Vicente Verdú
En el mismo viaje a la Vega Baja del Segura que contaba ayer me di una vuelta por Rojales. Rojales fue uno de los pueblos alicantinos de donde partían las criadas que servían en Alicante o en Elche. En casa hubo dos de Rojales, además de una de Catral y otra de Almoradí.
Esa zona –e incluso el campo de Cartagena– proveía de mano de obra barata a la pequeña industria del zapato o el juguete y de asistencia doméstica a la pequeña burguesía más o menos acomodada.
Ahora Catral está en el centro de los telediarios porque el ayuntamiento ha sido tan venal que la Generalitat Valenciana le ha debido retirar las competencias como en la misma operación Malaya.
En cuanto a Rojales en sí, las cosas no deben andar muy lejos del precipicio legal. Por el momento, la localidad que yo vi hace unos quince años con apenas mil habitantes puede que cuente actualmente con unos cuarenta mil. El milagro de Rojales sólo tiene equivalente en Pilar de la Horadada, más al sur, que ha multiplicado el padrón en diez años por más de un 3.000 por 100.
La explosión de Rojales constituye una bomba urbanística cuya tipología se repite por Alicante y Murcia especialmente.
El punto de la ignición puede atribuirse a un campo de golf, a un desbordante campo de golf nacido de la nada, pero la resonancia atómica resulta espacialmente inabarcable. Efectivamente en torno a la dulce pradera que están disfrutando a media mañana algunas docenas de golfistas, ha ido creciendo un circo de chalets y adosados pertenecientes a urbanizaciones de una o varias empresas inmobiliarias. Este primer cinturón hace ver que su destino se encuentra en la visión del césped y algunos árboles distribuidos como al azar natural. Sin embargo, un segundo cinturón y un tercero y hasta un cuarto o quinto van siendo menos dependientes ópticamente del césped y crean satélites de vida autónoma cuyo desarrollo debe atribuirse a la propia fuerza celular o inercia ideal de las cosas. De este modo van surgiendo, sin embargo, necesidades y servicios reales, supermercados y farmacias, aparcamientos, hoteles y gimnasios. La población, en su inmensa mayoría británica y alemana, reside allí como en un espacio anónimo que les exime de toda alteración. Se divisan jubilados paseando, matrimonios jóvenes conduciendo el coche del bebé, gentes maduras en actitud de footing.
El panorama general pertenece al mundo de los ensalmos. En estas amplias zonas nadie es de la zona ni tampoco necesita conocerla. Es posible que enfermen y mueran allí, en Rojales, pero están muy lejos de incluir en su biografía el nombre del territorio o el mes del año.
Con el paso de los años, los pasados y los por llegar, España avanza velozmente hacia una caracterización urbana de aluvión que presenta una tipología impensable. No responde a una ideación de urbanistas ni tampoco de sociólogos o siquiera de concejales. La urbanización nace de la especulación, la construcción es efecto de la destrucción. Shumpeter habría encontrado aquí su ecuación paradisíaca.