Félix de Azúa
Muchas son las señales que vamos recibiendo sobre una próxima e inevitable catástrofe universal. El clima está cambiando; naturalmente, a peor. Podría haber sido un cambio que estableciera la primavera perpetua, pero no, lo que trae son glaciaciones. También cambia la temperatura media anual del globo de modo que el desierto, como anunciaba Nietzsche, no hará sino crecer. De nuevo uno se pregunta por qué ese cambio no trae la novedad magnífica de riquísimas tierras en los polos, vírgenes dispuestas a la colonización donde edificar nuevas y cristalinas ciudades. No; solo destrucción y horror.
Nosotros mismos, es innegable, somos testigos del cambio climático. Cuando yo caminaba hacia mi colegio por el Paseo Bonanova, los alcorques estaban llenos de agua helada en torno al tronco de los plátanos. Es imposible no recordar los juegos entre chiquillos con pedazos de hielo de cinco o seis centímetros de grosor. Nunca más los he vuelto a ver. Tampoco las nieves que caían cada año, no ya en Barcelona sino incluso en Londres.
Cuando un antiguo vicepresidente de los EE. UU. (nada tonto, por cierto) se lanza a la campaña de la catástrofe universal es que el asunto va a durar y tiene futuro. Quiero decir que la ausencia de futuro del planeta es una mercancía que tiene mucho futuro en el planeta.
Las asombrosas imágenes de glaciares muertos, de cordilleras de hielo polar derrumbándose entre solfataras de espuma marina, de ríos secos, de antiguas campiñas convertidas en secarrales, aparecen cada día en nuestros medios de comunicación. Bellamente fotografiados, tratados con delicadeza, estos mares desecados donde queda una embarcación hincada en el barro cuarteado, estos lagos malditos en los que ahora habitan peces monstruosos que han devorado la variada y simpática riqueza piscícola, se convierten en ejemplos vivos de lo sublime kantiano: la consideración de nuestra pequeñez y mortalidad.
Quizás por eso no me lo creo.
Leo en El silencio del cuerpo, el sobrecogedor diario de Guido Ceronetti magníficamente traducido por José Angel González Sáinz (¡qué admirable muestra de respeto la de la editorial Acantilado que imprime el nombre del traductor en la portada!), el siguiente pensamiento:
“Pensar en fundar Estados, cuando dentro de unos cincuenta años ya no habrá más que termitas y ratas, y sombras deformes que se deslizarán por grandes cráteres desiertos, sería un proyecto completamente absurdo, si no estuviera predestinado: todos esos nuevos Estados recién fundados tendrían su parte en la fundación, nacidos y vividos ciegos, de esa desolación”.
Este proyecto de hundimiento universal, de arrasamiento del planeta, de aquel becketiano final de partida, ¿no es el colmo del optimismo? ¿Y no está dictado por una vitalidad incombustible? Solo alguien que ama desesperadamente la vida, alguien que goza en todo momento de cada instante de luz, puede desear vehementemente que el mundo se acabe y le dé tiempo de ver el momento de su extinción.
En efecto, no hay nada más doloroso que la consideración de que, una vez muertos, todo va a seguir tan estupendo como hasta ahora. Que nos expulsen de la fiesta es tan desagradable que uno no puede por menos que desear el fin del mundo. Climático o como sea.