Sabía yo que aquel iba a ser un entretenido viaje en autobús porque al subir al 58 en la plaza Cataluña, que es final de trayecto, la conductora, una agradable gordita de treinta y tantos años, me saludó con afecto: “!Hola, chato!”. Siendo yo un caballero, respondí: “¡Hola, prenda!” y me senté la mar de contento.
Subió una dama apersonada, de larga melena castaña y traje sastre con cuellecito de visón, y quiso pagar el billete con uno de cien euros. Risas de la conductora: “¿Pero cariño, te crees que esto es el Banco de España y su inmenso caudal? Anda, anda, busca algo más pequeño”. Ante la desolada negativa de la dama (o bien muda, o bien alemana) y la imposibilidad de lanzarla al vacío, le aconsejó quedarse allí de pie hasta reunir el cambio. Y allí se quedó, escuchando los comentarios de la conductora y aguantando los improperios de los que subían, parada tras parada, sobándola apreciativamente.
Cuando íbamos por la calle Aribau hacia el norte, entró un señor cojo. Quizás más bien, renqueante. Estuve a punto de cederle el asiento, pero me retuvo el gesto de ansiedad de la señora sentada frente a mí. Esperé acontecimientos y, en efecto, la señora chistó, dijo “¡Eh!” y “¡Señor, señor!”, hasta que el cojo le hizo caso. Los gestos de la señora señalando su asiento eran casi obscenos, pero salvados por la buena voluntad.
El cojo se acercó a la señora y la retuvo por el hombro con una mano nervuda y poderosa. “No se levante, buena mujer, no es preciso, no soy un tullido”. Iba ya la señora a disculparse cuando ante la estupefacción general porque hablaba muy alto y con una cremosa voz de barítono, el renco le dijo que entendía perfectamente su compasión, que le sucedía con suma frecuencia, que él aceptaba de buen grado la bondad de la gente y muy especialmente de la gente catalana, que le habían cedido asientos en Bilbao, en Cádiz, en Valladolid, en ciudades europeas varias, pero nunca con tan exquisita educación como en Barcelona, pero que nunca los había aceptado no por arrogancia sino por convencimiento. Y luego siguió explicando con minuciosa exactitud su operación de rodilla y las causas de que, aunque renqueaba, no podía ser considerado cojo, “oficialmente cojo”, decía, lo cual es una minusvalía y entra en capítulo distinto de la seguridad social.
Le interrumpió un murmullo general de los viajeros que yo sólo pude entender al volver la cabeza. Todos estaban mirando por la ventanilla con cara expectante. A la derecha y junto a una moto tumbada giraban las alegres luces de dos coches de la policía y una ambulancia, parecía una tómbola. Me preparé anímicamente para ver el muerto, pero nos encontramos con un motorista muy mareado y contuso a quien los agentes, en lugar de multar brutalmente, daban golpecitos en la espalda, palmeaban amorosamente para quitarle el polvo del traje y no le atusaban el pelo porque venía rapado. No con menos cariño he visto almohazar a un caballo.
Dado que la conductora se había detenido a inspeccionar la escena del crimen y bajado del autobús para intercambiar opiniones con la guardia urbana, reemprendimos la marcha un poco más tarde al alegre grito de: “Así es la vida. Que no cunda el pánico. No ha sido nada. Venga, criatura, toma tus cambios, tó liquidao”.
Y entonces, girando un poco la cabeza, se dirigió al operado de la rótula como si fuera su madre: “¡Pero quieres dejar a esa pobre mujer en paz, so tullío!”. El renco salió disparado, pero muy digno, y se apeó en la siguiente no sin antes dirigirse al pasaje con un hermoso envoi: “!Agradezco sus atenciones al pueblo catalán! ¡Nunca os olvidaré!”. Todos respiramos.
Poco después me tocó el turno de abandonar la nave y lo hice a regañadientes porque no es frecuente sentirse como en casa junto a cincuenta personas y a treinta por hora y tras rozar la visión de lo macabro que es nuestro destino. Me faltó un pelo para lanzar otra despedida tan o más verbosa que la del tullido, pero me contuve. Ahora me arrepiento porque no puedo escribirla aquí y era muy buena.
