Vicente Verdú
Hasta hace muy poco llevar una segunda vida era cosa de granujas. Hoy prácticamente todos llevamos una segunda vida. O alguna más. La red ha desarrollado la posibilidad de ofrecernos una oportunidad suplementaria de ser. De este modo, va tramando, día tras día, un carácter social de proporción desconocida y, en consecuencia, tarde o temprano, un seguro efecto cualitativo que alterará la condición humana.
El bloque de carácter metafísico que tiempos muy religiosos situaban después de la muerte redimiendo algunos aspectos de nuestras vidas, se ha convertido en un nuevo ciberbloque donde, sin necesidad de morir, se despliega el ejercicio de otras vidas. Cierto que no se trata de las anheladas vidas paradisíacas prometidas por la fe pero, al menos, son mucho más ciertas.
La comunicación en la red, el travestismo multidireccional, el juego del ser y no ser, conforman una constelación de síntomas que en su conjunto delatan lo estrecha que se nos queda la vida real. Pero, además, ¿puede llamarse actualmente virtual la vida en la pantalla? El comercio, el vicio, el amor, la compañía, la risa, la información, el revés del ciberespacio ¿son virtuales? Claro que no. A la existencia cuerpo a cuerpo se une la vivencia a distancia supuesta, a la necesidad del conflicto cara a cara se añade la peripecia sentida con el avatar.
El ser humano está cambiando así sustancialmente y no ya por razón de la ingeniería genética sino, ante todo, por el motor de la gente. Lo más importante de nuestro tiempo en la salud o en la enfermedad, en el conocimiento o en la ilusión se basa con toda evidencia en la vasta y múltiple comunicación humana actual. Tan variada como variable, tan propensa como portátil, tan ligera como veloz, tan universal como sólo antes los dioses podían permitirse el lujo de gozarla.