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Reportaje ingenuo

Sabía yo que aquel iba a ser un entretenido viaje en autobús porque al subir al 58 en la plaza Cataluña, que es final de trayecto, la conductora, una agradable gordita de treinta y tantos años, me saludó con afecto: “!Hola, chato!”. Siendo yo un caballero, respondí: “¡Hola, prenda!” y me senté la mar de contento.

Subió una dama apersonada, de larga melena castaña y traje sastre con cuellecito de visón, y quiso pagar el billete con uno de cien euros. Risas de la conductora: “¿Pero cariño, te crees que esto es el Banco de España y su inmenso caudal? Anda, anda, busca algo más pequeño”. Ante la desolada negativa de la dama (o bien muda, o bien alemana) y la imposibilidad de lanzarla al vacío, le aconsejó quedarse allí de pie hasta reunir el cambio. Y allí se quedó, escuchando los comentarios de la conductora y aguantando los improperios de los que subían, parada tras parada, sobándola apreciativamente.

Cuando íbamos por la calle Aribau hacia el norte, entró un señor cojo. Quizás más bien, renqueante. Estuve a punto de cederle el asiento, pero me retuvo el gesto de ansiedad de la señora sentada frente a mí. Esperé acontecimientos y, en efecto, la señora chistó, dijo “¡Eh!” y “¡Señor, señor!”, hasta que el cojo le hizo caso. Los gestos de la señora señalando su asiento eran casi obscenos, pero salvados por la buena voluntad.

El cojo se acercó a la señora y la retuvo por el hombro con una mano nervuda y poderosa. “No se levante, buena mujer, no es preciso, no soy un tullido”. Iba ya la señora a disculparse cuando ante la estupefacción general porque hablaba muy alto y con una cremosa voz de barítono, el renco le dijo que entendía perfectamente su compasión, que le sucedía con suma frecuencia, que él aceptaba de buen grado la bondad de la gente y muy especialmente de la gente catalana, que le habían cedido asientos en Bilbao, en Cádiz, en Valladolid, en ciudades europeas varias, pero nunca con tan exquisita educación como en Barcelona, pero que nunca los había aceptado no por arrogancia sino por convencimiento. Y luego siguió explicando con minuciosa exactitud su operación de rodilla y las causas de que, aunque renqueaba, no podía ser considerado cojo, “oficialmente cojo”, decía, lo cual es una minusvalía y entra en capítulo distinto de la seguridad social.

Le interrumpió un murmullo general de los viajeros que yo sólo pude entender al volver la cabeza. Todos estaban mirando por la ventanilla con cara expectante. A la derecha y junto a una moto tumbada giraban las alegres luces de dos coches de la policía y una ambulancia, parecía una tómbola. Me preparé anímicamente para ver el muerto, pero nos encontramos con un motorista muy mareado y contuso a quien los agentes, en lugar de multar brutalmente, daban golpecitos en la espalda, palmeaban amorosamente para quitarle el polvo del traje y no le atusaban el pelo porque venía rapado. No con menos cariño he visto almohazar a un caballo.

Dado que la conductora se había detenido a inspeccionar la escena del crimen y bajado del autobús para intercambiar opiniones con la guardia urbana, reemprendimos la marcha un poco más tarde al alegre grito de: “Así es la vida. Que no cunda el pánico. No ha sido nada. Venga, criatura, toma tus cambios, tó liquidao”.

Y entonces, girando un poco la cabeza, se dirigió al operado de la rótula como si fuera su madre: “¡Pero quieres dejar a esa pobre mujer en paz, so tullío!”. El renco salió disparado, pero muy digno, y se apeó en la siguiente no sin antes dirigirse al pasaje con un hermoso envoi: “!Agradezco sus atenciones al pueblo catalán! ¡Nunca os olvidaré!”. Todos respiramos.

Poco después me tocó el turno de abandonar la nave y lo hice a regañadientes porque no es frecuente sentirse como en casa junto a cincuenta personas y a treinta por hora y tras rozar la visión de lo macabro que es nuestro destino. Me faltó un pelo para lanzar otra despedida tan o más verbosa que la del tullido, pero me contuve. Ahora me arrepiento porque no puedo escribirla aquí y era muy buena.

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21 de noviembre de 2006
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El «PORTABLE» DE TOMÁS ELOY MARTÍNEZ

Odio el concepto de «portable», palabra inglesa referida a lo que se puede llevar cómodamente. El «portable Faulkner» o el «portable Hemingway», aquellos libros cocinados con extractos para traer un poco de todo sobre el mundo ficticio del maestro de Oxford, Mississippi, o sobre las invenciones literarias de «Papa», al final no entregan nada a su lector. Un «portable» es la visita apresurada de la casa construida por un autor, mirando el dormitorio desde afuera, sin entrar al sótano o al ático y sin abrir los armarios. Vemos la casa, sí; pero no más que cualquier mozo trayendo las compras del cibermercado.

Entonces al descubrir La otra realidad de Tomás Eloy Martínez (publicado por el Fondo de Cultura Económica en Argentina) mi primera reacción fue de rabia: otro «portable». A mí nadie me engaña con la palabra «antología» sobre una tapa. Este libro era el «portable» de Tomás Eloy Martínez. Y el mundo hispanohablante no necesita «portables». Así que me demoré meses antes de abrirlo. No hay duda, «portable» lo es, pero es uno necesario. Mejor dicho, se trata de un claro caso de sinergia: el conjunto del libro es algo más que la suma de sus partes.

Una profesora, Cristine Mattos, es responsable de la selección de los textos. En su prólogo destaca de Tomás Eloy Martínez «la imprecisión de los límites entre su ficción y la historia» y el libro lo demuestra de manera estupenda. Tomás Eloy Martínez es a la vez periodista y novelista. No es a veces uno y a veces otro. Santa Evita y La novela de Perón son muy buenas novelas. La primera tuvo una acogida fuerte en Francia. Pero ambas me parecían novelas históricas de una gran habilidad, un producto apartado de lo que es la otra actividad de este hombre al que encuentro de vez en cuando en la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI).

¡Que error! La otra realidad muestra cómo el grano de la escritura no cambia entre las novelas y los artículos, pues tenemos aquí a un autor que capta de manera espontánea la dimensión novelística de la vida. Es algo mucho más honesto y sincero que lo que hizo Mailer en su época, cuando creó el concepto de la faction, mezcla de facts (hechos) y de fiction (ficción). Desconocía el texto sobre Mailer titulado Autobiografía de un perdedor que es, para mí, la victoria por KO de Tomás Eloy Martínez sobre Norman Mailer. A pesar de multiplicar los libros, el escritor norteamericano nunca recuperó «el reino perdido de la literatura» y su verdugo argentino lo demuestra muy bien.

La otra realidad reproduce un texto luminoso: «Periodismo y narración: desafíos para el siglo XXI». Es muy conocido y se encuentra en la biblioteca en línea de la fundación. En cambio, no se encuentra otro texto muy comprometido sobre la literatura argentina, El canon argentino, que se publicó hace diez años. Tomás Eloy Martínez entrega sus favoritos después de la generación de los Borges, Bioy Casares, Cortázar y Puig. Son: Juan Gelman, Néstor Perlongher, Enrique Molina, Olga Orozco, Juan José Saer, Amelia Biagioni, Rodolfo Walsh, Osvaldo Soriano, Ricardo Piglia, Juan Martini, Tununa Mercado, Andrés Rivera, Eduardo Belgrano Rawson, Héctor Tizón. La omisión no importa tanto: aquí estamos en el territorio de la literatura y Tomás Eloy Martínez es un bandolero que actúa en la frontera de la literatura y el periodismo. «Todo hombre, escribe, está en perpetuo estado de viaje». Ahora sabemos por dónde camina él: por la trocha del contador de la otra realidad.

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20 de noviembre de 2006
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FUMADORES SIN RESUELLO

Una desconsuelo difícil de mitigar sufrimos todos cuando en una reunión de antiguos colegiales comprobamos que parecemos los más viejos del grupo. La constatación contraria también nos desconcierta e incluso nos incomoda pero ¿cómo no sentir ilusoriamente a través de ella que al cabo del tiempo ha surgido un dedo divino que nos elige para la esperada longevidad?

¿Para la eterna juventud también?

La experiencia de subir las escaleras del Círculo de Bellas Artes, hasta el cuarto piso, apremiados porque el acto acaba de comenzar, demuestra entre parejas y compañeros el presunto nivel de vigor en que se halla, más o menos, cada uno. Dos o tres llegan al último peldaño con la respiración relativamente controlada pero otros jadean de forma alarmante y claramente inconfortable para el sentir de los demás. No sólo culminan la esforzada ascensión cargando miserablemente con sus huesos y músculos sino que prolongan la tremenda pérdida del resuello muchos minutos más, en los que se escucha ya sentados en la fila de butacas los complejos problemas de la maquinaria bronquial para abrirse paso hacia la supervivencia. Estas personas, en la década de los cincuenta o de los sesenta, suelen ser fumadores o residuos de fumadores, irremediablemente raídos por los desperfectos del humo, víctimas de un hábito social antiguo al que han añadido, más recientemente, una desafiante contumacia personal que sin remedio les confiere su minusvalía antes de hora. No trato, desde luego, de componer ningún discurso higiénico-moral. Se trata aquí de una lamentación o una pena sobre esos cuerpos queridos y prematuramente marchitos. Y también de una desaforada indignación porque ¿cómo persistir hoy, cuando la información sobre su daño nos abraza y nos abruma, en la cretinez de un hábito tan penoso y criminal?

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20 de noviembre de 2006
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Deslizándose sobre la superficie de las cosas

No me extrañaría que le diesen el Oscar, porque Hollywood funciona de esa manera: tratando de compensar omisiones aunque eso implique premiar filmes o actuaciones que distan de ser las mejores obras de los artistas en cuestión. Pero Oscar o no Oscar, The Departed seguirá siendo una de las películas más flojas de Martin Scorsese. Sin ser un fan ni un entendido en cine de Hong Kong, prefiero largamente la película original, Infernal Affairs, porque no tenía otra pretensión que la de ser lo que es: un policial entretenido, construido sobre una trama alambicada que en esencia disimula la ausencia de otra sustancia que vaya más allá del deseo de divertir al espectador. Pero Scorsese no puede permitirse ser ligero, y le agrega al cóctel ingredientes que no estaban y que por cierto, el relato no necesitaba: por ejemplo la intención de propiciar actuaciones memorables (Nicholson lo intenta, Di Caprio también), que en general redunda en sobreactuaciones porque los personajes carecen de riqueza o profundidad alguna; o la invención de un pasado para sus protagonistas del que poder colgar las nociones de culpa y de redención a las que es tan afecto.

Por supuesto, no estoy diciendo que la película sea mala. En el contexto actual de Hollywood, The Departed es un lujo. Hay momentitos brillantes de Nicholson y dos papeles pequeños pero rendidores para Alec Baldwin y Mark Wahlberg. La edición de Thelma Schoonmaker, cómplice histórica de Scorsese, es más filosa que nunca, y las canciones elegidas comentan la trama con la elegancia de siempre. Pero más allá del buen rato que proporciona mientras dura, una vez que The Departed acaba también termina su presencia en el alma. Al menos en Cape Fear, la remake que hizo del original de J. L. Thompson, Scorsese daba una vuelta de tuerca al cuento al sugerir que el bueno de la película era un abogado corrupto y que esa corrupción no era ajena al destino de violencia que golpeaba a su puerta. Pero The Departed no le agrega nada a Infernal Affairs. Si oyen por ahí que la película reflexiona sobre el tema de la identidad, o sobre la delgada barrera que separa la ley del delito, no lo crean: The Departed no reflexiona sobre nada, es apenas un juego de espejos que se consume en sí mismo.

¿Se acuerdan de Mean Streets, la película que lo puso en el mapa a comienzos de los ’70? A veces creo que toda la filmografía de Scorsese puede interpretarse a la luz de los personajes de aquel film. Mientras el que dominó su alma fue Charlie, el personaje de Harvey Keitel, sus películas valieron la pena: en aquel entonces Scorsese vivía en una tensión insoportable entre sus deseos de hacer buena letra y su propensión a la violencia y a los excesos, entre la omnipresencia de sus afectos y su incapacidad de comprometerse emocionalmente, entre lo inasible de la redención buscada y la aplastante realidad de la culpa. El Travis Bickle de Taxi Driver y el Jake La Motta de El toro salvaje y el Henry Hill de Goodfellas son hijos de esa misma tensión. Pero cuando en el alma de Scorsese empezó a primar Johnny Boy, el personaje que en Mean Streets interpretaba un jovencísimo De Niro, sus películas empezaron a irse en picada. Johnny Boy es un personaje desatado, que sabe que se encamina sin desvíos ni dilaciones hacia su autodestrucción y aun así no puede hacer otra cosa que apretar el acelerador. Charlie es consciente de que el sufrimiento es parte esencial de la vida, y lo asume como quien carga con su cruz; Johnny Boy huye del sufrimiento como de la peste. Después del dolor que parece haberle producido el proceso de creación de sus obras mayores, Scorsese parece determinado a ya no sufrir más. Algo similar a lo que le pasó a Brando después del Último tango: habiéndose asomado al abismo del alma, el pobre Marlon no quiso visitarlo nunca más –aun al precio de no volver a hacer una película decente. 

Con Gangs of New York, con El aviador y con The Departed, Scorsese filma cada vez más de la manera en que Johnny Boy vive: a mil por hora, deslizándose sobre la superficie de las cosas, como si su único deseo fuese el de poner fin a este tormento.

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20 de noviembre de 2006
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Amor sin sexo

Historia de amor prototipo de comedia romántica: chico conoce chica. Al principio parecen totalmente opuestos pero sabemos que se van a enamorar. Quizá él es pobre y ella rica, o él es tonto y ella intelectual, o compiten por el puesto de trabajo. Pero luego, en efecto, se enamoran. Durante un rato se resisten a admitirlo, hasta que el amor puede más que ellos y se rinden a sus sentimientos. En una escena con violines, se entregan a un sexo pleno, incommensurable y pletórico, tan maravilloso que confirma lo que sienten (los violines son opcionales). Luego ocurre algo que los separa momentáneamente, pero al final, comprenden que no pueden vivir el uno sin el otro y se vuelven a reunir, esta vez para siempre. Créditos finales.

Pues bien, tengo malas noticias: la vida no es así.

En la vida real, de hecho, nunca hay violines. Si nos gustan las comedias románticas estúpidas es precisamente porque no nos muestran las cosas como son sino como nos gustaría que fuesen. Pero hay películas que sí lidian con sentimientos reales, como la última de Cesc Gay, Ficción, o la de Rodrigo García, Nueve Vidas.   

Cesc Gay se está convirtiendo discretamente y sin aspavientos en el gran cronista de las relaciones personales del cine español. Ficción quizá sea el retrato de la mitad de la población alrededor de los cuarenta años. Chico conoce chica. Chico está casado y chica también. No empatizan especialmente, ni suenan campanas cuando se conocen, tampoco se odian. Coinciden con frecuencia. Hablan de todo y de nada. Ambos están descontentos con su vida, aunque no ofrecen grandes discursos al respecto. Cada diez minutos aparece Javier Cámara y, diga lo que diga, el público se troncha de risa. Aparentemente, no ocurre nada. Pero sabemos que se están enamorando.

A partir de los treinta años, cuando la vida de la gente se estabiliza, las historias de amor se convierten en eso. Dos personas saben que se comunican de un modo especial. Saben que quizá, en otras circunstancias, todo sería diferente. Pero las circunstancias son las que son. Y ambos han tenido sexo suficiente como para entender que no es eso lo que buscan. Hace cincuenta años, en una sociedad represiva, se habrían ido a la cama. Pero ahora vivimos en una sociedad solitaria. Es más difícil encontrar alguien con quién hablar que con quién follar. Gay –y el notable elenco de su película- son un prodigio de contención. Las cosas están ocurriendo en el interior de ellos, que es donde suelen ocurrir. Lo difícil es conseguir que eso se note en la pantalla. Y se nota.

Lo mismo ocurre con Nueve vidas. El amor aquí no es tratado como ese lugar en que se encuentran dos almas, sino como el ring de box en que se enfrentan. A muerte. Las mujeres que retrata la película no pueden vivir con su amor, pero tampoco sin él. Y no solo hablo del amor romántico. Pero sobre todo de él. Muchas veces, frente a la pantalla, nos preguntamos por qué esa mujer no simplemente se aparta de esa otra persona. El problema es que tampoco ella lo sabe. Sólo sabe que no puede resistirse.

El amor en ambas películas es como un instinto animal. No necesariamente hace felices a sus poseedores, pero es imposible que prescindan de él. Tratan de vivir con él como puedan, y de hacerse el menor daño posible. El amor nos convierte en monos con metralletas. Quizá por eso es nuestro juguete rabioso favorito.

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20 de noviembre de 2006
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Las guerras de Oriente

Si he de ser sincero, no podría explicar los cambios tan acelerados que se han producido en el arte de la guerra estos últimos dos siglos. A veces uno tiene la impresión de que su degeneración data del derrumbe provocado por la carnicería de la Primera Guerra Mundial, rematado por los alemanes durante la Segunda. Una vez reducidos a escombros todos los principios mantenidos a trancas y barrancas por la sociedad estamental, ya fue imposible recuperarlos, de modo que las campañas militares americanas han sido un desastre desde Vietnam hasta Irak, no por falta de capacidad bélica, sino por crasa ignorancia. Que el conocimiento sea un factor esencial en la guerra, me parece un poco desconcertante.

Como en una película a cámara rápida puede uno retroceder a la colonización británica de oriente medio y a la figura del coronel Lawrence como ejemplo supremo para constatar que todavía quedaban soldados capaces de comprender lo que les separaba y unía con los árabes. Gente que nunca emprendería una acción bélica sin conocer antes intensamente el lugar que iban a pisar y la gente con la que se las iban a tener.

Un poco antes, la cinta nos haría ver a Napoleón en 1798, cuando todavía era Bonaparte, durante la campaña de Egipto, una de las primeras invasiones propiamente coloniales. Tomo los datos de Sudhir Hazareesingh. El joven general viajó acompañado por un séquito de ciento sesenta sabios. En los siguientes seis meses organizó los servicios sanitarios, estableció el correo postal, racionalizó el cobro de impuestos, un grupo de geógrafos estableció la primera cartografía del territorio, sus arqueólogos descubrieron la canalización que unía por vía fluvial el Nilo con el Mar Rojo, obra de Ramsés II, los grabadores y dibujantes prepararon los gigantescos álbumes de bajorrelieves con los que todavía trabajó Degas cuando era estudiante de Bellas Artes, y así sucesivamente.

Por cierto que tuve ocasión de ver esos álbumes en la Bodleian gracias a Jean Seznec. Eran tan grandes y pesados que debían manejarlos dos personas. La belleza de las láminas es indescriptible y la línea no había perdido absolutamente ninguna definición, ni se había atenuado el cromatismo. Según me dijo Seznec, sólo se conocen seis ejemplares localizados en bibliotecas públicas. Es posible que queden otros tantos en colecciones privadas.

A pesar de que Bonaparte no pudo mantener tan benéfico principio durante mucho tiempo, desde su llegada había establecido (y así lo escribió a sus colegas revolucionarios de Toulon) que: “Le militaire qui signe une sentence contre une personne incapable de porter les armes est un lâche”. Ciertamente, éste era el Bonaparte que ganó el corazón de Stendhal, no el Emperador que todo el mundo aborreció y que es uno de los inventores de la guerra totalitaria y las masacres de civiles como la de Jafa.

Me parece escandaloso que en esa raquítica alianza de civilizaciones que se ha inventado el gobierno español, sólo aparezcan recomendaciones como la producción de películas con protagonista árabe positivo y otras majaderías. No sólo se acude a lo más ramplón de la cultura occidental, sino que ese plan preparado por cien talentos está escrito desde una evidente, humillante y estúpida conciencia de superioridad sobre aquellos con los que pretende aliarse.

Ese plan ni siquiera es Disney. Es “Garbancito de la Mancha”, aquel intento de españolizar a Disney desde una corrala.

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20 de noviembre de 2006
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CHICHO Y LOS BURGUESES

Me han aconsejado que no “entre” en las discusiones, los acuerdos o desacuerdos de los “blogueros” ya sean simpáticos, dementes, “ferdydurkianos” o benetianos. Como soy un pequeño burguésilustradoacratoide -mucho más que otros ismos- y un tanto desobediente, pues cambiaré mi intención de hacer mi  lista  y hablaré de Chicho Sánchez Ferlosio y los burguesitos. Ayer no di la cara porque seguí al pie de la letra aquel viejo deseo de Chicho: “hoy no me levanto yo”. Y no me levanté. Sé que otros escriben tumbados. Yo no hago esas cosas.

La verdad es que me gusta esta tribu, esta galería de tipos/as raros que escriben en este sitio. No serán muchos, pero son curiosos. Así, esto no va contra Adela, que me cae muy bien sobre todo por su última confesión y su voluntad de ser imbécil. Otros lo conseguimos sin mucho esfuerzo. Pero sí va contra la idea de Chicho como burgués o pequeño burgués. No lo era. Y ciertamente fue una pena que no lo fuera un poco más. ¿Se imaginan el mundo de la literatura, del pensamiento, de la pintura, el cine sin los burgueses, pequeños o grandes? Simplemente es inimaginable. Quizá en la música, al menos en la música popular, en el folklore y en el rock sí se podría escribir una importante historia sin la presencia de la burguesía. Sin los burgueses no se escribe ni la historia de la revolución. Es decir, sí, que es posible que Chicho fuera un burguesito. No me gusta el "ito". No creo que las suyas fueran cancioncitas. Algunas me parecen de lo mejor de nuestra música y letra. Y su vida, tal como entendemos la vida de los burgueses, de los hijos de fascistas o liberales, pues Chicho no fue un modelo de burgués, ni pequeño.

Usted que le quiso tanto sigue diciendo que fue un burguesito anarquista. ¿Eso qué es? ¿Dónde está la parte mala? ¿En burguesito? ¿En anarquista?... Que sus canciones le parecían cancioncitas muy bien. Pero que le parezca mal que las escucharan los universitarios hijos de burgueses… no lo entiendo. ¿Le parece mal que un hijo de burgués cantara aquello de que si cantara el gallo rojo otro gallo cantaría? ¿Era más propio que cantaran La vida sigue igual?... Es lo mismo; sabíamos que las dos cosas eran mentiras. Eran canciones, una más que otra.

Chicho, ese burgués sin dientes que cantaba en las calles, en los cafés, que pasaba la gorra, que se ganaba la vida solo o en compañía de su amiga. Ese burgués disfrazado de clochard que seguía haciendo su vida, sus inventos, superviviendo en pequeñas casas, pasando de posesiones familiares, buscando improbables mecenas para sus inventos imposibles. ¿Chicho burgués? ¿Chicho ácrata de la facción de Agustín García Calvo?  ¿O de los disidentes que hablaban latín? No me río de sus opiniones. Simplemente que Chicho, mientras el cuerpo aguantó, disimuló mucho ese espíritu que usted descubre de burguesito. Lo que no podía es dejar de ser hijo de su padre, hermano de su hermano y de su hermana. Ni pudo, ni quiso.

Me encantaría volver a ser aquel universitario que seguía a Chicho allí donde cantara. Pero la nostalgia no es lo que fue y además es imposible.

Otro día haré mi lista.

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17 de noviembre de 2006
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FRIEDMAN

Da una idea del peso de la economía como rama de las ciencias humanas la discreción que acompaña la muerte de Milton Friedman. Nada que ver con la muerte de un Foucault o, más cerca de nosotros, de un Derrida. Pero hay que reconocerlo: hubo dos grandes economistas en el siglo veinte. Dos personas que modificaron la manera de entender la dimensión económica y financiera de las actividades humanas: John Maynard Keynes y Milton Friedman. Ambos crearon paradigmas, es decir visiones tan compartidas que se utilizaron tanto para implementar políticas como para dar cursos en universidades.

Keynes fue el hombre que propuso una manera de salir de la crisis de los años veinte: con un papel más fuerte del Estado en la economía. Su herramienta se llama «multiplicador de inversión». La biografía de Roosevelt escrita por Conrad Black demuestra de manera contundente que lo que utilizó EE. UU. para combatir la crisis del 29 no fue una politica «keynesiana», pero no importa. Keynes fue el visionario de las nuevas políticas económicas y del sistema financiero internacional coronado por el FMI.

Por su parte, Friedman fue un hombre que propuso una solución para salir de la mezcla de estancamiento e inflación de los años setenta en varios países occidentales: con una presencia reducida del Estado dentro de la economia. Su herramienta se llama «control de la masa monetaria». Varios trabajos de Robert Solow (Nobel de Economía, como Friedman) demuestran de manera contundente que lo que utilizaron tanto Margaret Thatcher en el Reino Unido como Ronald Reagan en EE. UU. no fue finalmente una política «monetarista» sino viejas recetas de Keynes, pero no importa. Friedman fue el visionario que consiguió acomodar en un planteamiento único el funcionamiento de la economía real, donde se venden y se compran cosas, con los circuitos financieros.

La figura de Friedman fue odiada por todo lo que pinta algo de izquierdismo en el mundo y creo que esto explica su discreta salida y la ausencia de artículos mayores en la prensa latina. Nunca se considera a la economía, que es una parte fascinante del pensamiento humano, como a la historia o a la psicología. La ciencia económica vive bajo la sospecha de ser una herramienta para los empresarios, los más ricos, y los jefes de gobierno.

Hice mis lecturas de necrológicas de Friedman por la mañana y descubrí en el San Francisco Chronicle un excelente artículo que establece la buena fe del economista: en este caso, reconoce que Reagan no utiliza sus teorías en su supuesta política del «reaganomics». El mejor artículo de la prensa anglosajona lo publica el Times de Londres a pesar de demostrar así la pérdida de liderazgo del inglés Keynes. El Financial Times es aburrido. El New York Times ofrece una escritura de suma fluidez para hablar de políticas y de teorías.

Ahora bien, explico lo que quiero decir: la economía es la fuerza más importante de nuestras sociedades, pero seguimos utilizando nuestras lecturas sobre la historia o la sociología para decir lo que pasa. Al final, ganan los empresarios, los más ricos y los jefes de gobierno. Es lo que se lee en todas las novelas: los que ganarán son los que ya ganaron.

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17 de noviembre de 2006
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Instrucciones para entrar en EE. UU.

Pida una visa. Esto tomará un tiempo. Si reside fuera de su país, por ejemplo en España, tendrá que pedir una cita por teléfono. No es un diálogo difícil pero es largo, porque le contesta una grabadora. Le cobrarán por cada segundo que permanezca a la escucha, y por supuesto, la opción que necesite escuchar siempre será la última. Al final, conseguirá una cita para un mes o dos después. Ese día, llegue muy temprano, porque va a salir muy tarde. Desayune bien. Si va a pedir la visa con su pareja, y su relación no es buena, mejor no asista. Si lo hace, lleve pruebas de que tiene dinero, propiedades, hijos o todas esas cosas juntas. Demuestre que tiene mucho que perder si opta por quedarse en EE. UU. Si tiene algún pariente que ya vive ahí, ocúltelo. Aun así, es posible que le nieguen el visado por criterios misteriosos. Quizá se lo nieguen en la ventanilla, pero quizá le dejen soñar una semana antes de rechazarlo por correo. Por cierto, en ese caso, no le devolverán los cien dólares que le han cobrado por hacerle el favor de tramitar su rechazo. Pero si consigue la visa, no piense que ya está. Es hora del segundo paso.

Al comprar los billetes aéreos, le pedirán todo tipo de información. Lo más recomendable será que les fotocopie su pasaporte con todas esas barras y números que usted no sabe para qué sirven. No se preocupe, ellos sí saben. Si es español no necesitará visa, pero tendrá que tramitar un pasaporte nuevo sólo para EE. UU. con más barras y números. Da igual. Ahora sí, está listo para conocer al tío Sam.

El día de su viaje, llegue antes de la hora. En el mostrador, por orden de las autoridades norteamericanas, la línea aérea le pedirá los datos de una persona “a quien llamar en caso de emergencia”. No le explicarán qué emergencia puede ser esa, y usted tampoco querrá preguntarlo. A continuación, tendrá que pasar los detectores de metales y de líquidos. Perderá sus perfumes, dentífricos y espumas de afeitar, pero de todos modos, no se preocupará por eso, sino porque se ha tenido que quitar el cinturón y el pantalón se le cae mientras el policía le pasa un detector entre las piernas. Recoja sus cosas, vístase y continúe. A la mitad, descubrirá que se deja el reloj y el teléfono. Regrese, recójalos y siga adelante.

Reconocerá su sala de espera porque está acordonada y porque la policía le vuelve a pedir el pasaporte al entrar. A estas alturas, si lleva algún artefacto peligroso, ya debe haber tenido un colapso nervioso, incluso si no, sufre palpitaciones, mareos y sudores. No haga caso y continúe. Podrá descansar en el avión.

Aunque tampoco tanto, porque ahí deberá rellenar los formularios obligatorios que exigen las autoridades norteamericanas. En el primero, asegure que no lleva plantas, animales, sustancias tóxicas ni caracoles. Sí, caracoles. No trate de entender. En el segundo formulario, le preguntarán si es usted drogadicto, si ha participado en algún genocidio, si fue nazi, si ha sido terrorista alguna vez aunque fuese sólo como pasatiempo, y si planea asesinar al presidente de los Estados Unidos. Sean cuales sean sus opiniones en estos temas, responda que no a todas las preguntas. La letra pequeña dice que en caso de responder afirmativamente no necesariamente se le negará la entrada al país. No les crea.

Si ya ha asegurado que es una persona decente, sólo le queda el último paso. Mientras el avión sobrevuela territorio norteamericano, atrévase a soñar. Está a punto de lograrlo. El primer funcionario lo sorprenderá pidiéndole su dirección exacta en el país. Si usted no la sabe, tranquilo. Busque a un empleado de la línea aérea y explíquele su problema. El tendrá en un papel las direcciones de todos los hoteles de la ciudad, y le llenará el casillero vacío del formulario con la del que le guste más. Escoja uno caro, el Marriott o el Hilton. Siéntase como un triunfador. Regrese a la cola con su nuevo alojamiento y búrlese de los demás de la cola, esos muertos de hambre. Coloque en una maquinita su índice izquierdo, y luego el derecho. Déjese tomar una foto. Cuéntele al funcionario qué viene a hacer. Sonríale. Una vez que termine con él, habrá ingresado en territorio norteamericano. Bienvenido a la tierra de la libertad.

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17 de noviembre de 2006
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La paloma de Kant

A la salida de una reunión de trabajo, me toma del brazo y nos vamos a la cafetería. Es un brillante arquitecto y quiere contarme su próximo proyecto. Nos instalamos.

Se presenta a un concurso restringido de cinco arquitectos. Como en los chistes antiguos, un japonés, un americano, un español, en fin, lo habitual, pero el proyecto tiene lugar en un lugar imposible: una ciudad nacida y crecida en medio del desierto de un emirato árabe. El no lugar por excelencia, me río yo de Morin.

Se trata de construir un considerable edificio de viviendas en la capital. Si no recuerdo mal, el solar mide unos 50.000 metros cuadrados. Sin embargo, aunque la ciudad tiene calles, no se usan. El calor es tan intenso que incluso para cruzarlas los habitantes de la ciudad usan el coche. No hay vida exterior, el edificio debe contener en su interior la totalidad de la vida.

Me viene a la memoria aquella novela de Galdós, La de Bringas, creo, que toda ella sucede en el interior del Palacio Real de Madrid. Una novela fascinante. Al parecer, todavía en el ochocientos vivían allí dentro cientos de familias y nunca se aventuraban al exterior. Por los pasillos se instalaban los vendedores y comerciantes, en los patios había mercadillos, las señoras paseaban a los niños por los jardines interiores, en algunos saloncillos visitaban los médicos, los ópticos y los callistas, era época de mucho callo. Una ciudad entera vivía dentro de un edificio sin el menor contacto con el bullicio madrileño. Se lo comento por si le sirve de inspiración.

Sí, es algo similar, pero, añade, hay una variante nueva, algo que en tiempos de Galdós habría parecido un milagro y que es más bien de Julio Verne. Para el proyecto mi amigo ha de suponer que la energía es infinita y gratuita. En este país no hay problema con el gas, la electricidad, el petróleo. Calefacciones y aires acondicionados pueden funcionar todo el día sin que represente ninguna contrariedad. Tampoco el agua. Las desalinizadoras producen más agua de la que necesitan los ciudadanos. De hecho, en los baños no hay tapones. Puedes dejar el grifo abierto todo el día y le estás haciendo un favor a la administración que no sabe dónde acumular el agua desalinizada.

Tampoco es un problema el presupuesto. Si el proyecto es convincente, la financiación puede multiplicarse exponencialmente. No hay vida amorosa porque las mujeres viven recluidas y cubiertas de velos, lo cual limita las posibilidades de un intercambio social agradable y rico. En resumidas cuentas, no hay problema alguno que resolver. Ese es el problema. Puede tomarse como modelo una estación espacial, o uno de esos gigantescos cruceros de diez pisos, o los zigurats hoteleros, o las ciudades subterráneas de Capadocia, da lo mismo. El edificio puede tener la forma de un huevo, de un cubo, de una viruta a lo Gehry, de un globo hinchable, de un nautilus, de un laberinto, no importa. El proyecto tiene un grave problema: no presenta ningún problema.

Kant decía que la paloma vuela gracias a que el aire le ofrece resistencia. En un mundo sin ese molesto viento que nos mete arenilla en los ojos, no podrían existir los aviones. Si nada se te opone, no eres nada. Nos construimos gracias a que algo se resiste a nuestra construcción. Y nuestra forma física e intelectual, la de cada uno de nosotros, es el resultado de ese enfrentamiento y de los millones de detalles, variantes y matices con los que tropezamos a lo largo de nuestra existencia. Por eso Hegel tituló el célebre capítulo de su Fenomenología que trata sobre la revolución francesa: “La libertad o el terror”.

Envidio a los arquitectos. Inventaron la cueva troglodítica, la choza y el iglú, la casa y la isba, el templo y la iglesia y la ermita, el palacio y la abadía y la fortaleza, la mansión residencial y el cortijo, la villa veraniega y la dacha, el rascacielos y la torre, el chalet suburbial y las pareadas, yo qué sé… Y todavía pueden inventar modos de habitar en el mundo. Menuda suerte.

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17 de noviembre de 2006
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El Boomeran(g)
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