Vicente Verdú
Un amigo se lamenta de que transmite una imagen de sí mismo que no se ajusta a lo que realmente es. O lo que él supone que es. Pero ¿cómo saber que su autoconocimiento se atiene a la verdad y que los otros falsean sus componentes? ¿Por qué habrían de hacerlo?
La respuesta de mi amigo consiste en que, por razones atribuibles acaso a su semblante, a su gestualidad heredada de la familia o a su ocasional timidez, despide signos equívocos respecto a sus valores o sentimientos y, como consecuencia, desencadena reacciones que le desfiguran y le desconciertan incluso para no mostrarse debidamente en su ulterior proceder.
Llegado a este punto de gravedad ¿debería convocar a todos los conocidos y explicar los pormenores de su drama? ¿Debería partir de cero y ofrecer detalladas informaciones a propósito del importante desajuste entre su imagen y su corazón, entre su ademán y su alma?
Pero ¿cuánto tiempo y esfuerzos le exigiría ello? ¿Merecería la pena refundarse, renacer desde los fundamentos cuando ya ha logrado una familia, una posición profesional y rentas suficientes para viajar a cualquier destino remoto? ¿Sería, de otra parte, oportuno y eficiente?
El rosario de dilemas le impone una intermitente tortura coincidente con las frecuentes intermitencias en las que su desarreglo aumenta progresivamente. Tanto que ahora teme incluso ser afectado poco a apoco hasta alcanzar un punto en que su autoconocimiento se resienta y sucumba ante la presión de los demás. ¿Deberá al fin revisar su yo o incluso sustituirlo; y, en este segundo supuesto, no podría considerarse una forma de crimen? Su personalidad transformándose por las manos de los demás, su ser torturado y desfigurado por el ojo del prójimo, sus virtudes cubiliteadas en el bazar social donde cada cual, a su vez, acarreará agravios, resentimientos, tribulaciones, vacilaciones y detritus diversos. ¿Cómo acabar definido en el auge de este proceso? O mejor ¿cómo será posible verse? Y viéndose ¿cómo saber quién se es?