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En la Jacetania (2)

Si vivir en el fuerte de Rapitán es hundirse en la experiencia subterránea, telúrica, de los Nibelungos y otras criaturas de la escondida roca maternal, la visita de San Juan de la Peña es acudir al altar de Parsifal para introducirse en la boca misma de la Tierra.

La peña que le da nombre es una lengua rojiza que se desprende del monte y forma un voladizo bajo el que cabría un portaviones. Lo sorprendente es el color, más sanguíneo que arcilloso, aunque varía con las horas del día y puede llegar a sugerir un cortinaje carmesí mineralizado, a punto de caer sobre la entrada del monasterio viejo. Es, en todo caso, el paladar gigante que protege la boca de una cueva sagrada.

La materia de la que está hecha la peña es un conglomerado oligoceno, formado por cantos rodados y un cemento calcáreo que los expertos llaman “pudinga”. Los cantos, del tamaño de un balón de rugby, llamados “bolos”, se desprenden con facilidad y durante siglos han matado a los peregrinos y frailes del monasterio, con lo que el número de almas salvadas ha sido grande pues nadie ha podido mantenerse en este lugar temible por mucho rato sin confesar y encomendarse al Más Allá con temor y temblor.

Los turistas, claro, son escasamente medievales y muchos de ellos no aceptarían ser llevados a la fuerza hasta el Cielo. Eso sin considerar que en una notable cantidad, los turistas no confiesan. Y no me refiero sólo a los japoneses. Para remediar una posible protesta, la peña está ahora cubierta por una tela metálica que añade brillos malignos a la ya amenazadora avalancha petrificada. Los cantos que se desprenden dan en la malla y quedan allí, flotando, sostenidos en el aire, lo que añade un efecto surreal y milagrero al conjunto.

En el interior se extiende una poderosa sucesión de aposentos, iglesias, basílicas, capillas, claustros y pasillos, que perforan la tierra y se unen a ella fraternalmente. El núcleo principal, de los siglos XI y XII, ya era famoso en aquellos años de cruces y espadas, y acogía el panteón real. No hay que olvidar, sin embargo, que estamos en un lugar apenas arrancado a la entraña terrestre, de profunda memoria pagana, y en el panteón real, junto a reyes y abades, yace también el famoso conde de Aranda, el más sagaz de los ministros iluminados, seguramente masón y jefe de masones.

En la iglesia del monasterio, los ábsides de preciosa fábrica románica están excavados en la roca, la cual forma también la bóveda, de modo que los elementos de soporte son decorativos, aunque parecen aguantar la montaña entera. Nos explica José Luís Solano que en esta nave, a la hora sexta de un día del año 1061, la cristiandad cambió del rito mozárabe al latino. Uno imagina la instantaneidad del acontecimiento y oye en todas las iglesias de España el paso cambiado de la sinuosidad respiratoria del viejo rito al orden geométrico del gregoriano, como quien cambia un Debussy por un Webern.

El poder inmenso de estos lugares telúricos me desconcierta. Sobre un altar, el Santo Grial. Quizás habría que decir, “uno de los santos griales”, ya que los hay por todas partes. El de San Juan de la Peña está hecho de cornalina y luce unas alhajas verdes, quizás esmeraldas, con perlas al tresbolillo. Yo no dudo de que sea el auténtico y tengo para ello mis razones. Las expongo.

La atracción que ha ejercido desde siempre este primer recipiente de la sangre de Cristo llegó hasta las lejanas tierras germanas y un buen día el propio Wagner atendió como hipnotizado y sin saber a dónde iba, desde su residencia de Baviera y siguiendo una llamada que retumbaba en sus oídos con eco de metales y percusión, al poderoso encantamiento. Caminó a ciegas y los brazos extendidos hacia adelante durante semanas. Cuando por fin logró llegar hasta la Peña malentendiéndose en su cerrado alemán con nativos de la zona oscense que apenas hablaban castellano ni lengua alguna indoeuropea, cayó de hinojos ante el grial como si le hubiera golpeado uno de los bolos de cuando no había malla. Mientras caía derrumbado, sonó profundo y tristísimo en el teatro de su cabezota prognática, el tema de Parsifal.

Salió de las entrañas de la tierra tambaleándose y como borracho y ya no se detuvo hasta encontrarse de nuevo en su gabinete, componiendo a toda velocidad su última ópera, la que le costaría el odio y la befa del hombre más inteligente del mundo, el sulfúrico Friedrich Nietzsche, el cual comprendió de inmediato que aquella era una música nacida del terror a la muerte e inspirada por el dios de los siervos.

Sin embargo, Wagner no se había movido en ningún momento de su mesa de trabajo y así se lo confirmaron los ujieres y muchachas de servicio, entristecidos por la incredulidad del maestro el cual insistía iracundo y con los ojos desorbitados en que acababa de regresar de un largo viaje. A las pocas semanas moría fulminado.

Si esta no es suficiente prueba, que baje Dios y lo vea.

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22 de agosto de 2006
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AJMÁTOVA

Es un envío que se demoró más de lo deseable. Anna Ajmátova murió el 5 de marzo de 1966 y varios artículos renovaron mi viejo deseo de saber lo que pasó entre ella e Isaiah Berlin en la mítica noche que pasaron hablando en noviembre de 1945. Ella ya era la figura que solo se podía comparar con Ossip Mendelstam en su país en el siglo XX. Él no era todavía el más famoso filósofo del liberalismo en el mismo siglo. Nacido en Lituania, había vivido en Rusia y después en la Unión Soviética hasta sus doce años. La emigración con sus padres al Reino Unido no le había quitado su amor descomunal por el idioma y la cultura de sus primeros años.

Nombrado agregado cultural en la embajada británica en Moscú, Berlin se apresuró  hacer lo único que tenía sentido en su culto personal: visitar en Leningrado a aquella poeta que siempre fue un milagro conseguido, que desde su primer verso fue una  maestra de la poesía. “Llegó con todo el equipaje puesto y nunca se pareció a nadie más” ha escrito Joseph Brodsky en su insuperable evaluación de Ajmátova. Para ella, rodeada y vigilada de manera continua por la policía de Stalin, recibir la visita de Berlin fue abrir la ventana hacía otro aire y también correr un peligro para su propia seguridad. Ya su primer marido había sido fusilado sin juicio, su hijo había sido detenido varias veces en el Gulag donde murió su amigo Mandelstam. Aquel huésped inglés, tal como lo escribió en su famoso “poema sin héroe”, era “el invitado que viene del futuro”. ¿Quién se negaría a recibir la visita de alguien que viene del futuro?

György Dalos, un húngaro, ha escrito un libro exclusivamente dedicado a esta visita. Traducido al inglés, en EE. UU. (The Guest from the Future: Anna Akhmatova and Isaiah Berlin, de Farrar, Straus and Giroux), la obra me costó menos de once euros en una librería del estado del Maryland pero una interminable espera antes de, por fin, descubrir el relato. Todo empezó por una broma. Randolph Churchill, el hijo de Churchill, acababa de llegar a Leningrado, en la misma noche, viajando como periodista. Sabiendo más o menos dónde se encontraba Berlin, no tuvo mejor idea que recorrer la calle gritando su nombre para encontrarle… en plena guerra fría. Salida apresurada del diplomático que manda a su amigo al infierno y vuelve a donde está la poeta.

¿Entonces? El encuentro fue una obra en tres actos. En el primero los protagonistas se callan por la presencia casual de una joven estudiante que se dedicó a preguntar al visitante inglés cómo se vive en Occidente. Silencio de Ajmátova que se transforma en una furia de confidencias después de la salida de esa persona. Entrega memorias de su visita a París donde tantos hombres se interesaron por ella, incluyendo Modigliani (sí, tenía todavía retratos suyos), relato de su vista a Mandelstam en el Gulag, etc. Este segundo acto terminó con la lectura de sus propios poemas, entre ellos el “Réquiem” y el borrador de este “Poema sin héroe” donde entró el invitado del futuro pocas horas después del fin de la entrevista. El tercer acto, claro, fue una orgía de literatura, una revisión durante cinco horas de los grandes nombres de la literatura rusa, de Kafka, de Joyce y de Eliot.

Stalin se refería a Ajmátova como “la monja”. “¿Qué hace nuestra monja?”, era su manera de preguntar por ella. El libro cuenta cómo la monja recibía enemigos y no sintió haber esperado tanto para leerlos.

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21 de agosto de 2006
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NAVEGACIÓN EN LA SOMBRA

Los periódicos han perdido interés por aquellos  pescadores del "Francisco y Catalina" que salvaron a 51 emigrantes cerca de Malta, pero su peripecia continúa. No uno ni dos, hasta la totalidad de los motores de que dispone esta embarcación se averiaron entre el 13 y el 16 de agosto. El resultado ha sido que en vez de llenar 500 baúles con las capturas de pescado, apenas habían llegado hace tres días a los 200.

Para tratar de recuperar lo perdido volverán al puerto de  Santa Pola unas fechas más tarde, aunque nunca después del 1 de septiembre cuando en la localidad comienzan las fiestas de la Virgen de Lorito, las más entusiastas que cabe imaginar después de las procesiones sevillanas de Semana Santa. Tanta devoción no ha valido, sin embargo, para librarles de un lote de desventuras en cadena. "En vez de un bien parece que hemos hecho un  mal. No nos sacamos la mala suerte de encima", ha declarado el cocinero del barco.

Pero, si se mira atentamente, ¿no será que lo extraordinario atrae otro fenómeno extraordinario y, una vez, fuera de la normalidad, los movimientos se vuelven locos o excéntricos? Uno de los marineros ha debido ser desembarcado tras sufrir tres ataques de epilepsia y el barco que representaba la estampa de un elemento salvador ha venido a convertirse en una plataforma de la que cualquiera en la tripulación desea escapar cuanto antes.

Los medios de comunicación tienen por norma abandonar la publicación de un relato cuando se ha alargado demasiado pero de este modo se pierde siempre el auténtico sentido. Todo argumento mediático nace y termina abortado, sin mostrar el cuerpo completo, puesto que llegando a las estribaciones el interés se descompone o difumina. De este modo, la serie de hechos que en el "Francisco y Catalina"  no pertenecen ya a lo excepcional se hunde en el olvido.

Estas pocas líneas son para tratar de traer a flote un fragmento de la historia cotidiana que sigue a la actualidad, la vida en claroscuro que evoluciona después del vídeo o  la noticia.

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21 de agosto de 2006
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Maldito Sigmund Freud

Ayer me desperté enojadísimo con Robert Redford. Mi enojo no se debía, por cierto, a la visión de sus últimas películas como actor o director, que hubiese sido una buena razón en sí misma; ni a la reciente lectura de Down and Dirty Pictures: Miramax, Sundance and the Rise of Independent Film, el libro de Peter Biskind que cuenta el lado oscuro de este abanderado del cine hecho a espaldas de Hollywood. En realidad todo fue culpa de un sueño. En mi sueño (que según se desprende de su trama debía ocurrir durante el célebre festival de Sundance, o en algún taller paralelo), Redford venía a buscarme para que le mostrase un material que yo debía haber preparado para entonces: digamos que podía tratarse de un cortometraje, o de secuencias aisladas de un work in progress. Me arrebataba el par de DVDs que yo llevaba entre manos y metía el primero en un ordenador, con la intención de ver las imágenes que yo debía haber filmado. Mientras el pobre Redford cliqueaba en vano, yo, que sabía perfectamente que los DVDs estaban vacíos (todo lo que yo había preparado era, cuándo no, un guión), balbuceaba excusas ininteligibles. Como era de esperar, Redford advertía enseguida que no había cumplido mi promesa y me decía de todo, para después darme la espalda e irse.

Todavía a medio despabilar, interpreté el sueño como la forma que mi inconsciente encontró para lidiar con las frustraciones en la búsqueda de financiamiento para mi película, una que además de haber escrito quiero dirigir. Conseguir ese dinero es un proceso largo, engorroso y siempre humillante, créanme. Mientras abría la heladera en busca de un yogur, me descubrí farfullando en voz alta la clase de protestas que ya me son familiares. ¿Por qué los productores cinematográficos asumen siempre que un éxito se debe a las estrellas del film, y en todo caso a su director, pero nunca, ni siquiera proporcionalmente, a su guionista? El hecho de haber escrito cuatro películas que funcionaron más que bien no me garantizó el crédito del que gozan hoy, con sus bemoles, los directores y actores de las películas que escribí. Era domingo por la mañana y yo sentía que la vida era injusta. Y eso que todavía no había leído los diarios.

  Llegó el café, y aun en medio de la lectura dominical (llena de muertos y de publicidad) mi cabeza seguía rumiando el sueño de marras. A medida que la niebla de mi malhumor se despejaba, comprendí que mi inconsciente había expuesto con narrativa clara e irrebatible el verdadero estado de las cosas, del que no eran responsables ni los productores en general ni Redford en particular. Mi cabeza me revelaba que yo estaba muerto de miedo, y que en consecuencia me resistía a dar el salto que implica abandonar la seguridad de la escritura de un guión –un registro creativo con el que me siento cómodo y confiado- para lanzarme a la realización de las imágenes en sí mismas, lo cual supone zambullirme en las aguas procelosas de la dirección cinematográfica.

Vivir es, en buena medida, la experiencia de lidiar con los miedos. La vida está llena de miedos sensatos, pero también existen miedos paradójicos: por ejemplo, los que se sienten antes de hacer algo que uno desea intensamente. Una cosa es temerle al dolor y a la muerte, y otra muy distinta es temerle a lo mismo que uno busca con toda su alma. Ese es el miedo que explica los temblores del actor antes de salir a escena, y también el temblor de aquel que está a punto de casarse con la persona a quien ama, o de ser padre por primera vez, o de publicar su primera novela. (O la segunda después de que alguien asesinó su debut, como fue mi caso. O la cuarta, como está a punto de sucederme.)

Sigmund Freud perdió lustre en los últimos tiempos, pero este sueño dominical reivindica la más grande de sus intuiciones. La ficción escrita por mi inconsciente (dicho sea de paso: gracias, Redford, por sumarse al cast sin haber cobrado nada) me obligó a enfrentarme al miedo que me define en estos días, poniendo en boca de Redford las líneas del guión que me conviene decirme antes que otro lo haga con mayor brutalidad: no te animas a hacerlo (todavía). Sé que antes de fines de año estaré dirigiendo un cortometraje, porque a fin de cuentas mi deseo es mucho más fuerte que mi miedo, pero no quiero dejar pasar esta oportunidad sin agradecerle al viejo Sigmund la claridad que arrojó sobre mi sueño. Lo cual no impide que también lo maldiga un poco al mismo tiempo, como se maldice al espejo que nos devuelve la peor de nuestras imágenes.

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21 de agosto de 2006
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En la Jacetania

Aquí las cosas, los animales, los edificios y algunas personas parecen recién arrancados de la tierra y aún como a medio salir de ella, con todavía una querencia a regresar, como si les hubieran interrumpido el sueño y despertasen a media transformación.

Me alojan en el fuerte de Rapitán, ejemplo perfecto de todo lo anterior. La fortaleza, comenzada en 1884, es un enorme conjunto militar, un castillo de defensa con su foso y puente levadizo, así como una residencia. Desde su altura, más de mil cien metros, la artillería domina la ciudad entera y vigila el valle hasta la Canal de Berdún. Tiene enfrente la peña de Oroel, un gigante abrupto nacido en la última fase compresiva de los Pirineos, a donde tenemos que ir dentro de unos días. Por la tarde sus pliegues paralelos se doran con el sol poniente.

Muchas parejas suben hasta la terraza del Rapitán para ver el crepúsculo. También la noche atrae a este lugar desolado, batido por el viento, gélido a partir de septiembre, los sigilosos automóviles que aparcan durante horas con las luces apagadas. Al amanecer llegan otros para concluir la jarana. Ayer, dos todoterrenos repletos de criaturas se apostaron al pie de la fortaleza. Con sus radios a todo volumen y música troglodítica celebraron la salida del sol a las siete de la mañana saltando y aullando. Podrían haber sido cromañones recibiendo, desnudos e hirsutos, el nacimiento del día. Oroel, a esas horas, era un acorazado azul.

El inmenso fuerte tiene dos partes, una militar y la otra residencial. La militar nunca entró en servicio y sólo cumplió funciones de penal. En sus balcones se oxidan algunas piezas de artillería fundidas en Asturias en 1938. Las serpientes se cuecen al sol veraniego. En las cubiertas del fuerte, entre céspedes y matorrales, hay rastros que indican una fuerte presencia de caballos en algún momento.

Lo más interesante, sin embargo, es el mundo subterráneo. El fortín es invisible desde el valle porque ocupa toda la punta del cerro. Si se corre el camino que circunvala las murallas y el foso, se percibe que las unidades vivían bajo tierra y que la punta del monte no es sino un bunker colosal disimulado con árboles, rocas y vegetación. ¿Cuántos soldados podían esconderse en ese vientre de roca y cemento? ¿Y a quién engañaban? La guerra romántica es incomprensible.

A lo largo del foso pueden verse los ventanucos y aspilleras por donde asomarían los fusiles en caso de ataque. Lo cual quiere decir que el foso nunca se inundó. Y que en invierno todo el sistema de defensa sería por completo inútil, porque la nieve sin duda cubriría los respiraderos y ventanas, que están a medio metro del suelo. Caso de haberse usado alguna vez, la tropa quedaría presa en ese vientre subterráneo hasta el deshielo.

Mis amigos y yo habitamos la parte visible, los grandes edificios principales de piedra en donde podría albergarse medio millar de turistas. Pero estamos solos. Esta es una gentileza de la concejalía de cultura que aprovechamos jubilosamente en honor de Concha Jiménez. En el monumental edificio de sillares, con muros de hasta dos metros de anchura, sólo puede vivirse unas pocas semanas al año. Luego se convierte en una tumba congelada por cuyos laberintos ulula el cierzo y corren las arañas muertas de hambre.

Cada vez que entramos y salimos por el portón de hierro del que penden los fenomenales contrapesos del puente levadizo, los turistas, los visitantes, las parejas, los muy abundantes deportistas que suben jadeando la empinadísima carretera que hasta allí conduce, nos miran estupefactos. Nadie puede suponer que dentro de aquel pequeño Escorial hay un puñado de seres humanos vivos.

Al principio abríamos y cerrábamos el portón metálico un tanto intimidados. Ahora lo hacemos ya con desparpajo, con algo de chulería también. Participamos de la sensación de excepcionalidad que asumirían como algo natural los grandes duques y los capitanes de la milicia ochocentista. Y si alguien se acerca para entrever el patio interior, nos sobrecoge un arrebato de maldad y decimos con feroz y estudiada indiferencia: “Lo siento, es una residencia privada”. Y cerramos con un sonoro gong de bronce. Una vida al servicio del Zar.

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21 de agosto de 2006
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GRASS

Lúcido comentario de Arcadi Espada ayer en su blog: «Hay documentos (y eran del dominio público) que prueban el paso de Grass por la SS. Me tranquiliza. Por un momento pensé lo peor».

Lo peor habría sido para los lectores de Günter Grass un libro malo. Parece, por lo que dice la prensa alemana, que no es el caso de estas memorias, Pelando la cebolla, donde el premio nobel de literatura revela haber pertenecido a la Waffen-SS, la unidad de élite nazi, durante unos meses, en el final de la Segunda Guerra Mundial.

El autor tenía 17 años, y la obligación de incorporarse en una unidad del ejército, en el momento de dar el paso que provoca ahora comentarios y polémicas. Hay ataques, declaraciones públicas de decepción y, al contrario, expresiones a favor del novelista alemán como la del autor norteamericano John Irving, quien dijo: "Grass sigue siendo un héroe para mí, como escritor y como guía moral; su valor, como escritor y ciudadano de Alemania es ejemplar, y su valentía se enaltece, no se merma, por su revelación más reciente". Salman Rushdie y el cineasta Volker Schlöndorff se incorporaron también a esta defensa de Grass, que me parece extraña por muchas razones.

La primera, claro, es que esperamos que lo que permitió a Grass conseguir un Nobel y tantos lectores a través del mundo no sea el pobrísimo universo intelectual de un adolescente trastornado por la derrota de su país y la desaparición de su universo personal. Habría que ser un loco inmóvil para ver el mundo de la misma manera en su adolescencia y en las etapas de su vida adulta. Si es así, si hay que pagar por lo que hemos pensado en nuestra juventud, habría que condenar a Maurice Blanchot, Mircea Eliade o Cioran, que hicieron algo mucho peor que Grass (este nunca pegó un tiro en su etapa militar) al producir escritos fascistas y para ciertos antisemitas con una tremenda carga de odio.

Pero la razón principal para no ocuparse de la defensa de Grass es que leemos los libros por lo que son y no por lo que fueron sus autores. Conozco muchos republicanos franceses que no pueden esconder su admiración por Chateaubriand, un monárquico, tal como lo fue Balzac (Marx y Engels siempre expresaron su preferencia por Balzac cuyas novelas, según ellos, superaban las de Eugène Sue, autor tremendamente popular en su época y socialista). ¿Si no creemos que una obra literaria tiene una vida mas allá de la biografía de su autor, y que se reinventa en cada lectura, por qué seguimos leyendo? Sería mejor limitarnos a la absorción de manuales y de versiones acortadas de las grandes obras, pues se trataría de una mera información.

Hace unos años, cuando Ry Cooder produjo su disco Buena Vista Social Club, varios franceses, que sabían muy poco de Cuba, me hablaban de su entusiasmo por estos artistas despreciados y olvidados por la revolución castrista. Un día, tuve un almuerzo cuya conversación era un elogio político de los cantantes que se mantuvieron fieles a su arte y a la música de la isla. En ese momento me acordé de la canción revolucionaria que había cantado Omara Portuondo: “Junto a mi fusil mi son”. El son cubano se comparaba a los fusiles de los barbudos en una obra lamentable del realismo castrista. Un par de veces, tuve la tentación de interrumpir la conversación para entregar este dato desagradable pero al final no lo hice. Un fragmento del pasado de Omara Portuondo no quitaba nada a su talento pero tampoco lo mejoraba. Fui a lo obvio: ¿Hablamos de Celia Cruz? Ella, sí, tiene azúcar.

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18 de agosto de 2006
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La TV bate al cine por paliza

Creo haberlo ya dicho alguna vez en este mismo lugar, pero la columna que Dalton Ross escribió esta semana para Entertainment Weekly certifica mi convicción: la TV es hoy superior al cine, y por mucho. Para ser preciso: cuando hablo de la TV me refiero a la ficción televisiva, y no a productos degenerados –esto es, que traicionan a su génesis- como los reality shows. Y para ceñir aún más el análisis, cuando hablo de la ficción televisiva me remito a las series norteamericanas, con alguna intervención de la televisión británica. No sé cómo será la cosa allí donde están ustedes, pero la ficción televisiva argentina es paupérrima. Tienen éxito cosas como Sos mi vida (comedia costumbrista), Montecristo (culebrón con pretensiones ideológicas) y Casados con hijos (la versión local de la vieja comedia yanqui, simplemente detestable), pero más allá de estos subgéneros tan probados y por ende trillados, no existe sitio donde hincar el diente.

Lo que Ross hace es simple. Primero echa un vistazo panorámico a las películas más promocionadas del verano en Estados Unidos: Piratas del Caribe II, Superman Returns, Cars. En el mejor de los casos se trata de películas efectivas, lo cual significa que cumplen con el mínimo objetivo de entretener. No lo dice Ross pero lo digo yo: la infinita mayoría de los estrenos de esta temporada –nos guste o no, los films que vienen de Hollywood constituyen la infinita mayoría de los estrenos en cualquiera de nuestros países- son películas convencionales, blandas, que pisan sobre seguro.

Acto seguido Ross vuelve la mirada a la pantalla televisiva. A diferencia de lo que ocurre con el cine, que reserva para el verano sus apuestas más ambiciosas (en lo comercial, queda claro), esa temporada suele ser la más débil para la TV, que se limita a repetir series o lanzar títulos en los que no confía demasiado. Y sin embargo, aún en la fría pantalla del verano estadounidense se están emitiendo capítulos nuevos de series como Weeds, Deadwood (gracias a Dios por haber creado HBO), Entourage y Rescue Me. También causa sensación una serie inglesa que transmite BBC America, Life On Mars, en la cual un detective padece un inexplicable desfasaje temporal. Y por supuesto, apenas asome el otoño volverán los pesos pesados: Lost, 24, Battlestar Galactica, Los Soprano

La TV de los últimos años abunda en títulos que expandieron las fronteras creativas del medio, y que de paso se animaron a hacer cosas que el cine de Hollywood ya no se atreve a hacer. Ya mencioné a The Sopranos y al western Deadwood, pero debería mencionar asimismo Six Feet Under, The Wire, Roma y también clásicos que siguen vigentes como Prime Suspect (ya lo avisé, se viene la Parte 7). Sin olvidar placeres culpables como Veronica Mars, Prision Break, Gilmore Girls, E.R. y hasta Desperate Housewives.

Existen muchas razones para la presente superioridad de la TV por encima del cine, pero creo que una de ellas es fundamental. Los ejecutivos de la TV saben, porque lo han probado temporada tras temporada, que lo que les da resultados es poner a cada serie a cargo de un creativo; por lo general es un guionista. Los ejecutivos de Hollywood, en cambio, le otorgan el poder de decisión a los contadores. Y los contadores no creen en los riesgos (que es de lo que se trata la creación), sino en los balances positivos.

Por cada película de Wong Kar Wai, Michael Haneke e Isabel Coixet, que tampoco estrenan todos los años, existen docenas de series que nos alimentan el alma semana tras semana. Menos mal que existe el DVD, que nos permite revisar clásicos y emparejar la balanza para que el cine no pierda por paliza. Porque el score expresa una disparidad enorme, eso es obvio. El artículo de Ross lo expresa categóricamente y su revista no teme anunciarlo de esa forma: “La TV le está rompiendo el culo al cine”.

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18 de agosto de 2006
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LA MUJER EMBARNECIDA

No sé decir en qué libro (acaso en Los pueblos) habla Azorín de una mujer a la que encuentra al cabo del tiempo y de la que dice con gusto:  "los años la habían embarnecido".

No he podido olvidar esta hermosa palabra y su resonancia, tan certera. Los años engrosan a las personas y, a partir de una edad, nadie se libra de unos kilos de más, aquí y allá, como ineluctables legados de la vida.

Estos kilos de más sobre los que la industria cosmética hace sonar las alarmas son testigos naturales de la biografía y, a menudo, batallar contra ellos comporta un intento de mutilación que destruye la honesta personalidad del sujeto.

La mujer embarnecida, en torno a los cuarenta, sobresale en la página de Azorín como un personaje en su plenitud, rebozado de majestad y argumento. Pero, de la misma manera, muchas mujeres embarnecidas de alrededor nos trasmiten la dulzura de una deseada maternidad y un nuevo sabor sexual que no se conoció de ningún modo en la fragancia de la juventud.

Se trata, absolutamente, de una segunda floración donde sin faltar el primor de la primera se suma el aroma de su maduración. Mantenerse en ese estado de excelencia y preservar su equilibrio requiere un arte superior en la estética femenina. Frente a ello, adelgazar a todo trance supone un requerimiento indigno y  un mandato delirante. Porque, cuando fuera posible, el ideal consiste en mantenerse para siempre embarnecida: acampada en esta figura donde se agrega el paso comunitario del tiempo a la densidad personal del gusto por la vida.

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18 de agosto de 2006
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El futuro del pasado

Dice Taruskin que, a su modo de ver, el Roman de Fauvel o en general las composiciones de la Ars Nova, en el siglo XIV, "are the earliest emergence within musical practice of “art” as we know it”, o sea, que serían el más antiguo caso de práctica musical como “arte” en su sentido actual.

No estoy en absoluto de acuerdo. Considerar arte en su sentido actual cualquier producto anterior a la Revolución Francesa es un anacronismo tan grueso como llamar “coche” (es decir, “coach”, un tipo de carruaje tirado por caballos) al automóvil. Lo usamos constantemente, pero todos sabemos que ambas palabras, “coche” y “coche”, sólo tienen en común el movimiento y las ruedas. La diferencia es sustancial: unas avanzan por tracción animal y las otras por explosión. Así también el arte anterior a la Revolución Francesa es un trabajo similar al del carpintero, en tanto que el arte en su sentido moderno es un trabajo próximo al del filósofo, lo cual incluye al científico. En fin, esa es la pretensión.

No es este punto, sin embargo, el que me ha llamado la atención en el libro de Taruskin, primer volumen de su monumental historia de la música, sino la mención del Roman de Fauvel. ¿Cuánta gente lo oyó en el momento de su composición? O, para el caso, cualquier otra composición coetánea, los motetes de Guillaume de Machaut, por ejemplo. ¿Cien personas? Juntemos todas las veces que se interpretó. ¿Dos mil personas? Luego se hundió en el silencio y no reapareció hasta el siglo XX, seiscientos años más tarde.

Ahora bien, en cuanto reaparece la llamada “música antigua”, hacia 1960, tiene un éxito internacional y se imprimen cientos de discos vendidos por decenas de miles. En los últimos cincuenta años, ¿cuánta gente ha oído un motete de Machaut? Se deben de contar por cientos de miles, quizás lleguen al millón de personas gracias a la radio y la televisión. Yo creo que este fenómeno encierra una paradoja que no sabemos desentrañar.

Marx tuvo muchas dificultades para explicar desde su metafísica de la historia material la fascinación que ejercían Iliada y Odisea sobre gente que conocía la locomotora. ¿Qué relación podía establecerse entre los burgueses del ochocientos y unos individuos que se alimentaban con aceitunas negras y queso de cabra, que vivían del latrocinio veraniego, vestían túnicas de lana, tenían esclavos como quien dispone de lavadora y creían estar en presencia de espíritus inmortales?

Desde su planteamiento, era imposible que ambas sociedades, la helénica y la capitalista, se interesaran por algo común y perdurable en los humanos, algo que permaneciera a través de las transformaciones técnicas y económicas, porque eso habría sido como reconocer que los humanos tienen “alma”. Si las prácticas culturales, como decía Marx, son mero síntoma de una estructura de producción material, no tenía sentido que un burgués londinense se sintiera atrapado por el mundo simbólico de Homero.

Los posmarxistas, hasta llegar al trivial Terry Eagleton, refinaron mucho la justificación teórica de esa pasión llamada “cultural”, pero no aclararon en absoluto por qué razón nos interesamos de un modo tan desesperado por cualquier invención, futesa o capricho que hayan producido los humanos en el pasado y en un terreno absolutamente inútil para la mejora de las condiciones materiales de existencia. Los motetes de Machaut, por ejemplo, o los iconos de fondo de oro, o los capiteles románicos decorados con la botánica salvaje de los nigromantes.

¿Cómo es posible que el presente ámbito cultural y artístico sea en más de un 60% puro pasado? ¿Qué extraordinario rechazo de nosotros mismos, de nuestro presente, indica esa desproporción? ¿Qué síntoma de atrofia, de terror al futuro?

Es frecuente que ante una pregunta tan simplona se alce un gracioso para decir que a la vista de lo que producen las artes y las letras actuales, más nos vale seguir con Homero y Tiziano. No se percata de que al decirlo profundiza la sima de la interrogación. Él mismo se convierte en interrogación. Es él quien niega su presente y prefiere ser una forma de pasado. Avanza hacia atrás riéndose de sí mismo.

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18 de agosto de 2006
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El retorno del hombre sin cabeza

Ayer volví a verlo en TV por enésima vez, y me pregunté si la imagen no produciría pesadillas a los niños. Para los adultos se trata de una escena habitual en la Argentina, el detenido a quien se traslada de la cárcel al juzgado o viceversa, con las manos esposadas a la espalda y la cara cubierta por una chaqueta o un pullover. Pero para los niños -si es que los niños siguen pareciéndose en algo al niño que yo fui-, la visión de un hombre sin cabeza es aterradora. Ayer Martín Ríos, de 27 años, fue trasladado de un sitio a otro con una chaqueta abrochada hasta el cuello –por encima de la cual no existía cabeza alguna.

Ríos está acusado de haber enloquecido en plena calle y disparado a mansalva a los transeúntes, hiriendo a varios y matando a un joven; según parece, no es la primera vez que estallaba en un frenesí de disparos (se sabe de una balacera contra un ómnibus, y de otra contra los cristales de una confitería llena de gente), pero esta fue la primera vez que el estallido culminó con un muerto. Por lo general solemos asociar estos crímenes de naturaleza freak con los Estados Unidos, o con cualquier otro país donde la abundancia pueda transformarse en anomia. Pero se ve que ya no sólo importamos películas, ropa, Barbies y maquinaria: ahora en la Argentina también importamos crímenes.

El reflejo más obvio sería el buscar la tranquilidad, pretendiendo que el caso de Ríos –de resultar culpable- es tan sólo una excepción a la regla, el exabrupto de un loquito. Pero todos sabemos que un “loquito”, aun cuando esté clínicamente certificado como tal, es además una manifestación del grupo social al que pertenece. Siempre recuerdo que en ocasión del estreno de Pixote, aquella estremecedora película de Héctor Babenco, escuché al abandonar la sala que una señora decía: “¡Qué barbaridad, las cosas que ocurren en Brasil!” Estuve a un tris de explicarle a la señora que esas “cosas” –los niños que crecen en el abandono y la miseria y por ende caen en la droga, en el delito- ocurrían a tan sólo minutos de donde estábamos, y quizás a la vuelta de la esquina. Pero callé, y esa noche la señora debe haber dormido sin sobresaltos, arropada por su negación. Me pregunto si desde aquel entonces habrá sido asaltada en la calle por alguna de esas “cosas” bárbaras que tan sólo ocurren en Brasil. La verdad puede tardar, pero siempre encuentra alguna forma de arañarnos la piel.

Hasta que saltó a la notoriedad, Martín Ríos parecía cualquier cosa menos una excepción. Hijo de una familia de clase media, vecino del acomodado barrio de Belgrano, alumno de colegio privado. Ahora se dice que tenía un historial de problemas psicológicos; conozco a alguien que dice haber sido compañero de Ríos en la secundaria, y que confirma la versión de su adicción a la cocaína –un vicio inalcanzable para los pobres. Lo singular es el hecho de que a pesar de este presunto historial, Ríos haya obtenido permiso oficial para comprar un arma, la misma pistola que utilizó para herir a tantos y matar a un joven de su misma edad, a quien nunca antes había visto. Este permiso, esta arma, son la prueba de una doble complicidad con el crimen. En primer lugar, la de la familia que conociendo íntimamente a Martín y por ende a su conflictiva historia, consideró sensato que estuviese en posesión de un arma. En segundo lugar, la del Estado que le concedió alegremente el permiso para comprarla.

Ahora Ríos, mi hombre sin cabeza, va a diario de aquí para allá, entre declaraciones que se niega a dar, estudios psiquiátricos y pruebas neurológicas. Terminará con sus huesos en la cárcel o en un loquero, pero su drama no acabará entonces. Aun cuando esté encerrado de por vida, la sociedad enferma de miedo que hizo posible el actual boom de la venta de armas seguirá en pie y funcionando. Aun cuando el Estado salió a cumplir su parte proponiendo un Plan de Desarme, lo que demostró es que nuestro país sigue en emergencia y que en esa emergencia el Estado es apenas un bombero: todo a lo que puede atinar es a apagar el fuego una vez que ha estallado. Y aun cuando una condena extirpe a la manzana podrida de su seno, la familia de Martín seguirá siendo lo que es: un grupo enfermo, que apañó y escondió a su hijo negándose a la verdad de su condición –hasta que fue demasiado tarde.

No es un disparate suponer que esa familia forma parte del tejido de clase media cuyo silencio hizo posible el genocidio de los 70. El reflejo fue el mismo de siempre, aquel de la señora gorda que vio Pixote conmigo: negar la realidad, suponer que mientras no me toque a mí en persona no me importa nada de lo que ocurra alrededor, ocultar la mugre debajo de la alfombra. ¿Será por eso que ahora importamos crímenes: porque empezamos a parecernos a esas sociedades que tienen tanto que ocultar? Martín terminará encerrado, pero todos aquellos que hicieron posible que matase –sus relaciones de sangre y los funcionarios del Renar, la oficina que otorga permisos para la compra de armas- seguirán libres.

Este hombre sin cabeza es simplemente eso, un monstruo, el emergente de una sociedad que lo creó y que ahora lo rechaza porque supone que al hacerlo se distancia de su propia enfermedad. Martín Ríos es además una figura triste, como la de la mayoría de los monstruos. Y una víctima de su circunstancia, como también lo eran Frankenstein y Drácula. Ignoro si los niños que lo ven pasar a diario en sus televisores tendrán o no pesadillas, como yo imagino; pero si las tuviesen, no estarían equivocados.

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17 de agosto de 2006
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El Boomeran(g)
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