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COMPRANDO LIBROS

Sigo en la librería pero antes he dado una vuelta por la red. No diré que he comido botillo, pero he tenido tentaciones. Sí que escuché el disco de Sabina, es más, me puse dos veces la canción de García Montero. Después me acordé de mi admirado Benet, de su capacidad para gozar sin dejar de beber. ¡Qué admirable, ni Ángel González es capaz de imitar tanta dedicación a esas aguas escocesas! De Benet eran notables hasta las frivolidades. Sabio Don Juan capaz de enamorar a poetas, casadas, pelirrojas o hermosas con sabor a manzana. También ahogó pueblos y escribió libros. Una vida breve que dio mucho juego. Repitió algunas cosas. Y repitió en asuntos de amistad. La amistad, ya se sabe, es como la morcilla, como la historia de España, se repite. No está mal que se repita pero sin sangre. No soy obediente ni con los inteligentes. Me gusta equivocarme solo. No quiero llegar a ningunas alturas. Prefiero seguir paseando con hermosas y bebiendo crianzas de camino a los reservas. Y no me importa repetirme. Ni me pienso suicidar porque los jueves se me repitan. Me gusta volver por lugares, paisajes y paisanajes que conozco. En este blog tan reciente en mi vida, creo, porque no me leo, que apenas había frecuentado a algunos amigos que hacen poemas y que cantan. Si además publican un libro importante, para mí y para Corín Tellado, diga lo que quiera Agamenón o su porquero, pues no pienso callarme mientras me dejen seguir haciéndolo. Y conste que me gusta mucho encontrarme rodeado de gente tan lista, tan culta y tan preocupada por mejorar mis desvíos de lo profundo, de lo elevado… pero eso no me quitará el placer de las músicas  de los bajos fondos según Sabina. Ni de descansar o inquietarme con las habitaciones poéticas de García Montero. Y termino con mis amigos. Aunque prometo que volveré con ellos. Y también dos huevos duros.

Vuelvo al principio. Sigo en la misma librería. He terminado mi compra. A punto de salir de la librería entra un cliente. No es muy alto, tiene curva cervecera o de comer botillos, lleva un traje bueno y un tanto descuidado. Es más o menos rubio aunque ya las entradas se señalan seriamente en un estilo que podría ser el de Tin-Tin si hubiera cumplido cincuenta años. Cuando entra pregunta muy decidido por el libro de Bioy Casares sobre Borges, le dicen que todavía no lo han recibido. Se lamenta en voz alta con los libreros. Y se pone a buscar por los estantes. Me interesa saber qué comprará ese cliente. Se llama Miquel Barceló. Una reproducción de uno de sus cuadros con librería cubre una pared de un querido refugio mío. Un  pintor que admiro. Seguro que es un buen lector. Además me gustó su libro de pensamientos y notas sobre el arte, África y otros pensamientos despeinados.

En diez minutos, sin muchas dudas, compró algunos libros que me confirmaron estar ante un tipo tan brillante y singular como parece el pintor. Ya sabíamos que estaba ilustrando el próximo libro de ese “disidente de los disidentes”, del poeta y ensayista polaco Adam Zagajewski. No nos pareció raro que el primer libro que comprara era el recién publicado ensayo, Dos ciudades. Después compró un libro de poemas, de un excelente poeta que mucho tiempo estuvo tapado por el gran narrador que también fue. Hablo del último libro de poemas de Raymond Carver publicado en español, Todos nosotros. Después siguió con un delicioso libro, un libro que indica que debe vivir con su familia y otros animales, Interpretar a los animales, de Temple Grandin y Catherine Jonson y que tanto gustó a Oliver Sacks y a mi amiga y famosa escritora blogera, Almudena Montero. ¡No se me corrige esa fea manía de hablar de mis amigos!

Y para terminar con las compras de Barceló, también se llevó a uno de esos autores que hacen que nuestras noches o nuestros días lluviosos transcurran de manera más interesante, la última entrega del ya clásico Henning Mankell, El cerebro de Kennedy.

No le podré comprar un cuadro, pero le puedo imitar en las lecturas. Le seguiré espiando.

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24 de octubre de 2006
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Sobre la paternidad de la obra artística

Un artículo de Terrence Rafferty en el New York Times me informó sobre la pelea entre dos artistas a los que admiro, y a los que conocí como socios: el director de cine Alejandro González Iñárritu y el guionista Guillermo Arriaga, responsables del tríptico compuesto por Amores perros, 21 gramos y la actual Babel. Según parece, su desacuerdo llegó a tales proporciones que Iñárritu le prohibió a Arriaga que asistiese a la premiere de Babel en el Festival de Cannes, lo cual equivale a que el padre de una criatura le prohiba a la madre que asista a la comunión del niño. Puesto a buscar razones que justifiquen semejante decisión, Rafferty anota que desde el éxito de Amores perros Arriaga se convirtió en “un promotor muy vocal y particularmente insistente” de la importancia de los guionistas –como si esto tornase razonable el veto de Iñárritu, cuando en realidad se trata de un reclamo que, como parte interesada del asunto, considero justo y necesario. “La gente va a ver películas por las historias, y recuerda películas por sus historias”, dice Rafferty que Arriaga ha dicho. En realidad se trata de una exageración, puesto que mucha gente va al cine a ver actores que le gustan, o detrás de géneros predilectos. Pero en lo que Arriaga no se equivoca es en su reivindicación de la importancia del guionista, en las  películas en general y particularmente en aquellas con pretensiones artísticas. “Cuando oigo hablar de cine de autor, yo digo siempre cine de autores,” dice Rafferty que Arriaga dijo: “El cine es un proceso colaborativo y merece varios autores. Sería saludable que existiese un debate al respecto”. No puedo estar más de acuerdo. A esta altura de la historia, la vieja teoría de que un film es hijo tan sólo de su director resulta tan absurda como pretender que una criatura es producto tan sólo de un único progenitor, cuando se necesitan dos personas para procrearla y bastantes más para criarla como se debe.

Rafferty sugiere que este tipo de disputas no le interesan a nadie, dado que a la gente le da igual quién hizo qué cosa en una película. Si bien esto es cierto, también lo es que la percepción pública acepta que el autor de un film es básicamente su director, lo cual supone para el mismo un cachet muy superior al del guionista y mayor crédito artístico. De todos modos estas reivindicaciones gremiales no ocultan el fondo de la cuestión, que tiene que ver con la elusiva paternidad de una obra de arte de naturaleza inequívocamente colectiva. Según parece, Iñárritu se habría ofuscado porque Arriaga reclamó repetidas veces su autoría sobre “el 95 por ciento de la estructura de 21 gramos” y también “el 99 por ciento, o casi, de la estructura de Amores perros”. A mí me llama la atención, en todo caso, que Iñárritu pueda haber entendido que eso equivalía, ¡aun en caso de ser cierto!, a reclamar autoría sobre la totalidad de la película. Yo creo que tanto Amores perros como 21 gramos son mucho más que su estructura, por brillante que esta sea; y además tiendo a creer que incluso en cuestión de su estructura, no sólo Iñárritu debe haber tenido algo que ver, sino también su editor –otro de los autores de un film.

Yo imagino que Iñárritu es tan autor de estas películas como Arriaga, lo cual supone su viceversa: que Arriaga es tan autor de estas películas como Iñárritu, y que los films tampoco serían lo que son si no hubiesen contado con semejantes actores, con su director de fotografía, con sus músicos, con su editor. En lo que sí coincido con Rafferty es en la paradoja del desacuerdo entre estos dos grandes artistas. Sus obras en conjunto hablan precisamente sobre la interdependencia, sobre la forma en que las vidas y los destinos individuales se entretejen, creando una noción de responsabilidad mutua y colectiva que habitualmente se nos escapa. “Hay mucho caos y violencia en sus películas,” dice Rafferty, “que son consecuencia de la agresión irracional, la estupidez, las frustraciones poco comprendidas y la persecución de metas egoístas. Y aun así, las brutalidades que los personajes se infligen entre sí en su aislamiento terminan dando lugar, de alguna manera, a una visión unificada, reconciliadora, que sugiere que todos-estamos-juntos-en-el-mismo-brete. Suena como hacer películas, para mí”.

Lo mismo digo. Estoy seguro de que a Arriaga le costaría encontrar un director que sea mejor que Iñárritu, así como me consta que a Iñárritu le costaría horrores encontrar un guionista con la visión y el talento de Arriaga. A menudo los grandes artistas producen sus mejores trabajos en colisión con otros artistas, porque se impulsan a superarse de una forma que nunca hacen cuando trabajan solos: se sacan chispas, se desafían y terminan produciendo una obra conjunta que es superior a sus obras individuales. Rafferty cierra su artículo citando Let It Be, una canción de Lennon-McCartney, como una forma de rematar el argumento. Lo que también resulta paradójico es que aunque esté firmada a dúo Let It Be es una creación de McCartney por entero. Pero de todas formas, lo que sabemos sobre las canciones que efectivamente Lennon y McCartney crearon en conjunto, o para impresionar al otro, y la comparación con el grueso de sus obras solistas, apuntala con creces el razonamiento de Rafferty. Hoy ya no podemos contar con que existan más obras Lennon-McCartney, pero al menos podemos esperar que existan más películas Iñárritu-Arriaga.

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24 de octubre de 2006
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ESPAÑA ES DIFERENTE

Cada vez me parece más sólida la idea de promover la producción española en el carácter de este territorio, solar o plataforma donde, por unas y otras cuestiones, ha cristalizado la mejor reserva espiritual de Occidente. Esta reserva espiritual que precisamente no tiene que ver con los valores de Dios y de la patria, ni del Cid Campeador ni de Menéndez Pelayo representa sin embargo el patrimonio de valor superior.

Resulta inútil y casi grotesco pretender un próspero porvenir para estas tierras aumentando las inversiones en I+D+i o esperando resultados de nuestra capacidad científica o tecnológica. Ese cuento ha terminado hace tiempo de embobar incluso a los niños.

Probablemente el asunto quedó liquidado desde que José Echegaray pronunciara su discurso de ingreso en la Academia, ya a comienzos del siglo XX y refiriéndose a nuestra realidad de dos siglos antes. Mientras la Ilustración francesa o la Aufklärung desarrollaban el pensamiento, aquí, en este recinto peninsular, se continuaba blasonando en términos nobiliarios y guerreros. Y también, más tarde, casticistas.

El casticismo puro fue nuestro atraso o nuestro arrobamiento romántico. Pero hoy el casticismo reciclado en patrimonio artístico, cultural, gastronómico, humano, tiende a convertirse en la fuente central de riqueza, atracción y desarrollo. A un país como España que fue incapaz de crear una burguesía industrial e inhábil para fundar alguna suerte de teoría contemporánea, no puede demandársele que se comporte de la misma manera que los demás países europeos. El “España es diferente” fue una coartada nacionalista o fraguista válida para el turismo. Todo ello pareció entonces una patraña infame porque nuestra liberación era Europa. Ahora Europa no se libera de sí misma y pesa más que hace volar. Hoy los historiadores coinciden en la verdad de la diferencialidad española. Ningún proceso nacional europeo se parece al español que, como se constata diariamente, sigue sin haber cuajado, ni mucho menos.

Pero también el “Spain is different” valdría para referirse a otras diversidades activas y que son un signo elocuente de otras peculiaridades nacionales de gran valor. Me refiero a la facilidad de los españoles para aceptar esto y lo otro, tolerar al emigrante, aceptar leyes subvertidoras de lo establecido, cambiar la tradición por la aventura, la conservación por la transgresión, la religión por las drogas, el respeto a la autoridad por la temeridad. Todo ello en tiempos récord.

La leyenda de derechas, la mala fama conferida por los análisis de izquierdas y el artefacto de intereses proveniente del mundo exterior, han venido a diagnosticar a España como tierra de la Inquisición y el granito de El Escorial. Sin embargo, no hace falta sino ver con qué facilidad, tolerancia o indiferencia se aprueban leyes o cómo es la discoteca Revival de Torrevieja para inducir que el estilo de la inquisición no ha penetrado en la mayoría de las mentalidades, de hoy y de ayer. Más bien al contrario. La Inquisición que trataba al islam de secta y al judaísmo de herejía hacía ver la estrecha relación y filtreos entre todos ellos. No sólo en cuanto religiones de un Libro sino en cuanto piezas de una realidad peninsular que se definía por las trenzas, las mallas y los mestizajes. Si el catolicismo en España tomó su deriva política y se fundió en los Reyes Católicos, la España de María Santísima, el pueblo escogido, fue precisamente debido, como explicó Américo Castro, a que en los ochos siglos de la Reconquista los cristianos adoptaron los planteamientos teocráticos de sus perdurables, conspicuos y admirados enemigos.

Se fue católico a la manera fanática de los islamistas radicales pero en tanto la religión afloja institucionalmente la sociedad se filtra de laicismo y la tolerancia flota. De hecho, si hoy la tolerancia entre sexos, razas o creencias se extiende por todo el país no se debe a la adopción del modelo francés, al italiano o al norteamericano. Aflora desde el interior de la propia composición de esta tierra llamada España y cuyo potaje general ahora bulle en el caldo de la convivencia.

Con la convivencia fácil, con la tolerancia, el humanismo bullente, el casticismo, el paisajismo, el idioma, el clima benévolo, el cinturón de mares y montes, el servicio hotelero, etcétera, etcétera, este país perdería demasiado proyectándose a imagen y semejanza de los enclaves protestantes, sus fríos y celliscas, sus fast food, su polución industrial, su aislacionismo interpersonal, etcétera, etcétera. “Que inventen ellos”. Los I-pods y toda la pesca ya lo adquiriremos en el mercado y en su última versión. Entre tanto nuestra labor radica en elegir un líder capaz de entender qué de nuevo y diferente, de extraordinario y valioso, puede presentar esta España (o como se diga) en un mundo que día a día demanda como lo más apreciable la clase de vida, el plato, el ritmo, el carácter, el entorno o la bonanza climatológica que se tiene especialmente aquí. ¿Que cómo hacer? Los inversores extranjeros en España ya lo están haciendo. Y mal, desordenadamente, pingüemente.

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24 de octubre de 2006
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El rostro impenetrable

Acaece muy rara vez, pero en esta ocasión sucedió tal y como voy a contarlo. Durante unas oposiciones, el tercer candidato eligió como tema de disertación uno de los más intensos y conmovedores de la filosofía. Como es bien sabido, los homínidos se separaron de los simios a medida que desarrollaron su capacidad para simbolizar. Puede decirse que hablamos de “humanos” y no de “simios superiores” cuando encontramos entre los restos de vida primitiva ciertas señales, huellas, inscripciones, algo que nos haga inferir una simbología.

Dicho más rectamente. Hay humanos allí en donde un simio superior se vio en la necesidad de hacer una incisión, dejar una señal, una huella, algo que es, en verdad, un pensamiento transcrito en piedra, en hueso, en madera, algo que va más allá de los miembros del simio, que perdura en un tiempo que no es el biológico. No una “idea” en el sentido moderno, subjetivo y postcartesiano, sino algo así como un grito de ayuda. O quizás una alabanza sin destino.

Este proceso puede situarse en el horizonte del millón de años. En realidad es más reciente, pero podemos admitir la enormidad de esa fecha impensable. El alumno disertaba pues sobre un viejo asunto que desde Hegel hasta los actuales antropólogos genéticos sigue siendo uno de los pilares de nuestras creencias básicas sobre el humano. De pronto, uno de los miembros del tribunal interrumpió al disertando y dijo: “Perdone un momento”. Y se sujetó la cabeza con las manos.

Nunca había yo visto que ningún vocal de tribunal cortara la exposición del opositor, pero nadie dijo nada, sólo miramos en su dirección y esperamos. El profesor, un joven y bien parecido investigador español, comenzó entonces a explicar la siguiente historia.

“Hace un par de años participaba en un congreso de arqueología mesopotámica en Tel Aviv, cuando uno de los congresistas me preguntó si quería ver algo inaudito, un objeto incomprensible e inquietante. Naturalmente asentí y fui conducido hasta uno de los despachos del Museo Arqueológico, seguramente el del investigador israelita, discreto cubículo con mesa, silla y ordenador, iluminado por un haz de luz que se colaba por la claraboya. Una vez allí, el hombre abrió un cajón y sacó un atadijo que comenzó a deshacer de inmediato.

“Una vez desdoblado el pañuelo, apareció un envoltorio de gamuza y dentro del envoltorio una piedra. “Mírela usted y dígame qué ve en ella”, me sugirió el experto. Le di varias vueltas pero no pude reconocer forma alguna, aunque sí unas líneas cortas en fila continua y quizás unas muescas cóncavas en la base. “Nada veo, lo siento”, le dije al devolverle la piedra. El profesor la tomó entonces con sus manos delgadísimas y la colocó suavemente sobre la mesa en la posición correcta y bajo el haz de luz. De inmediato exclamé: “¡Es una calavera!”.

“En efecto, era una calavera, o quizás no, o, mejor dicho, ojalá que no lo fuera, porque, según dijo el israelita, aquella piedra había sido hallada en medio del desierto y no cabía ninguna duda de que alguien la había acarreado hasta allí. La piedra había aparecido en unas oquedades donde seguramente llevaba semienterrada desde hacía siglos. “¿Muchos siglos?”, le pregunté. El profesor no respondió sino que cabeceó consternado.

“Demasiados. Después de hechas las pruebas pertinentes una y otra vez, y otra vez y otra, hemos llegado a la conclusión de que estas incisiones tienen tres millones de años. Entonces no había ni humanos ni homínidos y apenas si podemos registrar restos de algunos simios. No ha sido llevada hasta allí en tiempos modernos. No se ha movido de su lugar. Algún animal la llevó consigo y la dejó caer seguramente al morir. Pero ¿por qué cargó con ella? ¿Qué pudo ver? Aquellos animales no reconocían las representaciones. El peso debió de dificultarle mucho la vida. Quizás acabó con ella. Y lo más pavoroso… ¿quién había hecho aquellas incisiones?”

“Comencé a protestar y a mostrar mi escepticismo. El israelita, con notable modestia, aceptó todo lo que decía y luego cerró el asunto. “¿Sabe usted cuántos años llevamos haciendo y deshaciendo hipótesis? En ningún momento hemos querido publicar nada. Nos tomarían por estúpidos, o por creyentes, o por gente del new age, o por aficionados a la ciencia ficción o a los marcianos. ¿Cree usted que no lo sabemos? Se lo he mostrado para que forme usted parte del pequeño grupo que se asoma al abismo del origen humano y luego calla por compasión”.

El profesor español acabó su relato y guardó silencio. Luego, como si despertara, pidió perdón al opositor y le rogó que reanudara la exposición. “Disculpe mi grosería. Esta historia me ha venido a la memoria de repente, oyéndole, y he querido compartirla con usted. Su disertación me ha gustado mucho. Me ha emocionado. Quizás he callado durante demasiado tiempo. Han sido dos años muy largos”, dijo.

Ahora ya lo sabemos unos cuantos más.

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24 de octubre de 2006
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LIBROS EN LA TRASTIENDA

Llevaba un rato entretenido en la librería Méndez de la calle Mayor, la más
cercana a casa y una de mis preferidas, hablando con Antonio y Alberto sobre nuestras últimas lecturas, sobre las decepciones y las sorpresas con las que tenemos que enfrentarnos ante tanta novedad y lo fatal de perder el tiempo con alguna lectura equivocada. Yo  había entrado para comprar un libro concreto y, como casi siempre, terminé llevándome otros que nada tenían que ver con la idea inicial. Yo no busco, encuentro.

Me alegré de que el libro de Luis García Montero, su poesía reunida de los últimos veinticinco años, se estuviera vendiendo muy bien. Hace tiempo que algunos poetas rompieron el cerco de que solo los poetas compran libros de poesía. Ahora los compran, además de los poetas, los que quieren llegar a ser poetas. Un mercado en crecimiento.

Era una de esas mañanas en que el libro de/sobre Sabina se encontraba en secuestro judicial. Todos los rumores se habían disparado. Muchos contaban, muy convencidos, que las razones había que buscarlas en un enfado de la Casa Real por una indiscreción de Sabina con un chiste de Letizia Ortiz. Nada de eso era verdad. Al menos no lo era con esa intervención directa de la Casa Real. Puede que no les gustara nada la lengua tan suelta de Sabina pero en ningún caso intervendrían para retirar o censurar el libro. Lo aseguro porque lo sé, palabra de republicano. Las razones eran de índole editorial, de derechos de publicación, de fuga con trampa de una editorial a otra, de dinero y derechos. Una jueza, quizá ella sí muy estricta o posiblemente más realista que los de la real casa, mandó retirar el libro. Esa mañana en que yo estaba en la librería, los Méndez, los libreros, ya habían recibido la noticia del secuestro y tenían ejemplares escondidos en la trastienda. Otra vez la emoción de volver a vender como en los tiempos prehistóricos. ¡Comprar en la trastienda de Méndez! Era como sentirse rejuvenecer. Volver a comprar como cuando a Lucas de la Cuesta de Moyano le comprábamos los libros prohibidos de León Felipe o los de Ruedo Ibérico. Comprar en las trastiendas, como volver a los diecisiete. Yo no creo que contra Franco compráramos mejor, ni leyéramos mejor, pero con el morbo de comprar en las trastiendas me compré dos “Sabinas”, uno me lo habían pedido y el otro se lo haría firmar como el libro secuestrado. Un negocio. Me ofrecieron más ejemplares que tenían en la trastienda. Pero no, no pretendía privar a otros del raro y nostálgico placer de comprar libros prohibidos. La prohibición se levantó a los dos días. Las editoriales en litigio llegaron a un acuerdo. Y a mí me han jorobado. El libro sobre Sabina, autorizado y comprado sin problemas en la librería, ya no tiene la misma gracia. Incluso tiene poca gracia. Lo pienso cambiar por el último CD de Sabina, que además de algunas canciones que me gustan y un himno a la “matria” España, regalan un vídeo/entrevista muy bueno. Palabra de autor.

¿Será esto de hablar de amigos, conocidos y saludados como Sabina y García Montero lo que a un lector del blog le parece de botillo leonés?... ¿Botillo leonés? Me recuerda a mi amigo Feliciano Hidalgo que una vez me invitó a esa rareza tan dura y sabrosa, pero lo bebimos con champagne francés, que todo lo suaviza. Por quitarle casticismo. Me hacen gracia algunos lectores. He tenido dos reproches por hacer entrevistas o comentarios sobre Juan José Millás… y yo sin enterarme. Después de dos años de entrevistas en televisión Millás estará, por primera vez en “Estravagario”, a mediados de noviembre. Es decir, que no era tan habitual. Pero, en fin, me gusta que me digan cosas, aunque sean ricos abrazos desde Colombia y de mujeres hermosas e inteligentes. Uno se hace a todo. O casi.

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23 de octubre de 2006
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HUGH THOMAS EN ASTURIAS

En el universo hispanohablante, Hugh Thomas es un encuentro ineludible. Primer historiador que se atrevió a escribir una historia global de la guerra civil española; se estableció muy joven (¡a los treinta años!) en la figura clásica del anglosajón que dedica su vida a España. Gerald Brenan o Paul Preston son otros ejemplos de esta raza imprescindible, pero pertenecen a una especie más leal. Thomas, por su parte, se fue de España, traicionando su primer éxito con libros mayores sobre Cuba, Europa, la conquista de México o la esclavitud.

Conociendo la ambición de sus trabajos es una sorpresa, una verdadera sorpresa descubrir que ese historiador puro acaba de publicar una cosita, un librito que supera apenas las doscientas cincuenta páginas: Carta de Asturias. Una sorpresa de verdad. «Este libro es un libro de viajes» afirma Lord Hugh, Baron Thomas of Swynnerton, en la primera frase. Es cierto, pero es también un ensayo, un pequeño manual de Historia y ante todo algo fuera del tiempo. Una mezcla de anécdotas y de conocimientos íntimos del Principado consigue convencer al lector que Asturias no se parece a nada, no solo en España sino en el mundo.

La editorial Gadir, que publica el libro, ha jugado un gran papel en esta seducción, pues ha editado un volumen de tapa dura que semeja a un libro de otra época. Las fotografías parecen tarjetas postales de los años cincuenta, los mapas son hechos con lápiz sobre papel, los nombres de calles o de ciudades son escritos a mano con tinta y pluma, y la tapa es una pintura que ningún editor sensato tomaría como instrumento de marketing. Al final, uno tiene la sensación de leer un libro antiguo, algo que tendría que ser aburrido y, sin embargo, seduce pues su identidad y contenidos son justo lo contrario: revelación, seducción ligera, erudición divertida, etc.

Aparición entre el chirimiri de la tierra del norte (en bable, el idioma de Asturias, se habla de «orballo» según Lord Hugh), este texto hará mucho por Asturias. Lo terminé con el deseo de salir de casa ya, para, detrás del autor, revisitar a pie la obra de Clarín o entender mejor si Jovellanos, el economista, ministro, etc., fue de verdad la influencia que más le hizo falta a España en el siglo XIX.

Quiero añadir algo: es también un libro de una cariñosa torpeza. Cuando el autor explica que se bañó dos veces en septiembre en un agua tan fría que repitió la experencia, miente muy mal para decir que la playa es excelente, que se disfruta de una atmósfera tranquila, etc. No llega a reconocer que el agua es tan fría que no hay nadie. Hugh Thomas ama Asturias pero sigue siendo un inglés que rechaza cualquier tipo de entrega personal. En estas páginas, creo que llega a ser más creíble que nunca. No lo dice pero lo entendemos: es un historiador que, por fin, ha logrado ubicarse en la geografía de sus temas de estudio.

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23 de octubre de 2006
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Mis magos favoritos

Es bastante habitual que Hollywood procese ideas de a dos a la vez. En algún momento hubo dos películas simultáneas sobre volcanes en erupción, y no hace mucho coexistieron dos proyectos sobre Alejandro Magno. (No sé cómo habría resultado el de Baz Luhrmann, que no llegó a filmarse, pero no existe forma de que hubiese sido peor que la película de Oliver Stone.) Ahora resulta que las películas sobre Truman Capote también eran dos: Infamous se está estrenando recién ahora, porque el éxito de Capote sugirió a los productores la conveniencia de aguardar un tiempo. El jueves pasado se estrenó en la Argentina The Illusionist, un film de Neil Burger que cuenta la historia de un mago en la Viena de comienzos del siglo XX. El viernes se estrenó en los Estados Unidos The Prestige, un film de Christopher Nolan (Memento, Insomnia, Batman Begins) que cuenta la historia de dos magos que compiten entre sí en la Inglaterra victoriana. Ambas películas tienen actores fantásticos (Edward Norton y Paul Giamatti en The Illusionist, Christian Bale y Michael Caine en The Prestige), aunque sus fuentes difieran: The Illusionist está basada en una historia de Steven Millhauser, mientras que The Prestige es un guón original de Nolan con su hermano Jonathan, autores también del guión original –y endiablado, dicho sea de paso- de Memento.

Lo que esta simultaneidad me puso a pensar no fue tanto en los mecanismos de Hollywood (su carencia de ideas nunca fue más notoria: que una vez que aparece una alguien se apure a copiarla no debería extrañar a nadie), sino en el pertinaz encanto que el tema de la magia, real o ilusoria, tiene sobre mí. Corrí a ver The Illusionist apenas se estrenó, como sé que correré a ver The Prestige no bien la exhiban aquí. El misterio y la ingenuidad de las eras que ambas películas recrean también es un acicate, quizás porque nací en el siglo que tornó imposible toda inocencia.

En realidad lo que me atrae, estoy seguro, es la ruptura con el realismo que estos relatos proponen. El hecho de que traten sobre ilusionistas como Harry Houdini, lo cual equivale a decir que no poseen poderes mágicos sino habilidades mentales y físicas bien desarrolladas, no borra lo que digo sino que lo resalta. Estos ilusionistas no son hechiceros de verdad, no descienden de Merlín. Son narradores, más bien, porque con su arte cuentan una historia ficticia dándole visos de verdad, tornándola verosímil, aun cuando se trate del serruchado de una persona en dos partes; y al contarla no lo hacen para resaltar que las cosas son como son, que es la pretensión del realismo, del naturalismo, sino para que quede bien claro que las cosas no son exactamente tal como parecen –lo cual es la premisa del narrador fantástico.

  Me pregunto a menudo la razón por la que me gusta más lo fantástico que lo realista. En general recurro a la respuesta prosaica, se debe a que crecí leyendo historietas de superhéroes y leyendas artúricas, al Oesterheld de El Eternauta y al Pratt del Corto Maltés (que siempre está al filo del mundo mágico, o cuanto menos de lo onírico), a Tolkien y a Ballard, a Borges y a Cortázar. Pero el hecho de que siga tirándome más la fantasía, ahora que ya me adentré en el mundo real y lo encontré fascinante –además de terrible, debería acotar-, sugiere que deben existir razones más profundas. Hoy me conformaré con una: imagino que al escribir estoy tratando de responder a la demanda tácita de los lectores o del público de una película, que es idéntica a la demanda que yo planteo cuando oficio como lector, o como público. Abro un libro o me siento en una butaca esperando que me lleven de viaje, a un lugar que aun cuando sea mi lugar no se le parezca del todo. Abro un libro o me siento en una butaca para que me convenzan de que no estoy allí donde estoy, tumbado en mi sillón o en la oscuridad de una sala, sino en otra parte, en otro tiempo: en Asgard o en el futuro, en Camelot o en la Buenos Aires de los anarquistas. Es decir, pretendo que me encanten. Está claro que pedirme que camine sobre el escenario o sacar un conejo de una galera supone del ilusionista la misma habilidad para actuar sobre la realidad, modificándola: pero el conejo siempre será más divertido que mi caminata. Ver mi propia imagen en el espejo carece de gracia alguna; pero si mi reflejo hace cosas que yo no estoy haciendo (como lo logra en escena Eisenheim, el ilusionista encarnado por Edward Norton), mi asombro, y en consecuencia mi gratitud hacia el mago, serán mayores. Prefiero, pues, a los narradores cuyos espejos reflejan imágenes caprichosas, porque esas imágenes suelen ser un comentario sobre lo real más rico que el reflejo desnudo. Mi corazón está con aquellos que se plantan arriba del escenario y me anuncian que veré algo que no se ha visto nunca: yo creo que hoy en día los únicos herederos de Merlín son los narradores, hechiceros cuyo poder hace posible lo imposible.

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23 de octubre de 2006
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Lapsus microphonus

El pequeño exabrupto de Vladimir Putin ante la Unión Europea, cuando manifestó su envidia por el presidente de Israel porque “ha violado a diez mujeres” se suma a una larga lista de desencuentros entre mandatarios y micrófonos encendidos por sorpresa. Dicen bestialidades con tanta frecuencia que uno se pregunta si en realidad saben que los micros están encendidos, y es la única vía que les permite expresar sus verdaderas opiniones.

Recordemos si no a George Bush en plena reunión del G8 durante la última crisis de Líbano diciéndole a Blair que “lo que vamos a hacer es llamar a Siria para que detenga esta mierda” (Y no sé si cuenta la tarjetita que le pasó Condolezza Rice en la ONU preguntándole si podía ir al baño. Al menos, no se llevó el micrófono con él).

A veces, estas metidas de pata son inocentes y sin consecuencias. Pero otras, ponen en crisis  un gobierno, como la filmación que se filtró a los medios húngaros, en la que el presidente Ferenc Gyurcsany admitía con dudosa elegancia que “la hemos cagado, y no un poquito, mucho… Hemos mentido durante los últimos dieciocho meses. Y no hemos hecho nada en cuatro años. No hay un sola medida de la que podamos estar orgullosos…”. Al día siguiente, hordas de manifestantes de derecha pedían su cabeza en una bandeja. Y casi la consiguen. Los incidentes violentos y las manifestaciones fueron los más intensos que veía Budapest desde los tiempos de la cortina de hierro. 

Una de las más brutales pasadas de lengua la cometió el jefe israelí del Estado mayor Shaul Mofaz durante la operación Rempart, una ofensiva contra Cisjordania en 2002. Mientras los periodistas tomaban sus lugares para una conferencia de prensa junto a Ariel Sharon, a Mofaz se le escapó, en clara referencia a Yassir Arafat: “Nos lo tenemos que cargar”. En la grabación, Sharon se sorprende, y Mofaz insiste, “no tendremos otra oportunidad”, hasta que el primer ministro admite que sí, pero que no lo ve claro. Luego, comenzaron la conferencia y les contaron a los periodistas que sus intenciones eran buenas y puramente defensivas. 

Así como los lapsus linguae manifiestan nuestro subconsciente, los lapsus microphonus, son, en buena medida, la única ventana real que nos muestra a nuestros líderes al desnudo. Y significativamente, al creer que no hay micrófono siempre dicen exactamente lo opuesto que en público. Los presidentes de Brasil, Fernando Henrique Cardoso, y de México, Vicente Fox, cayeron en la trampa durante una cumbre iberoamericana-europea en España. Su diálogo, susurrado en una esquina del palacio de congresos, es una delicia de ciencias políticas:

FH: Cómo ha crecido España ¿verdad?
VF: Sí. Cuando yo vine por primera vez, en los sesenta, el PBI español era igualito al mexicano.
FH: Ya, pero luego…
VF: Pero es que aquí la factura la pagaron Francia y Alemania. En América Latina, el único que podría hacer eso es EE. UU.

Y entonces se miran a los ojos con escepticismo.

FH: Pero eso no va a pasar.
VF:Ya.

Es el mejor y más sucinto diagnóstico político que oí en mi vida. En el fondo, deberíamos dejar de escuchar lo que los políticos nos dicen voluntariamente. La verdadera información está en sus baños, en sus alcobas, en todos esos lugares a los que no nos dejan entrar.

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23 de octubre de 2006
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LAS NEURONAS ESPEJO

Todo el mundo habla de las “neuronas espejo”. Aquello que correspondía en especial a las mujeres y consistía en hacerse más plenamente cargo de lo que le ocurría al otro ha venido a ser una habilidad neuronal descubierta en 1992 por el científico italiano Giacomo Rizzolatti.

Para saber con detalle el desarrollo del descubrimiento y los pormenores de este comportamiento neuronal acaba de aparecer un libro en la editorial Paidós titulado así Las neuronas espejo, firmado por el mismo Rizzolatti y Corrado Sinigaglia.

Las neuronas espejo son decisivas en el mundo de la empatía emocional. Hay personas que no detectan una situación embarazosa o no son capaces de captar (“no se enteran”) el estado en que se halla su vecino o su pareja, a causa de la opacidad de sus neuronas.

Gentes muy inteligentes son muy tontas socialmente. No aciertan a relacionarse o a relacionarse satisfactoriamente porque no pescan cuáles son las emociones de quien se encuentra cerca de él. En los congresos, en las reuniones sociales, gentes de valor se muestran incómodas porque no acaban de introducirse en comunicación personal alguna.

La empatía que hace tanto papel en el entendimiento y acompañamiento sentimental del otro resulta ser hoy clave no ya en la vida privada sino en la mayor parte del comercio, puesto que cada vez más la personalización, el personismo, el tú a tú, la confianza en el otro, los nexos interactivos, la perspicacia y la seducción, han pasado a la categoría de materia prima. Materia de primera necesidad en el mundo de la información y la comunicación, y de importancia decisiva para lograr éxito en el lanzamiento de las mercancías.

En la casi totalidad de las mercancías de la nueva era puesto que casi cualquier producto, desde la ropa a los videojuegos, son objetos de comunicación y emoción. Casi cualquier cosa, casi cualquier comercio o restaurante se funda hoy con el factor “e”. El e-factor o factor emocional que han puesto en primer lugar los estudios de marketing.

La especial habilidad para asumir y desenvolverse en las emociones del otro la ha bautizado Daniel Goleman como “inteligencia social”. Goleman fue, como todo el mundo sabe, el autor del best seller Inteligencia emocional y la inteligencia social viene a ser su derivación más inmediata. La inteligencia social facilita los vínculos instantáneos, genera gratificaciones recíprocas y nos confirma como personas deseables porque nada se anhela más que ser comprendidos y, aún más, presentidos. La complejidad del éxito la ilustra la presencia, según Paul Ekman, de hasta 18 tipos diferentes de sonrisa enumeradas por este superexperto de la microexpresión facial tras dedicar todo un año a observarse en el espejo (¿las neuronas espejo?).

Efectivamente el doctor Ekman está considerado una eminencia pero hay individuos sin ciencia cuya sensibilidad neuronal les permite estas y otras muchas distinciones inexploradas. El poder que puede deducirse de la empatía parece tan complejo como infinito. Una suerte de don divino luciendo en el laberinto emocional de las vidas.

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23 de octubre de 2006
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Otra repetición

El mayor encanto de las campañas electorales es que mientras duran no es necesario decir lo que pensamos de nuestros representantes: ya se lo dicen ellos solos. Rata de albañal, serpiente bífida, camaleón paranoico, simio cleptómano, lombriz renca. El zoológico se queda corto. Aunque es cierto que ellos no utilizan metáforas; su educación no lo permite.

Se dice (y es cierto) que la profesión de político es de una dureza extrema y por eso, como entre los taxistas, se produce una selección natural del idóneo. Apenas tienen tiempo libre para leer o usar un poco el cerebro, han de pasar cientos de horas comiendo en restaurantes carísimos e indigestos, el 80% de su trabajo consiste en hablar con tipos aún más beocios que ellos mismos, del gigantesco tráfico de dinero del que son responsables solo se quedan una parte mínima (aquel 3%, una limosna), sus apoderados pertenecen al ramo de la construcción que es ganado de pelo duro, han de soportar a los humoristas de la tele, posiblemente los profesionales más zafios de ese bello ente, en fin, un jardín.

En este momento tiene lugar la campaña catalana. Da bastante risa, pero también un aburrimiento de Padre del desierto, la insoportable sensación de dejá vu. Todos los partidos catalanes menos el PP (pero el PP no existe en Cataluña), han decidido que la estampa sentimental de la sociedad catalana, su icono religioso, es la República. Todos los partidos tratan de reconstruir aquel espléndido momento de pistoleros y espadones, idealizado como un calendario de paisajes olotinos. Lo que no saben es que están repitiendo con toda exactitud, en efecto, lo que ya hicieron durante la República. Si leyeran un poco…

He aquí un fragmento que tomo de una carta de Antonio Machado (2 junio 1932) en la que comenta con su acostumbrada lucidez el Estatuto catalán que se había debatido en Consejo de Ministros y que sería aprobado en septiembre del mismo año.

“La cuestión de Cataluña, sobre todo, es muy desagradable. En esto no me doy por sorprendido, porque el mismo día que supe el golpe de mano de los catalanes, lo dije: «los catalanes no nos han ayudado a traer la República, pero ellos serán los que se la lleven». Y en efecto, contra esta República, donde no faltan hombres de buena fe, milita Cataluña. Creo con don Miguel de Unamuno que el estatuto es, en lo referente a Hacienda, un verdadero atraco, y en lo tocante a enseñanza algo verdaderamente intolerable”.

Me parece indicativo del indudable progreso democrático de este país en los últimos años, que si don Antonio expusiera hoy mismo sus opiniones en Gerona o Tarragona, o en las Universidades de Barcelona, sería corrido a pedradas y tachado de fascista. Cientos de periodistas (que dicen amarlo) afirmarían con aplomo que es una criatura de Jiménez Losantos. En la tele catalana varios humoristas lo utilizarían de espantajo para mostrar la estupidez de los paletos españoles. Seguramente Machado preferiría morir, en esta ocasión, algo más lejos de Colliure.

La carta se ha publicado en una nueva revista de la editorial Castalia, la Revista de Erudición y Crítica, la cual, y a pesar de su título, es de interesante lectura. A su director, Pablo Jauralde, además de darle la bienvenida, le pediría un favor: menos imaginación tipográfica. Dado el carácter de la publicación, cuanta más sobriedad, mejor. No lo digo yo, lo decía Hölderlin: la virtud propia de Occidente es la sobriedad, en contraste con el dionisismo oriental.

Y que conste que el dionisismo oriental no es solo de Oriente; incluye, por ejemplo, la costumbre de dejar puestas las fundas de plástico de los sofás recién comprados, porque brillan más que la tapicería. Hábito que algunos mafiosos neoyorkinos comparten con las mejores familias sirias y saudíes.

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23 de octubre de 2006
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El Boomeran(g)
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