Marcelo Figueras
Está este amigo mío que vive en Barcelona. (Qué palabra más voluble, amigo. ¿Cuál será su esencia, qué la define? ¿La proximidad física, la frecuencia de las visitas? Hoy diré que para mí describe a una persona en la que confío, y de la cual me siento cerca aunque nos separen miles de kilómetros.) Mi amigo promedia los 40. Hasta ahora no había tenido hijos, en buena medida por la energía que dedicaba a su carrera y también -presumo- porque sobrevivió a duras penas a una de esas familias que se devoran a sus propios hijos a golpes de locura, y no querría reincidir en el drama desempeñando ahora el rol del villano. Pues bien, hace un par de días volví a verlo, esta vez con su hijo en brazos: un bebé de dos meses, durmiendo plácido en una nube de lana celeste. Una imagen que, para ser sincero, nunca había creido posible.
Por la noche fui a ver Children of Men, la película de Alfonso Cuarón inspirada por el relato de P. D. James. Me parece una película inmensa. No sólo por la maestría con que Cuarón hace su trabajo (pintar un futuro cercano con mínimas armas y resultar convincente, obtener grandes actuaciones de los habitualmente competentes Clive Owen y Michael Caine), sino porque su visión ya no es tan sólo la de un artesano sino la de un artista de verdad.
Children of Men transcurre en una Inglaterra imaginaria en 2027, cuando las mujeres han dejado de ser fértiles y la muerte del hombre más joven (un argentino, caray, a quien llaman Diego Ricardo) es vivida como una tragedia mundial. Por una serie de circunstancias, Theo (Owen) se ve obligado a custodiar a la única mujer embarazada del planeta, a quien debe llevar hasta manos amigas evitando que tanto ella como su criatura caigan en manos de facciones políticas opuestas -y complementarias, como suele ocurrir. El mundo que Cuarón describe no es el nuestro, pero lo que nos separa de semejante panorama es bastante más tenue que los 20 años que nos distancian de la trama. Poder concentrado, persecución de inmigrantes, campos de concentración: ¿no suena a una emisión más de cualquier noticiero?
El artista que es Cuarón percibió dos nociones que me parecen fundamentales para nuestra vida, hoy. En primer lugar, la delgada línea que nos separa de nuestros peores instintos, de nuestro egoísmo transformado en máquina asesina. Y después intuyó todo lo que hace falta para marcar la diferencia, el arma secreta con la que contamos aquellos que confiamos en la buena voluntad de la especie: un bebé. El fruto de uno de nuestros actos más irreflexivos, a quien tan a menudo consideramos como una consecuencia indeseada. Ya hace milenios que los fundadores de una fe comprendieron cuán elocuente es el símbolo del recién nacido: porque nos encarna en nuestro momento de mayor debilidad, y porque revela mejor que ningún argumento cuánto dependemos de la amabilidad de los extraños -gente a la que, cuando crecemos, nos enseñarán a odiar y a discriminar.
La película tiene al menos una secuencia antológica: la que narra cómo la sola presencia de ese bebé motiva un alto el fuego espontáneo entre los soldados y los rebeldes. (Tanto unos como otros imaginaban que ya nunca volverían a ver un bebé humano.) La secuencia es magistral porque revela la reverencia que todavía sentimos ante el fenómeno de la vida, y porque además establece cuán breve es nuestra experiencia de la lucidez, ya que instantes después los hombres regresan a lo suyo, a lo que mejor hacen, matarse y morir.
Ese instante de luz dura lo que una bengala en el cielo, pero a pesar de su brevedad es el mejor argumento que tenemos en nuestra defensa: está claro que somos necios y violentos, pero esa ventana de segundos nos concede el beneficio de la duda. Quién sabe, a lo mejor es posible que alguna vez lleguemos a ser mejores; a lo mejor es posible que alguna vez abramos los brazos a los otros en lugar de cruzarlos sobre el pecho como un cerrojo sobre nuestro corazón.
Hoy mi amigo sabe bien de lo que hablo. Hay veces en que todo lo que hace falta para transformarnos es un bebé celeste.