Marcelo Figueras
El sábado en la madrugada asaltaron a mi hija, a menos de dos cuadras de la casa de su madre. Volvía de cenar con sus amigas, a bordo de un taxi que transportó a varias: ella fue la última en bajar. Cuando faltaban dos cuadras, le indicó al taxista que doblase a la izquierda. El taxista pretextó que no podía, dado que circulaban por una avenida de doble mano. Agustina insistió, la calle por la que le pedía que doblasen carecía de semáforos en las esquinas, en Buenos Aires está permitido girar a la izquierda en ese caso; a los 18 años, mi hija estaba en lo cierto y el conductor profesional no. (O lo que resulta más probable, el taxista no tenía ganas de apartarse de la avenida y recurrió a una excusa tonta.) Ofuscada, Agustina dijo que en ese caso se bajaba allí. Todo lo que la apartaba de su destino eran dos simples cuadras. Pero a mitad de la primera se encontró con una pareja de jóvenes, un chico y su aparente novia. Empezaron pidiéndole algo de dinero para viajar. Como vieron que Agustina cedía con facilidad, pidieron más. No estaban armados, pero el muchacho amenazaba con su lenguaje y con su cuerpo. Mi hija terminó arrojando su bolso y saliendo a la carrera.
No perdió mucho, lo que es igual a decir que no perdió nada que no pudiese ser comprado nuevamente: el bolso, su teléfono, las llaves, un libro de Murakami que yo le había regalado la semana anterior. (Era South of the Border, West of the Sun.) Lo que ganó fue un susto, y –eso espero yo, al menos- un poco de prudencia, que ojalá ponga en práctica de aquí en más: no vivimos en Gaza, pero tampoco en Disneylandia.
Desde entonces yo no puedo dejar de pensar en dos personas, que de alguna manera ofician de personajes secundarios en la trama. La primera es la novia del asaltante, que asistió en silencio a la violencia que el muchacho insinuaba a mi hija. Prefiero pensar que ella ya debe haber sido objeto de esa violencia varias veces, lo cual le sugirió la conveniencia de callar, de no intervenir en defensa de una igual, alguien de su misma edad y de su mismo género; de no ser así, no dudo que más temprano que tarde ella también será objeto de esa violencia, porque un hombre habituado a ejercerla no distingue entre propios y ajenos: simplemente estalla cuando su mecha se acorta.
Pero el que me desvela es el taxista, un hombre que es capaz de dejar a una chica menudita al filo de una calle oscura en plena madrugada y seguir conduciendo sin sobresaltos. La acción de este hombre pudo haber dado vuelta la vida de Agustina como un guante, y en consecuencia la mía; podría haber sido un hombre distinto el que escribe hoy estas palabras. Durante algunas horas consideré la idea de llamar a la empresa de taxis para averiguar el nombre del sujeto. Deseché mi impulso por dos causas. En primer lugar porque no me sentía en condiciones de controlar mi propia reacción: soy tan agresivo como cualquier criatura de sangre caliente, aun cuando detesto la violencia. (La detesto tanto que deploro la condena a muerte de Saddam Hussein, incluso en la conciencia de que se trata de un genocida; yo no creo que el hombre tenga derecho a matar a otro hombre, no quiero a Videla fusilado ni colgado, lo quiero en prisión hasta su último día.) En segundo lugar, porque imaginaba cuál sería la respuesta del hombre en caso de increparlo. Respondería, palabras más, palabras menos, como Caín cuando Dios le preguntó por el paradero de Abel: “¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?”. Lo que es igual a decir que pondría cualquier pretexto, lavándose las manos como Pilato: que tan sólo obedeció las reglas de tránsito (imaginarias, en este caso), que se limitó a dejar a mi hija donde ella le indicó o que él no tiene responsabilidad alguna sobre el destino de mi hija. A diferencia de este hombre yo creo que sí, que cada uno de nosotros es guardián de su hermano aun cuando no se trate de un hermano carnal, porque no vivimos solos sino en sociedad y cada uno de nuestros actos tiene consecuencias, de las buenas y de las malas, sobre la vida de los otros –así como los actos de los otros tienen consecuencias sobre nuestras vidas.
Bastaría con algo tan simple como hacernos cargo de las repercusiones de nuestros actos para cambiar infinidad de cosas en este mundo. Mientras tanto seguiremos perdiendo Abeles a diario, mientras los Caínes del caso ponen primera y se alejan de la escena del crimen, por lo menos hasta que les toque sufrir las consecuencias de la desidia de otros Caínes y entonces rechinen los dientes y se desgarren las vestiduras.