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Dios/a es bueno/a

Seamos honestos: Dios es un poquito nazi. Basta con leer la Biblia. Hay pocos textos en el mundo más abiertamente antisemitas. Los judíos siempre son malos, crueles, ambiciosos, usureros, y quedarían perfectos en una película del Ministerio de información de Goebbels.

Y por cierto, hay pocos libros en que las mujeres estén reducidas tan claramente a las tareas domésticas y reproductivas. Las mujeres de la vida de Cristo, sin ir más lejos, refuerzan los mitos machistas más rancios: María, la Virgen, y Magdalena, la Puta. Durante siglos, la educación cristiana ha inculcado a sus varoncitos esos dos modelos de mujer, de los cuales ellos deducen que están autorizados a acostarse con todas las que puedan pero tener hijos sólo con una, y en cambio, ellas deben escoger entre divertirse y quemarse en el infierno o tener hijos. No disponen de un casillero 3.

Concientes de que la Biblia se pasa un poco de la raya, un grupo de 42 teólogas y 10 teólogos alemanes mayoritariamente protestantes han elaborado una nueva versión de la Biblia que la despoja del sesgo macho-chauvinista discriminatorio que ellos atribuyen a sus anteriores traductores, atenuando y suavizando algunas afirmaciones demasiado contundentes y que puedan herir susceptibilidades. Una Biblia políticamente correcta, digamos, según los criterios del siglo XXI.

Ahora bien, la nueva traducción no parece mucho más sensata que la tradicional.

En el nuevo texto, en vez de llamar a Dios “Él” se le llama indistintamente “Él” o “Ella”, “El Eterno” o “La Eterna”, “El Santo” o “La Santa”, con el probable resultado de que nadie se entere de quién cuernos están hablando. Es cierto que la palabra hebrea para Dios es neutral, pero las particularidades lingüísticas del alemán obligan a determinar el género gramatical, convirtiendo al pobre Dios, en el mejor de los casos, en una especie de hermafrodita. 

Lo mismo ocurre con los apóstoles, que figuran acompañados de “apostolinas” para reducir la carga discriminatoria implícita en que Jesús haya querido a su lado sólo a chicos. Yo voto por establecer una ley de cuotas y nombrar chicas al menos a un tercio de ellos: así, la cosa quedará compensada con sólo introducir a Juana, Petra, Tomasa y Santiaga (por cierto, hay que hacer algo con este nombre horrible, quizá cambiarlo por Guillermina).

Todas esas modificaciones y reinterpretaciones han sido decididas por sectores progresistas de la Cristiandad, tratando de acercar el texto a las preocupaciones de hoy en día, y por lo tanto, de acercar a la Iglesia a un montón de gente que no quiere saber nada de ella. Ahora bien ¿Es eso lo que salvará el mensaje bíblico, sea el que sea? ¿Quedaría mejor aún si cambiásemos algún mandamiento por una ley de igualdad gay? ¿O con un capítulo sobre la inmigración latinoamericana?

Recuerdo que el teólogo de la liberación Gustavo Gutiérrez –el único cuyos sermones he escuchado por voluntad propia y no por obligación familiar- proponía leer la Biblia como si fuese literatura. Cuando leemos una novela, no esperamos que sea verdad todo lo que nos cuenta o que esté expresado desde un punto de vista autorizado. Solo leemos historias que nos hablan de los hombres y su relación con lo trascendente. Y al hablarnos de eso, nos hace pensar al respecto. Creo que ese tipo de lectura puede interesarle incluso a un ateo. Quizá la gente se acercará más a las iglesias católica o protestante cuando sienta que dice algo sobre su vida, algo que por lo visto sí sienten miles de personas en otras confesiones, desde los evangélicos hasta la estrambótica “Pare de sufrir”. Hasta que eso ocurra, da lo mismo que Dios hable como el director de una ONG o como un homófobo empedernido, porque nadie estará escuchando.

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15 de noviembre de 2006
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Un artista de la brocha

Con los pisos que uno habita sucede como con el cerebro en el que uno vive, que se gastan y todo el mundo se da cuenta, pero el último en percatarse es el inquilino. Pude comprobarlo el otro día, al ordenar un montón de papeles entre los que venían unos apuntes de seminario.

El 20 de marzo de 1996 había anotado yo, de la boca de Javier Echeverría, que “el nuevo método, la apagoge, reduce problemas complejos a problemas simples, por ejemplo el problema de la duplicación del cubo resuelto mediante las medias proporcionales (figuras mecánicas)”. Juro ante Dios que no tengo ni la menor idea de lo que este párrafo significa, aunque estoy persuadido de que es de primero de bachillerato.

Exagero un poco. Si me pongo, lo descifro, pero lo que me llama la atención es cómo se me ha oscurecido el cerebro en unos diez años. Sin duda, es ello evidente para cualquiera con quien tenga yo trato, pero no lo es para mí. Me miro el cerebro (le envío mensajes positivos) y me parece a mí el mismo de siempre. No lo es, desdichadamente. Desconchados, nidos de roña, telarañas, raspaduras, golpes, en fin, la señales del uso han de darse tanto en el automóvil como en el seso.

Y así pasaba también con la casa donde vivo, que yo la veía como siempre, pero las visitas ponían caras cada vez más horrorizadas. Hasta que un día, al término de unas breves obras, la situación se hizo imposible porque me pareció advertir unas risas mal disimuladas entre gente de alto standing, y eso sí que no. Decidí pintar.

Como si Hermes me hubiera escuchado, pegadas a la anunciadora de la esquina (un mamotreto en el que mi ayuntamiento exhibe carteles diseñados por un lobotomizado con enchufe) venían las sólitas tiritas con un teléfono y el mensaje: “Pintor con antecedentes, para trabajos suntuosos”. Arranqué uno de los apéndices y llamé sin dilación. Quedamos para el presupuesto.

El pintor, hombre de unos treinta y pico de años, debía de creer que a la hora de encargar trabajos artísticos el aspecto es relevante, así que vino vestido de pintor, a saber, con un mono blanco inmaculado, gorra blanca de visera, blancas zapatillas de tenis y una bellísima placa cosida en el pecho con la leyenda: “Per aspera ad astram”.

Aunque, dado su aspecto postinero, ya había decidido contratarle, comenzó la inspección pre-presupuestaria con paso majestuoso. En todas y cada una de las habitaciones su comentario tomaba ricas entonaciones líricas.

-En este hermoso espacio habría que poner dos colores, digo yo. Crema de castaña y humo, por ejemplo, como un antiguo De Soto, ¿me entiende el caballero?

Aunque una y otra vez le decía yo que no, que ni soñarlo, que blanco y se acabó, y eso se repitió sin descanso, él no cejaba.

-¡Ah, un monumento a la moderna higiene! (esto era en el baño, que mide cinco metros cuadrados) Aquí va a permitirme que le demos dos manos, una de azul ultramarino para la estancia misma, y en el techo, azul Inmaculada.

Como yo había agotado ya toda capacidad de negación y creyéndome el artista más empecinado de lo que en realidad soy, se dirigió a Eva teniéndola, pobre ingenuo, por más dúctil y asequible al halago.

-¡Luz, luminosidad, sinónimo de sabiduría, como bien ilustra el epitafio de Goethe, “luz, más luz”, según dijo cuando corrían una cortina! Vamos a usar aquí (era el aseo) un amarillo budista zen cortado de azafrán...

-Blanco.

-¿Blanco, señora?

-Blanco.

Salió de la casa muy disgustado y maltrecho. Al día siguiente me dejó el presupuesto en el buzón y era de varios millones de pesetas. Cuando le llamé para decirle que como mucho doscientas mil me contestó, casi sin pausa, “de acuerdo, había que intentarlo”, y quedamos al otro día para hacer un plan de trabajo y coger las llaves.

Cuando llegó, traía dos ejemplares del “Hola!”.

-Observe, admirado cliente: la gente de mayor alcurnia usa el color, hoy día se usa el color, es algo moderno y democrático, las estrellas de la televisión y del fútbol así como cirujanos mundialmente conocidos, pilotos de Iberia y otros intelectuales solidarios, ponen siempre dos colores en sus salones.

-Blanco, Luís, blanco.

Su rostro indicaba el profundo dolor que le causaba no poder llevar a cabo un trabajo rigurosamente artístico, algo que pudiera competir con las bellezas habitacionales de Joselín de Ubrique. Pensé en el dolor intenso de los arquitectos en su lucha con los clientes, la angustia de los innovadores contra la burguesía, Soutine destruido por la incomprensión y el alcohol, y como siempre, cedí.

-Bueno, pongamos dos colores en el aseo.

No me besó la mano porque la retiré como un resorte. Con un entusiasmo infantil se despidió alzando un brazo, como si saludara a la multitud.

-¡Sabía yo que usted era un hombre adelantado a su tiempo! ¡Tanto libro ha de haber servido para algo!

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15 de noviembre de 2006
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LO MEJOR DEL POP

Me gustan las listas. Me gustan esas arbitrarias selecciones de las cien mejores películas, las novelas imprescindibles del siglo, los quinientos mejores poemas o las diez mejores rubias de la historia del cine. Acaba de aparecer una lista en la mítica revista Rolling Stone, en la edición española, sobre las doscientas mejores canciones del pop-rock español. Han votado más de ciento cincuenta músicos españoles. Desde algunos de los clásicos del pop hasta los más nuevos entre los grupos más jóvenes e indies de la música española. Me han sorprendido algunas canciones -incluso la ganadora- y me han molestado lo mal colocadas que están algunas de las que más me han gustado en mi vida de roquero y popero a la española.

La primera, otra vez, la inevitable canción emblema de Serrat, Mediterráneo. Considerada por casi todos la mejor canción de la música popular española y a mí siempre me pareció un tanto previsible, bonita, sí, pero acercándose a lo empalagoso y un tanto cursi. De Joan Manuel me gustan otras mucho más, desde Canco de matinada, Paraules d’amor, Conillet de vellut o las de Machado, Miguel Hernández o De vez en cuando la vida.

Después, Chica de ayer de Antonio Vega, Black is black de Los Bravos, Camarón, Los Canarios, Burning -¿Qué hace una chica como tú…?-, Radio Futura, Parálisis Permanente (?) y Paco de Lucía completan los diez primeros.

Los más representados entre los doscientos elegidos son Radio Futura, Kiko Veneno y Alaska. Seguidos por Serrat, Rosendo, Sabina, Manolo García, Antonio Vega, Andrés Calamaro, Los Brincos y Jaime Urrutia. Y la década más representada es la de los ochenta, a bastante distancia de los setenta.

Está claro que yo estaba en otro lado, en otra música sin haber dejado de estar en esta. Sí, yo también pasé de los Brincos a los Bravos, de Los Canarios a Burning o de Kiko Veneno a Sabina, pero no hubiera votado ni en ese orden ni esas canciones.

Una lista de las mejores doscientas canciones y no tiene ni una del primer roquero español, Silvio. El maravilloso y maldito Silvio que se atrevió a cantar en rock a San Juan de la Cruz, el bebedor de anís y fumador de todo, que fue capaz de hacer otra canción roquera nombrando todas las vírgenes de Sevilla.

Una lista sin presencia de Javier Krahe, padre y madre de todas las criaturas interesantes que por aquí han sido desde los años setenta. Una lista sin apenas representación de Albert Plá o de Sisa- apenas una canción en un rincón oscuro de la lista- y sin Kiko Pí de la Serra, sin Raimon, sin Mikel Laboa. Una lista con un solo tema de Lluis Llach. Una lista sin Paco Ibáñez. Y, para ir terminando con alguna de las ausencias que más me molestan, una lista sin Chicho Sánchez Ferlosio no es mi lista. Es más bien tonta. Aunque no llegue a ser estúpida porque al menos, en lugar muy atrasado, en el 173, tiene una de las últimas canciones que mejor definen nuestro pop, ese himno de Astrud llamado Todo nos parece una mierda.

Me voy a tomar en serio el asunto y haré mi lista. Por lo menos los veinte primeros. Pero otro día.

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14 de noviembre de 2006
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Personalidad sobresaliente

No sé yo cuáles son las condiciones para que se den tipos originales, capaces, además, de llevar a cabo empresas prodigiosas. Lo que desde luego sé es que no se producen en España. Sin duda, el lugar donde mejor crecen es la Gran Bretaña. Quizás la lluvia sea un elemento imprescindible para ese raro cultivo. Nuestra particular aspereza los mata de raíz.

El último personaje español de esa categoría tan británica, que yo recuerde, fue Paco Benet, el hermano de Juan. No sólo tenía una cabeza excepcional, sino que organizó la fuga de los esclavos del Valle de los Caídos contando con dos elementos memorables, un automóvil americano de gran cilindrada y una rubia despampanante, la jovencísima Barbara Probst. Su final, muerto en accidente tras dormirse al volante del jeep mientras cruzaba el desierto iraní (se había casado con una princesa de la familia del Sha), guarda una inquietante similitud con el coronel Lawrence, muerto a lomos de su motocicleta Brough Superior.

Me vino Paco Benet a la memoria tras la lectura de un artículo de Anthony Lane, un homenaje a Patrick Leigh Fermor que publicó el New Yorker de finales de mayo. Fermor es el arquetipo del caballero inglés capaz de las más audaces aventuras, como cruzar a pie la Europa de los años treinta desde Londres hasta Estambul, pero también otras empresas para las que se necesita un arrojo de superior calibre, como secuestrar en 1944 al general Heinrich Kreipe, jefe de operaciones de la Wehrmacht en Creta.

Narra Lane en su artículo una conocida escena del secuestro. Fermor y los partisanos griegos conducían al general por los escarpados montes de la isla hacia un escondrijo, cuando el general dejó escapar un suspiro a la vista de las cumbres nevadas y musitó para sí: “Vides ut alte stet nive candidum/ soracte...”. En ese momento le interrumpió Fermor, y continuó: “...nec jam sustineant onus/ silvae laborantes, geluque etc etc”. Ambos se miraron a los ojos y a partir de ese momento el secuestro continuó del modo más educado posible, “usted primero, mi general”, “no lo quiera Dios, usted primero, estimado agente de los servicios británicos”.

Nuestra tierra, reseca, roqueña, rasposa, no da este tipo de caballeros castrenses, pero algunos da en el género eclesiástico. En una ocasión viví una escena similar, cuando Gil de Biedma, espoleado por un comentario sobre la supresión del griego en el bachillerato, comenzó a recitar las primeras estrofas de Iliada y sin mediar aviso le siguió Pere Gimferrer impertérrito. No dejaron de declamar a coro durante todo el trayecto del taxi, que fue considerable. Ambos rapsodas tenían los ojos cerrados y dirigidos hacia el techo del vehículo. Fue muy hermoso.

Del viaje a pie de Fermor se han traducido los dos volúmenes ingleses: El tiempo de los regalos y Entre los bosques y el agua (en la editorial Península), ambos insuperables. Falta el tercero. Nadie sabe si llegará a escribirlo. Fermor tiene en la actualidad noventa y un años. Las restantes aventuras de Fermor aparecerán en su biografía, anunciada para finales de este año.

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14 de noviembre de 2006
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Sting, Karamazov, Dowland: belleza pura

Hacía miles de años que no me compraba un disco de Sting, pero este me resultó irresistible. Songs from the Labyrinth señala el encuentro entre la voz del ex líder de The Police, el laudista Edin Karamazov (apellido karmático, si los hay) y las canciones del isabelino John Dowland, contemporáneo de Shakespeare –y como él, temeroso de que su fe cristiana le valiese el destino de María Estuardo, en tiempos del protestantismo triunfante. Es música que nos transporta a otros tiempos pero no música vieja, porque de sus versos galantes y de su melancolía no se desprende olor a naftalina, sino a eternidad.

En el librito que acompaña la bella edición Sting narra su paulatino acercamiento a la música de Dowland. En 1982, el actor John Bird oyó cantar a Sting en solitario e hizo la mágica conexión: algo en la voz brillante e intemporal del cantante le recordó las obras del músico isabelino, a quien Sting define como “uno de los primeros cantautores” de la Historia. La asociación hecha por Bird intrigó al músico, que se compró una colección de las canciones de Dowland interpretadas por Peter Pears y Julian Bream. Diez años después, cuando la pianista Katia Labeque le sugirió que las canciones de Dowland eran ideales para su voz carente de entrenamiento clásico, Sting ya sabía de qué le estaban hablando. “Y sólo por diversión aprendí tres de las canciones bajo su tutela: Come, heavy sleep, Fine knacks for ladies y Can she excuse my wrongs?, con la bella y exótica Katia acompañándome en el pianoforte en un par de informales veladas musicales”, cuenta Sting. ¿Pueden imaginar la magia de esas veladas, con estos dos monstruos abriendo en el presente una puerta al siglo XVI?

Pasaron más años, hasta que el guitarrista habitual de la banda de Sting, Dominic Miller (dicho sea de paso, nacido en la Argentina: de niño lo llamaban Domingo Miller) le regaló a su jefe un laúd que tenía en su caja el grabado de una rosa en medio de un laberinto. Sting dice que el laberinto es una figura que lo obsesiona, al punto de que se hizo grabar uno sobre el suelo de los jardines de su casa: “Camino a diario por allí, diciéndole a la gente que calma mi mente”. También fue Dominic Miller quien le presentó al laudista Karamazov, nacido en Sarajevo. Al rato de conversar, Karamazov le preguntó a Sting si conocía la canción de Dowland In darkness let me dwell (“Déjenme permanecer en las tinieblas”, un título digno del recientemente fallecido William Styron), diciéndole: “Es la mejor canción que se haya escrito nunca en el idioma inglés”.

Ya habían trabado relación humana y musical cuando Karamazov le confesó a Sting que sus senderos se habían cruzado mucho tiempo atrás. Una vez Sting y su mujer Trudie Styler asistieron a una performance del Circus Roncalli en Hamburgo. Allí vio a un grupo musical que interpretaba el Rondo alla turca de Mozart entre un acto de trapecio y un contorsionista de Mongolia. Sting se sintió tan impresionado, que les mandó preguntar si no querían ir a Inglaterra a actuar en una fiesta de cumpleaños. El mensaje regresó enseguida: el grupo informaba que no actuaría para ellos, porque se consideraban músicos de verdad y no monos que saltaban al oír la voz de comando de un rockero y de su esposa. Karamazov era uno de esos músicos rebeldes.

Finalmente Karamazov acudió a Inglaterra, y Songs from the Labyrinth es el resultado. El disco alterna canciones en la voz de Sting con piezas de laúd en solo, y la lectura de pasajes de las cartas de Dowland: la superposición es encantadora. No dejen de prestarle sus oídos, aunque más no sea traten de bajarse In darkness let me dwell y Can she excuse my wrongs?, donde Sting se desdobla en múltiples voces que crean magia verdadera. (Can she excuse my wrongs? significa ¿Podrá ella perdonar mis errores?, lo cual expresa peculiar ironía, dado que los versos se atribuyen a Robert Devereux, alias Essex, amante de Isabel I hasta que el verdugo lo decapitó –dando respuesta a la pregunta del título.)

Para ponerlo en palabras de otro grande, Caetano Veloso: belleza pura.

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14 de noviembre de 2006
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LA CONEXIÓN ES VIDA

Una reciente encuesta de la empresa Synovate, especializada en estudios de mercado, ha concluido, tras una encuesta a 4.600 jóvenes de 11 países europeos, que “ver a los amigos” constituye la actividad que más gusta. Muchos grupos de jóvenes han creado una suerte de fratría que amortigua desajustes familiares, soledades urbanas y pérdida de gratificaciones en los estudios o en las relaciones de pareja. Frente a la idea del superindividualismo contemporáneo, la fratría, dentro y fuera de la red, devuelve el confortador sentido comunitario a la vida.

La relación no constituye apenas un compromiso al modo de la religión o la militancia pero sí una clase de organización afectuosa y de honor que funciona como una red de socialización en auge y pro parcelas.

Las tribus urbanas que estudió Maffesoli hace años indicaban este nuevo reagrupamiento en espacios donde el planeamiento o el caos urbano no auguraba sino fallas en la conectividad general. El modelo de la contemporaneidad (en el entretenimiento, en la ciencia, en la cultura) tiende, sin embargo, a la conexión y no al aislamiento.

El nuevo mundo cibernético, el e-mundo se sostiene en red, es por naturaleza personal e interactivo, su vida procede de una constante y progresiva interacción personal. No tener lazos con los demás es vivir colgado. El ordenador parece morir cuando se cuelga; se cuelga cuando no conecta. La conexión es sinónimo de vida.

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14 de noviembre de 2006
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PLATH

Blackbird es una revista literaria online. Una revista que se acerca a la literatura con más ideas que emociones. No soy un internauta regular en su sitio pero me habría equivocado si no hubiera hecho mi última visita. Publica un soneto inédito de Sylvia Plath. Nada menos.

Soy uno más entre los lectores de Plath: uno más que no sabe qué opinar de ella. Nadie sabe cómo entenderla ¿Fue su suicidio la prueba última de su fuerza o, al contrario, lo que sirve para comprobar su vulnerabilidad? Pero con relación a sus poemas, no hay duda: es una obra de primer orden. Abrir The Collected Poems es perder la sensación del tiempo. A veces, se me escapan citas por motivos excelentes: Brodksy, Auden, Gil de Biedma, García Lorca (el poeta de Nueva York), los poetas del siglo dieciséis en Francia, Rimbaud y Plath.

Me demoré años en comprar y abrir su novela The Bell Jar. Fui un tonto. Esperaba un milagro de una obra en prosa de una jovencita. Dejé el libro en una habitación de hotel, sin terminar mi lectura. Pero me parece que no se puede perder ni un poema de Plath. Y este soneto lo confirma.

El título es una palabra francesa: "ennui". Cuenta el aburrimiento de Daisy Buchanan, la mujer amada por Jay Gatsby en Gatsby el magnífico de Francis Scott Fitzgerald. La frase que provocó el poema, según la revista Blackbird es "I've been everywhere and seen everything and done everything" lo que se puede traducir por: no me queda nada por descubrir.

Nuestra suerte es que nos queda por descubrir el soneto de Plath. La revista prohíbe cualquier reproducción del texto. Pero nada me impide entregar el enlace para leerlo. La introducción al texto es excelente y, como siempre, me impresiona la técnica de Plath. Tenia cerca de 22 años y ya sabía todo del oficio. Hay un exceso de referencias literarias. Pecado de una jovencita. Pero, por favor, qué manera de moverse entre las emociones de Daisy y apuntar al vacío de su vida sin mancharla, con una especie de compasión.

Empieza burlándose de la gente que adivina el futuro al mirar las hojas de té que se quedan, a veces, en el fondo de una taza. Tengo a mi lado Reading Tea Leaves (Leyendo hojas de té) de un autor anónimo (editorial Pavilion, Londres 1995). No sé muy bien por qué pero acabo de dedicar media hora a comprobar la posible advertencia de un futuro suicidio en la lectura de las hojas de té. No aparece. El suicidio de Sylvia Plath queda, para mí, sin explicación: ella tampoco lo había leído en una taza vacía.

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13 de noviembre de 2006
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LA E-POLÍTICA

La política cada vez interesa a menos gentes y sin importar que el sistema sea democrático o no puesto que la constatación es la insufrible irrelevancia del ciudadano. Un voto cada cuatro años es demasiado poco para inducir a la participación. Y mucho menos para controlar directamente al poder. Es decir, para llamar democrático al sistema. Existen, sin embargo, opciones y medios a mano para corregir esta decepcionante realidad.

En 35 de los 50 estados norteamericanos se puede enviar el voto por correo incluso semanas antes de una consulta electoral como la del día 7 de noviembre. Lo otros 15 estados anuncian que probablemente también admitirán muy pronto esta posibilidad.

Todo norteamericano podrá votar por correo y, en consecuencia, podría hacerse tanto a distancia como en una fecha que no coincidiera con la fiesta marcada. Pronto el voto por correo electrónico se hará extensivo, tan completo y disponible como fácil de ejercer. Consecuente, además, con el nuevo quehacer diario de los usuarios ante la pantalla. Pero siendo así ¿por qué no hacerlo? ¿por qué esperar todo un cuatrienio para votar senadores, diputados, congresistas, leyes sobre el aborto, la eutanasia, la marihuana, el matrimonio homosexual, guarderías, transvases, drogas, ocupación de parques y jardines?

La democracia tiende de representativa a interactiva de acuerdo con la evolución tecnológica y en cuyo oscilante devenir hemos conocido los cambios de vida, de pensamiento, de organización social y de saber común. Ahora vemos que la manifiesta incompetencia de un líder no tiene por qué aguantarse más allá de un tiempo prudencial y cuatro años son como una eternidad. Cuatro años no los aguanta ni un móvil de tercera generación, menos aún un cretino inmovilista. ¿Por qué esperar entonces a consumar ese periodo antes que votar su destitución? De otra parte, ¿por qué esperar aprobar una ley que puede salvar vidas sea a través de las células madre u otra debatible cuestión hasta que llegue el día fijado en un calendario político? ¿Por qué dejarlo además en manos del partido gobernante o de un presidente necio que a la vez puede hallarse en manos ajenas y no se sabe bien en beneficio de qué? Si esas manos son manos ocultas sería más que motivo suficiente para impedirles su continuidad. Si esas manos son precisamente las que se inspiran en el electoralismo, los lectores deben hablar sin intermediación. ¿Por qué no permitirles votar mediante Internet y en cada momento? ¿No aumentaría el interés ciudadano por esta clase de política participativa?

El net-art, el e-bussines, los sites románticos en la red van transformando velozmente la cultura de los sentimientos y los sentimientos de la cultura. ¿Cómo no requerir la urgente transformación de la política y su función democrática? ¿Cómo no impacientarse ante las lurdas, corrompidas e interminables legislaturas de un partido? ¿Cómo no denunciar la represión que la política hace del ciudadano impidiendo las posibilidades electrónicas de su nueva y efectiva interacción?

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13 de noviembre de 2006
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Tony y su reina

La nueva película de Stephen Frears se llama La reina pero bien podría haberse llamado El primer ministro. Porque aunque Isabel II es la que más tiempo aparece en pantalla, su objetivo es precisamente tratar de que no pase nada y fingir que así es. En cambio, el que mueve realmente la acción, el motor de la historia, es nada más y nada menos que Tony Blair.

Ya sabemos cómo es Tony, o al menos como era antes de la guerra de Irak: sonriente como un gato de Cheshire, carismático, informal, el buen chico rico que quiere que lo llames así, simplemente Tony. Estoy dispuesto a creer que el Blair de la vida real se parece a su retrato fílmico en esos aspectos. Pero no en todos los demás.

Para empezar, me cuesta creer que Blair llega a su primera cita con la reina y sus primeras palabras antes de entrar son “estoy nervioso” ¿Nervioso? ¿Tony “vamos-a construir-la-tercera-vía-y-dar-un-ejemplo-al-mundo” Blair? ¿Tony “créanme-hay-armas-de-destrucción-masiva” Blair? ¿Tony “Gordon-Brown-siempre-ha-sido-como-un-hermano-para-mí” Blair? ¡Por Dios, ese hombre es capaz de mirar a la cámara, jurar que la luna está llena de terroristas y promulgar un impuesto para invadirla, todo con una sonrisa! ¿Y Frears trata de convencernos de que se puso nervioso por ir a ver a la viejita?

Pero concedamos que ese Tony bisoño y juvenil aún estaba impactado por la Reina de Inglaterra. Digamos que es verosímil. Lo que resulta más difícil de tragar es este Tony que mira la tele con la familia y cena con los chicos, revolviéndoles el cabello y quejándose de que se ha quemado el pescado. Este amo de casa que friega los platos y hace huevos fritos. Este primer ministro que tiene en casa una guitarra eléctrica y peluchitos de dragón. Este chico bonachón al que sólo le falta llevar a los niños al colegio en bicicleta. Tras verlo, uno piensa que lo de ser primer ministro inglés te agobia menos que un medio tiempo como cajero del supermercado.

Y en realidad, así debe ser. Porque cada vez que aparece en la oficina, el Blair de esta película está viendo la tele. O preparando un discurso para la tele. O hablando sobre cosas que se han dicho en la tele. Y cada vez que aparece en su casa, está pensando en la corbata que debe usar o ajustándose los gemelos. El gobierno según Frears no es muy distinto que animar un programa de concurso, aunque supongo que esa es la parte más realista de la película.

Por eso mismo, y porque el Blair real y el de ficción conocen al dedillo lo irreal que es la realidad, lo más inverosímil de este Tony es que, mientras sus asesores se felicitan por el crecimiento de su popularidad, él está tratando de salvar a la reina. Si al menos fuese un verdadero manipulador, tendría sentido. Pero Tony está realmente embobado con su soberana. Hace todo lo posible por mejorar su mala imagen, y cuando le preguntan por qué, responde con aplomo: “no me gusta cómo la están tratando”.

La verdad, la reina se merece que la sacudan. Es indiferente al dolor de todo un país y frívola en el manejo del Estado. Les impide a sus nietos ir a buscar el cadáver de su propia madre y les oculta información sobre su muerte, que no es poca cosa. Cuando los chicos deberían estar de duelo, los manda de caza. Pero si no creemos que esta mujer es una miserable sin sentimientos, se debe por un lado a la portentosa actuación de Helen Mirren, y por otro, a que Tony Blair se despacha ante sus asesores con un discurso sobre lo difícil que es la situación de la reina y lo digna y grande que ha sido ella durante 50 años desempeñando su compleja misión (que consiste la mitad del tiempo en tomar el té). Nadie entiende por qué él la quiere tanto, pero nosotros sí: es que además de guapo, simpático, listo y confiable, Tony es bueno, generoso, comprensivo, y echa de menos una imagen materna.

Supongo que la película hace un fiel retrato no de Tony Blair, sino de la imagen que él tiene de sí mismo. En todo caso, la reina lo cala mejor que su propia esposa. Y uno de los mejores momentos de la película ocurre cerca del final, cuando ya medio mundo la odia a ella y lo ama a él, y ella le dice:

-Algún día, a usted le ocurrirá lo mismo.

Sabias palabras, mi reina.

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13 de noviembre de 2006
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UN CABALLERO INFRACTOR

Dice José Manuel Caballero Bonald en un poema de su último y tan vigoroso libro de poemas, Manual de infractores, que, con el tiempo, de todo lo que amó solo van quedando “rastros, marañas, conjeturas, pistas dudosas, vagas informaciones”… y entre los ejemplos quedan los prolijos fantasmas de “un memorable lupanar de Cádiz, una mañana sin errores ante la tumba de Ibn’Arabi en un suburbio de Damasco, el cuerpo de Manuela tendido entre los juncos de Doñana, aquel café de Bogotá” y unas cuantas cosas más. “Unas cuantas cosas así de simples y soberbias”.

En unos días jerezanos de noviembre hemos tenido la fortuna de acompañar al poeta, narrador, memorialista y al que mejor entre los escritores españoles nos supo acercar al vino y al flamenco. Esas compañías de la mala vida que tanto y tan bien conoció y frecuentó Caballero Bonald, esas incorrectas maneras, esas indisimuladas pasiones que poco adecuadas parecieron a los académicos de la lengua. No permitieron que entre ellos se sentara un confeso prostibulario como Caballero Bonald. No, no creo que fueran esas las razones. Al menos no las principales. La Academia de la Lengua, otra cosa no, pero de prostíbulos, lupanares, izas y rabizas sí tenía grandes expertos. A la cabeza durante muchos años estuvo el bueno de Dámaso Alonso, poeta puro y felizmente impuro ciudadano. Buen aficionado a discretos prostíbulos y alcoholes fuertes. Ninguna de esas aficiones le fueron ajenas al Nobel y académico Cela. Pasiones burdelescas de las que no se libraban ni los poetas más cercanos al régimen de Franco y Fraga Iribarne. Es memorable el recuerdo de un día de burdeles, de lupanares gaditanos, más exactamente jerezanos, que recuerda Caballero en su primer libro de memorias, Tiempo de guerras perdidas. La juerga de alcoholes y lupanares que vivió un joven Caballero Bonald, tuvo dos nombres de mucha seriedad en la intelectualidad del franquismo, Leopoldo Panero y Luis Rosales. En los líos de las tabernas y las casas de lenocinio perdieron al poeta Panero. No recordaban en qué garito, en qué antro del largo día con su noche pasaron nuestros poetas, que esperaban el barco para Cuba. Encontraron al poeta de Astorga en uno de aquellos afamados lupanares y con ningún deseo de abandonar el lugar donde tantas atenciones había recibido. Eran otros tiempos, otros modos, otros fantasmas que  siguen acompañando la excelente memoria de este escritor que, con su lúcida costumbre de vivir, acaba de cumplir ochenta años sin el menor deseo de dejar ciertas y queridas insumisiones. Se han dicho muchas cosas en estos días de congreso en torno a Caballero Bonald. Se ha publicado una excelente edición de sus prosas dispersas, que al fin están unidas en tres hermosos tomos al cuidado de Jesús Fernández Palacios.

Y los que pretendan acercarse a la vida del escritor, los que quieran recorrer su iconografía, acercarse a su correspondencia o volver a los sórdidos recuerdos de un ministro franquista llamado Fraga Iribarne -una carta al poeta cargada de amenazas y mentiras que no tiene desperdicio- o cotillear entre las fotos de los tiempos en que los poetas de su generación no por nada fueron llamados la “generación del alcohol”, los que quieran recorrer esa historia civil, de lo vivo a lo contado, de Caballero Bonald, que consiga el excelente catálogo que ha coordinado otro poeta gaditano, otro narrador del sur, el más elegante de los herederos intelectuales de Caballero Bonald, Felipe Benítez Reyes. Una suerte poder acercarnos a cosas así de simples y soberbias.

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13 de noviembre de 2006
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El Boomeran(g)
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