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Y tantos otros que ahora mismo no recuerdo, ya me perdonarán, a todos: el abrazo de los conjurados.

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28 de noviembre de 2006
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¿Todavía podemos salvarnos del cielo?

Ese sabio roncador, coleccionista de muñecos de luchadores mexicanos, amante de los gatos y uno de los más clásicos modernos de México -ayer le vimos en esa foto en Guadalajara rodeado de los más destacados escritores de la izquierda hispana, con el añadido de la Gordimer-, ese escéptico de la "gauche" inteligente y menos "divine" que uno imaginarse pueda, Carlos Monsiváis, es uno de los mejores rescatando frases, máximas, epigramas, mínimas y pensamientos despeinados que otros escribieron y que a uno le hubiera gustado pensar. Qué buenos libros se podrían publicar robando bien, plagiando con estilo lo que otros trabajaron con sudor o talento.

Muchas frases dejan los libros y artículos de Monsiváis. No entiendo por qué el más interesante de los pensadores livianos -los otros, muchas veces, son muy pesados- no tiene el éxito que se merece entre nosotros. Tampoco lo entiende su editor español Jorge Herralde. Hace poco presencié su rara genialidad en Roma, en unos encuentros en Villa Medicis hablando de mística y cultura contemporánea. Un  genio, un periodista tan grande como grande es el cuentista Saki. De esos raros hablaba con Diana Zaforteza, rescatadora de raros, de ejemplares escritores contra corriente desde su pequeña y excelente editorial, Alpha Decay. Otro raro del que hablaré otro día, atendiendo a una petición de los blogueros, es de Cristóbal Serra.

Pero hoy tocaba Monsiváis. El mismo que me hizo recordar esa frase de Virgilio Piñera: “Todavía puede esta gente salvarse del cielo”. Una frase que me ronda desde que he visto/leído las informaciones sobre la lamentable manifestación que por las calles de Madrid hicieron algunos familiares víctimas del terrorismo en compañía de demasiada “mala gente que camina”. Si ellos van a algún cielo, espero estar todavía en disposición de salvarme del cielo. Lo complicado es llegar a ser tan malo como muchos de ellos. Para ser así hay que ser muy tonto. Uno hace lo que puede, pero nunca llego a esos niveles de miseria moral y mentira de andar por las calles de Madrid. No los soporto. Me voy a Jalisco unos días. Y no me pienso rajar. Espero que esa tropa se vaya calmando mientras los miraré con la distancia de algún tequila. Yo también  estoy empezando a cuidarme.

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27 de noviembre de 2006
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La ciudad de plástico

La vez anterior que vine a Miami, desde mi hotel se veían los islotes que llaman cayos. La mayoría de ellos están sembrados de edificios modernos color pastel y unidos por larguísimos puentes formando un paisaje de ciencia ficción tropical, como si se hubiesen derretido los polos y el agua hubiese invadido la ciudad.

Algunos de los cayos, como Key Biscayne, en vez de edificios tienen mansiones gigantescas con yates en la puerta. Existe un tour en bote por las casas de los famosos: Shakira, Alejandro Sanz, Julio Iglesias, Shaquille O’Neal. La gente contrata el tour no para ver a sus personajes favoritos, sino para saber cómo viven. 
   
Esa vez, el año pasado, tuvimos una noche decadente con mi amigo el escritor Daniel Alarcón. Primero fuimos a una fiesta en una casa decorada con armaduras medievales y cuadros abstractos. La casa llegaba hasta el mar, pero además tenía una piscina, en medio de la cual flotaba un caimán sobre una colchoneta. Nunca supimos si estaba vivo o disecado. Nadie se ofreció para averiguarlo. En algún momento, pasó a mi costado la guionista de Sex and the city completamente borracha. El comentario general era:

-Ahí está otra vez la guionista de Sex and the city completamente borracha, como siempre.

A las doce de la noche en punto, todos los invitados cogieron sus cosas y se fueron. Daniel y yo nos fuimos al hotel Delano con un joven escritor americano de esos que tiene 21 años y ya ha ganado diez millones de dólares. Tras atravesar un lobby lleno de mesas de billar y gente bien vestida, dudamos si sentarnos en los divanes que bordeaban la piscina o dentro de ella, en las mesas de hierro forjado. Al final, de todos modos, no nos quedamos mucho. Una cerveza costaba como veinte dólares. El escritor americano decía:

-Odio a los periodistas que se han leído mi novela. Siempre tienen opiniones. Prefiero que no la hayan leído. Así, yo les digo lo que tienen que escribir.

Fue instructivo.

Este año, desde mi ventana se aprecia un nuevo boom inmobiliario del centro. Los edificios de bancos, hoteles y multinacionales brotan como hongos del follaje. Pero en el suelo, nadie camina. Más allá, en Coral Gables, ni siquiera hay veredas. En el Downtown sí las hay, pero son simbólicas. Esta es una especie de ciudad fantasma por la que nadie va a pie. A lo sumo, circulan entre los edificios unos vagones aéreos de transporte público, con los rieles iluminados de colores, como en una película del futuro. Ayer vi una manifestación de protesta: eran como veinte personas desfilando por una avenida vacía. Parecían una excursión escolar.

Cuando pregunto en el lobby por dónde puedo pasear, el recepcionista me mira como si le estuviese pidiendo una bolsa de cocaína. Simplemente, nadie se lo ha preguntado nunca. Me ofrece un taxi.
      
El taxi me lleva hacia South Beach por una enredadera de autovías flotantes, y puedo ver el perfil de la ciudad: los edificios costeros recortados contra el cielo, y el nuevo local de la ópera, que tiene un aire al Epcot Center. Todo iluminado de azul, violeta o amarrillo.

Finalmente, me bajo en Lincoln Road y entro en un restaurante de diseño. Se llama Sushi Samba, y ofrece una mezcla de cocina peruana, japonesa y brasileña. El lugar es color naranja, y del techo cuelgan lámparas como sombreros chinos invertidos. Un equipo de cocineros japoneses corta pescado en el centro del local. Hay un DJ al lado. La comida que me dan también es de diseño.

En Miami, todo parece nuevo. Por eso, mucha gente cree que esta ciudad no tiene alma, que es de plástico. Sin embargo, a mí me gusta: yo creo que en eso precisamente radica su alma, un alma auténtica y particular, distinta a cualquier otra ciudad del mundo. Un alma sintética quizá, pero fresca, como un ron con Coca Cola.

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27 de noviembre de 2006
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La pesadilla de Jack Bauer

Ahora estoy en Madrid, pero las noticias me obligan a regresar a la Argentina de manera inevitable. La primera noticia que me reclama es para descostillarse de risa: ya deben haberla oído, las hijas de George W. Bush están en Buenos Aires y a pesar de todo el despliegue agentesecretil (que aunque discreto, porque las chicas querían pasar desapercibidas, no puede haber sido menos que férreo) fueron víctimas en San Telmo de uno de los personajes más temerarios y con más recursos de nuestro país, el "punga", o ladrón de poca monta. Me pregunto qué habrá hecho el pobre hombre cuando sacó las tarjetas de crédito que decían Barbara Bush. Lo más probable es que ni siquiera haya sumado dos más dos, los pungas no suelen ser lo que se dice bien informados en materia de política internacional. Pero imagino que más temprano que tarde habrá visto la noticia en la TV -porque la noticia estaba en todas partes, y casi siempre utilizada para producir humor- y entonces habrá empezado a sudar, imaginando que el agente Jack Bauer (Kiefer Sutherland en la serie 24) aparecería en cualquier momento con sus comandos para torturarlo, preguntándole si el robo formaba parte de una conspiración y si trabaja a sueldo de Al Qaeda.

Lo más gracioso es que las desventuras de las Bush (Barbara y Jenna) no acabaron allí. Un par de noches después fueron a cenar a Palermo con sus amigas argentinas, y mientras comían en una mesa dispuesta en la calle (ya sin ninguna discreción, porque ahora el gobierno de Kirchner, finalmente enterado -que antes no lo estaba- de la presencia de estas chicas, no quiso correr más riesgos y las rodeó de agentes de la Policía Federal), el sonido de una sirena les puso los pelos de punta. Hubo una pequeña escena de pánico, vaya a saber qué pensaron entonces -¿se habrán creído que Bin Laden les clavaría un avión en plena calle?-, hasta que entendieron que se trataba de los bomberos, que acudían a apagar un incendio denunciado a media cuadra del lugar. Las malas lenguas dicen que en su momentánea fuga una de las Bush perdió un zapato, convirtiéndose durante algunos minutos en una suerte de anti-Cenicienta.

Lo dicho: la Argentina es un sitio tan complicado e idiosincrático, que allí hasta Jack Bauer fracasaría.

De la segunda noticia hablaré mañana. Esta roza lo trágico, y prefiero empezar la semana con la ilusión de una sonrisa.

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27 de noviembre de 2006
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ESTETIZACIÓN TOTAL

La “estética relacional” es el nombre que se concede a una nueva estética. O el renombre, mejor dicho, de la estética de toda la vida.

¿Crear para sí mismo o para los otros?

En rigor, nunca pudieron separarse los dos impulsos pero se ha pasado por épocas en que la dificultad de compresión de la obra incrementaba institucionalmente (críticamente) su posible valor.

El arte selecto o para elegidos se correspondía con el artista/dios. Un ser divino cuasidivino que no trabajaba como los demás trabajadores sino que “creaba”, un artífice que mientras el resto de productores hablaba de ideas él se refería a su “inspiración”.

Pero, efectivamente, ¿cómo hacer hoy algo visible, perdurable, tangible, sin un factor de beneficio en relación al receptor? Y, por otra parte, ¿cómo no reconocer que cualquier artista, en cualquier tiempo, ha deseado el reconocimiento o el agradecimiento del consumidor?

Menos cuatro o cinco, la totalidad de los artistas han llegado a serlo, bien que mal, debido a alguna enfermedad. Hasta Matisse empezó a pintar en la convalecencia y no se diga ya de los innumerables escritores que se hicieron novelistas o poetas a propósito de algún mal pulmonar.

Matisse fue tan consciente de que la pintura le aliviaba de sus dolencias que incluso fue pasando sus cuadros para alivio de ciertos amigos enfermos.

¿Debería el arte meditar sobre la naturaleza de sus patologías ordinarias y, como especialista en ellas, destinarse a la curación? Lo está haciendo ya.

De hecho, la estetización general del mundo, desde el diseño de los autobuses al diseño de las camisetas, se orienta a propiciar una u otra clase de complacencia o bienestar. Y de experiencias adicionales para vivir más vidas.

El arte –ahora se constata con claridad- interviene astutamente sobre las sensaciones y fomenta, con su diferente contribución, la oportunidad de enriquecer la vida o multiplicarla por dos.

No hace falta referirse seriamente al contenido de las galerías o de los museos. Bastaría referirse a los museos como simples espacios turísticos que dan que hablar o completar la excursión.

La pintura, la escultura, el cine, el net-art, el videojuego, la arquitectura, componen una constelación de ofertas de incansable vitalidad.

La obra no inteligible, impenetrable incluso, también podría dar ocasión a algún incidente pero se trata sobre todo, ahora, de buscar más deliberadamente que nunca la acción, “el accidente narrativo” sonoro o visual. O lo que es lo mismo, la estimulación sensible y recíproca entre el arte y la vida, entre la estética general omnipresente y el reino de la comunicación personal.

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27 de noviembre de 2006
Blogs de autor

És l’hora de l’adéu-siau

Un agudo refrán francés que suelo repetir una y otra vez por su alta graduación metafísica dice: Partir c’est mourir un peu. Mourir c’est partir un peu trop. Lo que traducido de mala manera sería:  «Partir es morir un poco; morir es partir demasiado».

De momento no voy a morir que yo sepa, en fin, si puedo evitarlo, pero sí que voy a partir. O sea, me voy un poco. Será una temporada. Digo yo que estaré ausente cosa de medio año, unos seis meses. Ya me agobia la nostalgia.

Mañana 28 de noviembre se cumplirá un año desde que comencé este blog. Mi propósito era mantener la voz como un tenor wagneriano durante doce meses, o lo que es igual, comprobar que podía escribir todos los días una cantidad apreciable de páginas no del todo triviales, o si triviales por lo menos entretenidas. Un desafío imitado por vía osmótica de los que suele plantearse Clint Eastwood en sus últimas películas, aunque en un terreno infinitamente más fácil. Ya me gustaría a mí poder correr cien metros, incluso tres, como el anciano actor cuando trata de salvar la vida de su presidente.

De mero desafío pronto pasó a obsesión, luego a tertulia insoslayable y finalmente a club de la fraternidad universal. Somos animales sentimentales y como le decía la abuela a mi hermana, el amor nace con el roce, lo que en el caso de mi hermana se ha demostrado rotundamente verdadero para pasmo del orbe y yo lo he comprobado gracias al blog.

Como es lógico, en este momento un tanto embarazoso de la separación vuelve a tomar sentido aquel viejo blog del primero de julio en el que citaba a los periodistas de TVE repitiendo cada vez que abandonaban un marco incomparable: “No es un adiós, es un hasta pronto”. Decía yo entonces que nunca se sabe quién va a regresar, si es que hay regreso, porque no podemos volver a ser lo que hemos sido.

El fluido que nos constituye (un poco de tiempo batido con dos partes de agua) no viene de ningún lugar ni va hacia nada remarcable, pero indudablemente fluye y cambia de aspecto y residencia. Decía Beckett que vivimos en un espacio lo suficientemente amplio como para poder movernos, pero no lo suficiente como para ir a algún sitio. Tan es así que de todos los sitios a los que no podemos ir, el más prohibido es aquel del que partimos. Cuando regrese, si regreso, este lugar no será el mismo lugar. Nuestra orientación, paradójicamente, nos lleva hacia occidente que es donde se pone el sol. Es la dirección equivocada.

En cierta ocasión un sabio dijo que si realmente nos hubiera creado un Dios bondadoso habría planeado la vida del humano totalmente del revés. Habríamos nacido muy viejos y deteriorados. Poco a poco, año tras año, habríamos ido rejuveneciendo hasta llegar a la infancia. Y nuestra muerte no sería sino un plácido regreso al mar eterno de las grandes madres donde dormiríamos mecidos en el líquido amniótico durante toda la eternidad. De haber sido así, en lugar de hacerlo en hospitales y manicomios nos despediríamos de este mundo tumbados en una cunita con sonajeros de colores y esa sonrisa de las criaturas, tan inquietante, tan inesperada, tan imprevisible.

Como nuestro tiempo no es el que imaginaba aquel sabio sino todo lo contrario, ojalá os encuentre por aquí cuando regrese si me toca regresar. Ojalá. Mientras tanto, levanto mi copa por todos los presentes y brindo a la manera de los anarquistas patavinos cuando bebían en homenaje a cuanto hay en el mundo de augusto y temible: Splendore!

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27 de noviembre de 2006
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Lo siento, no estoy, ¡pum!

¿Cuántas veces no habremos visto a un viandante caminando por la ciudad con el portátil pegado a la oreja, la mirada perdida en el infinito y a punto de pisar a un perro? El móvil nos abstrae en un doble sentido; por una parte nos introduce en una burbuja y acabamos dándonos de narices contra una señora, por otra nos aísla de tal modo que peleamos a gritos con la nuestra ante el jolgorio general. Esta invisibilidad ficticia es un fenómeno interesante.

Con frecuencia, lo primero que preguntamos cuando recibimos una llamada de móvil es: “¿Dónde estás?”. Sin una localización parece difícil imaginar a la persona con la que hablamos, un impulso atávico nos obliga a ponerla en un espacio, en un cuadro, en una composición. Si no, parece una voz sin cuerpo, un fantasma.

A diferencia del teléfono fijo, el portátil nos deslocaliza, lo que ha dado lugar a infinidad de chistes y a la reciente película de Scorsese Infiltrados, seguramente financiada por un pool de telefónicas porque los protagonistas no son los humanos sino los teléfonos móviles. Sirva de pista que unos doce humanos mueren asesinados, pero sólo un móvil sufre daños, no irreparables.

Para acabar de completar su red espacio temporal, los portátiles han incorporado una cámara de fotos de manera que podamos demostrar haber estado en un lugar concreto, en el caso de que se nos exija. El móvil/cámara, tal y como se encuentra en este momento, es una de las máquinas más poderosas que ha inventado la democracia para dominar y controlar a sus masas. Es casi imposible escapar a su hechizo.

Desde el comienzo de la sociedad burguesa, revolucionaria o moderna, como se la quiera llamar, estaba presente una finalidad metafísica novedosa: suprimir la hasta entonces inevitable tiranía del espacio y del tiempo, dos constricciones divinas que al mundo feudal le traían sin cuidado. Y para destruir la constricción no había otro remedio que convertir el espacio y el tiempo en mercancías manipulables. Desde el reloj de pulsera hasta los vuelos espaciales, el tiempo se ha ido convirtiendo en una mercancía cada vez más barata y masiva, bien regulada, mejor troceada y espléndidamente empaquetada.

El empaquetado del espacio ha tardado un poco más, pero desde los primeros teléfonos y las radios de galena ya se adivinaba que la situación de cada quisque (estar aquí o allí) iba rápidamente a transformarse en una mercancía al alcance de todo el mundo. La longitud ya lo era gracias a los medios de transporte por carreteras, ríos, mares y vías férreas. El abaratamiento del kilómetro convirtió a las máquinas en mercancía de masa, algo que nunca habían logrado los tiros de sangre. Como complemento, el teléfono hacía desaparecer la dimensión espacial a un precio razonable.

El teléfono/cámara cumple una aspiración nuclear de la nueva sociedad: tener en la mano la llave del tiempo y del espacio sin que nada nos delate. Sólo si lo deseas serás localizado; tú, en cambio, lo oyes todo y lo ves todo esté donde esté lo que quieres ver y oír, al otro lado del mundo, oculto en un subterráneo, entre las nubes. Y lo oyes y lo ves en el mismo instante en que sucede. Además, puedes almacenar documentos que lo prueben.

Sólo queda por resolver ese pequeño inconveniente incomprensible: la posibilidad de asesinar a los señores de la guerra mediante misiles orientados por el móvil puede también democratizarse si se abaratan un par de elementos perfunctorios. Sería una verdadera molestia no saber si vas a saltar por los aires cada vez que abres el móvil. No da tiempo de fotografiarse volando.

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24 de noviembre de 2006
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Algo que decir

La anfitriona tras el mostrador se hace llamar Skylar Stone y se define como “sexperta en ligues”. Para más señas, lleva un sombrero vaquero y un par de pechos que amenazan con reventar su escote. Su libro, el único que se promociona en este puesto, enseña a flirtear con hombres casados. Al parecer, es una especialista en el tema.

-¿Esto es un manual? ¿Trae consejos prácticos? –pregunto.

-Podría decirse. También doy cursos y talleres, y tengo un programa de radio sobre relaciones personales y sexuales.

Sobre la mesa, descubro un par de esposas policiales.

-¿Usas eso habitualmente en tus citas con hombres casados?

-Tendrás que leer el libro para saberlo –sonríe pícaramente.

Skylar es sólo una de las decenas de personas que alquila un puesto en la feria de Miami para promocionar su libro, editado con sus propios recursos o por editoriales pequeñas. La apuesta es arriesgada, ya que cada puesto cuesta unos $5000 sólo por el fin de semana. Pero eventualmente, funciona. Kathleen McGowan hizo lo mismo hace unos años en la feria de Nueva York con su novela The expected one. No vendió muchos ejemplares, pero un editor la descubrió y compró los derechos por un millón de dólares. Esto es América. Nace un nuevo millonario cada veinte minutos, y puedes ser tú.

Una de las novelistas que aspira al éxito fulgurante es R. Moreen Clarke. Su novela Sacia mi sed tiene un subtítulo traducible más o menos como: “marque E de excitante”, y narra la historia de una pareja de gigolós afroamericanos que satisfacen los deseos de decenas de mujeres ricas de Chicago. En la portada aparece una mujer de espaldas vestida con ropa interior. Frente a ella, un hombre se arrodilla con las manos en sus nalgas mientras le hace… en fin, ustedes saben lo que le hace. La editorial se llama Aphrodisia. Marketing no le falta, al menos.

Sin embargo, no todos quieren dinero. Otro novelista, uno con pinta de Pantera Negra, presenta un libro llamado Avaricia, lujuria y envidia. Cuando me acerco a preguntarle de qué se trata, me explica impetuosamente:

-Es sobre la vida. La vida es así: crees en la gente y sales al mundo, pero el mundo te mata a golpes. El mundo es una selva. ¿Comprendes?

-Un sentido de la vida bastante alegre.

-Es la verdad. Tienes que saber la verdad. El mundo debe conocer la verdad.

Tampoco todos los libros son de ficción. En un extremo, una al lado de otra, se erigen una editorial de extrema izquierda y una de exiliados cubanos. La primera parece impertérrita ante la circunstancia de estar situada en el peor mercado potencial del mundo. En su catálogo se encuentran títulos como Cuba y la revolución americana que nos espera o El Che Guevara les habla a los jóvenes, esta última con ediciones en español y griego, sabe Dios por qué. En el puesto del costado, el libro más promocionado es Así escapé de Castro. En la portada aparece un hombre flotando en medio del mar sobre una llanta de camión.
 
La feria de Miami es, pues, un collage de excéntricos. Hay librerías religiosas dedicadas en exclusiva al libro de Urantia, “fuente de la filosofía de todo”. Hay una chica que se define como “investigadora del amor” vendiendo un libro sobre hombres. Otra ofrece un manual para prever y protestar ante los excesos de los bancos en materia de créditos e hipotecas. Hay fonolibros audibles con títulos estilo Cómo hacer el amor toda la noche. Si tienes algo que decirle al mundo, este es el lugar para hacerlo. No importa si tu obsesión es el sexo, el ser o la evasión tributaria. Por un precio accesible, la feria de Miami tiene un puesto para ti, y quién sabe, alguien que te quiera escuchar. Quizá eso sea, en estos tiempos, más valioso y difícil de conseguir que el dinero.

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24 de noviembre de 2006
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LA IMAGEN INVISIBLE

Un amigo se lamenta de que transmite una imagen de sí mismo que no se ajusta a lo que realmente es. O lo que él supone que es. Pero ¿cómo saber que su autoconocimiento se atiene a la verdad y que los otros falsean sus componentes? ¿Por qué habrían de hacerlo?

La respuesta de mi amigo consiste en que, por razones atribuibles acaso a su semblante, a su gestualidad heredada de la familia o a su ocasional timidez, despide signos equívocos respecto a sus valores o sentimientos y, como consecuencia, desencadena reacciones que le desfiguran y le desconciertan incluso para no mostrarse debidamente en su ulterior proceder.

Llegado a este punto de gravedad ¿debería convocar a todos los conocidos y explicar los pormenores de su drama? ¿Debería partir de cero y ofrecer detalladas informaciones a propósito del importante desajuste entre su imagen y su corazón, entre su ademán y su alma?

Pero ¿cuánto tiempo y esfuerzos le exigiría ello? ¿Merecería la pena refundarse, renacer desde los fundamentos cuando ya ha logrado una familia, una posición profesional y rentas suficientes para viajar a cualquier destino remoto? ¿Sería, de otra parte, oportuno y eficiente?

El rosario de dilemas le impone una intermitente tortura coincidente con las frecuentes intermitencias en las que su desarreglo aumenta progresivamente. Tanto que ahora teme incluso ser afectado poco a apoco hasta alcanzar un punto en que su autoconocimiento se resienta y sucumba ante la presión de los demás. ¿Deberá al fin revisar su yo o incluso sustituirlo; y, en este segundo supuesto, no podría considerarse una forma de crimen? Su personalidad transformándose por las manos de los demás, su ser torturado y desfigurado por el ojo del prójimo, sus virtudes cubiliteadas en el bazar social donde cada cual, a su vez, acarreará agravios, resentimientos, tribulaciones, vacilaciones y detritus diversos. ¿Cómo acabar definido en el auge de este proceso? O mejor ¿cómo será posible verse? Y viéndose ¿cómo saber quién se es?

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24 de noviembre de 2006
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Un bebé celeste

Está este amigo mío que vive en Barcelona. (Qué palabra más voluble, amigo. ¿Cuál será su esencia, qué la define? ¿La proximidad física, la frecuencia de las visitas? Hoy diré que para mí describe a una persona en la que confío, y de la cual me siento cerca aunque nos separen miles de kilómetros.) Mi amigo promedia los 40. Hasta ahora no había tenido hijos, en buena medida por la energía que dedicaba a su carrera y también -presumo- porque sobrevivió a duras penas a una de esas familias que se devoran a sus propios hijos a golpes de locura, y no querría reincidir en el drama desempeñando ahora el rol del villano. Pues bien, hace un par de días volví a verlo, esta vez con su hijo en brazos: un bebé de dos meses, durmiendo plácido en una nube de lana celeste. Una imagen que, para ser sincero, nunca había creido posible.

Por la noche fui a ver Children of Men, la película de Alfonso Cuarón inspirada por el relato de P. D. James. Me parece una película inmensa. No sólo por la maestría con que Cuarón hace su trabajo (pintar un futuro cercano con mínimas armas y resultar convincente, obtener grandes actuaciones de los habitualmente competentes Clive Owen y Michael Caine), sino porque su visión ya no es tan sólo la de un artesano sino la de un artista de verdad.

Children of Men transcurre en una Inglaterra imaginaria en 2027, cuando las mujeres han dejado de ser fértiles y la muerte del hombre más joven (un argentino, caray, a quien llaman Diego Ricardo) es vivida como una tragedia mundial. Por una serie de circunstancias, Theo (Owen) se ve obligado a custodiar a la única mujer embarazada del planeta, a quien debe llevar hasta manos amigas evitando que tanto ella como su criatura caigan en manos de facciones políticas opuestas -y complementarias, como suele ocurrir. El mundo que Cuarón describe no es el nuestro, pero lo que nos separa de semejante panorama es bastante más tenue que los 20 años que nos distancian de la trama. Poder concentrado, persecución de inmigrantes, campos de concentración: ¿no suena a una emisión más de cualquier noticiero?

El artista que es Cuarón percibió dos nociones que me parecen fundamentales para nuestra vida, hoy. En primer lugar, la delgada línea que nos separa de nuestros peores instintos, de nuestro egoísmo transformado en máquina asesina. Y después intuyó todo lo que hace falta para marcar la diferencia, el arma secreta con la que contamos aquellos que confiamos en la buena voluntad de la especie: un bebé. El fruto de uno de nuestros actos más irreflexivos, a quien tan a menudo consideramos como una consecuencia indeseada. Ya hace milenios que los fundadores de una fe comprendieron cuán elocuente es el símbolo del recién nacido: porque nos encarna en nuestro momento de mayor debilidad, y porque revela mejor que ningún argumento cuánto dependemos de la amabilidad de los extraños -gente a la que, cuando crecemos, nos enseñarán a odiar y a discriminar.

La película tiene al menos una secuencia antológica: la que narra cómo la sola presencia de ese bebé motiva un alto el fuego espontáneo entre los soldados y los rebeldes. (Tanto unos como otros imaginaban que ya nunca volverían a ver un bebé humano.) La secuencia es magistral porque revela la reverencia que todavía sentimos ante el fenómeno de la vida, y porque además establece cuán breve es nuestra experiencia de la lucidez, ya que instantes después los hombres regresan a lo suyo, a lo que mejor hacen, matarse y morir.

Ese instante de luz dura lo que una bengala en el cielo, pero a pesar de su brevedad es el mejor argumento que tenemos en nuestra defensa: está claro que somos necios y violentos, pero esa ventana de segundos nos concede el beneficio de la duda. Quién sabe, a lo mejor es posible que alguna vez lleguemos a ser mejores; a lo mejor es posible que alguna vez abramos los brazos a los otros en lugar de cruzarlos sobre el pecho como un cerrojo sobre nuestro corazón.

Hoy mi amigo sabe bien de lo que hablo. Hay veces en que todo lo que hace falta para transformarnos es un bebé celeste.

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24 de noviembre de 2006
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El Boomeran(g)
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