Recordaré toda mi vida la vez que entré en una cárcel con el padre Hubert Lanssiers. Nos dirigíamos a un pabellón de máxima seguridad, y no llevábamos escolta, así que yo estaba convencido de que nos iban a matar o a secuestrar. Pero todo los presos fueron impecablemente respetuosos. Entre ellos –como entre los policías- el padre Lanssiers imponía una extraña autoridad que no emanaba de la fuerza, sino del reconocimiento de la dignidad de las personas. Podía hablarle a un asesino, a un narco o a un violador. Él sólo reconocía seres humanos.
Y ellos lo reconocían a él. Eso lo convirtió en una persona muy querida precisamente entre la gente que a menudo consideramos incapaz de querer. A su muerte, el ataúd de Hubert Lanssiers fue llevado a velar en cuatro cárceles antes de ser enterrado. Todos querían despedirse de él.
En homenaje a esta persona tan especial, la galería del Instituto Cultural Peruano Norteamericano en Lima alberga la exposición Arte y esperanza, donde los internos de cuatro establecimientos penitenciarios muestran sus trabajos de pintura, escultura y cerámica. Algunos de los trabajos tienen una gran calidad artística y tratan temas humanos, frecuentemente, el de la libertad. Otros trabajos son utilitarios: vajillas, collares y otros utensilios. Pero todos sin excepción cumplen una doble función: por un lado, retratan cómo se ve el mundo cuando no te dejan verlo. Por otro, grafican el esfuerzo de sus autores por regresar a ese mundo.
Hasta cierto punto, una parte de todos los peruanos habla en ese trabajo. Lanssiers siempre comprendió que las cárceles guardan lo que una sociedad no quiere ver de sí misma, lo que prefiere mantener vigilado y encerrado entre muros altos. Las desigualdades van a parar a la cárcel, los esfuerzos frustrados de integración, los errores en la construcción de un estado justo, están todos ahí, agazapados tras el alambre de púas. Donde solemos ver culpa y vergüenza, Hubert Lanssiers veía una oportunidad para aprender a construir una sociedad mejor.
Algunos creen que para combatir la delincuencia, el terrorismo o el narcotráfico basta con endurecer las leyes. Quizá tengan razón. Pero las condenas muy largas –además de ser caras para el Estado- solo convierten a los centros penitenciarios en universidades del crimen con especialidades, doctorados y maestrías a voluntad, donde los presos se aíslan de la sociedad para luego volver a ella mejor entrenados. También existe la idea de que los presos han hecho daño y solo merecen maltrato. Es razonable, pero odiarlos solo sirve para cortar los pocos puentes que aún los unen a la sociedad. Si no por razones morales, estas opiniones en sí mismas son contraproducentes por razones tácticas.
El padre Lanssiers creía que las cárceles pueden ser los mejores centros para combatir la delincuencia, en vez de multiplicarla. Y su método –de muy bajo costo, por cierto- se basaba en el reconocimiento de la humanidad de los internos. Para poder hacer daño, un delincuente debe reducir o negar la dignidad de su víctima. El trabajo más útil que se puede hacer con él es devolverle esa noción, no profundizar su olvido.
El arte puede ser de gran ayuda en ese trabajo. Por un lado, los artistas de las cárceles desarrollan la capacidad que da el arte de reencontrarse con su sensibilidad y su interioridad en un entorno hostil. Por otro, esta exposición nos permite reconocer esa sensibilidad y prestar un oído a quienes tienen algo importante que decir. Al final, lo que ilustran los presos, como cualquier artista, son las luces y las sombras de la sociedad que los ha creado.