltiple dolor de la guerra en un dolor a granel,  miles de tragedias particulares apiladas y consideradas  sumariamente.

Hoy, sin embargo, la muerte que produce la guerra llamea más que nunca en estampas individuales. Llamea, como nunca la muerte civil, personal,  absurda, insoportable. A la guerra no hay Dios que la legitime ni bandera que la encubra. Tampoco, sea con bombas o con proyectiles, se ahoga el griterío de los cuerpos destrozados. 

No hay legitimidad para la guerra, sea cual sea. Y, desaparecida su carcasa de honor,  esfumados sus ornatos de deber y de servicio a la patria, queda a la vista su carnicería, la  perversidad de su entraña.

Los civiles parecían hasta hace poco, en cuanto  criaturas inocentes, muertos mudos. En el siglo XXI no han dejado de ser inocentes pero han dejado de ser mudos. Son testimonios aullantes e investidos de una muerte  que refuta la vida de cualquier organización política  y que arrastran consigo, como un enorme y pestilente cadáver, la historia podrida de los peores tiempos.

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17 de julio de 2006
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“Yo salvé la vida de un terrorista”

Ahora, Edilbrando Vásquez es administrador de la embajada peruana en Quito, un trabajo apacible que consiste en garantizar la seguridad y las instalaciones. Al verlo en traje y corbata, parece que toda su vida ha estado sentado tras un escritorio. Pero en cuanto uno escucha su historia, descubre que esa corbata esconde una garganta que podría haber sido abierta por un cuchillo o atravesada por una bala. Y es que Edilbrando participó en el operativo Mudanza 1, uno de los atentados contra los derechos humanos más sanguinarios del gobierno de Alberto Fujimori.

-¿Qué hacía usted ahí?
-Yo era capitán de la policía. En ese momento, actuaba como segundo jefe de una unidad de la Dirección Nacional de Operativos Especiales, con Base en Puente Piedra.
-¿Cuáles fueron sus órdenes?
-Restablecer el principio de autoridad. Según nos dijeron, las fuerzas del orden habían tratado de trasladar a los presos terroristas del penal de Castro Castro, pero los reclusos se habían amotinado. Hacían falta refuerzos.

Un mes antes, Alberto Fujimori había disuelto el Congreso y anunciado la reorganización del poder judicial. Posteriormente, había ordenado ese traslado de presos sabiendo que podía actuar en libertad, que no quedaba nadie para criticar sus métodos. Según una de las versiones del ataque, los policías y militares se apostaron en la azotea del pabellón de mujeres y dispararon bombas lacrimógenas, vomitivas e incendiarias. Según la contraria, las reclusas se resistieron a lo que debía ser un traslado rutinario y pacífico.

-¿Qué encontró usted al llegar a la cárcel?
-Los terroristas tenían bombas caseras y un fusil G3 que le habían quitado a un policía. Tuvimos que sacar a un capitán herido. Había otros cuatro compañeros con lesiones. Los nuestros también disparaban. Reinaba la confusión.
-¿Y entonces?
-El general Hurtado quería acabar con el problema porque se acercaba el día de la madre. De modo que las acciones se intensificaron. En consecuencia, las terroristas se desplazaron al pabellón de los hombres. Y finalmente, se rindieron.
Seis años antes, un motín simultáneo en las cárceles del Frontón y Lurigancho se saldaron con la masacre de más de 250 reclusos. Esta vez, sabiendo lo que les esperaba, los amotinados decidieron salvar la vida.
-Los terroristas empezaron a salir con las manos en la nuca hacia una glorieta conocida como El Gallinero. Pero cuando llegaron, la policía comenzó a disparar desde los tejados. No sé si hubo una orden o fue un producto de los nervios y la crispación. El caso es que los mataron a casi todos. Mientras eso ocurría, yo encontré a Osmán Morote. Estaba herido y arrinconado.   
         
Morote formaba parte de la cúpula senderista, pero corrían rumores de que sus propios compañeros lo habían entregado por diferencias con la dirigencia. Fue el primer senderista de importancia que cayó. Y era, claro, una de las presas más deseadas. Según Vásquez, su encuentro con él fue como sigue:

-Lo tenía boca abajo y le dije: “quédate tranquilo que te voy a salvar la vida”. Él me respondió “¿así me va a salvar la vida?”. Yo me quité el pasamontañas y le mostré mi cara. Le dije: “confíe en mí”. Poco después, llegó un enmascarado con un fusil MP5. No tenía sentido. Los MP5 son de uso militar. Él tenía que ser un infiltrado. Me dio el fusil y me dijo: “toma, mátalo”. Yo me negué. Minutos después, me rodearon mis propios compañeros de la DINOES, para matarme. Pero nadie disparó. No íbamos a matarnos entre nosotros. Entregamos a Morote a la enfermería. Fue el único sobreviviente. Ese día murieron 42 de ellos.

Morote sólo tenía una bala en el glúteo. Desde entonces, muchos senderistas piensan que era un traidor, y que esa bala fue un intento por disimular que él le pasaba información al Servicio de Inteligencia. Otros creen que simplemente lo dejaron vivo para mantener cierta fachada de respeto por los derechos humanos. La supervivencia de Morote ha sido un misterio durante casi quince años. Edilbrando tiene su propia versión.

-No soy un santo, y no me habría importado matarlo. Pero recordaba la matanza de los penales en 1986. Después de eso, más de 200 compañeros fueron encerrados. Yo visité a muchos de ellos en prisión. Salvé a Morote simplemente porque no quería ir a la cárcel.

Días después, Vásquez fue designado para escoltar a Morote a su nuevo hogar, la cárcel de Yanamayo. Durante el trayecto pudieron conversar.

-Morote nos acusaba de asesinos. Yo le enrostré las brutales matanzas que había visto cometer a los senderistas en el Alto Huallaga, mientras estaba destacado ahí. Pero él simplemente no me creía. No es algo que me hayan contado. Yo vi con mis propios ojos los asesinatos, a veces con machetes, las masacres a la población. Sin embargo, él no me creía. En Sendero Luminoso había psicópatas, había gente enferma, pero también había gente como él, tan idealista que simplemente no veía la realidad.

Meses después, la unidad del capitán Edilbrando Vásquez fue desactivada y él pasó a retiro. Desde entonces se dedica a la seguridad privada.

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17 de julio de 2006
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Cómplices del silencio

Uno ha perdido la costumbre de encontrar artículos periodísticos que le abran los ojos y que digan con precisión lo que todos los demás están callando. Por eso este domingo me sorprendió el texto que Atilio Borón publicó en el diario Página 12 bajo el título Un silencio repugnante. “El régimen genocida de Israel, siniestro heredero de su verdugo nazi, está perpetrando un crimen incalificable contra el pueblo palestino… El bombardeo a mansalva de poblaciones civiles indefensas, los atentados contra autoridades democráticamente electas de Palestina y la destrucción de todo lo que encontraran a su paso fue la voz de orden del gobierno israelita,” escribió Borón prescindiendo de eufemismos y circunloquios. “El pretexto de esta barbarie: la captura por parte de la resistencia palestina del cabo del ejército israelí Gilad Shalit –captura, no secuestro, dado que Shalit era miembro de un ejército invasor y fue capturado por sus enemigos en combate”. Me pregunto si Shalit podrá dormir en paz el resto de su vida, sabiendo la cantidad de mujeres y de niños que fueron asesinados en su nombre. Esto no es una remake de Salvando al soldado Ryan; en todo caso, la película debería llamarse Usando al soldado Shalit (para justificar una masacre).

“Cuando el presidente iraní exhortó a borrar Israel del mapa, el mundo fue conmovido por una oleada de justificada indignación. Pero cuando el gobierno de Israel lleva a la práctica esa amenaza y borra literalmente del mapa a Palestina, los líderes de las ‘naciones democráticas’ guardan un repugnante silencio,” dice Borón. “Su duplicidad moral es ilimitada. Pueden justificar con su silencio cualquier cosa: inclusive un genocidio como el que está practicando Israel en Palestina”.

Los testimonios de los pobladores de Gaza que el diario español El País reprodujo este domingo también eran elocuentes: gente que sobrevive sin luz, sin agua, sin medicinas, sin comunicaciones, encerrados dentro de sus fronteras y por ende imposibilitados de ir a trabajar, una situación que perjudica ante todo a los más débiles, esto es los ancianos y los niños, a los que tanto bombardeo priva hasta del derecho de dormir. El relator de Derechos Humanos, John Dugard, ha hecho bien al definir este estado de cosas como “moralmente indefendible”. Pero el gobierno de Israel y sus aliados de Occidente ya están habituados a pasarse estas condenas por el forro.

Ayer un amigo me lo puso de forma clara: Palestina es Guantánamo. La oleada de reclamos que se reitera en el mundo ante la barbarie que simboliza esa cárcel es auspiciosa, aunque insuficiente, porque Palestina es infinitamente peor que Guantánamo, es un Guantánamo lleno de mujeres, viejos y niños que en la práctica están siendo tratados como terroristas e inmerecedores de derecho alguno –ni siquiera el más elemental, el derecho a la vida.

Yo ya era consciente de la situación, pero aún así la claridad del artículo de Borón me conmovió. Vaya este texto como mi humilde forma de no adherir a este silencio repugnante que degrada nuestra condición humana.

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14 de julio de 2006
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Parte de combate

A raíz de mi blog de ayer, sobre las guerras entre Perú y Ecuador, se puso en contacto conmigo un peruano de más de ochenta años residente en Guayaquil. Me pidió que no revelase su nombre ni los datos que pudiesen identificarlo, pero me autorizó a publicar la siguiente historia, que transcribo en primera persona, del modo más fiel que me es posible:

“En 1941, durante la guerra con Ecuador, yo formaba parte de la Unidad de Paracaidistas del Cuerpo Aeronáutico del Perú, un destacamento que se estrenaba en acción. A mediados de julio, pocos días antes de la batalla de Zarumilla, el comando me ordenó a mí y a otros dos miembros de la unidad una misión de espionaje. La orden era volar más allá de las líneas ecuatorianas que acampaban en X, descender y observar sus equipos y armamento para preparar la ofensiva final. Posteriormente, debíamos desplazarnos hasta un río donde nos recogerían de madrugada para informar sobre nuestros hallazgos en la base de operaciones. 

Por entonces, las misiones de paracaídas tenían poca experiencia en el Perú y el mundo. De hecho, sólo se habían efectuado tres veces, todas en el marco de la guerra mundial, y todas por El Eje: los alemanes habían atacado con paracaídas en Narvik en 1940 y en Creta en 1941, y los italianos en Cefalonia en 1941. Lo que trato de decir es que no estábamos bien preparados para el asalto, y como cabía prever, fue un desastre.

Nada más tocar tierra, tuvimos que descolgar de un árbol a uno de mis compañeros, lo cual nos tomó tanto tiempo que cayó la noche. A oscuras, tuvimos que buscar un lugar para pernoctar. Al día siguiente, cuando despertamos, el terreno no cuadraba con nuestros planos. Es probable que hubiésemos sido lanzados desde el principio en el lugar incorrecto, o que el viento nos haya desviado. Como sea, no teníamos idea de dónde estábamos.

Tratamos de buscar algún río para orientarnos. Mientras avanzábamos, escuchamos un disparo. Presas del pánico, devolvimos el fuego rabiosamente. Creo que no dejamos de disparar hasta quedarnos sin munición. Y para cuando nos detuvimos, ya no sonaba nada del otro lado. Nos armamos de valor y penetramos en la selva.

Caminamos una hora o así, y encontramos un campamento militar ecuatoriano ¡Era X, nuestro objetivo! ¡Y estaba vacío! ¡Ni siquiera tenía guardias! Por un instante, pensamos que estaba abandonado, pero estaba claro que los soldados habían salido de ahí con prisa. Aún estaban las armas, la radio, la comida, incluso las fotos de chicas desnudas. Aunque, comparadas con las de ahora, supongo que eran unas fotos muy inocentes.

Encendimos la radio y nos quedamos ahí toda la tarde. Ahora que ya sabíamos dónde estábamos, planeamos partir cerca del anochecer, para protegernos con la oscuridad. Comimos, dormimos una siesta –siempre con uno haciendo guardia- y jugamos dominó un rato. Súbitamente, escuchamos una noticia en la radio. El locutor decía:

-Esta mañana, tras una cobarde incursión del enemigo peruano, nuestros gloriosos soldados fueron desalojados del cuartel de X. Para perpetrar su vil agresión, los peruanos contaron con un contingente superior a los 200 hombres con armamento moderno, con lo que nuestra tropa quedó en inferioridad numérica y táctica, no obstante lo cual, se batió arduamente en defensa de la soberanía patria…

Nos reímos mucho toda la tarde, y luego nos fuimos al río. De regreso, informamos sobre las posiciones enemigas, claro. Aunque siempre me he preguntado por qué no las destruimos o secuestramos. Simplemente, no se nos ocurrió. No teníamos mucha experiencia. Pocos años después, ya durante la paz, conocí a mi actual esposa, que es ecuatoriana. Desde 1951 vivo en Guayaquil”.

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14 de julio de 2006
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El Boomeran(g)
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