Marcelo Figueras
La nueva de Bond se estrena aquí en Buenos Aires este jueves, pero yo ya la vi. En España la estrenaron antes, y yo, que estaba entonces por allí, no podía perdérmela. (Ah, ese placer tan infantil como intenso de ver o conseguir cosas antes que los demás…) La intuición no me falló: Casino Royale es una pasada, como dirían mis amigos españoles. Por supuesto que no se trata de una película de Ingmar Bergman, pero todos aquellos que ansían ver una peli de acción y de espías que no insulte su inteligencia no deberían perdérsela. (Es mejor que las películas del ciclo de Bourne, por ejemplo, y eso que aquellas eran buenas.) Atrás quedaron los tics de las películas bondianas de las últimas décadas, que tanto aprendimos a odiar: no existe autoparodia, ni villanos over the top decididos a conquistar el mundo, ni gadgets electrónicos improbables. Este Bond no es más que un ex militar ansioso y sobreentrenado a quien le han dado un cargo nuevo en el que le gustaría brillar, aunque todavía esté lejos de poder hacerlo; como M (otra vez Judi Dench) le dice con todas las letras, todavía es mejor peleando, destruyendo y matando que operando como agente. Durante Casino Royale, veremos más de una vez en los ojos del actor Daniel Craig la angustia de un hombre que no está del todo a la altura de su misión, y que sufre por ello. (Tratando de meterse en semejantes zapatos, a Craig no le debe haber costado nada actuar esa angustia.)
La película esquiva cada una de las tentaciones que su camino consabido le pone delante durante el relato. Hay escenas de acción que quitan el aliento (una persecución que ocurre a poco del comienzo es electrizante), de duelo elegante con su enamorada Vesper Lynd (Eva Green, una chica Bond que, ¡por fin!, tiene el talento más grande que las tetas) y hasta de simple suspenso, despojado de todo componente titilante o violento: por primera vez en el cine –así como ocurría en la novela-debut del personaje, titulada como el film-, el momento más tenso en una película de James Bond tiene lugar durante… una partida de naipes.
Hay un villano interesante, que por un lado no aspira a otra cosa que –como los villanos de la vida real- a ganar más dinero y conservar la vida en el proceso, y que incluso en los momentos más proclives al lugar común le hurta el cuerpo al bulto: Le Chiffre (el actor danés Mads Mikkelsen, una inspirada elección de casting) no quiere torturar a Bond con rayos láser o sofisticaciones por el estilo, le basta con una soga con un peso en su extremo. Y además los pequeños momentos de complicidad con el espectador, durante los cuales uno se entera cómo Bond adquirió algunos de sus memorables manierismos –su Aston Martin, por ejemplo- son intensamente disfrutables. Mi favorita es la secuencia en que un barman le pregunta a este Bond a medio hacer si quiere su martini batido o revuelto (la liturgia establece que Bond sólo los bebe shaken, esto es batidos), y 007 lo mira con resentimiento y le dice: “¿Le parezco un tipo al que una cosa así podría importarle?”.
En lo que hace a Daniel Craig… ¡El tipo está muy bien! Supera a todos los últimos Bond con holgura, y aunque no tiene mucho que ver con el prototipo Connery comparte con el escocés la sensación de amenaza que trasunta sin siquiera moverse: una mirada de esos ojos gélidos, y cualquier hombre sensato se echaría a temblar. Tal como M sostiene, se ve como un hombre más tentado de recurrir a la violencia que a la sutileza; en las películas por venir se verá si además es capaz de transmitir la gravedad que sólo se adquiere mediante la experiencia.
Por lo pronto, cuando regresé a Buenos Aires hurgué en mi biblioteca por otras razones y descubrí que conservo las viejas novelas de Ian Fleming que pertenecían a mi abuelo, y que yo leía cuando era demasiado pequeño para que me dejasen entrar al cine a ver a Bond seduciendo a Pussy Galore. Mi Bond, pues, siempre fue más literario que cinematográfico. Confieso que estoy tentado de releer aquellos libros. Todo lo que puedo decir, por el momento, es que al menos el Bond de Daniel Craig responde a la descripción de “irónico, brutal y frío” con que su autor imaginó, ¡hace ya tantos años!, a este agente con licencia para seducir.