Jean-François Fogel
La Feria Internacional de libro (FIL) de Guadalajara es la librería que sueña cualquier país de iberoamérica. Se estima que medio millón de personas la visitó este año, en su edición número veinte. Lo que me gustaría conocer es el número de libros que entraron huérfanos al enorme pabellón de exposiciones, para luego salir en las manos de un lector. La FIL es una librería que vende los libros con la fiebre de una apuesta. Todos los visitantes –entre ellos, un sinnúmero de estudiantes- saben que las casas editoriales no regresarán a sus países con toneladas de libros importados a grandes costos. Venden todo, y entonces los precios bajan, poco a poco. La hazaña es comprar en el último día (el domingo 3 de diciembre). Pero, por si acaso, también hay que pasarse por la feria los días anteriores para comprobar que no se ha agotado la mercancía.
Detrás del comercio, claro, está el placer fenomenal de tocar, hojear, oler más libros y de más países que en cualquier librería del mundo hispanohablante. Es un éxtasis consumido en extraños templos. Para las casas editoriales no basta armar pilas de libros, también se construyen formas indefinidas que son iglesias o prostíbulos (no se sabe) para los fieles de la literatura.
Lo de la iglesia o el prostíbulo no es una metáfora gratuita: el stand de Random House Mondadori tenía representantes vestidos de monjes un día, y al día siguiente chicas vestidas con monos rojos y con las siguientes palabras en el culo: «Leer es sexy». La feria de libro es machista, sí. Se nota nada más entrar, en una serie de enormes retratos de autores colgados en el techo. Cada fotografía viene con una citación. Hablan Augusto Monterroso, Juan Gelman, Juan Goytisolo, Cinto Vintier, etc. Entre doce retratos solo hay dos de mujeres (Olga Orozco y Nélida Piñón), muy bien tapados por los otros. En el resto de la feria, pues cuelgan retratos así en todas partes, no mejora la proporción de autoras.
La gran tendencia es el gris. Muchos stands son grises. Los más visibles: los arcos del triunfo construidos por Ediciones B, del grupo Zeta, con una gran bóveda, y por Editorial Cordillera, que optó por líneas rectas y ángulos. Al parecer, lo más importante para todos los stands es esconder, hasta el último día antes de la inauguración, la estantería o el librero, es decir el dispositivo que uno tiene en su casa para guardar sus libros. Hay que inventar algo, sorprender, ser distinto. Las opciones extremas son tres:
1. Escasez: la Cámara del Libro Cubano, en plena coherencia con la situación económica que aguanta su pueblo, solo tiene un gran lema en la pared, «Leer es crecer», antes de invitar a los visitantes a inclinarse para mirar un único estante, a la altura de las rodillas: José Martí, Fidel Castro y Federico Engels conviven con CDs de la nueva trova cubana (la nueva… de los años setenta).
2. Despegue: la editorial Anaculta, con el lema «Hacia un país de lectores», propone estantes colgados a enormes alas grises que se parecen más a una aeronave de principios del siglo XX que a una librería del siglo XXI.
3. Desnudez: las Ediciones del Ermitaño despliegan gigantescas fotografías de autores que participaron en el proyecto de su colección “Minimalia”. Son retratos en blanco y negro en los que aparecen escritores con mujeres desnudas en sus brazos. Claro que la cosa viene con unas palabras sobre la relación entre la escritura y el deseo, un análisis del triángulo escritor/modelo/fotógrafo, pero la verdad es que las modelos están completamente desnudas y son de una belleza que supera cualquier arquitectura de stand.