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SER DIGITAL

Dos diputados socialdemócratas chilenos proponen que el acceso a Internet sea incluido entre los derechos fundamentales recopilados por la constitución de su país. Los socialdemócratas son iguales en todas partes: siempre listos para definir los derechos humanos que el Estado debe garantizar a los ciudadanos. En este caso, según los diputados: agua potable, luz eléctrica y conectividad digital.

Quizás leamos entonces un informe de Amnistía Internacional que reproche a un dictador un corte de wi-fi. Pero no creo que sea esta la manera de plantear el problema de la justicia digital. Frente a Internet, uno se siente como un enfermo con respecto a la medicina. A pesar de sentirse mejor cada día, nunca llegará a ser médico. Vive en el mundo de las patologías. A veces no tiene nada –la salud es una etapa provisoria en la vida del enfermo. Tarde o temprano se recordará que es un enfermo. Los médicos son los que viven en el otro bando.

El problema con la vida digital es igual. Y aún más injusto, pues se añade una dimensión generacional que castiga a los viejos. Rupert Murdoch, el empresario australiano naturalizado americano, lo explicó en un discurso que sigue siendo un texto de referencia sobre lo digital. Hablaba en Nueva York, frente a mil quinientos de sus editores, y les explicó que en el mundo de los derechos humanos en línea los hombres no son iguales. Hay dos categorías de hombres: los nativos digitales y los inmigrantes digitales. Los primeros vivieron siempre frente a una pantalla, siempre conocieron bajo sus dedos el dulce contacto del teclado conectado a una computadora. Los segundos –soy uno de ellos- fingen el comportamiento de los primeros, a veces se sienten como los primeros pero recuerdan siempre que no son nativos del mundo de los bits.

Existe en Educar, un portal de educación argentino, un excelente weblog que se dedica a analizar, entre otras cosas, el nuevo alfabetismo digital. Pocos meses después del discurso de Murdoch un post utilizó sus criterios sin citar al empresario, pero con un nuevo concepto que explica muchas de la dificultades del sector de la comunicación: la “brecha alfabetogeneracional”. Se trata de la ruptura provocada entre dos generaciones por un cambio total de idioma. Se dio un paso de la escritura y del pensamiento clásico al digital, en lo que tiene que ver con los textos, y del analógico al digital, en lo referente a la imagen. El autor del post opina que «los diagnósticos de decadencia cultural educativa y de pérdida de los valores humanistas» que tanto se oyen son síntomas de un malestar de los inmigrantes que ocupan el poder. Tienen más de 35 años, mandan lo que corresponde a sus generaciones, pero mandan a nativos del mundo digital. Nunca, en ninguna parte, y menos después de una conquista militar, los inmigrantes mandan a los nativos. Es una de las explicaciones del malestar de nuestro mundo digitalizado. Y los socialdemócratas chilenos que intentan negar diferencias con una declaración solemne de los derechos del hombre digital se equivocan. No estamos en Shakespeare, no se puede elegir entre ser o no ser digital. Unos son, otros intentan ser.

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18 de octubre de 2006
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Viento del Este

Como todos los profesores de universidad que imparten asignaturas más o menos teóricas, cada año me encuentro con alumnos que preguntan, muy esperanzados, acerca de la Sabiduría Oriental. Las preguntas más frecuentes son:

“Ya, pero eso, ¿no lo habían dicho mucho antes los budistas?”.

Según parece, lo de haberlo dicho “mucho antes” es importante. Ni conciben que pueda haberse dicho algo “mucho antes”, pero muy mal.

O bien:

“A mí me parece que lo que estás contando de Hegel está copiado del Tao”.

Esta frasecita se usa cuando todo es un lío y no me entero de nada señor profesor y se me va la olla, ya lo dice el Tao.

Son dos clásicos, aunque también abunda el de la “unidad sagrada con la naturaleza” de los hindúes. Los “hindúes” suele ser algo muy general, como quien dice “los chinos”.

Siempre me ha llamado la atención que en cambio nadie afirme “eso ya lo dijeron los griegos” o incluso “eso está copiado de Heráclito”. No. Lo oriental es francamente popular, en tanto que lo occidental es para los empollones.

La popularidad del “pensamiento oriental” me parece misteriosa. Supongo que se corresponde con un horóscopo de segundo grado o la quiromancia preuniversitaria. En todo caso, el paso previo a tomarse en serio uno mismo, ejercicio que muy pocos estudiantes logran llevar a cabo en la universidad.

Para combatir la superstición de la Sabiduría Oriental hay dos caminos, poner a los optimistas a estudiar rigurosamente la filosofía oriental hasta que se harten o escriban un libro sobre budismo zen. O bien darles a leer (y a pensar) aquello que Kafka le respondió a Janouch en cierta ocasión.

“Le presté a Kafka una traducción alemana del libro religioso hindú Bhagavadgita.
Kafka dijo:
- Los documentos religiosos hindúes me atraen y me repelen a un tiempo. Al igual que un veneno, en su interior contienen algo tentador y algo repulsivo. Todos estos yoghis y magos no dominan la vida física a través de su amor ferviente a la libertad, sino a través de un odio frío e inconfesado a la vida. La fuente de las prácticas religiosas hindúes es de un pesimismo insondable”
(Gustav Janouch, Conversaciones con Kafka, Destino, p.158)

Así me lo parece. En contra de la creencia juvenil en una mayor integración de los humanos y el cosmos y la naturaleza y la santísima virgen, en la filosofía oriental se respira el terco rechazo de la vida que aún no ha concebido su primera lucha contra la tiranía divina. El sometimiento, la sumisión al Destino, se dan por descontado, son la condición de posibilidad del pensamiento. Para un occidental, esa es una esclavitud inventada por el propio esclavo. La peor de todas.

Lo que Kafka llama “pesimismo oriental” llega hasta la patética Rusia de los zares y burócratas. No hay una sola página de Dostoievsky que no transpire esa dramática (y sublime) esclavitud asumida. Es seguramente la fuente de la increíble fortaleza, el inaudito coraje de aquellos pueblos durante el infierno de la guerra y del estalinismo.

Los adultos pueden estudiar Sabiduría Oriental sin ningún peligro, e incluso copiarla, como hizo Schopenhauer. No así los jóvenes. Es conveniente apartar a los estudiantes de toda contaminación oriental. O que la practiquen los fines de semana, como el éxtasis. Son lo mismo. Pura resignación.

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18 de octubre de 2006
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ADIÓS AL ANUNCIO DE TINTA NEGRA

El siniestro personaje calvo que protagonizaba el anuncio de la lotería de Navidad ha sido finalmente abolido.La noticia de estos días no ha indicado si la sustitución del spot, exhibido durante ocho años consecutivos, obedece a un mero gesto de renovación o coincide con la exacta defunción del personaje.

La mortuoria hipótesis que suscitaría acaso raramente otra clase de publicidad no es incoherente con la naturaleza del anuncio, su ambientación, su musicalización, su ritmo, sus colores, sus atuendos. La lotería, así proclamada, ha llegado presidida durante años por el signo de lo aciago, lo macabro y el desasosegante trato con la mortalidad. ¿Por qué?  Casi puede decirse que el producto no procedía de una u otra agencia sino de un paraje descontrolado que traía por su cuenta los peores presagios sobre la actualidad de esos días supuestamente inocentes y, sin embargo, grabados de una punky-perversión, gótica y snuff.

Rodado en blanco y negro, la amenazante aparición del tipo que soplaba al azar sobre el cuenco de su mano derecha componía una angustiosa  escena de ultratumba donde la lotería  no consistía, en sus manos, en la esperanza de que te tocara el gordo sino en que no te tocara morir.

Un anuncio de esta clase no habría encontrado acomodo en ningún otro espacio o patrocinio que no fuera el ámbito  macabro de la insufrible Dirección de Tráfico. Pero ¿en Navidad? ¿Para amenizar la Navidad?

Sólo aceptando que Televisión Española hubiera ahondado en los significados ocultos de estas fiestas paganas y religiosas, de luz y de sombra, podría entenderse que repitiera diciembre tras diciembre un Bergman de tamaña intensidad.

Efectivamente no hay fiesta sin tragedia. No hay felicidad familiar sin su réplica de hondísima desdicha. No hay vida sin muerte ni celebración que no encierre en el brillo de la copa un guiño de otra defunción.

La Navidad, en tanto se enaltece la cohesión del grupo, estalla la trifulca;  en tanto se acentúa la idea del amor, el resentimiento culebrea debajo de las sillas. Y también, en tanto la idea de estar juntos y vivos se enfatiza, el punto mortal llamea en su centro. O sus fisuras.

La vuelta del spot de la Navidad no era sino una representación de la visita de la muerte. Sobre los manteles de hilo, festoneando la alegría inducida, pespuntando los golpes de alegría, la muerte salpicaba como el polvo de oro que esparcía “el calvo”.

Bajo su patrocinio el décimo nunca fue, ni mucho menos, un juego de niños. Constituía una muy seria apuesta al azar, trato documentado con la suerte, liturgia del mundo y del transmundo que ese tipo arrastraba tras de sí, manchando las calles y las plazas con su rastro de luto.

Bendito pues el adiós al maldito anuncio de tinta negra que, año tras año, en medio de la búsqueda del sosiego vacacional o familiar introducía un pulso de inquietud aciaga que sin duda se ha llevado por delante a muchos. Empezando por los señores creativos y por su fosca criatura de terror.

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18 de octubre de 2006
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La TV del reciclaje perfecto

Yo no sé que ocurre allí donde están ustedes, pero aquí en Argentina la televisión es una lotería. Noche tras noche, los programas del horario central comienzan cada día a un horario diferente. Si uno tuviese otra cosa que hacer y quisiese dejar grabando su programa favorito, debería hacerlo considerando un margen de error de hora y media, para no encontrarse después con la fea sorpresa de que tan solo grabó la mitad.

Así la programación entera se ha ido demorando. Los programas que debían comenzar a la medianoche a menudo arrancan después de la una. Y todo por culpa de un dichoso aparatito, que les permite a los programadores medir el rating segundo a segundo y tomar decisiones sobre la marcha: alargá este bloque, despachá a este invitado, seguí hablando de ese tema que está midiendo bien… A veces me imagino a los señores en cuestión, que en vez de estar cenando como Dios manda y disfrutando con su familia siguen pegados a la(s) pantalla(s) con el aparatito en una mano y el teléfono en la otra, como niños aferrados a su PlayStation aunque mamá grite llamando a comer.

El capricho no acaba aquí, porque además de las modificaciones de horario existen cambios de día semana tras semana. La serie Hermanos & Detectives, de Damián Szifrón, que debutó con buen rating y mejores críticas (Szifrón es el creador de Los simuladores, y el director de la película Tiempo de valientes), ya ha sido cambiada de día por tercera vez en poco más de un mes: ahora ha ido a parar a los viernes por la noche, un día en que la audiencia baja por definición debido al arranque del fin de semana. Lo cual no significa, por cierto, que vaya a quedarse definitivamente en ese nicho; tal como dije, en la televisión argentina todo puede suceder. Quiero decir: todo menos complacer al espectador, que se ve privado a diario del simple goce de encender la televisión a tal hora y encontrar lo que se supone que debía encontrar.

Otra tendencia insoportable es la del reciclaje televisivo. En este momento existen no menos de media docena de programas (y conste que hablo tan solo de la televisión abierta) dedicados a mostrarme otra vez lo que ya ocurrió en otros programas. A veces reeditan el material con cierta gracia, vinculándolo con otros y rematando con alguna broma. Pero la mayor parte de las veces se repiten las imágenes casi crudas, tal como salieron en su ocasión: es como comer las sobras de ayer así como quedaron, sin siquiera molestarse en recrearlas como guiso. De ese modo concursos como el de Bailando por un sueño (versión local del estadounidense Dancing With The Stars) no solo ocupa el horario central de una emisora noche tras noche, sino que sus highlights vuelven a acosarme la mañana siguiente, y el mediodía siguiente, y la tarde siguiente, y el fin de semana siguiente –no únicamente en su canal, sino en todos los canales. En este sentido, la televisión argentina ha logrado un margen de reciclaje casi perfecto: en lugar de esmerarse en crear algo nuevo, vive mayormente de sus propios desechos.

Será por eso que en mis rezos diarios le agradezco a Dios la creación del cable.

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18 de octubre de 2006
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Permiso para viajar

Los aeropuertos son los únicos lugares de los que todo el mundo está a punto de irse. A menudo tienen hoteles al costado, pero eso no les roba su esencia. Si estás en el aeropuerto, en cualquier caso, eres alguien a punto de huir.

Cada aeropuerto es la primera estampa que el viajero recibe de su país. El de Tegucigalpa es tan pequeño que la pista de aterrizaje es interrumpida por una calle. Cuando estuve, de las paredes colgaban fotos narrando la historia del aeropuerto. En una de ellas aparecía la orquesta que lo inauguró: un caballero con un xilófono y otros dos con maracas. Fue todo un acontecimiento.

En México y Quito los aeropuertos no están afuera sino adentro de la ciudad. Desde la torre latinoamericana o el teleférico respectivamente, se aprecia la cola de aviones que se precipitan sobre la ciudad, como si estuvieran a punto de estrellarse contra ella. Pero luego, nunca pasa nada. Es decepcionante la eterna frustración por la expectativa del incendio.

El aeropuerto de Bogotá está cercado: nada más llegar a las salas de embarque, los militares te registran, te cachean, te esculcan a ver qué llevas. Los aeropuertos de Estados Unidos también funcionan así, pero ellos tienen máquinas. Es como pasar por la cadena de montaje de una fábrica de bicicletas.

Fuera de esos detalles, se parecen. Las tiendas, por ejemplo, son iguales en todos: la gente siempre viaja con más dinero del que necesita. Y luego tiene que deshacerse de él. Los duty free son estaciones de rescate al servicio de los que tienen demasiado, lujosos basureros fronterizos para  billetes extranjeros. La gente recorre las tiendas con cara de lástima preguntándole a los dependientes: “¿Le molesta si dejo mi dinero aquí? ¿Puedo abandonar en esta tienda mis $1000? No sé qué hacer con ellos. No quiero que se queden solos”.

Los puntos más sensibles de cada aeropuerto son las salidas y llegadas. En los aeropuertos de América Latina siempre hay al menos una legión familiar con los niños en traje y corbata, reunidos para el evento de despedir al padre, la madre o el tío que emigra. La solemnidad de la ocasión –y las lágrimas- tiene cierto aire fúnebre. Pero luego, en las llegadas de todas partes, está es el espectáculo de los reencuentros. La gente se besa, se abraza, se da regalos, se sonríe. La película Love actually arranca mostrando la puerta de llegadas de Heathrow. Quizá sea manido, pero es efectivo. Es el tipo de escena ante la cual, si no lloras, no tienes corazón.
 
Aunque para mí, la parte más nostálgica es la sala de espera frente a la pista de aterrizaje, cuando ya no hay marcha atrás. La gente se amodorra en los asientos y espera, espera, espera. En las salas VIPS suele haber bebidas, sillones y ordenadores para trabajar, pero la cara de la gente es la misma. Es el espectáculo de la inmovilidad. El camarero saca hielos de una cubeta y, a su alrededor, el tiempo se detiene.

Mis favoritos son los aeropuertos en los que se puede caminar de las salas de espera al avión. El de Marrakesh es así. Uno se siente como en casa. No me importa que haya que caminar en tubos, siempre que se pueda caminar. Lo que odio de verdad es llegar al avión en un autobús. Es como una escala más en el viaje, como si te fueses más lejos.

Lo único que ningún aeropuerto te ofrece es un lugar a dónde ir. Preguntaré en el próximo duty free, pero no me hago demasiadas esperanzas.

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18 de octubre de 2006
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EL PLANETA POMBO

En el “planeta Pombo” pasan cosas agradables, sorprendentes, contradictorias y divertidas. Cuando el domingo Álvaro Pombo recibió el Premio Planeta entró una bocanada de literatura en esa casa editorial que tantas bifurcaciones tiene. El premio de referencia, el mejor dotado y más popular de la literatura en español, tiene muchas veleidades mediáticas, populares y populistas que no siempre ayudan a crear mejores lectores. El escritor Juan Marsé este año no hubiera tenido que marcharse del jurado. Ni tuvieron que disimular su malestar las habituales conjuradas Rosa Regàs y Carmen Posadas. También se encontraban cómodos en sus papeles de nuevos jurados, Soledad Puértolas y Alfredo Bryce Echenique. Y es que Álvaro Pombo es uno de nuestros más interesantes narradores ahora hace ya casi treinta años.

Pombo, al que muchos descubrimos en aquellos Relatos sobre la falta de sustancia, que publicó Rosa Regàs en su editorial La Gaya Ciencia, no ha dejado de crecer y dar sorpresas con sus libros, principalmente con sus novelas. Desde esos relatos iniciales, sin olvidar sus poemas de aquellos años, su obra ha ido avanzando por originales caminos temáticos, por heterodoxos planteamientos de contenidos y de clasicismo formal. Muchas obras notables completan la trayectoria de este feliz ganador que el pasado año también fue ganador, con su novela Contra natura, de otro premio literario que también se otorga en Barcelona, el premio Salambó. Un premio de prestigio sin dinero, nada que ver con el Premio Planeta. A Pombo, a quien seguramente le alegraría recibir el Salambó, le alegró mucho más recibir el Planeta porque, según él, es un premio divertido y el dinero lo convierte en mucho más divertido.

A él, que fue un “niño bien”, que por razones distintas tuvo que trabajar duro para supervivir en Londres, que ha sabido vivir sin mucho dinero y que mantiene una dilatada fidelidad al editor Herralde, lo de ahora, lo del millonario Premio Planeta le parece tan fascinante como haber ganado en la Bolsa. Dice que su relación con la editorial Anagrama, donde está casi toda su obra, seguirá en las buenas relaciones habituales. Que el vínculo con Planeta, de momento, es una cana al aire. ¿Quién se resiste a los cien millones del premio? ¿Hay razones para resistirse? Seguramente. Yo recuerdo al menos tres novelistas españoles que han declarado su rechazo a ser tentados por ese premio: Rosa Montero, Almudena Grandes y Javier Marías. La verdad es que los tres tienen lectores, y seguramente contratos, que les permiten no tener que buscar el impulso mediático y de ventas que suele proporcionar el Planeta.

El Premio Planeta sigue siendo un espectáculo, una representación, un juego de disimulos y una mejorable puesta en escena de unos ritos que poco tienen que ver con la literatura. Sin embargo, si sucede que el premio se concede a un buen escritor -como Álvaro  Pombo- y que además entrega una buena novela -algo que no siempre ha pasado con algunos buenos escritores que han ganado el Planeta- estamos ante la feliz noticia de que la novela más comprada de la literatura en español sea una obra importante desde el punto de vista literario y estaríamos en el mejor de los rumbos para conseguir que lectores y literatura no vayan por caminos contrarios. Si es un buen Pombo, la literatura en español está de enhorabuena. Esperamos impacientes su publicación.

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17 de octubre de 2006
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LOS DE MIAMI

Al principio de la enfermedad que apartó a Fidel Castro del poder, el sitio cubano La Jiribilla publicó una obra muy ambigua del dibujante Falco. Se trataba de una isla de Cuba transformada en una charretera del comandante en jefe. La charretera de Fidel es invención suya: robó la única estrella de la bandera cubana y la puso sobre un diamante negro y rojo rodeado de laureles para tener algo inalcanzable para cualquier oficial de las fuerzas armadas revolucionarias. La representación de Falco era excelente aunque unos remolinos daban la idea de un movimiento, la idea de que se va el Comandante. Se va el Comandante no para Barranquilla, como el caimán de la famosa canción, sino para salir del mundo de los vivos.

El dibujo era un obvio sacrilegio para cualquier persona que no conoce La Jiribilla, su castrismo ciego, sus maneras tan pesadas de hacer humor y su odio crónico (mezclado con celos) por los exiliados cubanos que triunfan afuera. No hay nada que creer cuando La Jiribilla pinta el exilio, uno de los blancos de su odio, como un grupo de personas que se mueve por odio. La opinión de los cubanos de los condados de Miami y de Broward, tal como aparece en un estudio de la firma de marketing Bendixen and Associates es todo lo contrario.

Es cierto: la mayoría de estos exiliados votan por el partido republicano, la inmensa mayoría de ellos creen que Fidel nunca volverá al poder, pero son optimistas sobre el futuro de la isla. Creen que algo viene para Cuba, algo que se llamará democracia, y apuestan por un plazo de cuatro años nada más, antes de conseguirlo. Todo la encuesta es apasionante, pues se ve un grupo humano que pide una transición sin violencia y anima al gobierno de EE. UU. a negociar con Cuba si las autoridades de La Habana se meten de verdad en el camino del cambio. La política del embargo recibe una mayoría de apoyo, pero por muy poco (53% en contra de 62% el año pasado). Al contrario de lo que quiere Washington, los entrevistados por Bendixen opinan que los cubanos del exilio deben viajar a la isla y, last but not least, opinan que el exilio no tendría que pedir la recuperación de sus casas, en caso de volver a Cuba después de la transición.

¿Qué vemos? Personas mucho más apacibles de lo que pinta la prensa de Miami. Como en todo, el caso cubano es retórica por una parte y realidad por otra. La realidad tiene un dato definitivo: solo el 13% de los exiliados tiene planes de volver a Cuba. No es el comandante el que se va, es su exilio el que se fue para siempre.

(Otra cosa: vale la pena leer en el sitio de La Jiribilla la entrevista de Antón Arrufat. El ensayista y sobre todo autor de teatro cubano habla de su último libro diciendo que ha tenido ya cinco críticas literarias en la prensa de la isla. «Me ha producido un verdadero asombro», explica, pues es normal para un libro no recibir más de dos críticas. Otro asombro: en este mismo sitio hay un libro que ya tiene nueve críticas, todas positivas: Cien horas con Fidel, de Ignacio Ramonet, director de Le Monde Diplomatique).

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17 de octubre de 2006
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Otro clásico

En junio de 1941 el ejército alemán comienza la invasión de la Unión Soviética y sus carros blindados avanzan a velocidad vertiginosa. Stalin no acepta las noticias que van llegando y como un personaje de ópera de Moussorgsky se encierra en los salones del Kremlin, no contesta llamadas y se sumerge en un estado semi catatónico.

Como un zar loco, pasan los días, vuelan los soldados alemanes, pero el sátrapa, con los ojos abiertos como platos, se acurruca en un rincón de las inmensas estancias y balbucea a solas. Los subalternos, con Beria a la cabeza, no se atreven a informarle de que en Kiev han perdido medio millón de hombres.

En octubre los alemanes están a ciento veinte kilómetros de Moscú y en la capital cunde el pánico. El 14 de octubre se dio aviso a las embajadas para que abandonaran la ciudad, ante la inminencia de la invasión. No obstante, esa estación moscovita, entre el otoño y el invierno, es traicionera. A días cálidos y veraniegos pueden suceder otros de lluvias primaverales y luego una súbita congelación invernal. De hecho, eso es lo que sucede.

Los ejércitos alemanes, la 10ª Panzerdivission y la SS Das Reich que estaban preparando el asalto desde Kalinin, se habían detenido en el mismo lugar en donde Napoleón dio la batalla que él creyó decisiva, Borodino. A partir de ese momento, la historia se repite con toda exactitud. El 15 de octubre la ofensiva choca contra el general Georgi Yukov. En el sur, en Rostov, junto al mar de Azov, el mariscal Von Kleist comienza a retroceder. Es que ya ha comenzado su trabajo el General Invierno.

A los días de deshielo siguieron otros de intensa lluvia que provocaba barrizales espesos y profundos en los que los tanques quedaban presos. A continuación se serenaba el cielo y caía como una plaga la congelación. Para cuando comenzó diciembre, los alemanes tenían que encender hogueras bajo los tanques para poder arrancar los motores. En ese momento ya habían perdido la guerra. Era la repetición casi exacta de la derrota de la Grande Armée.

La confianza en el poder aplastante de la técnica, una vez más, había contribuido al desastre estratégico. Lillian Hellman, que trabajaba por entonces de corresponsal en el lado soviético, cuenta que un general la llevó en jeep hasta una de las llanuras donde había tenido lugar la batalla decisiva. El campo estaba cubierto de cadáveres congelados. “¿Qué ve usted?”, le preguntó el general. “Veo alemanes muertos”. “No, no. Fíjese bien”, insistió el ruso. Y como ella no adivinara, el general, con gesto impaciente, estiró de una de las perneras de un cadáver, un trozo de tela rígida como cartón. “¿No lo entiende? ¡Es el uniforme de verano!”. La confianza de Hitler en una victoria relámpago había acabado con su ejército.

De esta campaña no hay mejor narración que la de David Grossman, el insoslayable novelista de Vida y Destino, en los cuadernos de notas recogidos por Antony Beevor (Un escritor en guerra, Editorial Crítica). Él estaba allí, en primera línea. Durante la retirada y ante el silencio del Kremlin, incapaz de aceptar lo que estaba pasando, los periódicos decían cosas singulares. Grossman pone dos ejemplos:

“Cuando comenzaron las llamadas telefónicas desde la frontera a los cuarteles generales informando de que había comenzado la guerra, algunos de ellos recibieron la siguiente respuesta: “No caigan en provocaciones””.

Y cuando ya no podían ocultar más tiempo lo que estaba sucediendo, este espléndido titular: “El enemigo, muy dañado, prosiguió su cobarde avance”.

Parece prensa española actual.

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17 de octubre de 2006
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Literatura y vida

John Richter vio cosas terribles, pero no perdió su fe en la luminosidad del espíritu humano. Trabaja desde hace 33 años con prisioneros del sistema penitenciario de Orlando, Florida. En 1992 lo asignaron al programa Youthful Offender de la cárcel de Orange County, donde van a parar los adolescentes de 14 a 17, muchos de los cuales cometieron crímenes terribles y son, en consecuencia, juzgados como adultos. Según contó a The New York Times, cuando llegó a ese lugar los incidentes violentos dentro de la cárcel juvenil eran numerosos. A mediados de los 90 se le ocurrió impulsar a los internos a leer. El primer libro que les proporcionó fue Devil In A Blue Dress, de Walter Mosley, la más famosa de las novelas del detective Easy Rawlings. “Era fácil de leer y había personajes negros”, dice Richter. La mayoría de los detenidos también son negros. El éxito de la experiencia impulsó a Richter a enviar a distintos autores tanto copias de los informes que redactaban los muchachos como fotografías de las clases. El primero en aceptar concurrir a la cárcel fue Ernest J. Gaines, el autor de A Lesson Before Dying, que habla de un joven negro sentenciado a muerte. A partir de entonces han sido numerosos los escritores que aceptaron la invitación de Richter, dentro de un programa que ya tiene nombre propio: Literature n’ Living. Es decir, Literatura y Vida. Todo un programa de acción, cuyo nombre liga dos elementos que nunca deberían estar separados.

El último escritor en acudir a la cárcel fue Dennis Lehane, el notable autor de Mystic River. Lehane está presentando una colección de historias llamada Coronado, cuyos protagonistas también son jóvenes, violentos e indefensos como una hoja al viento, ante un mundo demasiado complejo para sus recursos de acción. Richter recuerda que cuando llegó a la cárcel, muchos de los muchachos ni siquiera sabían leer: estaban avergonzados, “la escuela era su némesis, el símbolo de todos sus fracasos”. Quizás el mérito mayor de Richter haya sido su sagacidad al elegir los textos que presentar a los internos. Como se ve hay muchas historias relacionadas con sus propias vidas, como las escritas por Gaines y Lehane, pero Richter también les inoculó el gusto por una serie fantástica llamada Redwall, en la cual se habla de ratones que combaten a ratas y a otros predadores. “Al principio me preguntaban por qué tenían que leer sobre ratones”, declaró Richter al Times. “Yo les decía, cierren la boca y lean. Ahora les encanta”.

En todo caso, esa sagacidad es la misma que deberían tener todos los maestros de literatura, como condición sine qua non. A todos los que colaboramos con este blog –aunque más no sea leyéndolo- nos consta que la literatura es un universo maravilloso, que ha hecho de nuestras vidas algo infinitamente mejor de lo que habrían sido sin su luz. Esta magia es democrática en su origen, porque puede afectar a todos por igual. Lo que precisa de forma inexorable es al menos un mago, una figura merlinesca que nos proporcione la llave de acceso a ese universo. En muchos casos es una madre o un padre, un amigo o un hermano mayor, y hasta un profesor. La llave tiene la forma simplísima de la historia adecuada. Todo se reduce a que el chico encuentre el relato que lo seduzca. Y a esta altura de la historia de la literatura, está claro que existen relatos para cada medida y para cada paladar. La cuestión es tomarse el trabajo de buscarlos primero, y de hacérselos llegar a sus destinatarios en tiempo y forma. Richter, que evidentemente no es ningún ingenuo, incentiva a sus lectores prometiéndoles recompensas a las que no suelen acceder durante su estancia en la cárcel: visitas familiares, cuando la mayor parte de las veces solo pueden comunicarse a través de cámaras de video, y lo que ellos consideran una comida de verdad –pollo frito, pizza, sandwiches de esos a los que llaman submarino. La llave adecuada y el incentivo adecuado: he ahí el quid de la cuestión. Desde que el programa está en marcha las peleas en el pabellón se redujeron notablemente.

Me conmueve Richter tanto como me fastidian los escritores que parecen fascinados con el actual proceso de elitización de la literatura. Me cruzo con muchos que se manifiestan felices por el hecho de que cada vez se lea menos. Son pobre gente que vive su fantasía de pertenecer a un grupo selecto, conscientes de que solo pueden brillar dentro de una tribu mínima; por algo se cuidan de hacer saber a sus acólitos que son incapaces de escribir libros como los que se escribían en los tiempos en que Dickens conmovía a Londres, desde sus mansiones hasta sus barrios bajos. No es casual que se trate de escritores que me aburren hasta ponerme al borde del derrame cerebral. Ni tampoco que se trate de escritores cuya literatura resulte alejada por completo de todo lo que yo entiendo por vida. Por eso me parece tan adecuado el título del programa de Richter, porque subraya a los internos algo que en otra época era obvio, pero que ahora es preciso recalcar: que la literatura no es tan solo un pretensioso juego intelectual ni un saber masturbatorio, sino además un universo paralelo que nos espeja, permitiéndonos reflexionar sobre nuestra existencia; que la literatura es imaginación, y que la imaginación es el perfecto opuesto de la violencia.

Privar a un niño de la magia de la literatura es un crimen que está apenas por debajo del privarlo de alimentos y del cuidado elemental. Por eso brindo por los Richter de este mundo, y por todos aquellos que consideramos que literatura y vida es una ecuación perfecta, dado que no podríamos prescindir de ninguno de sus términos.

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17 de octubre de 2006
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LA POLÍTICA DE LA FEALDAD

Puede considerarse una bendición que Bono haya sostenido el “no”. La mayor parte de las decisiones más notorias de este gobierno han adquirido  la condición de chapuzas. No “chapuza” en sentido rigurosamente conceptual sino chapuzas en su visible componente  formal.

Sin que exista explicación fácil la estética no parece haber penetrado todavía aquí en la ya crecida política del espectáculo.

Ni en la horrenda escenografía de los mítines, ni en los acartonados ademanes de los candidatos. Tampoco en la posible toma de decisiones importantes ni en el mismo estilo del talante declamatorio.

Varios de los más altos representantes del Gobierno o de la oposición prolongan los portes convencionales de otro tiempo o, sencillamente, no dan valor a las formas.

Desde las negociaciones con ETA a la accidentada reforma del Estatut, desde los no pactos sobre emigración a los términos de la ley de Memoria Histórica, este gobierno ha ido sembrando su mandato de tropezones, resbalones, rectificaciones y adefesios.

La designación de Bono a contrapelo de su voluntad y mostrando las vísceras de intereses intrapartidistidas ha entregado el último episodio de la continuada política de la fealdad. Con el rastro de la experiencia vivida  queda la desagradable impresión de haber observado la consideración de un militante político como si se tratara de un soldado de Dios o un sicario del Jefe. La afirmación en su negativa se ha estimado tan insólita dentro del partido que las consecuencias desbordan cualquier manual de previsión.

Lo común, normal, lo lógico en lo partidario sería obedecer soviéticamente al mando puesto que, como se ha repetido estos días pasados, el militante se encuentra “a disposición del partido”. Dispuesto para lo que el partido guste ordenar continuando así la tradición de las órdenes monacales o las secuencias de la jerarquía militar.

“Lo que Rafa y yo” decidamos, decía Zapatero aludiendo a Simancas. El militante deja de ser algo personalmente y sólo en determinados casos en que el militante se desencarna como tal, escarnece al jefe, se reencarna en padre de familia, se da de baja y, en consecuencia, muere como milicio, cabe en el capítulo de excepción.

Excepción que conlleva, consecuentemente, la expulsión, la purga o la marginación. Bono ha terminado pues para el socialismo de Zapatero. Deberá esperar, si sigue anhelando participar en la política, a una reencarnación distinta puesto que en el organismo establecido actualmente se ha comportado como una piedra, un cálculo, un elemento extraño que conviene expulsar o disolver.

Los partidos, dicen sus militantes, son “máquinas de picar”. Hamburgueserías que traducen las piezas enteras en picadillos, las identidades diferenciales en una masa maleable y presta  para hacer  alcaldes de Madrid, presidentes canarios o ministros de industria, sin importar la voz de esa carne ni tampoco su sabor (su saber). Se hacen voluntariamente carnaza para ser del partido y de ahí, finalmente, el feo aspecto que presentan cuando hechos pedazos emergen a la luz pública y dicen sí queriendo decir no. O dicen sí para, tazados, no pudrirse en el cantón.

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17 de octubre de 2006
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El Boomeran(g)
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