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LA INSOPORTABLE LENTITUD DE LA JUSTICIA

Nuevos datos sobre los retrasos de la justicia en España hacen ver que cada día que pasa se amontona un número mayor de casos pendientes o sin comenzar a resolver.

Continuamente emergen en las noticias, como restos de ahogados y pecios, nombres y circunstancias de asesinatos, estafas, violaciones o enormes atentados terroristas cuya resolución ha quedado engullida por el transcurso de procedimientos, arrastrándose por las dependencias de los juzgados. ¿Es justicia esta desidia fatal?

Cualquier democracia debería perder el nombre de tal no siendo capaz de juzgar a su debido tiempo. Las demoras, estas insoportables demoras de la justicia española, convierten la equidad en un trapo viejo y la efectividad de un Estado de Derecho en una retórica de guardarropía.

De la misma manera que un sistema electoral se hace sospechoso de inmoralidad cuando sus resultados no se proclaman a tiempo, los espantosos retrasos en la aplicación de las leyes convierten al poder judicial en un mostrenco y al sistema democrático entero en una representación de madera.

Cuesta trabajo explicar por qué no se aligeran los procesos, por qué no se arbitran los presupuestos necesarios, por qué no se remueve a los jueces holgazanes y no se asista, año tras año al abrumador conocimiento de que millones de casos judiciales (2.178.00 actualmente) se encuentran pendientes y su pila no cesa de crecer. ¿El proceso de Kafka? ¿Las pesadillas ante los anacrónicos términos procesales? ¿El horror de la actuación judicial y su cohorte de personajes de ultratumba?

¿Democracia? No será posible aceptar que se vive en democracia sin vivir con justicia. Y no hay justicia, no importa cómo se defina, si su determinación, su verdad, su definición del inocente y del culpable se extravía años y años en medio de legajos, escritos y métodos arcaicos, menesterosidad profesional, tortuosidades y dilaciones inhumanas.

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26 de julio de 2006
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La ciudad y el perro

Lay Fun no es el tipo de animalito que quieres como mascota. Pesa unos cincuenta kilos y tiene ese sentido de la guerra que caracteriza a los rottweilers. De hecho, ha matado a un hombre. Pero lo más extraño es que, ahí donde lo ven, es un héroe nacional.

La historia comenzó cuando Lay Fun trabajaba como vigilante de seguridad en un estacionamiento de la avenida Abancay, en el barrio del Cercado de Lima. Por lo común, se limitaba a gruñirle a los sospechosos, trabajo de rutina y mal pagado, pero que desempeñaba con eficiencia. Hasta que una noche, un ladrón decidió entrar a robarse los electrodomésticos del lugar.

El plan del ratero era perfecto: soltaría a un gato en el estacionamiento para distraer al guardián y luego entraría. Pero Lay Fun no era tan fácil de engañar: se abalanzó sobre el ladrón con tal ansia que le abrió una arteria femoral a mordiscos. Al delincuente le bastaron unos veinte minutos en el suelo para morir desangrado.

Lay Fun y el gato fueron detenidos poco después, y llevados a un centro antirrábico. La ley considera responsable por las lesiones al dueño del perro. Pero el propietario se había dado a la fuga. La solución habitual en estos casos, como señalaron los periódicos, es sacrificar al perro.

Sin embargo, al día siguiente, había una manifestación enfrente del centro antirrábico. Más de cien personas exigían la inmediata excarcelación de Lay Fun: “sólo ha cumplido con su deber” afirmaban algunos. “La culpa es del ladrón. Total ¿Para qué se mete?” añadían otros. Las pancartas rezaban “Libertad para Lay Fun”, “Lay Fun = héroe”, “Lay Fun, estamos contigo”. Muchos de los participantes en la marcha expresaron su voluntad de adoptar al perro. Algunos activistas de la Asociación Amigos de los Animales trataron de ingresar en el centro antirrábico, pero fueron repelidos sin necesidad de recurrir al uso de la fuerza. Posteriormente, un abogado se hizo cargo del caso. Según afirmó, representaría también al hermano de Lay Fun, Lay Fa, momentáneamente hospitalizado debido al ataque de un gato.

La historia de Lay Fun y su incierto destino fueron portada de varios diarios de la capital durante toda la semana. El debate oscureció inclusive las fechas previas al cambio de mando. Todo el mundo quería participar en la polémica: ¿debe ser sacrificado Lay Fun?, ¿o debe ser liberado por haber cumplido con su deber hasta las últimas consecuencias? Chats, mails, diarios, foros públicos. Lay Fun es el personaje de la semana.

Y es que, en una sociedad harta de la política y escéptica sobre su futuro, el debate político se traduce en otros ámbitos. En una ciudad insegura y violenta, cunde el miedo. Lay Fun representa la admiración por las soluciones contundentes. Y el ladrón, a pesar del dudoso currículo de ser humano, es sólo un criminal. Nadie sabe siquiera cómo se llama. Para la opinión pública, su vida vale menos que la de un animal. 

La historia tuvo un final feliz para los defensores de Lay Fun: la policía nacional decidió reclutar a Lay Fun para la guardia canina. No sólo le salvaron la vida, sino la pusieron al servicio de la nación. Fue recibido en la escuela policial como un ejemplo.

Mientras tanto, el gato del ladrón permanece olvidado en una jaula del centro antirrábico. En la última imagen que la televisión transmitió de él, lo acompañaba una lata de atún vacía. El propietario de Lay Fun permanece en paradero desconocido. Y el muerto sigue muerto, y aún carece de nombre.

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25 de julio de 2006
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La historia del cine al alcance de la mano

No es justo. Mi hija Agustina, que estudia el primer año de la carrera de cine, vive en estos tiempos en base a una dieta de clásicos. Todos los días me comenta algo parecido. “Hoy vi El perro andaluz”. “Hoy vi Intolerancia”. “Hoy vi El gabinete del doctor Caligari…” Con lo cual me pone en situaciones incómodas, tratándose de un padre que vive del cine y que encuentra en esta sapiencia una fuente importante de autoridad. Er, um, no, yo no vi Alemania año cero. Oj, ah, no, yo no vi Paisá. Al paso que vamos, mi hija sabrá más de cine que yo en muy poco tiempo.

Lo que me mata es la facilidad con que puede hacerlo. Se va al videoclub o al DVD club, y ya: allí lo tiene todo, la historia del cine al alcance de su mano. Cuando yo tenía su edad no había videoclubes, y si los había sólo abundaban en pavadas: los clásicos eran la excepción que confirmaba la regla, la mayoría se limitaba a los cortos de Chaplin y de Laurel & Hardy, que según parece son las únicas películas viejas que a la gente común le gusta ver. Para construir algo parecido a una verdadera cultura cinematográfica había que fatigar salas especializadas como la de Hebraica o la Leopoldo Lugones, del Teatro San Martín, que como imaginarán no quedaban precisamente a la vuelta de mi casa. Si organizaban ciclos, cosa que ocurría muy a menudo, eso significaba que uno repetiría la excursión diariamente, porque hoy daban Sin aliento pero mañana daban Pierrot Le Fou y pasado Alphaville y uno no podía darse el lujo de perdérselas porque no sabía cuándo surgiría otra oportunidad parecida. Todavía recuerdo cuando vi Citizen Kane por vez primera en el cine Arte: éramos cuatro personas y una rata, que antes de que comenzase la función se paseaba por el borde de la pantalla, recortándose contra el fondo blanco.

Que quede claro que estoy bromeando: amo la idea de que mis hijas me superen. Milena, por ejemplo, habla a los catorce mejor inglés que yo. Este logro tiene una razón parangonable a la de Agustina con el cine. Yo aprendí inglés yendo a una academia gracias a la porfía de mi madre, que resistió heroicamente todos mis intentos de deserción, y finalmente gracias a Los Beatles y al deseo de entender mi cine favorito y de leer literatura en su idioma original. Milena fue a un colegio bilingüe desde el principio y creció en un mundo en el que la TV, bendito sea el cable, sonaba casi todo el tiempo en inglés. Todavía no llegaba al metro de estatura y ya se sabía de memoria los diálogos de Friends.

Lo único que me cuestiono es si no se perderán algo, al perderse parte de la dificultad del proceso. Si el hecho de que baste levantar un teléfono para que te traigan The Magnificent Ambersons, la última de Torrente o un video de los Teletubbies no les sugerirá que en el fondo todo se parece, que al final de cuenta se trata de un disquito que viene dentro de una cajita, y listo. Cuando yo tenía su edad (me encantaría no sonar como un viejo, pero resulta inevitable) las estupideces habituales se veían por TV o estaban en los cines de todos los barrios, lo cual significaba que para ver algo especial uno tenía que peregrinar hacia una sala mítica, hacia una catedral del conocimiento. La película tenía su propia magia, pero el viaje y el templo le agregaban mística. La cultura cinematográfica era, pues, cosa de iniciados, ya que obtenerla no era tan fácil como sintonizar a toda hora el canal de Turner Classic Movies.

Me da pena que puedan perderse algo de esta magia. Pero me tranquiliza saber que lo fundamental sigue ocurriendo. Cuando Agustina dice que vio Ladrón de bicicletas y me cuenta cuánto le gustó y cómo la conmovió la historia de ese pobre niño y ese aun más pobre padre, me vuelve el alma al cuerpo. Porque me demuestra que entiende que no todos los disquitos son lo mismo, y que es capaz de superar las barreras del idioma y del tiempo, y de pulverizar el prejuicio contra el blanco y negro que hoy tiene tanta gente, y de conectarse emotivamente con el encanto perdurable del film de De Sica. Entonces siento que estoy en lo correcto, que el buen cine y la buena literatura trascienden todas las épocas, todos los formatos, todas las tecnologías. Y vuelvo a trabajar con bríos renovados, en la esperanza de que alguna vez, en algún tiempo, algún chico le diga a su padre cuánto lo conmovió esa película o ese libro con el que yo tuve que ver.

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25 de julio de 2006
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LA PAREJA Y EL PARAJE

La pretendida orgía del amor libre llevó a la deconstrucción del matrimonio. Esta tarea ocupó a la juventud desde la revolución sexual de los sesenta hasta el intervalo superindividualista de los últimos años del pasado siglo. El principio del siglo XXI presenta, sin embargo, un nuevo giro en la relación de amor.

Sin férreos matrimonios que destruir, sin familia nuclear que explosionar, sin más provisión de sexo que reclamar, la pareja libre, desistitucionalizada, desinhibida reaparece como un inesperado problema de represión.

No es la moral religiosa, la regla institucional o la presión social los que crean obstáculos a la libre satisfacción personal. Todo este aparato ha quedado atrás, reducido o desactivado. Justamente, la nueva crisis de la pareja no procede de un mal atribuible a un desajuste social sino eminentemente individual.

De un lado, la pareja constituye hoy lo más cercano e íntimo en un mundo que se conecta extensamente, a distancia y sin profundidad. De ese lado, la pareja es la exquisita excepción.

Pero, enseguida, tal excepción que hasta hace poco constitituía un bien frente al hiperindividualismo y operaba como un dulce resguardo se revela ahora como un recinto donde se enrarece la circulación, se ralentiza la velocidad de cambios, se reduce la disponibilidad y se limitan las potencias de identidad.

Efectivamente el otro contribuye a afirmarnos y a afianzarnos. Pero ¿hasta cuándo estos buenos regalos no se convierten en hipotecas? ¿Hasta cuando la afirmación y el afianzamiento recibido no significan pérdida de movilidad?

El enamoramiento nos da alas pero más tarde el amor subyacente y sus débitos pueden imitar los caracteres de una traba.

La traba forma parte del amor. La traba enardece y entusiasma en sus principios y también por un tiempo indefinido.

Lo peculiar de nuestra época es, sobre todo, el acortamiento de ese plazo sin definición y, también, en plena cultura de consumo, la aguda conciencia del desgaste.

La conciencia del desgaste del otro, del desgaste de la relación y la insufrible sensación personal de estar erosionándose en la rápida percepción de la rutina. No es preciso pues que la rutina haya acampado por completo para que se tema su efecto mortal o corrosivo. Basta el indicio de la repetición, el pavor a la inmovilidad, el pánico a seguir en la misma vida para que la pareja con la que se está aparezca como la principal representante del mal. Siendo el mal todo aquello que se considere inconveniente para cambiar, ser otro, vivir de otro modo. O vivir con otro.

La revolución sexual buscaba difundir la libertad por todas partes y en su extremo ardería la orgía sexual. Ahora la orgía no se halla en el sexo, demasiado común, ni tampoco en ninguna parte que conquistar mediante la revolución. En el antiguo lugar de la libertad ha crecido el espasmo de la compulsión, en el lugar del amor eterno ha crecido el amor fenomenal y en el acotado lugar de la pareja la inconsolable ansiedad del paraje.

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25 de julio de 2006
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La palabra es: basta

Muchos habrán advertido que durante el fin de semana se generó en este espacio un profuso intercambio de opiniones, disparado por el texto del viernes. Entonces hablé de la impotencia que me generaban situaciones límites como la de la agresión bélica que el Estado de Israel dedica actualmente a Gaza y al Líbano; pero también situaciones que me son más próximas por cultura y circunstancia física, como el hambre o la falta de alimentación adecuada que castiga a tantos niños y jóvenes de mi país. Desde esa impotencia mía, reclamaba ideas e información sobre iniciativas a las que plegarme para no sentir que permanecía de brazos cruzados ante tanta barbarie, ante tanta pérdida de vidas, de posibilidades, de talentos que no llegarán nunca a fructificar.

La inmensa mayoría de los mensajes que recibí fueron inspiradores. Pero hubo uno en especial, firmado por una tal “Agrupación Hasta El Gorro”, que incurrió en la clase de prácticas indignas que se dan en este medio de tanto en tanto. En primer lugar, el insulto y la descalificación. Llamar “memos ignorantes” a todos los que manifestaron en Barcelona en contra de la agresión bélica del Estado de Israel es agresión lisa y llana; es decir intolerancia, o sea aquello que está en la misma raíz de lo que deploramos. En segundo lugar, la calumnia. Decir que esa gente es igual que la gente que apoyó a Hitler es difamación: nadie puede pretender seriamente que una manifestación por la paz equivale de manera alguna al sostén de la barbarie nazi. Y en tercer lugar (¡infaltable!), el anonimato. ¿Quién es aquel que se esconde bajo la etiqueta de esta “agrupación”?

En ese momento decidí responder al comentario, y así lo hice. Pero la misteriosa “agrupación” volvió a la carga con otro texto que ya no me apuntaba tan sólo a mí, sino a otra gente que había contribuido con sus comentarios. Durante un momento consideré callar y dejar correr el agua; después pensé en responder utilizando otra vez la columna de los comentarios. Como ya habrán podido apreciar, finalmente decidí usar el espacio “oficial” del blog. Considero que lo que se discute es tan urgente y tan vital que no quise correr el riesgo de que se perdiese dentro de una columna que no todos cliquearán. De cualquier forma, aquellos que quieran consultar los textos originales pueden hacerlo mediante un par de maniobras con su mouse.

En su segundo texto, la “agrupación” insistió con el anonimato, diciendo que se dan a llamar de esa manera del mismo modo en que yo me doy a llamar Figueras. Pues bien, yo no me doy a llamar así, me llamo así, y como tal consto en mis documentos. Es por eso que cuando afirmo algo, cualquiera entiende que estoy dispuesto a sostenerlo: porque doy la cara, lo cual implica que no me avergüenzo de lo que digo. Lo peor que me puede pasar es equivocarme y tener que rectificar mis opiniones, cosa que, al menos en mi concepto, no está demasiado lejos de lo mejor que puede pasarme, porque si entiendo que me equivoqué ya he avanzado algo; ese avance es todo a lo que aspiro.

  Por supuesto, no todo es disenso con la “agrupación”. (Perdón que no los mente por su nombre completo, pero más allá de la acepción más obvia de la expresión “hasta el gorro”, la mención a un gorro me sugiere la idea de lo militar, y lo militar es algo de lo que abomino por completo.) Yo también creo que sería maravilloso que muchos países de cultura árabe contasen con el mecanismo eleccionista que muchos confunden con la democracia. Pero no creo que este enfrentamiento bélico tenga mucho que ver con la difusión de la democracia en Medio Oriente. Creo, más bien, lo que el filósofo argentino León Rozitchner escribía ayer en el diario Página 12: “Esta escalada contra Gaza y el Líbano va más allá de los intereses de su supervivencia (del Estado de Israel): se inscribe en la expansión del imperio neoliberal de Occidente sobre los países musulmanes. ¿No será los Estados Unidos quienes, empantanados en Irak, necesitan una frontera segura en el Líbano contra Siria e Irán, y de allí la masacre de la población civil para invadirla?” (La columna de Rozitchner se llama ¿Podemos seguir siendo judíos?, y es imperdible. Pueden consultarla completa en la edición del domingo, en la dirección www.pagina12.com.ar.)

Pero lo que me cuesta tragar es la acusación de antisemitismo. El doble rasero al que la “agrupación” alude sirve de maravillas para ilustrar esta concepción de que sólo soy amigo de mis amigos mientras no los cuestione o critique, porque expresar tan sólo un “pero” me colocaría de inmediato en el bando de los enemigos. Al menos en mi familia funcionamos con el criterio de que una observación o una crítica es un gesto del más grande amor, y nunca una agresión, porque su propósito es conseguir el bien. Por fortuna existen amigos declarados y consecuentes del Estado de Israel que también alzaron la voz para señalar el despropósito de la actual política. Esas voces, muchas de las cuales resuenan dentro de las fronteras de Israel, validan doblemente nuestros argumentos.

Señalar que durante los últimos tiempos el Estado de Israel ha optado por acciones conducentes a un genocidio, como los de la Argentina de los 70 y la Alemania nazi, nunca será degradante para mí salvo en mi condición de partícipe del género humano: me degradan porque están ocurriendo, y no imagino tristeza peor. Por supuesto, no he sido el primero ni seré el único en señalarlo. Vuelvo a Rozitchner: “Para hacer lo que hacen en Palestina los judíos que están en el poder deben mantener el secreto moral del origen de su derecho a una patria y prolongar allí los valores inhumanos de sus propios perseguidores milenarios. Ocultar, por ejemplo, que lo que comenzó con la cruz cristiana terminó con la Shoá europea…. Debieron convertirse en cómplices de sus asesinos, no denunciarlos, ya no decir nunca más que el cristianismo y el capitalismo fueron sus exterminadores porque ahora ambos se habían convertido en su modelo y en sus aliados”.

¿Soy consciente de haberme equivocado en algo de lo que escribí? Oh, sí. Cuando en mi intención de ser más gráfico, traté de explicar por qué ante todo le pido cordura al actual gobierno de Israel, y comparé la lucha entre el ejército israelí y los palestinos y libaneses diciendo que uno era un gigantón armado hasta los dientes y el otro un enanito desarmado. Me equivoqué, sí, al definir las fuerzas. Es verdad que el enanito no está desarmado, el enanito está armado y también mata; imagino que la agrupación no me considerará tan imbécil como para pretender ocultar esta realidad. Lo que pretendía hacer era graficar la disparidad entre sus fuerzas: porque el enanito tiene misiles y los usa, pero el del Estado de Israel es un potencial bélico equiparable al de las más grandes potencias, lo cual equivale, entre otras cosas, a decir nuclear; y para que ni siquiera queden dudas, los Estados Unidos les están enviando más armas en este preciso instante.

Pero no creo haberme equivocado al apelar a la buena voluntad del Ejecutivo israelí. Insisto con Rozitchner: “Los judíos israelíes, por ser los más fuertes en poder armado, son los que también en mejores condiciones se hallan para dar término al enfrentamiento con justicia: tienen todos los medios para lograrlo. Su existencia, por ahora, no corre peligro. La paz que termine con el enfrentamiento armado y un entendimiento político está sobre todo –y casi diríamos totalmente- en sus manos: sólo tienen que declinar sus ambiciones sobre territorios que no les corresponden y reivindicar el valor de la vida sobre la muerte”.

En todo caso, mi mayor error fue el de contribuir al error. Porque al entrar en el juego de la “agrupación”, y discutir si antisemitismo sí o no y si el asunto lo empezó éste o aquel, les permití apartarme de lo que más me interesaba decir: que cada muerte es una pérdida irreparable. Que cada una de esas muertes nos empobrece a todos. Y que no he encontrado ni un solo argumento que me convenza de que esas muertes era inevitables. Todas esas muertes fueron evitables, sin excepción. Bastaría con que, como dice Rozitchner, reivindicásemos el valor de la vida por encima de todos los demás valores. Pero la vida parece no valer nada en este mundo de hoy. Y yo quiero utilizar este espacio para decir que sí vale, ¡que nada vale más!, porque lo creo pero también porque lo veo a diario en la práctica de tantos y en las opiniones de la mayoría de los que se suman a este blog. Por eso me permito invitar a la “agrupación” a dar la cara y a dejar de lado ciertas discusiones para el café o la sobremesa, porque existen cuestiones más importantes, más urgentes, más perentorias. No puedo dejar de pensar que seguramente ha muerto alguien más en aquellas regiones desde el momento en que me senté a escribir esto. El hijo de alguien. El padre de alguien. El amante de alguien. El amigo de alguien. Y que eso quizás no habría ocurrido si hubiésemos unificado nuestras voces para decir lo primero que habría que decir, que en este caso es basta.

En este mundo existen formas de resolver los diferendos que no pasan por la agresión bélica, aun en el caso de que exista una agresión previa. Esto tiene que terminarse ya, y no cuando el gobierno de los Estados Unidos considere conveniente. Por eso tenemos que decir basta. Y refrendarlo con nuestro cuerpo y con nuestro nombre.

Les pido perdón por abusar de su paciencia.

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24 de julio de 2006
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ZOÉ Y ZOÉ

Vemos dos fotografías en el último libro de Zoé Valdés, Bailar con la vida (Planeta). En la tapa, a todo color, está la fotografía grande de la joven Zoé Valdés sentada en el malecón en La Habana. La contratapa muestra un pequeño retrato en blanco y negro de Zoé Valdés, tal como se ve hoy en París donde vive. Conozco a ambas mujeres. O mejor dicho conocí a Zoé en la isla, en la época del hundimiento de una Revolución condenada a olvidarse de los países del este europeo que le suministraban sus recursos, y hoy mantengo una amistad con la Zoé parisiense que tiene la incomoda situación de cruzarse con personas que aman a Cuba sin tener el más mínimo deseo de ofrecer a los cubanos lo que tienen los franceses: derecho a opinar en público, libertad de viajar como quieren y vida privada apartada de una vigilancia estatal.

Ni hablar de Cuba en Europa. Hay dos tipos de viajeros europeos en la isla: los que suelen ver lo que muestra el régimen y/o el dinero de su bolsillo, y los que intentan de verdad entender la manera de vivir, de comer, de curarse de un “pincho” (un jefe en la yerga cubana) frente a la vida de cualquier cubano. La Zoé que vemos en la tapa pertenece a una época que no obligaba a escoger entre ambas opciones. El régimen recibía su cuota de ayudas internacionalistas y no buscaba el dinero de los turistas.

Después, claro, hubo un después y Zoé tuvo que resignarse al exilio como tantos cubanos que querían tener una vida suya en lugar de sobrevivir en los actos revolucionarios de la vitrina rota del castrismo. Por eso tenemos a la segunda fotografía de Zoé, la de una mujer. Mirada directa con huellas de heridas en los ojos, labios perfectamente pintados, aretes, y hasta una sofisticada mantilla que tapa a medio su rostro. Aquella fotografía nos hace pensar en una mujer de los años veinte retratada por el Studio Harcourt. La Zoé en color de la portada es otra persona. Niña-mujer, descalza y despeinada, su rabia contenida es perfecta para el cine italiano de los sesenta, son sus heroínas que son a la vez víctimas y manipuladoras.

La belleza, la belleza aplastante del malecón habanero es su vacío. Las olas rompen todo y solo hay el cielo abierto a ciento ochenta grados sobre un muro gris de siete kilómetros. Sentada sobre el muro, Zoé es la imagen perfecta de la rebelión en el vacío. O el casi-vacío. Si se mira con cuidado a la fotografía, se ve un pequeño libro amarillo al lado del pie izquierdo. No se puede leer el título pero lo puedo adivinar, pues tengo una copia de esta maravilla. Es Todo para una sombra, el primer libro de Zoé. Pura poesía, publicada por las ediciones Taifa, en Barcelona, en abril de 1986.

Ya son veinte años desde entonces. La niña perdida en el vacío del mar y del cielo no tenía más que este pasaporte amarillo para salir de la isla y entrar al mundo de las letras. El penúltimo poema del libro termina en dos versos que son una premonición:

“Hoy me siento de algodón y me canso
porque hoy me estoy haciendo la escritora”.

El último poema se titula Mujeres de los años veinte. Siempre me gustó y lo releo, hoy, como el pie de la segunda fotografía. La fotografía de Zoé, mujer, que publica otra novela con dominio total de su oficio hasta dedicarse a la meta-ficción. En su relato, como escritora tropieza con sus personajes y pasa de manera continua de las relaciones con el editor, que le pide una novela erótica, a la vida, que le habla de soledad, de violencia, de desaparición, destierro y cariño. ¿Qué tal la novela? No lo puedo decir. No soporto el amiguismo en las secciones de cultura y las reseñas que intercambian los escritores en los periódicos (“me gustó tu libro, vas a amar al mío”, etc.).

Zoé es una hermana encontrada en el vacío fenomenal de La Habana. Hoy, tiene su pagina Web http://www.zoevaldes.com.fr y su blog http://www.zoeatelier.skyblog.com aunque a su vida real le falta una definición: ¿cuál es la tierra de una cubana con nacionalidad española que vive en Francia y publica en la colección AE&I (Autores Españoles e Iberoamericanos)? Habría que preguntarse si la fotografía de la portada no daba la respuesta, tan violenta como el sol del Caribe: Zoé sigue siendo aquella niña sentada en el salitre del malecón que escribe poesía para encontrar una salida a su vida de aspirante a mujer de los años veinte.

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24 de julio de 2006
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Perdón por las molestias

Llevo tres días de vacaciones en Santa Pola, un inesperado centro de la noticia a partir del pesquero que auxilió a medio centenar de emigrantes cerca de Malta.

Sin la ayuda y la generosidad, la paciencia y la condescendencia de la tripulación del barco santapolero "Francisco y Catalina" es muy posible que los desamparados de la desamparada lancha hubieran perecido. Y, en buena medida, habrían muerto si su salvación hubiera pendido tan sólo de las autoridades, los ministerios, la Unión Europea, los gobiernos, los ejércitos de marinas, las patrulleras oficiales, la totalidad de las instituciones que fueron mirando el fenómeno de los cincuenta y cinco náufragos con una frialdad funcionarial destinada a culminar en repetidos certificados de defunción con sus obligados sellos.

Los marineros, sin embargo, conocen a fondo la fina división entre la vida y la desaparición. El mar supone para un marinero su medio natural de vida y su medio natural de muerte. Muchos amigos santapoleros apenas sabían nadar cuando juntos íbamos a remojarnos tras jugar al fútbol en los antiguos saladares. Ni tampoco trataban de aprenderlo de manera remotamente parecida a como lo hacíamos los veraneantes. El mar les inspiraba temor y a la mayoría de los pescaderos les habría gustado mucho más dedicarse a otra cosa. La prueba ha sido que, con los años del desarrollo, disminuyeron drásticamente los jóvenes que se enrolaban. Casi todos preferían entrar de aprendices en un taller de tapicería, arreglar bicicletas, madrugar para cocer el pan o emplearse en una gasolinera.

Quienes se encontraban en el "Francisco y Catalina" (título que evoca el feliz amor eterno que promueven las millas del mar) son restos de una numerosa proporción de santapoleros que llegaron a componer la flota pesquera mayor de España.

Ahora por la Virgen del Carmen o por la Maredeu de Lorito las fiestas de recibimiento en el puerto no son tan espectaculares ni las verbenas en las que se disfrutaban los reencuentros tan conmovedoras como hace dos o tres décadas. Santa Pola es muy suya y convoca desde hace algunos años unas impostadas Fiestas de Moros y Cristianos en la primera semana de septiembre. Es el momento en que acaba de marcharse la gran masa de pesadísimos forasteros y con ello la localidad de libera de una marea tanto o más abrumadora que el mar. Con esa holgura relacionada con haberse desprendido de unas 150.000 personas añadidas a sus 14.000 habitantes renacen trazos del pueblo marinero, anexo al mar y atado históricamente al mar. El mar como lugar de trabajo y como espacio de separaciones, sacrificios y tragedias. De esta dura relación con el mar, ajena a dulces oleajes o atardeceres de oro, procede el miedo y el respeto al mar o la desarrollada sensibilidad hacia sus variadas amenazas.

La proclamada generosidad que los pescadores demostraron estos días hacia los emigrantes de la patera contiene, en realidad, una solidaridad radical de especie humana. Los marineros santapoleros que conozco han vivido y viven las vicisitudes peligrosas en altamar como una liza entre lo humano y lo monstruoso. Como ellos mismos han declarado: "No podían hacer otra cosa". Concretamente: no sabían hacer otra cosa en cuanto que marineros. No sabían elegir la mezquindad, optar por no prestar socorro, anteponer los cálculos económicos al irresistible impulso de proteger la vida humana. ¿Héroes ahora? ¿Condecorados, premiados, distinguidos, elogiados por la autoridad? El quehacer del marinero se encuentra todavía en ase preindustrial y por ello resulta ser lo menos mediático que quepa imaginar. Sólo aparece (en los medios) cuando desaparece uno o más barcos. Aquí la desaparición pudo haberse consumado antes del rescate. No fue así y la desaparición aplazada se ha comportado como una plataforma argumental que ha favorecido una sustanciosa historia periodística. En ese trayecto recorrido por los medios y no por el "Francisco y Catalina", la tripulación se hizo popular, se podía fotografiar, grabar, radiar, bailar.

Ayer, por primera vez tras la peripecia, cuando el periódico Información de Alicante entrevistó a Pepe Durán, patrón del barco, sobre su impresión de esta calamitosa aventura dijo: "La verdad es que no queríamos causar tanto revuelo y ni mucho menos molestar". Durante treinta años he disfrutado de un amigo marinero y santapolero, Juanito "El Chufa", cocinero en sus años de navegación a Larache que, aunque parezca imposible, habría preferido otra contestación aún más atónita y enteca.

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24 de julio de 2006
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La ciudad de los muertos

Entrar por la puerta 3 al cementerio general de Guayaquil es como entrar a California por Beverly Hills. La calzada principal empedrada está bordeada de palmeras, y los mausoleos que flanquean sus orillas ostentan ángeles de mármol y fachadas barrocas. En las puertas de los sepulcros se leen apellidos ilustres como Baquerizo, Luque o Plaza Sotomayor. Es el barrio rico de la muerte.    

-Ese es el presidente Vicente Rocafuerte –me dice el vigilante. Estamos ante la tumba que corona la calzada, una mezcla de mausoleo y monumento nacional, llena de arabescos y figuras patrias esculpidas en bronce. La estatua de Rocafuerte se eleva soberbia en el centro.
-¿Fue un buen presidente? –pregunto.
-Ya da igual. Buenos o malos, aquí todos somos iguales.
-Ya.

Las palabras del vigilante no son tan ciertas. No todos son iguales en este camposanto. Ni siquiera los presidentes. Más atrás, como escondidito, descansa el ex mandatario Eloy Alfaro, implantador del laicismo en Ecuador, que ordenó el fin de los privilegios eclesiásticos. Su actitud fue tan revolucionaria que terminó asesinado por sus detractores, y casi un siglo después, la guerrilla ecuatoriana tomó el nombre “Alfaro vive carajo”. Pero el destino le jugó una broma cruel. Terminó enterrado en un cementerio católico, entre cruces y angelitos, para cuidar que no se escape.

-Este cementerio está lleno de gente importante ¿no? -comento.
El vigilante niega con la cabeza:
-Es como la ciudad. Tiene sus zonas ¿dónde se ha visto que los importantes se mezclen con los pobres?

En efecto, aquí también hay clases sociales. En los alrededores de las tumbas presidenciales se yerguen los sepulcros clasemedieros, con menos mármol y menos apellidos. Todo está tan bien organizado que uno puede incluso encontrar integrantes de organizaciones gremiales y profesionales que han decidido mantenerse juntos incluso después de que la muerte los separe: si necesitas un taxi, puedes llamar a la puerta del mausoleo del sindicato de Chóferes. Y a la misma altura, está el Benemérito Cuerpo de Bomberos, por si surge un incendio. Al lado de este último, como en toda ciudad que se respete, hay un barrio judío. Los apellidos Guttmann, Cohen, Beuthner, Oster figuran decorados con estrellas de David, apartados de los cristianos incluso más allá de la muerte. 

-Qué lugar tan apacible. No se puede usted quejar de estrés laboral.
-La verdad que no. Cuando acabé mi servicio militar me vine para el cementerio. Y me quiero quedar. Aquí hay mucha gente pero nadie molesta. 

Cómo no, también hay un barrio pobre. Y sigue el modelo urbanístico latinoamericano: las tumbas menos pudientes se desparraman arriba, por las laderas y las cumbres, desordenadas, en calles sin asfaltar cubiertas de mala hierba. Y entre ellas se encuentra un pequeño altar dedicado a los que no tienen ni tumba, las ánimas del purgatorio. Todos los lunes, la gente deja flores y velas en el altar, como quien pasa por un mercadillo de almas en pena. Y es que, según me explica el vigilante, en este mundo ni morirse es gratis:   

-Todas las tumbas llevan escrita la letra P o la A, según hayan sido compradas a perpetuidad o alquiladas por periodos de cuatro años. Vencido ese plazo, si los deudos no renuevan el contrato, los huesos se retiran del sepulcro y se guardan en unas cajas. Y si pasa mucho tiempo sin que nadie los reclame, sabe Dios dónde acaban.
-Oiga ¿Y no le da miedo trabajar entre tanto muerto?
-La verdad que no. Aquí nunca pasa nada. Los que me dan miedo son los vivos.
-Ya.

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24 de julio de 2006
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YA SON DIEZ AÑOS

Como siempre, encontré la revista en mi buzón. En un sobre amarillo, de estos gorditos que llevan bolitas de plástico que los niños hacen explotar como el ruido de una rama seca que se rompe. Encuentro de la cultura cubana tiene diez años, lo que me obliga a reflexionar cuando leo el número cuarenta que me llevó el cartero.

Diez años es un plazo gigantesco en la historia de un proyecto de comunicación funcionando con base en la militancia. Diez años es una eternidad en la historia de un exilio cubano plagado de divisiones, rupturas, cansancios y frustraciones. Encuentro sobrevive todavía, tal como sobrevivió a la muerte de su creador, el novelista y cineasta Jesús Díaz, y aprovechó la creación de la red para darnos una versión electrónica.

La honestidad me obliga a reconocer que soy uno más entre los centenares de personas que han escrito en la revista. Encuentro ha publicado tanto a cubanos como a extranjeros, a personas del exilio y a cubanos de la isla, a castristas, disidentes, oponentes, prisioneros o decepcionados del castrismo. Nada y nadie es perfecto. Tampoco esta revista, aunque ha mantenido su línea editorial (no tiene línea política), recordada de manera discreta en la página 203 de su último número. Dice un texto anónimo que Encuentro postula una doble crítica. Por un lado, se opone a la estrategia del gobierno cubano, al no admitir límites ideológicos y políticos a la libertad de expresión, y considerar a la diáspora, parte integral del patrimonio de la nación; por otro, discrepa de las tesis más excluyentes del exilio, al afirmar que la cultura contemporánea producida en la isla es un parte vital y diversa del legado nacional, digna de estudio y valoración...”.

Claro que ha habido expresiones de celo, injusticias y errores en lo que ha publicado la revista, pero eran posturas individuales en un panorama de rechazo a la intolerancia o al silencio sobre el enemigo, que fue utilizado tanto en la isla como en ciertos sectores del exilio de Miami. Prueba de esto: al celebrar su décimo aniversario, Encuentro dedica menos espacio a su propia hazaña que al informe de Jorge Ferrer sobre las “Revistas del exilio”, tanto las contemporáneas como las que desaparecieron.

Hoy, Encuentro es una revista editada en Madrid con un director que vive en México y otro director ubicado en las Canarias. Es una revista sobre Cuba y los cubanos, para los cubanos y en donde estén. Lo de “la cultura cubana”, que hace parte del nombre de la revista, también hay que tomarlo muy en serio y de manera amplia. Encuentro ha publicado páginas fenomenales sobre arquitectura, musica, cine y literatura, pero también sobre economía o historia. Los editores no pueden negar su deseo de soñar el futuro, con informes sobre la transición a la democracia en España o en los países socialistas, o sobre la construcción del éxito económico en Chile, pero han publicado también fuertes miradas hacia la historia de las organizaciones del exilio o de la propia revolución castrista.

Claro, la existencia de la revista no complace a las autoridades en La Habana. Su supuesta financiación por parte de la CIA o de otra oficina de Washington hace parte de una campaña continua de descalificación, que dice mucho sobre el papel que tiene la revista en la isla. Detrás de los insultos y de la mala fe de la La Jiribilla, una de las revistas electrónicas financiadas por el gobierno cubano, veo claramente la voluntad de responder a un medio que no quiere hacer callar a nadie, ni fuera ni dentro de la isla. Cada vez, Encuentro existe un poco más.

Cualquier persona que sabe de Cuba y del talento de los cubanos para enfrentarse puede entender el sentimiento mío al mirar, del 1 al 40, los números que se han acumulado a mi lado y que nunca tiré debido a lo útiles que son. Sigue el encuentro con mi querida Cuba.

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21 de julio de 2006
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CIUDADES VOLANTES

He leído en Fast Company, una revista recomendable para estar al día, que el 40% del valor de todas las mercancías producidas en el mundo apenas se corresponde con un 1% del peso total. De este modo el transporte aéreo se ha vuelto rentable y cada vez más. Como también las ciudades que más crecen no son aquellas que se encuentran junto a los mares o los ríos sino aquellas que brotan y se reproducen en torno a los aeropuertos. El nombre de estas nuevas ciudades localizadas en los lugares menos previsibles es "aerotrópolis".

Frente a la regla de que las tres principales condiciones de una localidad próspera eran "localización, localización y localización", hoy el trío de oro es "accesibilidad, accesibilidad y accesibilidad". Las materias primas, los automóviles, las maquinarias correspondientes a la era industrial se sirven de la lentitud de los barcos y los trenes. Los productos de la era postindustrial, desde los componentes microelectrónicos hasta las medicinas, de los aparatos de precisión a los artículos de lujo con gran valor añadido vuelan. El 50% del valor de las exportaciones norteamericanas se realiza en avión. Su peso es tan liviano que el flete es barato y aún más en relación a lo formidablemente cara que llega a ser la carga. De un lado se ensancha la economía del conocimiento, la compraventa de intangibles y, de otra, surgen los macroaeropuertos que fomentan las nuevas y distintas metrópolis de los últimos años. En ocasiones incluso el mismo aeropuerto llega a ser en sí mismo una ciudad de decenas de miles de habitantes como es el caso del Check Lap Kok de Hong Kong donde trabajan 45.000 empleados. El modelo se repite en China con Shangai o Pekín, en Estados Unidos con Memphis o Dallas, en Europa con Frankfurt o Madrid. Y el laberinto se enreda cada vez más.

La terminal 4 de Barajas permitirá ampliar el transporte hasta unos 75 milones de pasajeros anuales y paralelamente a un descomunal valor de mercancías sin peso. La consecuencia, ya visible, es que en torno a Barajas se acumula una monstruosa proporción de oficinas y viviendas, de autopistas y atascos que se resuelven un día para renacer meses después. Este mundo que tiende de un lado a la ocupación extensiva del territorio y las organizaciones en red, posee a su vez la tara de los nódulos de esa red. Enormes tumores que perjudican gravemente la vida. Ciudades corazón de la prosperidad que son, de otra parte, metáforas de unos  bultos cancerígenos que atascan la vida. Ningún signo en el horizonte que permita confiar en un giro de esta dinámica casi suicida. Cuando una ciudad observe que su aeropuerto será ampliado y el presupuesto, como en el caso de la T4, rebasa el billón de pesetas está autorizada a evocar los conocidos versos de Dámaso Alonso refiriéndose a Madrid como ciudad de un millón de cadáveres. No se ha llegado a esta escala poética del cementerio. Se ha logrado una fase literariamente peor: Madrid -o París, Dubai, Chicago, Guangzhou-, espacio para una multitud de insatisfechos.

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21 de julio de 2006
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El Boomeran(g)
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