Félix de Azúa
¿Cuántas veces no habremos visto a un viandante caminando por la ciudad con el portátil pegado a la oreja, la mirada perdida en el infinito y a punto de pisar a un perro? El móvil nos abstrae en un doble sentido; por una parte nos introduce en una burbuja y acabamos dándonos de narices contra una señora, por otra nos aísla de tal modo que peleamos a gritos con la nuestra ante el jolgorio general. Esta invisibilidad ficticia es un fenómeno interesante.
Con frecuencia, lo primero que preguntamos cuando recibimos una llamada de móvil es: “¿Dónde estás?”. Sin una localización parece difícil imaginar a la persona con la que hablamos, un impulso atávico nos obliga a ponerla en un espacio, en un cuadro, en una composición. Si no, parece una voz sin cuerpo, un fantasma.
A diferencia del teléfono fijo, el portátil nos deslocaliza, lo que ha dado lugar a infinidad de chistes y a la reciente película de Scorsese Infiltrados, seguramente financiada por un pool de telefónicas porque los protagonistas no son los humanos sino los teléfonos móviles. Sirva de pista que unos doce humanos mueren asesinados, pero sólo un móvil sufre daños, no irreparables.
Para acabar de completar su red espacio temporal, los portátiles han incorporado una cámara de fotos de manera que podamos demostrar haber estado en un lugar concreto, en el caso de que se nos exija. El móvil/cámara, tal y como se encuentra en este momento, es una de las máquinas más poderosas que ha inventado la democracia para dominar y controlar a sus masas. Es casi imposible escapar a su hechizo.
Desde el comienzo de la sociedad burguesa, revolucionaria o moderna, como se la quiera llamar, estaba presente una finalidad metafísica novedosa: suprimir la hasta entonces inevitable tiranía del espacio y del tiempo, dos constricciones divinas que al mundo feudal le traían sin cuidado. Y para destruir la constricción no había otro remedio que convertir el espacio y el tiempo en mercancías manipulables. Desde el reloj de pulsera hasta los vuelos espaciales, el tiempo se ha ido convirtiendo en una mercancía cada vez más barata y masiva, bien regulada, mejor troceada y espléndidamente empaquetada.
El empaquetado del espacio ha tardado un poco más, pero desde los primeros teléfonos y las radios de galena ya se adivinaba que la situación de cada quisque (estar aquí o allí) iba rápidamente a transformarse en una mercancía al alcance de todo el mundo. La longitud ya lo era gracias a los medios de transporte por carreteras, ríos, mares y vías férreas. El abaratamiento del kilómetro convirtió a las máquinas en mercancía de masa, algo que nunca habían logrado los tiros de sangre. Como complemento, el teléfono hacía desaparecer la dimensión espacial a un precio razonable.
El teléfono/cámara cumple una aspiración nuclear de la nueva sociedad: tener en la mano la llave del tiempo y del espacio sin que nada nos delate. Sólo si lo deseas serás localizado; tú, en cambio, lo oyes todo y lo ves todo esté donde esté lo que quieres ver y oír, al otro lado del mundo, oculto en un subterráneo, entre las nubes. Y lo oyes y lo ves en el mismo instante en que sucede. Además, puedes almacenar documentos que lo prueben.
Sólo queda por resolver ese pequeño inconveniente incomprensible: la posibilidad de asesinar a los señores de la guerra mediante misiles orientados por el móvil puede también democratizarse si se abaratan un par de elementos perfunctorios. Sería una verdadera molestia no saber si vas a saltar por los aires cada vez que abres el móvil. No da tiempo de fotografiarse volando.