Marcelo Figueras
Las peculiaridades de mi trabajo me obligan a encontrarle un rostro cierto a mis personajes. En líneas generales, cuando escribo un guión nunca le pongo rasgos reales a los protagonistas: son quienes son, y no el actor X o la actriz W. Pero una vez que el proceso de producción se pone en marcha suelo ser consultado sobre el casting de tal o de cual, lo que me obliga a probarles caretas diversas a esas criaturas de ficción. A veces las decisiones tomadas me llevan a reescribir personajes, para adaptarlos mejor a las particularidades de cada actor. Recuerdo el caso de Pablo Echarri, que hizo del Cuervo en Plata Quemada. Marcelo Piñeyro y yo le cortamos el traje a medida. Hace pocas semanas Echarri declaró al diario Clarín que el Cuervo seguía siendo su personaje de cine favorito; yo concuerdo, creo que es el papel que le permitió mayor lucimiento.
En oportunidades debo confiar a ciegas en el criterio de productor y director. Me pasó con Rosario Tijeras. Yo era consciente de haber escrito un personaje cuyo casting iba a resultar dificilísimo: porque reclamaba una actriz con mayúsculas (Rosario atraviesa durante el filme todos los estados del alma) y porque era imprescindible que fuese bellísima; si Rosario no seducía al espectador tanto como seducía a los personajes masculinos, el relato estaba condenado a fallar. Encontrar una actriz magnífica era posible, encontrar una actriz bellísima era posible, pero encontrar una mujer que fuese ambas cosas se tornaba cuesta arriba. Se tomaron pruebas a centenares de chicas, colombianas o no, profesionales o no. Terminé regresándome a Buenos Aires sin certezas. Desde aquí recibí nuevo material que me enviaron el productor Matthias Ehrenberg y el director Emilio Maillé. Creí encontrar la candidata ideal y así lo comuniqué, pero ellos apostaron a Flora Martínez, de quien yo no sabía nada. Estaban tan seguros de su elección que no pude hacer otra cosa que creerles. Y Flora me voló la cabeza. Era todo lo que me había imaginado, y todavía más. No se le escapó ninguno de los matices de su personaje –y eso que Rosario es un rosario de matices.
Quizás por deformación profesional, ahora me es más habitual escribir con un actor determinado en mente. (A menudo el pobre Cristo no sabe, siquiera, que lo he contratado de manera virtual para que protagonice la película en mi cabeza.) Lo peculiar es la forma en que mi cerebro respeta por sí solo la división internacional del trabajo, porque hoy puedo escribir guiones pensando en un actor pero los personajes de mis novelas jamás tienen otra cara que la suya propia. (Con la excepción de la madre de Harry en la novela Kamchatka, que inevitablemente tenía los rasgos de mi propia madre. Y del Enano, que era mi hermano de pequeño.)
Esta obligación contractual me ha llevado a formularme la pregunta: ¿le ponemos cara de otra gente a los personajes, cuando estamos leyendo una novela? Al leer The Maltese Falcon, ¿tiene Sam Spade la cara de Bogart, una cara inventada o corregimos el casting de John Huston usando a otro actor? ¿Y qué pasa con las novelas que no han sido adaptadas al cine, o lo han sido demasiadas veces, o sin éxito alguno? ¿Qué caras imaginamos para el capitán Ahab, para Oliver Twist, para Sherlock Holmes? ¿Qué caras utilicé mientras leía Atonement, de Ian McEwan? No imaginé que Cecilia se parecía a Keira Knightley, pero ahora que vi fotos del rodaje del filme no me molestaría para nada.
Todos tenemos nuestra propia receta, nuestra modalidad personal. Por lo general cuando leo novelas o cuentos respeto la descripción del autor: me imagino gente, no estrellas de cine. (Claro que a veces no queda más remedio. Recuerdo leer El baile de la Victoria, de Antonio Skármeta, detenerme en la descripción del personaje principal y decirme: “¡Pero este hombre es Federico Luppi!”)
A veces la vida le tuerce a uno el brazo. Ahora que existe una oferta para llevar al cine mi nueva novela, La batalla del calentamiento, no me queda otra que someterme al ejercicio y buscar respuesta para las preguntas que hasta hoy había evadido con tanta elegancia. ¿A qué actor imagino en el papel de Teo, a quien la novela describe como un gigante? ¿Qué actriz podría hacer el papel de Pat Finnegan, tan bella y tan complicada como Rosario Tijeras? (La respuesta fácil es Flora Martínez, claro. ¡Habría que hacerla hablar con acento argentino!) ¿Cuántas sesiones de casting serán necesarias para encontrar a la niña que interprete a Miranda?
Cuando salga la novela, aceptaré sugerencias. Eso es lo divertido de los libros: que cada uno de los lectores puede oficiar como director de casting.