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Un kazajo en América

Aunque parezca mentira, esta es una película interesante. Uno lo dudaría al ver a uno de los personajes desnudo con el culo encima de la cara del otro. O durante la escena en que el protagonista sale del baño de una casa elegante preguntando dónde puede tirar su bolsita de caca. Quizá resulte superficial el momento en que tres borrachos ponen el video casero en que Pamela Anderson le hace una mamada a Tommy Lee. Pero todo eso, damas y caballeros, no es más que una radiografía del país más poderoso del mundo.

Porque Borat -o según su título entero, Borat: Lecciones Culturales de América para Beneficiar Gloriosa Nación de Kazajistán- no es una comedia en sentido estricto, sino una mezcla en el punto exacto entre pachotada y documental que nos hace ver cuánto de comedia bufa tiene la realidad. El método es simple: introducir un personaje ficticio en un contexto cotidiano y filmarlo. El resultado es estremecedor. Básicamente, lo divertido de esta película no es Sacha Baron Cohen imitando al supuesto “segundo mejor reportero de Kazajistán informando desde Estados Unidos”, sino lo que les hace decir a los estadounidenses.

Mi escena favorita es la del rodeo, donde Borat es el encargado de cantar el himno nacional norteamericano antes de comenzar el espectáculo. Lleva una camisa de barras y estrellas, y se deshace en una elegía a América. El público aplaude emocionado. Borat continúa con una mención a la guerra contra el terrorismo, que los asistentes reciben con beneplácito. Borat termina diciendo “Ojalá que Bush se beba la sangre de todos los niños y mujeres iraquíes hasta que ese país quede convertido en un desierto durante quinientos años”. El público vuelve a aplaudir.

Pero eso no es todo. Borat pregunta en una tienda de armas qué resultará más efectivo para matar a un judío. Le dan una 9 mm. Pregunta en una tienda de autos qué coche tiene “imán de chochitos”. Le proponen el Hummer. Se extraña de que las mujeres puedan escoger legalmente con quién se acuestan. Su instructor de manejo concuerda con él. En suma, Borat es antisemita, misógino, machista, ultraderechista, caricaturesco y homófobo, pero a ninguno de sus interlocutores se le ocurre que todo pueda ser una broma.

Previsiblemente, el estreno de la película ha causado una andanada de demandas y escándalos públicos, alguno de ellos por parte del ofuscado presidente de Kazajistán. Sin embargo, Borat tiene cubierto el tema legal. Filmaron con un abogado en el equipo técnico que iba señalando qué cosas se podían decir y hacer y dónde estaban los límites de cada escena. No hubo referencias reales a Kazajistán, sobre todo porque nadie en el equipo sabía nada de Kazajistán. Y las acusaciones de antisemitismo, quizá las más graves, no proceden por una razón: Sacha Baron Cohen es judío.

Michael Moore decía que “en un país de ficción, el documental es el único género literario posible”. Sacha Baron Cohen podría añadir que en un mundo absurdo, la comedia escatológica es el único documental realista. Borat no es una película sobre algún país asiático, sino sobre Estados Unidos. Y recurre a la mejor herramienta para la crítica social: el sarcasmo. Al poner en escena a ese reportero idiota que no entiende nada, obliga a los personajes reales a hacer explícitas sus creencias, sus manías y sus prejuicios. Lo poco que el reportero dice es precisamente lo único más allá de dudas, porque precisamente él no es real. Sin embargo, ha convertido a la realidad en su escenario. Al burlarse de ella, nos desvela lo que oculta de ridículo y también –lo más interesante- su rostro más intolerante, agresivo y perturbador.

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5 de diciembre de 2006
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LO VIEJO Y LO NUEVO

Acabo de descubrir lo que hizo Arcadi Espada ayer en su blog. Es una broma sencilla pero que funciona muy bien: reproducir dos artículos de El País, uno sobre Fidel Castro y otro sobre Augusto Pinochet, sin cambiar nada al texto salvo la inversión de los apellidos. Castro se encuentra hospitalizado en el hospital militar de Santiago de Chile y se lamenta la ausencia de Pinochet en el desfile militar de la Plaza de la Revolución, en La Habana. Según la visión de Espada, no hay que añadir una sola palabra para expresar que un dictador es un dictador, no importa que sea de derecha o de izquierda.

Pero creo necesario añadir una cosita, pues estoy en Santiago de Chile y pasé ayer frente al hospital militar donde se encuentra el general Pinochet (apodado Castro). Vale la pena decirlo de manera sencilla: el tema de Castro vs Pinochet no importa un carajo. Los dos hombres ya murieron. Ayer, frente al hospital militar, había como cincuenta pinochetistas agrupados con retratos del general y banderas chilenas. Una especie obviamente amenazada, casi desaparecida, que gritaba cada vez que se encendía una cámara de televisión. La realidad era el entorno: la ciudad no les hacía caso. Los paseantes, las micros (que son guaguas en La Habana y autobuses en otras partes de América Latina), el flujo normal del tráfico en un día de calor. La presencia de unos jóvenes socialistas permitió la grabación de los insultos y golpes buscados por algunos equipos de televisión. Pero, por favor, ¿de qué hablamos? La vida sigue.

Es más interesante concentrarse en lo que se hizo en el mismo momento en otra parte de la capital chilena: la publicación del último informe de la CEPAL. Es un trabajo sobre la pobreza. Para la CEPAL hay pobres indigentes y pobres no indigentes. Ambas poblaciones disminuyeron en los últimos cuatro años, el mejor periodo para América Latina en el último cuarto de siglo. Con esto ya no hablamos de los dinosaurios como Castro o Pinochet. La pregunta es: ¿cuál es la forma política, el estilo de gobierno favorecido por el boom de las materias primas y el mejor estado general de las economías? Venezuela, Ecuador, México acaban de contestar a la pregunta con tres opciones. Y vemos en todas partes que, más allá de lo que hicieron Fidel y Augusto, la vieja democracia representativa tiene dificultades para sobrevivir como solución pertinente.

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5 de diciembre de 2006
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FIN DEL ADULTESCENTE

Durante los últimos diez años ha predominado la plaga del “adultescente”. El adulto que con más de treinta años no abandona el lugar de sus padres y se comporta, de hecho, como si se tratara de un adolescente.

En Italia, en Francia, en España (Eduardo Verdú, Los Adultescentes ) no ha dejado de hablarse de ello. La cohorte general de esa época, sin embargo, va estableciéndose, obtienen empleos más o menos permanentes y algunos han comenzado a tener hijos dentro de matrimonios registrados legalmente.  La generación que viene detrás, la que actualmente se encuentra en los 16 a 20 años no piensa de la misma manera ni encuentra a los padres tan encantadores como para seguir indefinidamente en casa.

De su experiencia se deduce que los padres son relativamente felices bajo el mismo techo y el techo mismo se les cae encima. Empiezan a proyectar una emancipación a la americana que empieza antes de terminar la universidad (en Estados Unidos al ingresar en ella) y que gracias a empleos temporales y viviendas compartidas propicia, como poco, una relativa independencia antes de haber cumplido los 20 años.

Esta generación desfamiliarizada, instruida en las composiciones mecano y más propensa a distanciarse de la paternidad, inaugura en el sur de Europa una tendencia individualista que prende la mecha de una inédita organización meridional del consumo, la sociedad, la política y la cultura. Pronto se sentirá su influencia.

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5 de diciembre de 2006
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VARIACIONES SOBRE TEMA MEXICANO

He superado la Feria del Libro de Guadalajara. He regresado casi entero y me han vuelto a crecer los libros. Muchos eran esos modernos clásicos mexicanos con  los que siempre cargo: López Velarde, Owen, Gorostiza, Novo, Villaurrutia y el, para mí, incorporado Carlos Pellicer. Y otros, esos maduros que nunca defraudan, Monsiváis o José Emilio Pacheco, cada uno a lo suyo. Y ya casi cerrada la feria, dos hermosos libros de un poeta del que apenas conocía el nombre, Alí Chumacero. Creo que todavía vivo, autor de pocos libros porque ha preferido publicar a otros- “ser pastor de la palabra ajena”- y excelente lector. Algo que no es tan fácil como parece. Me han gustado los poemas y los pensamientos sueltos de este poeta que ya es de los míos. Dice Chumacero de sí mismo: “Más que un escritor soy un lector, de manera que he leído muchos libros y he escrito muy pocos. Esto se agradece. Cuántos lectores quisieran que unos escritores hubieran escrito menos y hubieran leído más libros”.

Encontré muchos más, pero no creo que se tengan que compartir todos los encuentros. Sí, algunos reencuentros. Esos que se producen en las librerías de viejo, en los rastros, en los lugares donde habitan libros que han sido desechados por otros y deseados por muchos. Buscar al azar en una librería de viejo es un placer que se tiene o no se tiene. Se comparte o no. Es un vicio que tiene mucho de privado aunque seamos muchos los que lo practicamos. En uno de esos lugares me volvía a encontrar con Juan José Arreola, ese viejo confabulario que tantos placeres me supo dar. Y el azar me llevó a encontrarme con el mundo de Arreola, su despacho, sus objetos, cuadros y libros puestos en venta. Algo que pasa con mucha frecuencia. El mundo de un escritor, sus objetos o libros guardados en vida, no sirve para los herederos. Quizá no tienen por qué. A cada uno su propia vida, sus manías, sus lecturas, sus objetos… No es fácil heredar las pasiones ajenas, aunque sean de familia.

Arreola en venta. Y yo pongo en saldo otra de sus fabulaciones, una muy corta llamada “Armisticio: Con fecha de hoy retiro de tu vida mis tropas de ocupación. Me desentiendo de todos los invasores en cuerpo y alma. Nos veremos las caras en la tierra de nadie. Allí donde un ángel señala desde lejos invitándonos a entrar: Se alquila paraíso en ruinas”.

No lo alquilan. Lo saldan. Se terminó el armisticio.

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5 de diciembre de 2006
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Bond royale

La nueva de Bond se estrena aquí en Buenos Aires este jueves, pero yo ya la vi. En España la estrenaron antes, y yo, que estaba entonces por allí, no podía perdérmela. (Ah, ese placer tan infantil como intenso de ver o conseguir cosas antes que los demás…) La intuición no me falló: Casino Royale es una pasada, como dirían mis amigos españoles. Por supuesto que no se trata de una película de Ingmar Bergman, pero todos aquellos que ansían ver una peli de acción y de espías que no insulte su inteligencia no deberían perdérsela. (Es mejor que las películas del ciclo de Bourne, por ejemplo, y eso que aquellas eran buenas.) Atrás quedaron los tics de las películas bondianas de las últimas décadas, que tanto aprendimos a odiar: no existe autoparodia, ni villanos over the top decididos a conquistar el mundo, ni gadgets electrónicos improbables. Este Bond no es más que un ex militar ansioso y sobreentrenado a quien le han dado un cargo nuevo en el que le gustaría brillar, aunque todavía esté lejos de poder hacerlo; como M (otra vez Judi Dench) le dice con todas las letras, todavía es mejor peleando, destruyendo y matando que operando como agente. Durante Casino Royale, veremos más de una vez en los ojos del actor Daniel Craig la angustia de un hombre que no está del todo a la altura de su misión, y que sufre por ello. (Tratando de meterse en semejantes zapatos, a Craig no le debe haber costado nada actuar esa angustia.)

La película esquiva cada una de las tentaciones que su camino consabido le pone delante durante el relato. Hay escenas de acción que quitan el aliento (una persecución que ocurre a poco del comienzo es electrizante), de duelo elegante con su enamorada Vesper Lynd (Eva Green, una chica Bond que, ¡por fin!, tiene el talento más grande que las tetas) y hasta de simple suspenso, despojado de todo componente titilante o violento: por primera vez en el cine –así como ocurría en la novela-debut del personaje, titulada como el film-, el momento más tenso en una película de James Bond tiene lugar durante… una partida de naipes.

Hay un villano interesante, que por un lado no aspira a otra cosa que –como los villanos de la vida real- a ganar más dinero y conservar la vida en el proceso, y que incluso en los momentos más proclives al lugar común le hurta el cuerpo al bulto: Le Chiffre (el actor danés Mads Mikkelsen, una inspirada elección de casting) no quiere torturar a Bond con rayos láser o sofisticaciones por el estilo, le basta con una soga con un peso en su extremo. Y además los pequeños momentos de complicidad con el espectador, durante los cuales uno se entera cómo Bond adquirió algunos de sus memorables manierismos –su Aston Martin, por ejemplo- son intensamente disfrutables. Mi favorita es la secuencia en que un barman le pregunta a este Bond a medio hacer si quiere su martini batido o revuelto (la liturgia establece que Bond sólo los bebe shaken, esto es batidos), y 007 lo mira con resentimiento y le dice: “¿Le parezco un tipo al que una cosa así podría importarle?”.

En lo que hace a Daniel Craig… ¡El tipo está muy bien! Supera a todos los últimos Bond con holgura, y aunque no tiene mucho que ver con el prototipo Connery comparte con el escocés la sensación de amenaza que trasunta sin siquiera moverse: una mirada de esos ojos gélidos, y cualquier hombre sensato se echaría a temblar. Tal como M sostiene, se ve como un hombre más tentado de recurrir a la violencia que a la sutileza; en las películas por venir se verá si además es capaz de transmitir la gravedad que sólo se adquiere mediante la experiencia.

Por lo pronto, cuando regresé a Buenos Aires hurgué en mi biblioteca por otras razones y descubrí que conservo las viejas novelas de Ian Fleming que pertenecían a mi abuelo, y que yo leía cuando era demasiado pequeño para que me dejasen entrar al cine a ver a Bond seduciendo a Pussy Galore. Mi Bond, pues, siempre fue más literario que cinematográfico. Confieso que estoy tentado de releer aquellos libros. Todo lo que puedo decir, por el momento, es que al menos el Bond de Daniel Craig responde a la descripción de “irónico, brutal y frío” con que su autor imaginó, ¡hace ya tantos años!, a este agente con licencia para seducir.

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5 de diciembre de 2006
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FIL

La Feria Internacional de libro (FIL) de Guadalajara es la librería que sueña cualquier país de iberoamérica. Se estima que medio millón de personas la visitó este año, en su edición número veinte. Lo que me gustaría conocer es el número de libros que entraron huérfanos al enorme pabellón de exposiciones, para luego salir en las manos de un lector. La FIL es una librería que vende los libros con la fiebre de una apuesta. Todos los visitantes –entre ellos, un sinnúmero de estudiantes- saben que las casas editoriales no regresarán a sus países con toneladas de libros importados a grandes costos. Venden todo, y entonces los precios bajan, poco a poco. La hazaña es comprar en el último día (el domingo 3 de diciembre). Pero, por si acaso, también hay que pasarse por la feria los días anteriores para comprobar que no se ha agotado la mercancía.

Detrás del comercio, claro, está el placer fenomenal de tocar, hojear, oler más libros y de más países que en cualquier librería del mundo hispanohablante. Es un éxtasis consumido en extraños templos. Para las casas editoriales no basta armar pilas de libros, también se construyen formas indefinidas que son iglesias o prostíbulos (no se sabe) para los fieles de la literatura.

Lo de la iglesia o el prostíbulo no es una metáfora gratuita: el stand de Random House Mondadori tenía representantes vestidos de monjes un día, y al día siguiente chicas vestidas con monos rojos y con las siguientes palabras en el culo: «Leer es sexy». La feria de libro es machista, sí. Se nota nada más entrar, en una serie de enormes retratos de autores colgados en el techo. Cada fotografía viene con una citación. Hablan Augusto Monterroso, Juan Gelman, Juan Goytisolo, Cinto Vintier, etc. Entre doce retratos solo hay dos de mujeres (Olga Orozco y Nélida Piñón), muy bien tapados por los otros. En el resto de la feria, pues cuelgan retratos así en todas partes, no mejora la proporción de autoras.

La gran tendencia es el gris. Muchos stands son grises. Los más visibles: los arcos del triunfo construidos por Ediciones B, del grupo Zeta, con una gran bóveda, y por Editorial Cordillera, que optó por líneas rectas y ángulos. Al parecer, lo más importante para todos los stands es esconder, hasta el último día antes de la inauguración, la estantería o el librero, es decir el dispositivo que uno tiene en su casa para guardar sus libros. Hay que inventar algo, sorprender, ser distinto. Las opciones extremas son tres:

1. Escasez: la Cámara del Libro Cubano, en plena coherencia con la situación económica que aguanta su pueblo, solo tiene un gran lema en la pared, «Leer es crecer», antes de invitar a los visitantes a inclinarse para mirar un único estante, a la altura de las rodillas: José Martí, Fidel Castro y Federico Engels conviven con CDs de la nueva trova cubana (la nueva… de los años setenta).

2. Despegue: la editorial Anaculta, con el lema «Hacia un país de lectores», propone estantes colgados a enormes alas grises que se parecen más a una aeronave de principios del siglo XX que a una librería del siglo XXI.

3. Desnudez: las Ediciones del Ermitaño despliegan gigantescas fotografías de autores que participaron en el proyecto de su colección “Minimalia”. Son retratos en blanco y negro en los que aparecen escritores con mujeres desnudas en sus brazos. Claro que la cosa viene con unas palabras sobre la relación entre la escritura y el deseo, un análisis del triángulo escritor/modelo/fotógrafo, pero la verdad es que las modelos están completamente desnudas y son de una belleza que supera cualquier arquitectura de stand.

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4 de diciembre de 2006
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Arte tras las rejas

Recordaré toda mi vida la vez que entré en una cárcel con el padre Hubert Lanssiers. Nos dirigíamos a un pabellón de máxima seguridad, y no llevábamos escolta, así que yo estaba convencido de que nos iban a matar o a secuestrar. Pero todo los presos fueron impecablemente respetuosos. Entre ellos –como entre los policías- el padre Lanssiers imponía una extraña autoridad que no emanaba de la fuerza, sino del reconocimiento de la dignidad de las personas. Podía hablarle a un asesino, a un narco o a un violador. Él sólo reconocía seres humanos.

Y ellos lo reconocían a él. Eso lo convirtió en una persona muy querida precisamente entre la gente que a menudo consideramos incapaz de querer. A su muerte, el ataúd de Hubert Lanssiers fue llevado a velar en cuatro cárceles antes de ser enterrado. Todos querían despedirse de él. 

En homenaje a esta persona tan especial, la galería del Instituto Cultural Peruano Norteamericano en Lima alberga la exposición Arte y esperanza, donde los internos de cuatro establecimientos penitenciarios muestran sus trabajos de pintura, escultura y cerámica. Algunos de los trabajos tienen una gran calidad artística y tratan temas humanos, frecuentemente, el de la libertad. Otros trabajos son utilitarios: vajillas, collares y otros utensilios. Pero todos sin excepción cumplen una doble función: por un lado, retratan cómo se ve el mundo cuando no te dejan verlo. Por otro, grafican el esfuerzo de sus autores por regresar a ese mundo. 

Hasta cierto punto, una parte de todos los peruanos habla en ese trabajo. Lanssiers siempre comprendió que las cárceles guardan lo que una sociedad no quiere ver de sí misma, lo que prefiere mantener vigilado y encerrado entre muros altos. Las desigualdades van a parar a la cárcel, los esfuerzos frustrados de integración, los errores en la construcción de un estado justo, están todos ahí, agazapados tras el alambre de púas. Donde solemos ver culpa y vergüenza, Hubert Lanssiers veía una oportunidad para aprender a construir una sociedad mejor.

Algunos creen que para combatir la delincuencia, el terrorismo o el narcotráfico basta con endurecer las leyes. Quizá tengan razón. Pero las condenas muy largas –además de ser caras para el Estado- solo convierten a los centros penitenciarios en universidades del crimen con especialidades, doctorados y maestrías a voluntad, donde los presos se aíslan de la sociedad para luego volver a ella mejor entrenados. También existe la idea de que los presos han hecho daño y solo merecen maltrato. Es razonable, pero odiarlos solo sirve para cortar los pocos puentes que aún los unen a la sociedad. Si no por razones morales, estas opiniones en sí mismas son contraproducentes por razones tácticas.

El padre Lanssiers creía que las cárceles pueden ser los mejores centros para combatir la delincuencia, en vez de multiplicarla. Y su método –de muy bajo costo, por cierto- se basaba en el reconocimiento de la humanidad de los internos. Para poder hacer daño, un delincuente debe reducir o negar la dignidad de su víctima. El trabajo más útil que se puede hacer con él es devolverle esa noción, no profundizar su olvido. 

El arte puede ser de gran ayuda en ese trabajo. Por un lado, los artistas de las cárceles desarrollan la capacidad que da el arte de reencontrarse con su sensibilidad y su interioridad en un entorno hostil. Por otro, esta exposición nos permite reconocer esa sensibilidad y prestar un oído a quienes tienen algo importante que decir. Al final, lo que ilustran los presos, como cualquier artista, son las luces y las sombras de la sociedad que los ha creado.

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4 de diciembre de 2006
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De magia (por arte)

Dos recientes películas sobre magos, The Illusionist y The Prestige, están basadas en materiales literarios: la primera sobre un relato de Steven Millhauser, y la última sobre una narración de Christopher Priest. No leí esos textos, así que no estoy en condiciones de juzgar sus méritos, pero vi ambas películas (corrí a ver The Prestige apenas se estrenó, tal como lo había anunciado semanas atrás), y no albergo duda alguna al respecto: The Prestige es infinitamente superior. Quizás porque, de ambas, es la que entiende mejor cuál es la pulsión que mueve a un ilusionista a llegar a los extremos que llega, y porque procede, en consecuencia, con la certeza de que su narración debe respetar las convenciones de ese arte: la magia de salón, y el cine, y la literatura, son ante todo artificios, un truco –porque nadie cree que lo que lee esté ocurriendo en ese mismo instante, así como tampoco cree que una película le esté enseñando la realidad en directo sino apenas una serie de sombras, luces y sonidos a las que otorga sentido en el interior de su cerebro-, un truco, digo, que nunca se aprecia más que cuando es ejecutado con gracia, elegancia y gusto; lo cual equivale a decir que el mejor de esos artificios es el fabricado por el ilusionista que sabe, y que disfruta, del poder de producir ilusiones.

The Prestige cuenta la historia de dos magos de salón, que compiten entre sí por la realización del mejor truco posible con la misma tenacidad lindante con la obsesión de los duelistas de Conrad. Alfred Borden (magnífico Christian Bale) y Robert Angier (Hugh Jackman) no pueden ser más diferentes entre sí –uno es un joven de clase baja, apenas educado, mientras que el otro es un noble tentado por las luces del show business-, pero la fiebre que los consume es la misma: el deseo de consagrarse como el mago más talentoso de su era. Tal como lo dirigió Christopher Nolan, The Prestige es un relato que procede a partir de los mismos entusiasmos de Borden y de Angier: todo es lícito con tal de asombrar al público –aun cuando eso implique, inevitablemente, la comisión de un engaño.

El guión que Nolan coescribió con su hermano Jonathan tiene una estructura compleja, casi de cajas chinas, que calza como un guante a su historia de fantasmagorías y decepciones. Si uno escarba demasiado es posible que no encuentre mucho por debajo de la superficie, pero a fin de cuentas, ¿qué acto de magia se destaca por su sustancia? Lo de los Nolan es ante todo una celebración de lo ilusorio, un himno al poder de la ficción, que nos encanta y nos eleva y nos transporta aun cuando sepamos, por lo menos la mayor parte del tiempo, que en buena medida estamos siendo embaucados –o, por ponerlo de un modo menos impiadoso, impulsados a creer en una realidad que es tan sólo producto de nuestra imaginación.

Así como en el fondo de cada truco exitoso existe una decepción, Nolan nos frustra cuando recurre a un elemento sobrenatural (que aunque disfrace de científico sigue siendo imposible ante nuestros ojos) para llevar la trama a su conclusión. Pero imagino que esta trampa debe ser aceptada del mismo modo en que aceptamos las otras, cuando acordamos suspender nuestra incredulidad para que el ilusionista de turno nos llevase a otro mundo por el precio de una entrada de cine. El mismo Angier pide disculpas a su manera sobre el final del film, cuando asume ante Borden el móvil común y confiesa que sería capaz de hacerlo todo, ¡todo!, con tal de escuchar las exclamaciones de asombro y ver los rostros asombrados, casi niños, del público que presencia su acto.

No existe narrador de verdad que no concuerde con Angier. Vivimos para encantar, aunque nos vaya la vida en el intento.

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4 de diciembre de 2006
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LOW COST

Mientras, de un lado, el Estado de Bienestar desaparece, de otro se abre la sociedad del low cost. Viajes a Nueva York por 50 euros, asesoramiento jurídico anual por 80 euros, relojes a 5 euros, jamones a 72 euros.

Un extraño -¿satánico?- capitalismo del bajo coste se desliza como un narcótico contra la subversión de la antigua clase obrera y de la clase media.

¿Clase media? ¿Clases sociales? ¿Quién piensa en ello? Ahora se trata tan solo de clases de vida. La batalla contra la explotación capitalista ha tomado la forma general de la lucha por la vida.

No se entabla la lucha contra el Capital sino contra el Destino. No existe una superexplotación de la juventud, la mujer o el Tercer Mundo, sino una búsqueda fatídica de la productividad en el altar universal del máximo beneficio.

¿Objeciones? La protesta será una secreción de la debilidad, una máscara de la impotencia.

El sistema se legitima no sólo por su universalidad sino por su caridad.

Los más ricos de los multimillonarios son los primeros benefactores de la Humanidad y la mayor de sus empresas, Wal Mart, es la encarnación del low cost a toda costa. ¿Todavía se cree en la existencia de un nuevo mundo  por alcanzar?

¿No será que la utopía se halla aquí y solo la ceguera de los obcecados revolucionarios se resiste a verla?

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4 de diciembre de 2006
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