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VAMOS (1)

Francia empieza, como cada año, en los últimos días de agosto, su “rentrée littéraire”. Así se nombra al principio de la temporada 2006-2007, es decir el plazo de tiempo, entre la última semana de agosto y la mitad de junio, que corresponde a la actividad fuerte de la casas editoriales. Hay dos momentos en una temporada: la “rentrée de septembre”, plato fuerte pues desemboca sobre los grandes premios literarios (Goncourt, Renaudot, Interallié, etc.) y la “rentrée de janvier”, después de navidad.

Este año, la “rentrée littéraire” es muy importante. Se supone que los libros se venden muy mal en periodo de elecciones y en 2007 se termina la segunda presidencia de Chirac. Ya los periódicos se llenan de artículos sobre Sarkozy o Ségolène (Royal, una socialista) y los editores creen que el mano a mano entre S y S va a matar al negocio. Entonces vamos, vamos como nunca a la ficción. Publicación de 683 novelas entre ahora y el principio de diciembre. La mayor parte, antes de mitad de noviembre. 208 novelas son traducciones (30%). 109, es decir más de la mitad, son novelas escritas en inglés, en su gran mayoría en EE. UU. aunque hay textos que vienen del Reino Unido y de todas sus ex colonias (Australia, India, Nueva Zelanda, Canadá).

Con 25 traducciones el área iberoamericana es la de mayor representación, por delante del alemán y del japonés. Voy a estudiar la lista completa, ponerla en el blog y comentarla mañana pero hay tres puntos obvios:

- ausencia completa de Brasil;
- presencia de dos autores muy conocidos: Mario Vargas Llosa (Travesuras de la niña mala) y José Saramago (Ensayo sobre la lucidez, Ensaio Sobre a Lucidez).
- primera aparición de un clásico: El Jarama, de Rafael Sánchez Ferlosio.

Parece increíble que se traduzca por primera vez al francés la novela de Sánchez Ferlosio pero es así, y me parece necesario agradecer a la casa editorial Bartillat este magnífico esfuerzo. Las traducciones tienen su ritmo: es también una sorpresa la presencia en la lista de Historia del amor de Nicole Krauss, que ya es un éxito en tantos países, así como la traducción muy atrasada de obras clásicas del americano Bernard Malamud o del egipcio Naguib Mahfuz.

Livres-Hebdo, el semanal profesional donde se recopilan las informaciones sobre este sector de actividad, desconoce tanto al autor que obtuvo el Premio Cervantes que, en el censo de los autores extranjeros de la “rentrée littéraire”, lo apunta no como Sánchez sino como Ferlozio, con zeta! ¿Qué se diría en Francia si se anunciara en España la publicación de un libro de Marcel Prouzt?

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24 de agosto de 2006
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EL DÍA ACIAGO

Hay días en que, sin ninguna razón aparente, se vive con un rencor general. Las circunstancias no presentan grandes variaciones respecto a días anteriores e incluso en relación a unas horas antes y, sin embargo, el escenario despide un aire hostil, tan difícil de concretar como efectivo.

En esas tesituras, donde resultaría muy arduo encontrar al adecuado culpable, el mundo entero queda condenado por el desánimo que padecemos. Prácticamente no se logrará salvar a un sólo elemento o al suficiente número de factores que nos procuren, aún selectivamente, el pequeño consuelo que nos niega la totalidad y de cuyo acoso no hallamos la menor explicación. O, más todavía: la explicación consiste acaso en la falta de una mínima voz que nos nombre y nos ame. Porque el centro de la hostilidad procede de la cósmica ausencia de nominación personal o, exactamente, del insoportable anonimato. Este máximo padecimiento coincide con sentir, de golpe, la inanidad, constatar algo semejante a haber desaparecido para los demás y desembocar en el convencimiento, sin razón aparente, de que el mundo nos ignora.

En ese día, la aflicción coincide con una suerte de impalpable afrenta y la clase de afrenta no es otra que haber sido borrados, haber quedado sin rostro o poseer un rostro tan descaracterizado que no convoca ninguna atención, no suscita el interés de los demás que evolucionan impasibles y desasidos de nosotros. Liberados, por un lado de nuestro ser y despojándonos, a la vez, de toda materia, volumen o densidad real.

Es decir, los demás nos matan sin hacer nada. O, precisamente, nos matan porque no nos hacen nada. El rencor en que entonces nos vemos sumidos responde a la visión de no reconocernos amados en la acción de los demás que es donde se cuece nuestra consistencia. El pan y la sal de estar aquí.

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24 de agosto de 2006
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Máquinas y humanos

Apenas acaba de asomar el sol, una mancha borrosa entre espesas nubes plomizas, y el oficial, ajustándose el cinto ante el espejo, se siente ya vagamente aburrido e irritado por la obligada visita a la fábrica de productos químicos, pero es un requisito previo para lograr el permiso, tantas veces postergado, de volar a la capital donde debe entregar el informe. Eso le permitirá visitar a su esposa, inmovilizada en la cama por una enfermedad incurable y a la que no ve desde hace meses. Es una ocasión que no quiere perder. Quizás sea la última despedida. Se resigna y sale a la calle, donde le espera la limusina.

En la fábrica se están llevando a cabo las primeras pruebas de un nuevo modelo de horno, una máquina experimental cuyos mecanismos adyacentes mejoran considerablemente el rendimiento. En un gigantesco hangar, casi al amanecer, se encuentra con media docena de ingenieros y funcionarios, todos ateridos de frío y golpeando el suelo con los zapatos. Hace un tiempo de perros. Se saludan formulariamente y comienzan la visita.

El proyecto lo dirige un técnico de fama mundial, viejo, aquejado de asma y artritis. Las explicaciones llegan a oídos del oficial entrecortadas de silbidos y gargarismos, casi ininteligibles. Siente un profundo malestar, pero se apiada del ingeniero, hombre casi anciano, doblado en dos, sacudido por toses y estornudos, obligado por sus jefes a hablar entre jadeos de su nueva turbina, la cual transforma la materia viva en inorgánica, como las modernas plantas incineradoras de basura.

Hastiado de no entender apenas una sola palabra, ensimismado en sus pensamientos, el oficial se queda absorto cavilando sobre esa materia orgánica, viviente, que gracias a la energía térmica se vacía de todo pensamiento y sensibilidad para acabar convertida en fosfatos minerales, los cuales servirán más tarde para la fabricación de forrajes. A través del consumo animal, esa materia primitiva volverá a ser orgánica, regresará a la vida, piensa el oficial, en una metamorfosis vertiginosa, imposible de comprender, abismal, porque es la vida misma del animal lo que insuflará la vida a la materia inorgánica en un proceso mágico, o más bien divino, sobrenatural. Suspira y vuelve a escuchar distraídamente al ingeniero, mientras consulta con disimulo su reloj.

Esta es una de las escenas más espeluznantes de la inmensa novela Vida y destino, de Vassili Grossman (modificada para uso propio). En el relato del novelista ruso, al día siguiente de su visita, el oficial, el Obersturmbannführer Liss, deberá informar a Eichmann sobre el nuevo horno crematorio que se está construyendo y valorar sus ventajas sobre los antiguos. La materia orgánica a la que se refiere el ingeniero y en la que piensa Liss no es otra que los cuerpos de millones de judíos que van a ser incinerados. Para Liss, para Eichmann, esos millones de cuerpos son un considerable problema y un desafío técnico. No es fácil deshacerse de ellos. Durante su juicio en Tel Aviv, Eichmann repetirá una y otra vez el colosal esfuerzo que hubo de hacer para llevar a cabo la orden del Führer. Le parecía injusto que no se le reconociera algún mérito.

Recuerdo el espanto que me produjo la lectura de una carta (creo recordar que de la empresa Thyssen) en la que otro ingeniero informaba al Reich sobre las ventajas del Cyclon B mejorado, el gas usado en las cámaras de exterminio. El director de la firma se felicitaba porque la nueva composición del gas cerraba compulsivamente los esfínteres del cuerpo humano en el momento de la muerte, de manera que la limpieza de las cámaras se vería muy mejorada y los empleados no tendrían que soportar el hedor de las heces. Era la misma retórica que hoy emplea la banca o el comercio para exponer las ventajas de un producto.

Algo muy serio cambió, una línea tenue se traspasó, cierto elemento casi invisible, pero esencial para la supervivencia de la especie, se malogró durante el siglo XX. Me temo, sin embargo, que aún no sabemos de qué se trataba, qué fue lo que cambió, qué puerta cruzamos, qué mínimo y esencial elemento perdimos como vírgenes necias.

Vamos alargando el plazo de entrega de la respuesta como quien retrasa un examen ineludible. Parece prudente, pero es infantil. Millones de ojos nos miran desde la oscuridad, y no están en el más allá sino dentro de nosotros mismos, enterrados en nuestra conciencia. Algún día habrá que subir a la tarima y dar explicaciones.

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24 de agosto de 2006
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Sobre el encanto de las revistas

La cuestión del aniversario de la Rolling Stone me hizo pensar en las otras revistas que me acompañaron durante mi historia. ¿Alguien recuerda cuáles fueron las primeras revistas que hojeó? Yo no, al menos; por fortuna borré la mayoría de los recuerdos de esa época en que uno no podía ejercer su propio criterio. (Aunque creo recordar la lectura de muchas revistitas producidas por el imperio Disney. La cuestión era un poco esquizofrénica, porque en algunas revistas los sobrinos de Donald eran Hugo, Paco y Luis, y en otras eran Huguito, Dieguito y Luisito. No importa. Sigo). Mi tía abuela me compraba todas las Navidades El Libro de Oro de Patoruzú, siendo Patoruzú un indio que tenía su propia historieta y hasta su versión infantil, Patoruzito, que recientemente ha protagonizado dos películas, la segunda de las cuales acaba de fracasar con todo éxito. (En realidad mi tía le compraba El Libro de Oro a su hija Ana, que aunque me llevaba veinte años me prestaba la revista a duras penas y después me la quitaba para archivarla bajo llave en su placard secreto. Siempre fue medio estreñida, Ana. Sigo).

Las primeras revistas en volverme loco fueron las mexicanas de Editorial Novaro, dedicadas a los héroes de DC Comics: Superman, Batman, Linterna Verde, Flecha Verde… Llegaban de manera quincenal, lo cual significa que cada dos semanas estaba yo allí, al pie del kiosko. Los kioskos que frecuentaba eran dos: el de Fernández, en la esquina de mi casa, y el de Pepe, en la esquina de mi tía abuela. Fernández era antipático y me intimidaba. Pepe era tan simpático y generoso como mi tía abuela. Debo haber llegado a tener miles de esas revistas. (Me pregunto dónde habrán ido a parar. Prefiero no responderme todavía. Sigo).

Después empezaron a fascinarme las revistas de una empresa local, la Editorial Columba: se llamaban D’Artagnan, El Tony y Fantasía, y su ventaja era que incluían un montón de aventuras de personajes diferentes. Los que más me gustaban eran dos: Nippur de Lagash, que era un guerrero sumerio a quien llamaban El Errante y que en buena medida se convirtió en mi primer maestro de ética, y Dennis Martin, que era un agente secreto a la James Bond pero más moderno (pelilargo, pantalones con botamanga de elefante) y con más sentido del humor. Recuerdo que me tomaba el trabajo de arrancar las aventuras de Nippur y de Dennis Martin de sus revistas originales y de armar volúmenes sui generis atados con piolines. (Yo sé dónde fueron a parar estos incunables. Mi padre los tiró a la basura, el mismo destino que deben haber corrido mis revistas de Batman. ¿Cómo hace para lidiar uno con las cosas terribles que nos hace la gente buena, a la que además amamos? Todo un tema para el futuro. Sigo).

Nippur y Dennis Martin tuvieron tanto éxito que se ganaron sus revistas individuales. Mi padre las tiró también, pero esta vez el tiempo ofreció revancha. Me compré tres compilaciones de las aventuras de El Errante que conservo entre mis posesiones más preciadas, junto con el dibujo original de Nippur que me regaló el maestro Lucho Olivera, su creador, poco antes de morir. Y en una librería de reventa encontré varios ejemplares de las revistitas de Dennis Martin, que también atesoro. (Es culpa de Dennis que yo haya obsequiado rosas amarillas a las mujeres de mi vida, eran sus favoritas y se convirtieron en las mías. También fue su culpa que usase pantalones con botamangas anchas, pero esta es una manía a la que me sobrepuse. Sigo).

Después aparecieron otras revistas de historietas, como Skorpio y Tit Bits (reedición de un título clásico), que me permitieron descubrir al Corto Maltés y a joyas históricas como Terry & The Pirates, de Milton Caniff. En la Skorpio también había un personaje llamado Henga, que me interesaba mucho porque Zanotto dibujaba unas mujeres prehistóricas que te dejaban sin aliento. (Esto me hace acordar de algo. Mi tío Tito escondía en el placard de su adolescencia algunas revistas de mujeres semidesnudas que se llamaban Adán. Hoy mi tío es del Opus Dei, vive en Washington y adora a Bush. Es una suerte que aquellas revistas no me hayan producido el mismo efecto. Sigo).

La adolescencia supuso también la llegada de la música. Me compraba una revista llamada Pelo, que era medio pava pero tenía información. (Mi número favorito fue uno especial dedicado a los conciertos de Génesis en Brasil. ¡Era como haberlos tenido cerca!). Pero mi favorita era el Expreso Imaginario, que además incluía artículos sobre cine, filosofía, ecología y demás derroteros del post-hippismo. Allí escribían algunos de mis maestros del periodismo, como Alfredo Rosso y Claudio Kleiman, con los que llegué a trabajar con el tiempo: este es un hecho que me llena de orgullo. Imagino que parte del entusiasmo que me produjo escribir en revistas tuvo que ver con el haberme vuelto parte de este medio tan amado. Con los años terminé dirigiendo Fierro, que durante su primera etapa seguí como lector y que era la revista de historietas más cool que tuvo la Argentina. Estaba tan fascinado con el hecho de ser parte de Fierro que me creí el cuento que me metió el editor: que el director histórico de la revista, Juan Sasturain, había decidido bajarse del barco. Entonces yo fui y escribí un editorial que homenajeaba a Sasturain como maestro, en el que prometía tratar de seguir sus pasos. Lo único que conseguí fue que Sasturain quisiese matarme, porque en realidad no se había ido por propia voluntad, sino a consecuencia de (creo, a ver si meto la pata otra vez) un conflicto gremial o un pedido de aumento no concedido. Estoy seguro de que Sasturain me odia todavía. Aprovecho para pedirle perdón nuevamente. (Ya había salido al mundo y empezado a hacer cagadas, lo cual significa que me había hecho adulto. En este menester sigo).

Con el tiempo llegarían Cahiers du Cinema, Rolling Stone, Esquire, Vanity Fair. A algunas de estas todavía las sigo, a veces por internet, comprándolas siempre cuando viajo. Lo importante es que sigo amando el formato de revista, que sin llegar a la trascendencia que han tenido y tienen los libros (que son como esos amigos que nos iluminan la vida), siempre han sido buenas compañeras. (Vendrían a ser como esos amigos en quienes uno confía siempre para pasarla bien o enterarse de lo último, una función nada desdeñable). Estoy seguro de que rastrear las revistas que uno ha leído es una manera interesante de revisar la propia historia: prueben y me dicen.

Habrán notado que no mencioné ni una sola revista deportiva. Siempre fui un bicho raro.

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24 de agosto de 2006
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En la Jacetania (3)

Llegó el día. Ha amanecido sin nubes y Oroel parece desperezarse ante los visitantes de primera hora. Hay brisa. Es relevante que la haya porque sin corrientes las grandes aves no pueden emprender el vuelo, o lo hacen con mucha dificultad y en consecuencia no se arriesgan a bajar.

Pasamos por Rabal para recoger lo que Paco Ferrer Lerín llama “la carroñá”. Llevamos cuarenta kilos de entrevivos y livianos muy frescos y apetecibles, y también una buena parte de hueso. Subimos por la carretera vieja de Zaragoza hasta cruzar la media altura del Oroel. Vamos sorteando corredores de mediana edad a los que el deporte está matando aceleradamente, niños con bicicletas, niños con patines y últimamente niños con unos esquíes provistos de ruedas que son los más peligrosos, por lo tonto del juego.

Los niños se han multiplicado como conejos. En toda esta zona hay en la actualidad muchos más niños que adultos, lo que va creando una atmósfera “oriente medio” de lo más interesante. Incapaces de estarse quietos, angustiados por una vida que se les presenta amenazante y agresiva con tanta competencia de su misma edad, los niños están en varios lugares a la vez moviéndose a toda velocidad y parecen incluso más de los que ya son.

Extendemos la carroña en el patio de un antiguo polvorín totalmente destruido. Sólo queda un muñón de piedra que nos servirá de punto de referencia para los prismáticos. La superficie queda cubierta por una alfombra de sonrosados despojos, páncreas, jirones de carne, casquería, bellas miserias salpicadas por la blancura de los huesos.

Nos retiramos a una umbría, lo que aquí llaman “un paco”, que cae justo frontera de la carroña, a unos cien metros. Cubiertos por la maleza y tendidos entre las zarzamoras nos sentimos como maquis del siglo pasado, armados con escopetas de caza y carabinas oxidadas, un volumen muy trabajado de Bakunin en el bolsillo, a la espera de la presa.

Pasan los minutos. Al cabo de un cuarto de hora atisbamos unas aves recortadas contra el cielo, pero de inmediato Paco las descarta, son milanos. Lo importante, lo que en verdad nos dará la señal de peligro, son los cuervos. El corbacho, el ave jorobada, la de mayor entendimiento entre todas las aves, es el piloto de las grandes carroñeras.

A los veinte minutos cunde el desánimo. Hoy no van a bajar. Hay demasiado deportista en la carretera, mucho excursionista por el hayedo, los animales estarán, quizás, hacia la parte de Francia, quién sabe. Ya nos hemos sobresaltado un par de veces con unas ratoneras, falsas esperanzas.

A los veintisiete minutos, Paco da un salto, ha oído un cuervo, dos cuervos aparecen por la izquierda, giran a cierta altura, ya han visto la carroña, ahora tienen que explorar la zona, vuelan sobre nuestras cabezas, nos estudian, se acercan al muñón de piedra, dan dos pases rasantes y se posan en un arbolillo. Paco nos advierte de que ahora todo va a ser rapidísimo, andad con ojo. Uno de los cuervos ya ha bajado. El segundo le sigue. El primer cuervo levanta el vuelo con un pingajo en el pico. Y entonces todo sucede a gran velocidad.

Sin que sepamos de dónde ha salido, como por magia, cubre el cielo hasta ahora azul celeste una nube espesa. Se oculta el sol. Eva mira hacia la nube con sus prismáticos y dice las palabras deseadas: “¡Son ellos!”. Paco asiente y ordena silencio. “¡El ruido, el ruido!”, nos dice en un susurro y señalando hacia arriba.

En efecto, de pronto parece como si se hubiera desatado un viento violento, pero no es un viento lo que suena sino el aire que pasa a través de las alas de los buitres, los cuales están cayendo en picado sobre la carroña, cuarenta, cincuenta buitres llegados de la nada, animales de casi cuatro metros de envergadura, lanzados con las alas plegadas, como stukas, a una velocidad inconcebible, pasan sobre nuestras cabezas atronando el aire. Estamos sobrecogidos, entusiasmados, nos arrancamos los prismáticos unos a otros.

En apenas un minuto, la explanada se ha cubierto de buitres, el suelo ha desaparecido bajo la espesísima reunión de carroñeros. Comienza la pelea de los más violentos (son los más hambrientos) por apoderarse de alguna piltrafa. Hay un tumulto de alas que se abren y cierran, de cuellos curvos, de picos ganchudos que se alzan y se hunden. Mientras tanto siguen llegando buitres, aunque ya no descienden. Sólo de vez en cuando alguno, desesperado, saca las patas como el tren de aterrizaje de las aeronaves y desciende hecho una bomba.

Los cuarenta kilos han desaparecido en pocos minutos. De nada habría servido traer cien kilos. Según Paco, cuanto mayor es el amontonamiento de despojos, tanto mayor es el número de buitres que acude. Hay un indudable e incomprensible cálculo entre estos animales que determina el número de ejemplares que acudirá al cebo sin necesidad de comunicar entre sí.

Paulatinamente los buitres de color leonado van emprendiendo el vuelo con ese lento y poderoso batir de alas que aprovecha el impulso del aire caliente, de las corrientes térmicas. Paco nos advierte de que está por llegar el alimoche. Este precioso animal no forma parte ni de la familia de los buitres ni de las águilas, es un sujeto solitario. No es ni carroñero, ni rapaz, sino coprófago. Por su singularidad, era sagrado en Egipto donde se decía que arrojaba desde el aire a las tortugas que cazaba para partirles la concha.

Y allí aparece, algo más pequeño, pero, sobre todo, de un color blanco resplandeciente, como una gran gaviota, el alimoche. Es el aviso de que ya ha concluido la carroñá. Sólo quedaría por ver al quebrantahuesos, otra divinidad del aire que se alimenta de los huesos que han dejado mondos los carroñeros, pero que cada vez es más infrecuente.

Regresamos a las piedras, a las rocas, a las peñas, a las cuevas, a las grutas, a las cavernas, a las entrañas terrestres. Se acabó el viaje telúrico. El buitre me parece algo así como la entraña misma del aire.

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23 de agosto de 2006
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BANDA ANCHA

El vulgo dice: "Todas las comparaciones son odiosas". Y, consecuentemente, muy probables causas de enemistad. Por el contrario, el sabio dice: "La comparación es el instrumento ineludible de la comprensión". Y el fuste de la información, el bisel de la distinción, el licor de la comunicación, la banda ancha de la amistosidad.

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23 de agosto de 2006
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Ficciones en simultáneo

Pocos días atrás, comentando mi texto sobre la bondad de las series televisivas, Serpiente Suya hablaba de un fenómeno novedoso: el de la simultaneidad de los relatos. El desarrollo tecnológico, aunado con el éxito de las empresas trasnacionales, hace que millones de seres humanos veamos y leamos los mismos relatos prácticamente al mismo tiempo. “A veces pienso cómo será la generación mundial de niños que han sido lectores del primer Harry Potter”, decía Serpiente Suya. “Nunca ha habido tantos niños leyendo a la vez en el mundo el mismo libro… igual que nunca ha habido tanta gente viendo las mismas series, es decir compartiendo las mismas historias, las mismas ficciones, las mismas mitologías”.

Para uno, que además de público y lector de ficciones también las crea, este panorama genera entusiasmo: ¿quién no fantasea con que uno de sus libros o de sus películas dé la vuelta al mundo? (Aunque en esta región del planeta estamos un poco fregados, por el simple hecho de hablar en español. Si nos expresásemos en inglés tendríamos más posibilidades. Hemos sido tan tontos, dejando que nos fragmentasen y aislasen entre nosotros, que hasta el hecho de que nuestros libros y películas recorran la totalidad de Hispanoamérica suena a quimera. Les juro, ¡más de una vez coqueteé con la idea de hacer la gran Conrad y empezar a escribir en inglés!). 

Aun así, la idea de gozar en simultáneo de las ficciones que nos gustan resulta positiva; le sugiere a uno la idea de comunidad, saber que el simple hecho de haber disfrutado de, por ejemplo, la serie Lost (dicho sea de paso, ayer vi el capítulo final de la segunda temporada: ¡cómo pueden dejarnos en semejantes ascuas hasta el 2007!). facilitaría que nos entendiésemos con un japonés y con un ruso aunque más no fuese por señas; el relato común nos convertiría en familiares, porque pasaría a ocupar el sitial del lenguaje común. Este hecho me lleva a soñar con algo todavía más ambicioso: me pregunto si la difusión de determinadas obras –algunas ya existentes, otras nuevas- no ayudaría a la popularización de valores que han caído en baja o bien nunca han ocupado el lugar que les correspondería en el mundo de hoy: por ejemplo la solidaridad, o la preservación del planeta que todavía tenemos debajo de los pies.

Digo esto, porque a diferencia de Serpiente Suya creo que en este mundo los relatos más difundidos no son los de Harry Potter ni los de las series que tanto nos gustan, sino los que conciernen al orden político mundial, inseparable de la política del miedo. El relato que compartimos en simultáneo latinoamericanos, asiáticos y africanos es el de la supremacía de los Estados Unidos –que no por nada son la principal fábrica de ficciones del orbe, gracias a Hollywood, la TV y el mecanismo difusor de best-sellers. Todos estamos convencidos de que las cosas son así, no en vano nos machachan a diario con la idea de que cualquier modificación del statu quo sería desastrosa porque nos arrojaría en manos de la barbarie fundamentalista. (Como si los que manejan el poder hoy en E.E. U.U. no fuesen fundamentalistas a su vez.) Por eso toleramos el estado de cosas como natural, y lidiamos con nuestras obras artísticas como expresiones minoritarias y por ende marginales, y el hecho de saber más de Cruise que de Bardem y de Grisham que de Saramago nos parece neutro, una cosa más, cuando debería llenarnos de vergüenza.

Por fortuna el Relato Único está mostrando sus rajaduras. Aquí, allá y en todas partes (lo cual incluye a Estados Unidos, por supuesto), la gente percibe que lo que se cuenta no es verdad y que lo que se defiende no es lo que se arguye, porque no se protege la democracia con métodos fascistas, ni se impone la libertad mediante la violencia. En todo caso el cuento que hoy compartimos es uno más viejo, el de las ropas nuevas del emperador, a quien todos percibimos desnudo. Mientras tanto confío en que también compartamos la sensación de que es preciso generar nuevos relatos, historias que nos emocionen en simultáneo, y que nos convenzan de que el otro es en principio alguien a quien tengo la obligación de conocer, y no alguien a quien reprimir, sojuzgar o eliminar tan sólo porque lo intuyo distinto o lo imagino como competidor. Si yo fuese político trabajaría directamente sobre el tema. Como soy tan sólo un escritor, mi única esperanza es la de crear ficciones tan poderosas que persuadan a mucha, mucha gente de que no hay instinto más humano que el de la solidaridad, porque compartimos un planeta que es una nave sin repuestos y en esa nave nos salvamos todos o no se salva nadie.

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23 de agosto de 2006
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EL OBJETO PERDIDO

De continuo vivimos con el sobreentendido de que los objetos no cuentan con una vida propia. Poseerían tan sólo la vida derivable de nuestro afecto o nuestra protección, surgida del nombre, la entidad o la profundidad que les concedamos.

Basta, sin embargo, que alguna de esas pertenencias supuestamente inanimadas se extravíe y siga rebelde a nuestra insistente búsqueda para que en la ansiedad por encontrarlas vislumbremos su yo particular y una clase de rebelión  que inesperadamente viene a  poner las cosas en su sitio. El verdadero sitio de las cosas, su independencia real ante nostros, queda rotundamente patente cuando pierden su sitio.

De este modo, demuestran que, al contrario de lo que imaginábamos,  no nos pertenecen por completo y en ese grado de holgura que se reservan, se hospeda todo un mundo. El mundo justamente que nos separa de ellas y las convierte tanto en seres ajenos como seres vivos.

Las cosas se extravían, desaparecen de nuestro control en algún momento imprevisto, se evaden de los lugares que les destinamos tal como si necesitaran iresistiblemente y en la hartura de su sumisión pasar de objetos a sujetos. Sujetos que paradójicamente se desatan de nuestra voluntad y eligen seguir su arbitrio. Objetos que, convertidos en sujetos, se pierden de nuestra vista y no podemos hallarlos en ninguna parte a pesar de la reiteración y vehemencia de nuestros esfuerzos, tal como fieros esclavos que han saltado las cercas de nuestra propiedad y corren erráticos tras su propio y desconocido destino.

Nosotros acentúamos los esfuerzos para encontrarlos mientras ellos buscan por parajes inéditos su identidad exclusiva. ¿Su identidad perdida? ¿Gozaban acaso antes de ser de nuestra propiedad de una condición primitiva y fueron mutilados para hacerlos dóciles y someterlos a nuestro haz de posesiones? ¿Se trataba, en el principio, de seres con su espacio diferente y fueron extraídos de él para procurarnos forzosa complacencia?

En cada pérdida de un objeto querido la melancolía de su desaparición se compone, al menos, de dos naturalezas diferentes; una es el desolador vacío de su ausencia; la otra es la elocuencia de su doloroso desasimiento. El dolor tiende a confundirlo todo pero si prestamos una atención suplementaria enseguida conseguimos distinguir de una parte la pena y de otra la indignación. De un lado el dolor por no poder saber su paradero y, de otro, la irritación por su secreta decisión de abandonarnos. El objeto se ha perdido pero ¿cómo asegurar que no se ha fugado? Sufrimos por  lo que llamamos su desaparición pero todavía más por su enmascarada desafección que ahora se revela con la cruel intensidad de su desvanecimiento.

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22 de agosto de 2006
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TERNERA Y ZP

Lo que leo por la mañana en el sitio del periódico británico The Guardian reduce el alcance del cabezazo de Zidane a un gesto sin importancia. Una discrepancia en el partido de críquet Inglaterra-Pakistán provocó nada menos que la cancelación de un partido “test-match” el domingo pasado, cuando los jugadores asiáticos se negaron a volver a la cancha después de tomar el té. No sé si hay que echarles la culpa pero lo cierto es que al final la pelea estaba entre todos los jugadores, de ambos equipos, y los árbitros. La noticia es histórica: nunca había ocurrido tal fracaso en 130 años de partidos internacionales.

Qué extraño leer algo sobre un conflicto sin solución cuando me pasé el fin de semana hojeando otra vez la biografía Josu Ternera, una vida en ETA, de Florencio Domínguez (La esfera de los libros). Se comenta mucho la postura del presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, frente al último comunicado de ETA y de pronto intento recordar quién es José Antonio Urrutikoetxea Bengoetxea, el líder de ETA. Florencio Domínguez dice que “uno de los factores que parece haber sido determinante en la decisión del presidente de entrar en este proceso es el hecho de saber que quien estaba ofreciendo garantías por parte de ETA era José Antonio Urrutikoetxea Bengoetxea, Josu Ternera, quien tiene a sus espaldas nada menos que treinta y ocho años de militancia en la organización terrorista”. Ternera es uno de los líderes que encontró Joseph Lluis Carod-Rovira, entonces número dos de la Generalitat de Cataluña, en su viaje irresponsable a Perpiñán.

Francamente, la biografía no es biografía pues la vida de Ternera no es una vida sino una militancia a lo largo de una huida. Clandestinidad a los 20 años, exilio a los 21, primera detención a los 22. Una existencia donde no se tiene ni nombre ni domicilio, con años de cárcel por supuesto, y la visión ciega de los que no conocen una vida abierta. Lo único que tiene Ternera como rasgo propio en su biografía es su talento y afición por la cocina… carcelaria.

Ya escribí que lo más difícil en un proceso de paz (País vasco, Irlanda, Colombia, etc.) es la jubilación en un mundo normal de personas que no saben lo que es una vida normal. Según Florencio Domínguez, el autor de lo que es una cuidadosa recopilación de informes de la policía y de actos de tribunales mezclados con unos recortes de prensa, “Josu Ternera siempre fue la representación de la ortodoxia marcada por la radicalidad en la reivindicación política, la defensa del empleo de las armas para conseguir sus objetivos y el acatamiento de la disciplina interna”. Hay que pensar en este hombre por una parte, y en ZP por otra, para entender cuán largo y difícil es lo que apenas comienza.

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22 de agosto de 2006
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En la Jacetania (2)

Si vivir en el fuerte de Rapitán es hundirse en la experiencia subterránea, telúrica, de los Nibelungos y otras criaturas de la escondida roca maternal, la visita de San Juan de la Peña es acudir al altar de Parsifal para introducirse en la boca misma de la Tierra.

La peña que le da nombre es una lengua rojiza que se desprende del monte y forma un voladizo bajo el que cabría un portaviones. Lo sorprendente es el color, más sanguíneo que arcilloso, aunque varía con las horas del día y puede llegar a sugerir un cortinaje carmesí mineralizado, a punto de caer sobre la entrada del monasterio viejo. Es, en todo caso, el paladar gigante que protege la boca de una cueva sagrada.

La materia de la que está hecha la peña es un conglomerado oligoceno, formado por cantos rodados y un cemento calcáreo que los expertos llaman “pudinga”. Los cantos, del tamaño de un balón de rugby, llamados “bolos”, se desprenden con facilidad y durante siglos han matado a los peregrinos y frailes del monasterio, con lo que el número de almas salvadas ha sido grande pues nadie ha podido mantenerse en este lugar temible por mucho rato sin confesar y encomendarse al Más Allá con temor y temblor.

Los turistas, claro, son escasamente medievales y muchos de ellos no aceptarían ser llevados a la fuerza hasta el Cielo. Eso sin considerar que en una notable cantidad, los turistas no confiesan. Y no me refiero sólo a los japoneses. Para remediar una posible protesta, la peña está ahora cubierta por una tela metálica que añade brillos malignos a la ya amenazadora avalancha petrificada. Los cantos que se desprenden dan en la malla y quedan allí, flotando, sostenidos en el aire, lo que añade un efecto surreal y milagrero al conjunto.

En el interior se extiende una poderosa sucesión de aposentos, iglesias, basílicas, capillas, claustros y pasillos, que perforan la tierra y se unen a ella fraternalmente. El núcleo principal, de los siglos XI y XII, ya era famoso en aquellos años de cruces y espadas, y acogía el panteón real. No hay que olvidar, sin embargo, que estamos en un lugar apenas arrancado a la entraña terrestre, de profunda memoria pagana, y en el panteón real, junto a reyes y abades, yace también el famoso conde de Aranda, el más sagaz de los ministros iluminados, seguramente masón y jefe de masones.

En la iglesia del monasterio, los ábsides de preciosa fábrica románica están excavados en la roca, la cual forma también la bóveda, de modo que los elementos de soporte son decorativos, aunque parecen aguantar la montaña entera. Nos explica José Luís Solano que en esta nave, a la hora sexta de un día del año 1061, la cristiandad cambió del rito mozárabe al latino. Uno imagina la instantaneidad del acontecimiento y oye en todas las iglesias de España el paso cambiado de la sinuosidad respiratoria del viejo rito al orden geométrico del gregoriano, como quien cambia un Debussy por un Webern.

El poder inmenso de estos lugares telúricos me desconcierta. Sobre un altar, el Santo Grial. Quizás habría que decir, “uno de los santos griales”, ya que los hay por todas partes. El de San Juan de la Peña está hecho de cornalina y luce unas alhajas verdes, quizás esmeraldas, con perlas al tresbolillo. Yo no dudo de que sea el auténtico y tengo para ello mis razones. Las expongo.

La atracción que ha ejercido desde siempre este primer recipiente de la sangre de Cristo llegó hasta las lejanas tierras germanas y un buen día el propio Wagner atendió como hipnotizado y sin saber a dónde iba, desde su residencia de Baviera y siguiendo una llamada que retumbaba en sus oídos con eco de metales y percusión, al poderoso encantamiento. Caminó a ciegas y los brazos extendidos hacia adelante durante semanas. Cuando por fin logró llegar hasta la Peña malentendiéndose en su cerrado alemán con nativos de la zona oscense que apenas hablaban castellano ni lengua alguna indoeuropea, cayó de hinojos ante el grial como si le hubiera golpeado uno de los bolos de cuando no había malla. Mientras caía derrumbado, sonó profundo y tristísimo en el teatro de su cabezota prognática, el tema de Parsifal.

Salió de las entrañas de la tierra tambaleándose y como borracho y ya no se detuvo hasta encontrarse de nuevo en su gabinete, componiendo a toda velocidad su última ópera, la que le costaría el odio y la befa del hombre más inteligente del mundo, el sulfúrico Friedrich Nietzsche, el cual comprendió de inmediato que aquella era una música nacida del terror a la muerte e inspirada por el dios de los siervos.

Sin embargo, Wagner no se había movido en ningún momento de su mesa de trabajo y así se lo confirmaron los ujieres y muchachas de servicio, entristecidos por la incredulidad del maestro el cual insistía iracundo y con los ojos desorbitados en que acababa de regresar de un largo viaje. A las pocas semanas moría fulminado.

Si esta no es suficiente prueba, que baje Dios y lo vea.

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22 de agosto de 2006
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El Boomeran(g)
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