Vicente Verdú
He terminado de leer un bellísimo libro de Gerald Brenan, La faz de España, que recoge las notas que fue guardando, entre febrero y marzo de 1949, de su retorno a España. ¿Por qué resulta tan hermoso este libro? Sin duda alguna, por la especial finura de su lenguaje. Parece que hay algo común en Azorín, en Josep Plà, en Brenan y también en Ortega, en Marañón o en Baroja que va más allá del estilo literario de cada uno. Se trataría del modo de expresarse de una época, la común disposición para transmitir conocimientos y sensaciones, paisajes y episodios en un tiempo que apenas conoce bien el cine y es torpe en cualquier medio audiovisual.
Para todos aquellos antepasados la palabra hablada o escrita poseía un valor tan fundamental que expresarse acertadamente formaba parte de los actos necesarios para la supervivencia o la prosperidad. No necesariamente para la prosperidad material -aunque también- sino para todo modo de identificación social y moral.
Ser un individuo, identificarse consistentemente, darse a ser, conllevaba de manera inherente alguna clase de elocuencia. Así, tal como los animales afilan su perfil a través de la diferente articulación sonora, el modo de articular las palabras hacía ver la clase de sujeto que existía detrás. La mente y el lenguaje, la persona y su habla o su escritura convivían en una unidad que vemos perderse irremisiblemente ahora en la generalidad de la población.
Hablar apropiadamente, referirse a una experiencia con suficiente precisión, afanarse en trasladar mejor las emociones con la palabra, ha dejado de ser un deseo y una necesidad primordial. En su lugar se emplea el vídeo doméstico, el vídeo del viaje, la videoconferencia, el vídeo como forma de vida.
La facultad de transmitir cuerpo a cuerpo se ha reemplazado ampliamente por la facultad del aparato y los juicios sobre los demás tienden a realizarse a través de grabaciones y pantallas. El lenguaje, hablado o escrito, puede embaucar o falsificar como la imagen y el audio pueden hacerlo pero ¿qué duda cabe de que estas mediaciones han contribuido a apartarnos, ocultarnos, revestirnos? La belleza de La faz de España procede de su deliciosa escritura, pero de su materia escrita se desprende un encanto peculiar muy parecido a la encantación que suscita la comunicación desde un cuerpo desnudo. Se trata en definitiva de la mayor cercanía del cuerpo que emite y de la emocionante percepción de su sustancia humana.