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Après moi le déluge

Muchas son las señales que vamos recibiendo sobre una próxima e inevitable catástrofe universal. El clima está cambiando; naturalmente, a peor. Podría haber sido un cambio que estableciera la primavera perpetua, pero no, lo que trae son glaciaciones. También cambia la temperatura media anual del globo de modo que el desierto, como anunciaba Nietzsche, no hará sino crecer. De nuevo uno se pregunta por qué ese cambio no trae la novedad magnífica de riquísimas tierras en los polos, vírgenes dispuestas a la colonización donde edificar nuevas y cristalinas ciudades. No; solo destrucción y horror.

Nosotros mismos, es innegable, somos testigos del cambio climático. Cuando yo caminaba hacia mi colegio por el Paseo Bonanova, los alcorques estaban llenos de agua helada en torno al tronco de los plátanos. Es imposible no recordar los juegos entre chiquillos con pedazos de hielo de cinco o seis centímetros de grosor. Nunca más los he vuelto a ver. Tampoco las nieves que caían cada año, no ya en Barcelona sino incluso en Londres.

Cuando un antiguo vicepresidente de los EE. UU. (nada tonto, por cierto) se lanza a la campaña de la catástrofe universal es que el asunto va a durar y tiene futuro. Quiero decir que la ausencia de futuro del planeta es una mercancía que tiene mucho futuro en el planeta.

Las asombrosas imágenes de glaciares muertos, de cordilleras de hielo polar derrumbándose entre solfataras de espuma marina, de ríos secos, de antiguas campiñas convertidas en secarrales, aparecen cada día en nuestros medios de comunicación. Bellamente fotografiados, tratados con delicadeza, estos mares desecados donde queda una embarcación hincada en el barro cuarteado, estos lagos malditos en los que ahora habitan peces monstruosos que han devorado la variada y simpática riqueza piscícola, se convierten en ejemplos vivos de lo sublime kantiano: la consideración de nuestra pequeñez y mortalidad.

Quizás por eso no me lo creo.

Leo en El silencio del cuerpo, el sobrecogedor diario de Guido Ceronetti magníficamente traducido por José Angel González Sáinz (¡qué admirable muestra de respeto la de la editorial Acantilado que imprime el nombre del traductor en la portada!), el siguiente pensamiento:

“Pensar en fundar Estados, cuando dentro de unos cincuenta años ya no habrá más que termitas y ratas, y sombras deformes que se deslizarán por grandes cráteres desiertos, sería un proyecto completamente absurdo, si no estuviera predestinado: todos esos nuevos Estados recién fundados tendrían su parte en la fundación, nacidos y vividos ciegos, de esa desolación”.

Este proyecto de hundimiento universal, de arrasamiento del planeta, de aquel becketiano final de partida, ¿no es el colmo del optimismo? ¿Y no está dictado por una vitalidad incombustible? Solo alguien que ama desesperadamente la vida, alguien que goza en todo momento de cada instante de luz, puede desear vehementemente que el mundo se acabe y le dé tiempo de ver el momento de su extinción.

En efecto, no hay nada más doloroso que la consideración de que, una vez muertos, todo va a seguir tan estupendo como hasta ahora. Que nos expulsen de la fiesta es tan desagradable que uno no puede por menos que desear el fin del mundo. Climático o como sea.

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7 de noviembre de 2006
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PREMIO, PREMIO

Ocurrió hoy, lunes 6 de noviembre, en París, algo inverosímil: Jonathan Littell consiguió un segundo premio literario por su novela Les Bienveillantes. Primera vuelta: siete voces a favor, tres para otros libros. Ya el 26 de octubre, Littell había conseguido el Grand Prix du Roman de l’Académie Française, otro de los seis grandes premios literarios.

Como escribí varios posts sobre la novela solo voy a hablar del premio, o mejor dicho de los premios. Tenemos con este Goncourt un síntoma fuerte de la total decadencia del sistema de los premios en Francia. La calidad de la novela no tiene nada que ver en esto. Se trata de premios literarios. El sistema de los premios, en Francia, era hasta ahora el reparto de un botín, manejado por jurados, entre casas editoriales. En el sistema de reparto, un autor solo tenía un premio.

Ya no hay reparto, sino acumulación, en este caso para Gallimard, el editor de Littell. Vivimos un evento fuera de las normas. El libro de Littell es enorme (más de 900 páginas) y los compradores lo leen. Esto quiere decir que su éxito destroza en este momento el negocio para todos los otros escritores. Es un tiempo de sequía comercial total para las casas editoriales, un tiempo que se prolongará: el primer semestre del 2007 está dedicado a las elecciones presidenciales y generales. Es el peor momento para las librerías pues los franceses se dedican a mirar los debates políticos.

El colmo del episodio es su fecha: menos de una semana después de la publicación de los diarios de Jacques Brenner, uno de los editores de la casa editorial Grasset y jurado del premio Renaudot. Brenner, quien murió hace cinco años, cuenta en detalle los arreglos y negociaciones entre editores para repartir casi todos los premios entre los tiburones grandes: Gallimard, Grasset, Le Seuil y Albin Michel. Su libro (Journal Tome V, editorial Fayard) cuenta con detalles lo que occurrió desde 1980 hasta 1993. Narra la historia de lo que, con el doble gallardón de Littell, está ya en plena agonía.

PS: Para los que leen el francés, aquí tienen el blog de Assouline en el sitio de Le Monde.
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6 de noviembre de 2006
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El guardián de mi hermano

El sábado en la madrugada asaltaron a mi hija, a menos de dos cuadras de la casa de su madre. Volvía de cenar con sus amigas, a bordo de un taxi que transportó a varias: ella fue la última en bajar. Cuando faltaban dos cuadras, le indicó al taxista que doblase a la izquierda. El taxista pretextó que no podía, dado que circulaban por una avenida de doble mano. Agustina insistió, la calle por la que le pedía que doblasen carecía de semáforos en las esquinas, en Buenos Aires está permitido girar a la izquierda en ese caso; a los 18 años, mi hija estaba en lo cierto y el conductor profesional no. (O lo que resulta más probable, el taxista no tenía ganas de apartarse de la avenida y recurrió a una excusa tonta.) Ofuscada, Agustina dijo que en ese caso se bajaba allí. Todo lo que la apartaba de su destino eran dos simples cuadras. Pero a mitad de la primera se encontró con una pareja de jóvenes, un chico y su aparente novia. Empezaron pidiéndole algo de dinero para viajar. Como vieron que Agustina cedía con facilidad, pidieron más. No estaban armados, pero el muchacho amenazaba con su lenguaje y con su cuerpo. Mi hija terminó arrojando su bolso y saliendo a la carrera.

No perdió mucho, lo que es igual a decir que no perdió nada que no pudiese ser comprado nuevamente: el bolso, su teléfono, las llaves, un libro de Murakami que yo le había regalado la semana anterior. (Era South of the Border, West of the Sun.) Lo que ganó fue un susto, y –eso espero yo, al menos- un poco de prudencia, que ojalá ponga en práctica de aquí en más: no vivimos en Gaza, pero tampoco en Disneylandia.

Desde entonces yo no puedo dejar de pensar en dos personas, que de alguna manera ofician de personajes secundarios en la trama. La primera es la novia del asaltante, que asistió en silencio a la violencia que el muchacho insinuaba a mi hija. Prefiero pensar que ella ya debe haber sido objeto de esa violencia varias veces, lo cual le sugirió la conveniencia de callar, de no intervenir en defensa de una igual, alguien de su misma edad y de su mismo género; de no ser así, no dudo que más temprano que tarde ella también será objeto de esa violencia, porque un hombre habituado a ejercerla no distingue entre propios y ajenos: simplemente estalla cuando su mecha se acorta.

Pero el que me desvela es el taxista, un hombre que es capaz de dejar a una chica menudita al filo de una calle oscura en plena madrugada y seguir conduciendo sin sobresaltos. La acción de este hombre pudo haber dado vuelta la vida de Agustina como un guante, y en consecuencia la mía; podría haber sido un hombre distinto el que escribe hoy estas palabras. Durante algunas horas consideré la idea de llamar a la empresa de taxis para averiguar el nombre del sujeto. Deseché mi impulso por dos causas. En primer lugar porque no me sentía en condiciones de controlar mi propia reacción: soy tan agresivo como cualquier criatura de sangre caliente, aun cuando detesto la violencia. (La detesto tanto que deploro la condena a muerte de Saddam Hussein, incluso en la conciencia de que se trata de un genocida; yo no creo que el hombre tenga derecho a matar a otro hombre, no quiero a Videla fusilado ni colgado, lo quiero en prisión hasta su último día.) En segundo lugar, porque imaginaba cuál sería la respuesta del hombre en caso de increparlo. Respondería, palabras más, palabras menos, como Caín cuando Dios le preguntó por el paradero de Abel: “¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?”. Lo que es igual a decir que pondría cualquier pretexto, lavándose las manos como Pilato: que tan sólo obedeció las reglas de tránsito (imaginarias, en este caso), que se limitó a dejar a mi hija donde ella le indicó o que él no tiene responsabilidad alguna sobre el destino de mi hija. A diferencia de este hombre yo creo que sí, que cada uno de nosotros es guardián de su hermano aun cuando no se trate de un hermano carnal, porque no vivimos solos sino en sociedad y cada uno de nuestros actos tiene consecuencias, de las buenas y de las malas, sobre la vida de los otros –así como los actos de los otros tienen consecuencias sobre nuestras vidas.

Bastaría con algo tan simple como hacernos cargo de las repercusiones de nuestros actos para cambiar infinidad de cosas en este mundo. Mientras tanto seguiremos perdiendo Abeles a diario, mientras los Caínes del caso ponen primera y se alejan de la escena del crimen, por lo menos hasta que les toque sufrir las consecuencias de la desidia de otros Caínes y entonces rechinen los dientes y se desgarren las vestiduras.

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6 de noviembre de 2006
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VENECIA, LA MÁS BELLA

No tengo claro cuál sería la que encabezara una relación de ciudades feas. Desde luego no estarían nunca Zamora, hermosa por algunas cosas, algunos edificios, la vista desde el otro lado del río y algunos poetas con los que compartimos el don de la ebriedad. Tampoco estaría Bilbao, y no solo por la reconversión, por el llamado “efecto Guggenheim”, mucho antes ya había encontrado la belleza en sus calles, su ría y sus gentes. La fealdad de una ciudad, tantas veces, está unida a los momentos que en ella hayamos vivido y con quién los hemos compartido.

Ahora estoy en una de las ciudades señaladas por su belleza. Marcada por su belleza, rehén de ella, salvada o condenada por esa belleza que no puede o no debe cambiar. Estoy en Venecia. Siempre he pensado que el síndrome de Sthendal tendría que haber sido aquí y no en Florencia, su hermosa rival, pero menos rematadamente bella. En Venecia me acuerdo de aquello de “sé bella y cállate”. Venecia está secuestrada por su propia belleza. Tiene que imitarse a sí misma, ser fiel a sus formas, sus curvas, su estilo y su imagen hasta que se hunda, se ahogue en su propia y decadente belleza. Proust la llamaba “santuario de la religión de la belleza”. Y la belleza no era para él, como para Ruskin, un objeto de disfrute, sino una realidad más importante que la vida. Una belleza exigente en sí misma.

Una belleza que conoció muy bien Paul Morand -ese escritor de tantas bellezas, de tantas ciudades- que escribió un libro veneciano en el que reconocía su deuda con esta ciudad, que tomó el partido de los poetas, que se construyó sobre el agua. Dice Morand que los canales venecianos son negros como la tinta de sus escritores, la de Rouseau, Chateaubriand, Ruskin, Mann… No dice nada de Azúa, ni de Gimferrer porque, naturalmente, no los conocía. Ellos también han escrito sobre Venecia, sobre las venecias.

Venecia, que sobrevivió a Atila, a los mercaderes, a los aristócratas, a Bonaparte, a los Habsburgo y a Eisenhower, Hemingway, Visconti, la Mostra de cine, las Bienales y los millones de turistas que hacen cola para sentarse unos minutos, veinte euros la copa, en el Florian o en el Harry’s Bar. Si una ciudad, sitiada entre sus aguas y arrasada por sus turistas es capaz de resistir tanta gente cargada hasta los dientes con sus cámaras digitales, yo creo que será capaz de seguir resistiendo los intentos de ser pintada, fotografiada y escrita por los que llegamos mucho después de que la ciudad fuera tan hermosa y decadente como para ser la diosa de las ciudades bellas. Mientras ella lo siga soportando, nosotros seguiremos arrebatándole la salud porque no podemos trasplantar su belleza.

Venecia, que fue el más hermoso salón de Europa, es decir, del mundo, y la ciudad más brillante de Occidente, sabe que está construida con un material que no será inmortal, que las ciudades, incluso las más hermosas, algún día tendrán que sacrificarse a sí mismas, a su identidad, a sus identidades, para seguir sobreviviendo. Alguna vez hay que hacer peregrinación a Venecia, todavía se puede ver los restos de un mundo condenado a la desaparición. Fue hermosa mientras duró.

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6 de noviembre de 2006
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GRANUJAS DEL ESPACIO

Hasta hace muy poco llevar una segunda vida era cosa de granujas. Hoy prácticamente todos llevamos una segunda vida. O alguna más. La red ha desarrollado la posibilidad de ofrecernos una oportunidad suplementaria de ser. De este modo, va tramando, día tras día, un carácter social de proporción desconocida y, en consecuencia, tarde o temprano, un seguro efecto cualitativo que alterará la condición humana.

El bloque de carácter metafísico que tiempos muy religiosos situaban después de la muerte redimiendo algunos aspectos de nuestras vidas, se ha convertido en un nuevo ciberbloque donde, sin necesidad de morir, se despliega el ejercicio de otras vidas. Cierto que no se trata de las anheladas vidas paradisíacas prometidas por la fe pero, al menos, son mucho más ciertas.

La comunicación en la red, el travestismo multidireccional, el juego del ser y no ser, conforman una constelación de síntomas que en su conjunto delatan lo estrecha que se nos queda la vida real. Pero, además, ¿puede llamarse actualmente virtual la vida en la pantalla? El comercio, el vicio, el amor, la compañía, la risa, la información, el revés del ciberespacio ¿son virtuales? Claro que no. A la existencia cuerpo a cuerpo se une la vivencia a distancia supuesta, a la necesidad del conflicto cara a cara se añade la peripecia sentida con el avatar.

El ser humano está cambiando así sustancialmente y no ya por razón de la ingeniería genética sino, ante todo, por el motor de la gente. Lo más importante de nuestro tiempo en la salud o en la enfermedad, en el conocimiento o en la ilusión se basa con toda evidencia en la vasta y múltiple comunicación humana actual. Tan variada como variable, tan propensa como portátil, tan ligera como veloz, tan universal como sólo antes los dioses podían permitirse el lujo de gozarla.

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6 de noviembre de 2006
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Malas bestias

Cuando sea grande, quiero ser un mafioso de Scorsese. Tengo esa fantasía desde que vi Buenos muchachos. Recuerdo a Ray Liotta consiguiendo las mejores mesas en los restaurantes, ganando todo el dinero que puede gastar y también el que no, partiéndole la cara a culatazos al niño rico que se ha propasado con su novia, en suma, jugando al dueño del mundo. Recuerdo el final de su personaje: después de acogerse al programa de protección de testigos, vive en una casa prefabricada, lleva una bata de felpa barata y piensa que se ha convertido en un triste pendejo.

Después de esa película, salí del cine preguntándome si en algún lugar de Lima habría un grupo de italianos armados para pedirles un trabajo cuidando sus limosinas. Y ya que no lo había, me limité a ver más películas de Scorsese. Mi reacción siempre fue similar. Lo fue en Calles peligrosas: Harvey Keitel y Robert de Niro van por la vida pegándole a la gente y divirtiéndose. Genial. Y en Casino: Robert de Niro le pega a Sharon Stone y se forra de dinero ¿Puede un hombre pedir más?
Creo que sí, sí puede pedir más.

Puede pedir ser un mafioso, y además, ser Jack Nicholson.

Porque lo mejor de Infiltrados, la última película de Scorsese, es ver al viejo Nicholson con su risa de psicópata después de pegarle un tiro en la nuca a alguien. O con la camisa manchada de sangre tras la barra de un bar. O las frases, algunas de ellas realmente notables como: “en este trabajo, alguien siempre sale muerto. En mi caso, siempre es el otro”. O: “puedes ser mafioso o puedes ser policía, pero cuando estás frente al cañón de una pistola ¿cuál es la diferencia?”. Es un delirio de violencia y sangre verdaderamente delicioso.

Y es que, después de El aviador -su máximo esfuerzo por juntar a un protagónico que se luzca, una historia profundamente americana y un presupuesto elefantiásico-, parece que Scorsese ha terminado por admitir una verdad difícil pero aparentemente indestructible: NO le van a dar el Oscar. Nunca. Seguro que es injusto, quizá sea estúpido, probablemente haya razones personales de la Academia, yo que sé. El caso es que El aviador era horrenda y Scorsese ya no tiene ninguna necesidad de montar otro bodrio como ese para ganarse el favor de nadie. Ya que de todos modos no lo va a ganar, puede dedicarse a ser él mismo.

Y eso es precisamente lo que hace en Infiltrados. Seguramente no pasará a la historia por esta película, y quizá ni siquiera destaque en su filmografía, pero Scorsese se reencuentra aquí con el cine vigoroso, masculino y de nervio que lo deja a uno atornillado a la silla durante más de dos horas, como en Al límite o Gangs of New York: sus personajes son asesinos a sangre fría, pero también víctimas de un mundo que se mueve demasiado rápido para ellos, y del que podrán desaparecer en cualquier momento por la vía rápida. Son a la vez agentes de la violencia y prisioneros de ella.

En todo este mundo, claro, había que poner una mujer por alguna parte. Es como obligatorio en Hollywood. De modo que hay una historia de amor medio descolgada por ahí, un pequeño escupitajo de femineidad en una historia dominada por la testosterona (hasta el gatito Leonardo di Caprio parece un macho bruto, por una vez). Quizá esa historia sea la más floja de la película, pero no alcanza a eclipsar lo mejor de todo, lo inolvidable: Jack Nicholson regodeándose como dueño de cine porno, follador veterano y mala bestia en estado puro, el viejo Jack regalándonos el gusto de soñar con ese día, que nunca llegará, en el que podremos ser como él.

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6 de noviembre de 2006
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Genius loci

Cuando los talibanes derribaron los budas gigantes de Afganistán destruyeron dos cosas: un conjunto monumental de cierta importancia religiosa (yo no creo que tuviera valor artístico) y un lugar excepcional para la historia de la esperanza humana (y eso sí era algo propiamente artístico).

En ocasiones, la obra de arte obtiene su valor, no tanto por la perfección del objeto construido cuanto por el lugar donde aparece ese objeto: un lugar que se transforma y deja de ser espacio insignificante para convertirse en fuente de significado. La obra de arte da contenido intelectual al vacío.

A veces, la obra de arte en tanto que objeto puede ser muy poca cosa, como el cirio que arde en la oscuridad de la ermita representando a cada una de las diminutas almas que duermen el sueño eterno. La oscuridad de nuestro destino se construye alrededor de la breve llamita del cirio.

Lo mismo podríamos decir de las ruinas de Palmira, otra construcción que no deslumbra por su excelencia arquitectónica o escultórica, sino por la metamorfosis de los peñascos y arenales en los que aparece, exactamente igual que San Juan de la Peña convierte un descalabrado precipicio en poema. O la portentosa escalinata que baja hasta hundirse en el Ganges. O esos ramos de flores que aparecen en algunas curvas donde un motorista dejó la vida.

La Plaza de Toros de Ronda es uno de esos lugares transfigurados. Situada justo antes de llegar al Puente Nuevo que salta ese precipicio llamado el tajo, se construyó a lo largo del siglo XVIII en arenales sin valor para el cultivo. La ciudad antigua ocupa el portentoso promontorio que da sobre el vacío a cuyos pies se extiende el valle cerrado por la serranía, una de las panorámicas más soberbias de Europa. El puente sobre el tajo atrae la mirada hacia esa caída de cien metros que es uno de los antecedentes de las Elegías de Rilke. Aquí, tras numerosos paseos sobre el abismo, se formó el angel terrible que nos aplastaría si acudiese a nuestra llamada.

La plaza de Ronda es un objeto precioso armado con sillares de piedra acarreados de unas canteras prodigiosamente llamadas del Arroyo del Toro. Los dos niveles de columnas toscanas tienen una escala que le hacen sentir a uno en soledad, como durmiendo. Es un anillo acogedor y amable quizás no muy distinto del de una tumba elegida. Esos terrenos que nadie quería son ahora el corazón de Ronda, el lugar que le da sentido.

La Real Maestranza, representada en la actualidad por Rafael Atienza, ha cuidado del lugar durante tres siglos como si fuera, en efecto, un edificio sagrado. Es la plaza más antigua de España, pero es también la más viviente aunque apenas se use para el juego de los toros. No hay otra plaza en España que tenga esa potencia lírica que permite visitarla con recogimiento, como si uno entrara en la Sainte Chapelle.

En sus espacios adyacentes hay ahora, entre muchos documentos de un tiempo alejadísimo, una colección soberbia, la Real Guarnicionería de la Casa de Orleans. También los caballos se transformaban entonces en piezas de inigualable dignidad, cubiertos por los arneses de ceremonia minuciosamente labrados y preparados por los latoneros, los grabadores, los zurradores y curtidores. Gracias al trabajo de estos artistas, de la gente de oficio, los brutos se transformaban en estatuas animadas. La verdadera escultura ecuestre.

Los lugares se transfiguraban, los animales se transfiguraban, el trabajo de los humanos llenaba de signos el espacio abstracto y los cuerpos sin espíritu. Creo recordar que a esa actividad la llamaba Novalis “moralización de la naturaleza”.

Nosotros, más sabios, ¿verdad?, más justos, más progresistas, hemos restaurado en su estado natural a los animales, es decir, los hemos preparado para la extinción y el zoológico, al tiempo que cubrimos con cubos de hormigón los arenales. Nuestra función consiste, con toda exactitud, en la desmoralización de la naturaleza. Aunque los talibanes nos parezcan gente muy arcaica y maleducada.

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6 de noviembre de 2006
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STYRON

Hace ya casi un cuarto de siglo pasé varios días con William Styron en la isla de Martha’s Vineyard. Era el fin del verano. Días de calor y tardes fresquitas. Hacía una larga entrevista al novelista para una revista semanal francesa. Se trataba de comprender el éxito mundial de su novela Sophie’s Choice. Una especie de mirada atrás para entender el encuentro entre una obra dedicada al malestar de una sobreviviente de los campos de exterminación nazi y una audiencia que abarcaba muchos países y culturas. No sé si Styron murió en su casa de Martha’s Vineyard o en el pequeño hospital de la isla, pero me acuerdo muy bien de su manera de comportarse en su casa. Era un hombre fuerte en su mundo, un mundo cómodo hasta el anochecer. El primer síntoma, imperceptible, de la disminución de la luz le provocaba una ansiedad obvia. Quería salir, moverse. Muy rápidamente entendí que quería beber y que para nada era una “happy hour” la hora de la bebida. Styron era alto, daba una impresión de potencia hasta el atardecer, cuando había que interrumpir (creo que fueron tres tardes) sabrosas conversaciones. Me quedan dos recuerdos.

El primero tiene que ver con los sacapuntas. Styron escribía a mano, con lápiz sobre papel. El lápiz era cualquier lápiz, el papel era amarillo, con ligeras rayas, lo que en EE. UU. se llama “legal pad” pues es el papel que se utiliza para tomar notas en un juicio. Pero el problema de Styron no tenía que ver con el papel o el lápiz. El problema era la punta. Solo podía escribir con un lápiz puntiagudo. Cuatro líneas, quizás cinco y ya tenia que hacer algo. La solución cabía en dos enormes vasos. Un centenar de lápices listos para escribir a un lado de la mesa de trabajo; un vaso vació al otro lado. Poco a poco, al escribir, Styron pasaba los lápices de un lado al otro. Al final del día, tenía que sacar puntas a cien lápices, quizás ciento cincuenta. Aquí estaba el problema. ¿Era mejor el sacapuntas antiguo con manivela o se justificaba el uso de un sacapuntas eléctrico importado de Japón? Styron tenía tremendas dudas pues el tiempo dedicado a sacar puntas a los lápices era también el momento de revisión crítica de su labor del día. Me acuerdo muy bien de sus argumentos y sus dudas frente a una alternativa que no era frívola.

El otro recuerdo es más bien propio de su obra. El momento de la verdad en la entrevista, creo, fue una discusión sobre “the absolute evil” (el mal absoluto). Styron afirmaba creer en el mal absoluto, lo que su obra dice a gritos. Contesté su postulado con una maniobra judeo-cristiana diciendo que se podía aceptar la existencia del mal absoluto bajo una condición: la existencia simultánea del bien absoluto. Y Styron respondió: “con relación al bien, no sé, pero creo en la existencia del mal…”.

Último recuerdo: Styron había empezado a escribir su novela en la tercera persona del singular, optando después por la primera, por la voz de Sophie que es la narradora. “Es imposible ahora escribir una novela en la tercera persona pues falta la audiencia que cree en la existencia de Dios, la audiencia dispuesta a creer lo que cuenta la voz del novelista/Dios”. Claro que era muy fácil oponer una larga lista de novelas para desmentir su teoría, pero era interesante escuchar un heredero de Faulkner citar la existencia de Dios como herramienta del novelista.

Los dos artículos del New York Times sobre la muerte de Styron ni siquiera tocan el tema de Dios (el de Michiko Kakutani es el mejor). Por casualidad, releí hace poco Las palmeras salvajes de Faulkner. No es difícil encontrar lo que decía uno de sus personajes en el tercer capítulo, poco más de treinta años antes de mi entrevista a Styron: “we have radio in place of God’s voice” (tenemos la radio en lugar de la voz de Dios).

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3 de noviembre de 2006
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Excelente resaca

Ayer jueves dos de noviembre, el cielo sobre Grazalema era borrascoso y cambiante, más propio de marzo que de este otoño que cuando comience ya lo habrá atrapado el invierno. Al capricho de un viento aún primaveral, los bultos opalescentes del nubarrón se entreabrían para que los haces de sol iluminaran un puñado de encinas o resbalaran sobre peñascos cubiertos de liquen verdinegro.

Antes, en el camino que viene de Ronda, las figuras fantasmales de unos toros zainos, a cuyos pies ramoneaban ocho o diez cerdos belloteros, se insinuaban entre troncos de un alcornoquero que cubre cientos de hectáreas. Algunos, recién pelados, rojo sangre, daban la impresión de desnudez exagerada del sátiro Marsias colgando cabeza abajo para el despelleje vengativo de una deidad melómana.

En Grazalema caían gotas, pero no desanimaban a los lugareños reunidos en la plaza para la consideración y befa común de los turistas. Ese inglés seco como un alambre, con pantalón corto y gorro de orejeras. La gordísima americana que ha de lanzar los senos por delante para luego adelantar la pierna en un delicado equilibrio de masas. O esos dos bárbaros, ignorantes, incultos capitalinos, que van haciendo preguntas y tomando notas como guardias de tráfico.

“Usted perdone, caballero, ese queso de oveja, ¿es emborrado?”
“¡No va a serlo!”
“¿Y con qué lo emborran?”
Mirada susceptibilísima del natural de la región.
“¿Con qué va a ser? ¡Con cascarilla!”

Naturalmente. ¿Con qué, si no? Un regional no puede concebir que el mundo entero ignore que allí el queso lo emborran con cascarilla. Me siento muy estúpido.

En la cafetería Rumores hay un estruendo ensordecedor. Los colegiales la han elegido para el almuerzo de media mañana y allí arman gresca, ellos con una tortilla de pelo sobre el cráneo rapado, ellas mostrando los temblorosos solomillos. En la barra de azulejo trianero, un par de adultos comentan con esa voz atiplada tan característica de la parte de Ubrique la condición inhabitual del clima. “Ya están todos los membrillos por el suelo”.  Una desolación.

Me pido un mollete caliente. “¿Con qué se lo pongo?”. “¿Qué tienen?”. El tabernero recita pacientemente algo por demás obvio y archisabido. “Pues tenemos zurrapa de lomo, de hígado, de sobrasada, o a la pimienta”.

Es agradable sentirse en casa, pero saberse forastero. Participar de una riqueza que es de todos y para todos. ¿Será esto lo que llaman “españolismo”? ¿No permitir que nadie te excluya de la fiesta? ¿Resistir el puritanismo de los endogámicos? ¿Su estreñimiento intelectual? Es odioso vivir entregado a lo doméstico. Hedor de zapatilla sudada, batín con remiendos en las coderas, tufo de sacristía y humo frío. Vírgenes en hornacinas donde se guarda la trenza de la niña muerta de escarlatina. ¡Artur Mas genuflexo ante la tumba de Wifredo el Velloso!

El miércoles ganaron las elecciones catalanas los amos de la finca. No podía ser de otro modo en un lugar perfectamente humillado por el dinero, pero se les colaron unos tipos descarados sin carnet y sin pedir permiso. Tipos cuyo valor supremo es la vitalidad de lo diverso, de lo múltiple, de lo heterogéneo. Tipos que quieren abrir ventanas en el asfixiante hospital regional. Que corra el aire, que limpie la atmósfera de miasmas, que las momias se pulvericen a la luz del sol.

La casa común no es ese patio de colegio que nos quieren imponer los sirvientes del pasado. La casa común tiene una diagonal de mil kilómetros. Y aún puede crecer.

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3 de noviembre de 2006
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Compre una bomba atómica

¿Está usted cansado de presidir un país pobre sin voz en ninguna instancia internacional? ¿Harto de ser vapuleado e ignorado por los líderes más poderosos? ¿O quizá simplemente ansioso de mostrarles a esos líderes y a sus compatriotas lo macho que es y lo fuerte que grita? Tenemos la solución para presidentes como usted: una bomba atómica.

¿Lo duda? Remitámonos a las pruebas. Al final de la guerra fría, resultó que los soviéticos no tenían sistemas de radar ni para detectar una avioneta alemana. Pero nadie los atacó, porque vaya a saber luego cómo responden. Hasta hace unos años, Irán no tenía ni embajada de EE. UU., y ahora es el eje de la política internacional del imperio. Y Corea del Norte… por favor, en Corea del Norte no hay ni siquiera luz eléctrica. Y ahí está Kim Jong Il, con su peinado afro eléctrico y sus lentes a lo Elton John, tiene a Bush suplicándole que se siente en una mesa a su lado y el de China. Ya quisieran eso países como Brasil o Argentina, aunque ahora que recuerdo, ellos ya negociaron sus programas nucleares. Más o menos, la cosa es así: si no tienes un programa nuclear, eres una piltrafa geoestratégica.

Construir la bomba es caro y complicado, además de lento. Pero no se preocupe: tampoco hace falta que tenga usted un arsenal listo para empezar a negociar. Hay alternativas interesantes que le permitirán ganar tiempo para ir ahorrando para terminar de pagar las letras de su cabeza nuclear o su lanzadera. A continuación le presentamos algunas de ellas para que escoja la que mejor se adapte a su bolsillo:

1. ¿La tengo o no la tengo? Esta opción es llamada también “la israelita”. Consiste en que usted nunca admite que tiene armamento nuclear pero todo el mundo lo sabe. Los periódicos hablan de la proliferación nuclear en la región y dicen: “Israel también cuenta con estas armas, aunque lo niega”. El encanto de esta idea es que nadie sabe cuántas tiene, ni en qué estado están, pero nadie quiere ser el primero en saberlo.

2. A que no me atacas. Este es un programa pujante y viril cuyos mejores representantes son los iraníes. Dicen que no quieren la bomba, y carecen de infraestructura para construirla –de momento-, pero cada día están más cerca. EE. UU. los odia profundamente, pero tras el desastre de Irak no puede invadirlos. Así que el presidente Ahmadineyad se pasa la vida gritando: “a ver, invádeme ¿no eras muy hombre? ¡Quiero verlo!”. Es como tocarle las narices a un ogro amarrado a un árbol.   
   
3. Por favor, atácame. Esta es la alternativa coreana, y en España se le conoce como “plan pulga cojonera”. Consiste en que, mientras EE. UU. invade un país por tener armas de destrucción masiva, uno le dice “yo también tengo armas de destrucción masiva ¡atácame!”. Luego resulta que el primero no las tenía, y entonces hay que repetir “¡Yo sí tengo armas de destrucción masiva!”. Al final, cuando parece que EE. UU. se olvida de uno, hay que usar las armas, aunque sea bajo tierra. Dos semanas después, están listos para negociar.

Así que ya lo sabe. No es obligatorio tener el arma para hacer rentable la inversión. Sólo necesita una planta nuclear que, a este paso, le saldrá más barata que comprar gasolina. Piénselo bien. Piense en su futuro, y en el futuro de los suyos. En Asia ya todos los hogares tienen bombas ¿Va usted a quedarse atrás?

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3 de noviembre de 2006
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El Boomeran(g)
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