Vicente Verdú
Hay días en que, sin ninguna razón aparente, se vive con un rencor general. Las circunstancias no presentan grandes variaciones respecto a días anteriores e incluso en relación a unas horas antes y, sin embargo, el escenario despide un aire hostil, tan difícil de concretar como efectivo.
En esas tesituras, donde resultaría muy arduo encontrar al adecuado culpable, el mundo entero queda condenado por el desánimo que padecemos. Prácticamente no se logrará salvar a un sólo elemento o al suficiente número de factores que nos procuren, aún selectivamente, el pequeño consuelo que nos niega la totalidad y de cuyo acoso no hallamos la menor explicación. O, más todavía: la explicación consiste acaso en la falta de una mínima voz que nos nombre y nos ame. Porque el centro de la hostilidad procede de la cósmica ausencia de nominación personal o, exactamente, del insoportable anonimato. Este máximo padecimiento coincide con sentir, de golpe, la inanidad, constatar algo semejante a haber desaparecido para los demás y desembocar en el convencimiento, sin razón aparente, de que el mundo nos ignora.
En ese día, la aflicción coincide con una suerte de impalpable afrenta y la clase de afrenta no es otra que haber sido borrados, haber quedado sin rostro o poseer un rostro tan descaracterizado que no convoca ninguna atención, no suscita el interés de los demás que evolucionan impasibles y desasidos de nosotros. Liberados, por un lado de nuestro ser y despojándonos, a la vez, de toda materia, volumen o densidad real.
Es decir, los demás nos matan sin hacer nada. O, precisamente, nos matan porque no nos hacen nada. El rencor en que entonces nos vemos sumidos responde a la visión de no reconocernos amados en la acción de los demás que es donde se cuece nuestra consistencia. El pan y la sal de estar aquí.