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Que conste

Ningún mensaje cae en saco roto.

A veces sorprende la vivacidad del corresponsal. Otras nos confunde verlo saltar por encima de nuestra cabeza. Tan ágil.

Es imprevisible y sólo a veces disparatado. Su juicio es desconsiderado pues no siempre se le tiene en cuenta como es debido.

Algunos, a cambio, se sienten queridos. Y éstos colman la mesura, nos complacen.

Los hay que aborrecen ver a lo actual invadir su intimidad. ¡Nada de política!, dicen. Detestan la jerga del mundo. No les falta razón.

Quizá el blog sea un cierto modo de hablar. Un estilo, una postura del intelecto. No es académica, ni periodística, ni literaria en sentido estricto. (Yo, sin embargo, insistiré: la vida privada es un acto de inteligencia política cuando se hace visible).

La conversación universal que convoca el blog requiere ensayos fallidos. Al fin y al cabo es la primera vez que esto ocurre. Ahora bien, en ningún caso nos libraremos de manejar las leyes del lenguaje. El requisito, como siempre, es saber decir lo que uno quiera.

Lo contrario sería un abuso.

Daremos cuenta de todo ello.

@ Albert Pla. Sigue pendiente la disertación que le debo sobre Cristóbal Serra.

@ Dolag. Por las afinidades literarias que su fino olfato descubre. Y por la cita de Cernuda.

@ Enea. Por la incertidumbre que siembra su ironía.

@ Maleas. Por el limpiabotas con el que tan delicadamente conversa.

@ Chiqui. Por sus circunspectos consejos.

@ Amigo de Miguel Torga. Por sus reproches.

@Provoqueen. Por la seriedad con que se toma todo esto.

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29 de diciembre de 2006
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LOS INOCENTES

Sólo en algunos periódicos de provincias continúa la costumbre de publicar noticias aparatosamente falsas el Día de los Inocentes.

El resto de los periódicos ha perdido el sentido del humor a la vez que en sus lectores ha desaparecido la candidez de antaño.

El mundo es generalmente escéptico, incrédulo, receloso. Pero también un conjunto curado de espanto.

Las noticias falsas y disparatadas no se publican ya, según los directores, por una cuestión de deontología  pero, en realidad, porque no encuentran la oportunidad para espantar gracias a ellas.

Como consecuencia, podría decirse, todo cuanto en la actualidad se publica es cierto, contrastado y exacto. Pero no. Nunca se han conocido mayores escándalos de montajes periodísticos que en el último lustro y ni The New York Times o Los Angeles Times se han librado de ello.

Lo falso se conmuta con lo auténtico de la misma manera que las prendas originales de Louis Vuiton son indistinguibles de las réplicas. El mundo se dobla en un largo bisel de cuyo fulgor parte un fogonazo falaz que funde el ojo y el juicio. O también, mezcla la exigencia con la lasitud, la profundidad con la superficie, la eternidad con el instante, el supremo vacío con la máxima saciedad.

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28 de diciembre de 2006
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El rey de la novela

El otro placer que me deparó la lectura de Trying to Save Piggy Sneed, de John Irving (que en esencia es un libro de cuentos, enmarcados por dos breves ensayos), es su pieza final, The King of the Novel, un artículo dedicado –de la manera más laudatoria, como su título revela- a Charles Dickens. Me encantó no sólo porque comparto su juicio, sino por la convicción y elegancia con que despliega sus argumentos. La primera parte, de hecho, se titula Por qué me gusta Charles Dickens; y por qué a alguna gente no, lo cual significa empezar con el pie derecho, dado que las razones por las que muchos rechazan novelas como David Copperfield y Great Expectations también son elocuentes respecto de la excelencia del viejo escritor; a menudo aquello que despreciamos dice tanto sobre nosotros mismos como aquello que amamos con pasión.

Irving cuenta que Great Expectations fue la primera novela que le hizo pensar que le gustaría haberla escrito de su puño y letra, y que por ende encendió en su alma el deseo de convertirse en escritor. El efecto que le produjo dejó su marca sobre lo que se convertiría en su propia obra, porque lo que Irving sintió fue, “específicamente, el deseo de conmover a un lector de la misma forma que me habían conmovido”. Aquí Irving toma su primera decisión como narrador: está pensando en llegar a otro, a un lector potencial cuya existencia considera y pondera desde el primer momento, y además entiende que no quiere llegar a él para ninguna otra cosa que no sea conmoverlo. Para Irving, Great Expectations “no se desvía nunca de su intención de mover al lector a la risa y a las lágrimas”. Lo cual nos conduce de cabeza a aquello que muchos desprecian en el clásico narrador inglés: “La intención de una novela de Charles Dickens –asegura John Irving- es conmover de manera emocional, no intelectual”.

Vivimos en una época cruel, en la que ningún rasgo es más marcado que la distancia que ponemos –y que deberíamos poner, según insiste el discurso único- entre nuestra persona y todas las demás. En este contexto Dickens no puede más que parecer una rara avis, “porque si hay algo a lo que no le teme –dice Irving- es a los sentimientos”. Dickens no conoce la reserva, no tiene miedo de mostrarse tal cual es, no es nunca cuidadoso. “En los elogios actuales, posmodernistas, que se dedican al oficio de escribir –ensalzando lo sutil, lo exquisito- está la clave: es posible que nos hayamos refinado al punto de despojar al género novelístico de su corazón”, dice Irving. No puedo menos que coincidir. En líneas generales, la novelística actual se caracteriza por su fobia a todo tipo de emoción, lo cual redunda de manera inevitable en la chatura de sus personajes (¡a los que se les prohibe sentir!) y en la endeblez de sus tramas; los relatos de hoy parecen protagonizados por conceptos en lugar de por gente.

En lo que hace propiamente a su escritura, Irving dice que Dickens “no es nunca vano”, y agrega: “Nunca pensó que tenía tan poco que decir como para asumir que el objetivo de la escritura era el lenguaje bonito”. Irving sostiene que los grandes escritores –entre los que cuenta, además de Dickens, a Melville, Tolstoi y Hawthorne- nunca se preocuparon por producir un lenguaje especial, “porque su supuesto estilo es en realidad todos los estilos; ellos los usan todos”. “Para esos novelistas, la originalidad del lenguaje es pura moda; algo que pasará. Pero las cosas que los preocupan de verdad, sus obsesiones –esas durarán: la historia, los personajes, las risas y las lágrimas”, sostiene.

En lo que hace a la desmesura de sus personajes (“Los hombres grises de sus libros brillan más que los hombres brillantes de otros libros”, escribió Chesterton alguna vez), Irving coincide con el célebre crítico George Santayana: no sólo cree que existe gente como la que puebla sus páginas, sino que además “nosotros somos esa gente, en nuestros momentos más verdaderos”. Y en lo que hace a la supuesta inverosimilitud de sus tramas, Irving se limita a dar dos ejemplos de la vida real, más increíbles que la mejor ficción. El primero me toca de cerca, ya que atañe al esfuerzo de los militares argentinos en plena Guerra de las Malvinas, que sabiéndose perdidos se obsesionaban con destruir al buque de lujo Queen Elizabeth II, utilizado entonces para el transporte de tropas. Torpedear esa nave no hubiese alterado el resultado de la guerra, pero los milicos argentinos le tenían ganas por su valor simbólico; ya que no podían obtener una victoria bélica, buscaban algo parecido a una disparatada victoria moral. El segundo ejemplo es parte de la vida misma de Dickens. Cuando era niño, caminaba una vez con su padre y se detuvo a contemplar una mansión erigida sobre Gad’s Hill. Dickens padre le dijo que si trabajaba duro, podría vivir allí alguna vez. Dado que su padre estaba en bancarrota y hasta conocía la prisión por dentro, hubiese sido lógico que el pequeño Charles desconfiase de sus palabras. Pero con el correr de los tiempos terminó comprándose la mansión de Gad’s Hill: allí vivió los últimos doce años de su vida, allí escribió Great Expectations y allí murió. ¿No es esta historia digna de las ficciones de Dickens? 

Más allá de su maestría como narrador -esa capacidad suya para involucrar al lector en el destino de sus personajes es casi un arte perdido-, lo que termina de enamorarme en Dickens es el uso que hace de ese poder. Para ponerlo en palabras del ceceoso Mr. Sleary en Hard Times: “Haga lo codecto, y también lo amable, y apele a lo mejor de nozotros; ¡no a lo peor!” Lo que amo de Dickens, y presumo que Irving ama también, es precisamente que apela a lo mejor que hay en nosotros, y nunca a lo peor.

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28 de diciembre de 2006
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REGALOS

En Internet no hay nada mejor como regalos que buenos enlaces. Tengo dos, que pertenecen a mis favoritos. Son dos blogs preocupados por el sexo y la literatura, extraños y hasta misteriosos pues no sé quién o quiénes están detrás de esas páginas.

1. La Petite Claudine 3.0

El título son tres palabras francesas, pero el blog es bilingüe: tanto en inglés como en español. Es un blog establecido entre varias fronteras. Vive entre:

- arte y publicidad
- español, inglés y spanglish
- escritura y creación visual
- reseñas y enlaces
- frivolidad y profesionalismo

Lo que me gusta es la forma de tratar temas sin importancia de una manera muy seria, la gran dedicación para entender una cosa de pacotilla. El blog no pertenece a un país o a una cultura, es el blog de las metrópolis. Vida moderna: trabajo, deseo, diseño. Mucha apariencia. Existe una sola ley: el Digital Millenium Copyright Act (DMCA), la ley que hizo Clinton sobre la digitalización del mundo real. La Petite Claudine pertenece al mundo de Clinton; le interesa el reflejo de la luz sobre las caras de los poderes (artísticos, comerciales, sexuales, etc.).

Un testblog hostil titulado «Censurando a La Petite Claudine» intentó demostrar que se trata de un sitio muy preocupado por el sexo y el contenido para adultos. No es cierto; es más bien una revista dedicada a la vida en un área moderna, que ofrece una vía de escape del aburrimiento, pero no pretende definir lo que sería la «philosophie dans le boudoir».

La Petite Claudine tiene sucursales en otros sitios: un blog de enlaces, en blogspot, fotos en flickr, wishlist de libros en Amazon. Obviamente, unas personas actúan en él de manera continua. Pero el blog no dice quiénes son. No existe el famoso “about”. Solo hay un enlace «contacto» que lleva a una ventana con una enigmática dirección. 

2. HIKIKOMORI

En este caso tengo una sospecha. Supongo que el autor del blog es Alberto Olmos, un novelista que fue finalista del premier Herralde con A borde del naufragio. El autor firma Hikikomori, una palabra japonesa que significa: inhibición, reclusión, aislamiento. La palabra llegó a ser utilizada para hablar de los adolescentes solitarios que rehúsan abandonar la casa de sus padres, y aun más, los que no salen de su habitación durante semanas o meses.

El blog de Hikikomori es hospedado en el sitio de la coctelera. No ofrece dato suyo. Hikikomori no tiene amigos. Tampoco vive en un lugar sino en Tokyo-Bangkok-Londres-Madrid-Chamberí. Un enlace, «Sobre mí», viene por encima de una doble fotografía del autor: un joven con una gorra al lado de un espejo. No se sabe cuál es el personaje y cuál es el espejo donde vemos la fotografía. Si se cliquea el enlace «Sobre mí» hay un e-mail vacío. Hikikomori nos dice: soy la persona a la que usted sueña escribir.

Ya todos me han entendido: lo único que tiene el blog es una escritura fenomenal. Hikikomori es un gran escritor, de los que saben cómo crear tensión en un texto, aunque no diga nada. Tensión de la esperanza, tensión del vacío, tensión del quizás. Sus textos son pequeños relatos (falláramos, grupo salvaje, etc.) que nos hacen esperar. No hay muchos textos, son largos, no son cómodos, hay que imprimirlos para leer y comprobar lo que se adivina en la pantalla: es una delicia.

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28 de diciembre de 2006
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REVISTA DE BARES (2)

De nada sirve buscar lo que no se encuentra. Ya no buscaré los bares que han muerto o cambiado tanto hasta no ser reconocibles. Pasa con los bares y con tantas cosas que forman parte de nuestro pasado. Pero sigue siendo buena la reivindicación del bar de Jaime Gil de Biedma. Extraigo parte de su texto: “Quizá ningún elemento de la vida diaria había ganado tanto en confusión, durante los últimos años, como el bar… El bar es una estilización urbana de la taberna, nacida en el momento en que la vida de las ciudades se despoja definitivamente de todo vestigio de ruralismo… La taberna es la expresión de una sociedad cerrada, personalista, en donde todos se conocen y cada cual es hijo de vecino, padre de sus hijos y abuelo de sus nietos; el bar, el exponente de una sociedad abierta, hija del individualismo, en donde cada cual es hijo del momento y nadie y todos son forasteros, en donde la mujer ya no es la madre ni la hermana. La taberna es una asamblea; el bar, una congregación de solitarios en potencia…

Pero la finalidad con que acudimos a una y a otro es esencialmente la misma: a beber y a ver gente, a buscar compañía, aunque la taberna solo conoce la compañía de la conversación y del juego de naipes, en tanto que el bar, que no la excluye, ofrece además una forma refinada de acompañamiento: la de estar solo entre la gente”.

Estar solo entre la gente… Me suena. Además, permite beber sin transgredir la promesa de no beber en soledad. Esta soledad sonora es otra cosa. Otra copa.

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28 de diciembre de 2006
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28 diciembre

La tortura de animales como una de las bellas artes. En este caso, un prodigio de danza y esgrima en la arena.

Ensartado en el asta del toro, el cuerpo del torero ha perdido su gracia. El animal lo lanza al aire y cae como un monigote goyesco.

Para Federico García Lorca, después de la cogida, a las cinco de la tarde, todo es gangrena. El Oratorio del compositor Vicente Pradal evoca el auto sacramental del Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, haciendo sinfónico el quejido ritual del sacrificio.

El traje de luces de los payasos de circo es holgado. El traje de luces de los toreros, ceñido. Más desde la pista bufa y desde la arena se suplica al mismo público.

Los dos, el payaso y el torero, ofician una ceremonia de genuflexión para engañar a la impaciente severidad.

En la pista del circo un bufón se somete al escarnio. En la arena de la plaza un bailarín tienta a la muerte. En los dos casos el público no debe tener piedad. Ha pagado su entrada y aguanta con mal genio la decepción. La pirueta cómica y la arriesgada suerte persiguen el mismo fin: dar consuelo a la crueldad espíritual.

La patética humillación del payaso parece inocua. La victoria del torero sobre el toro parece celebrarse con vítores y aplausos.

La crueldad, la impaciente crueldad, es la oración de un creyente resentido por una violenta premonición: la muerte ajena retarda la hora de nuestra muerte.

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28 de diciembre de 2006
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Auster mira para adentro

Un viejo está sentado en el borde de una estrecha cama, en lo que parece una prisión o un hospital. La ventana de su cuarto no se puede abrir y, quizá, la puerta tampoco. Cada segundo lo fotografía una cámara oculta en el techo. No sabemos quién es el viejo ni cómo llegó ahí. Él tampoco. Lo único que puede ver a su alrededor son las etiquetas que nombran cada objeto de la habitación: sobre la lámpara, hay una etiqueta que dice LÁMPARA. Sobre el escritorio, una dice ESCRITORIO, y así.

Ése es el comienzo de la última novela de Paul Auster, Travels in the Scriptorium. Y ése es el final, porque el personaje no sale de esa habitación en toda la historia (que de todos modos es bastante breve). A lo largo de las 130 páginas del libro, los demás personajes son pedazos de su memoria inconexos, erráticos, borrosos, que visitan el cuarto mientras el protagonista –que ni siquiera tiene nombre- trata de reconstruir el rompecabezas de su vida.

En la última entrevista que concedió a un medio español, para anunciar el lanzamiento en nuestro idioma de Brooklyn Follies, un Auster envejecido admitía haber estado muy enfermo, anunciaba que ya había dejado atrás sus libros más importantes y adelantaba que estaba escribiendo un texto muy extraño en el que reaparecerían personajes de sus novelas anteriores. Los escritores no suelen ser expertos en marketing, pero pocas veces alguien se da por muerto tan flagrantemente. En la entrevista, Travels in the Scriptorium quedaba anunciada como el canto del cisne de su autor.      

Lo más extraño es que su apogeo aún estaba caliente. Oracle Night y The book of illusions aparecieron muy cerca una de otra y conformaban una suerte de Greatest hits de Paul Auster. Tenían todos los elementos que podían haberte interesado de su obra: el azar, el personaje que lleva su vida al límite, las desapariciones, el arte, las historias organizadas en cajas chinas. Hasta cierto punto, ambas novelas representaban la culminación de un lenguaje cerrado y terminado, con poco por hacer en adelante.

Quizá eso explique la extraña forma de Travels..., una historia sin historia sobre un hombre sin historia que debe terminar una historia sin final rodeado de personajes de otras historias. Extraña, autoreferencial, metaliteraria, solipsista, sólo para conocedores, son algunas de las posibles calificaciones de este libro. Un reflejo de la introspección que precede a un punto de giro en la carrera de su creador.

Pero si ya te has hecho a la idea de que no estás ante un best seller, esta novela es una apasionante alegoría sobre la literatura, quizá lo más similar a un arte poética que Auster haya escrito. La verdadera protagonista de la historia es la soledad de un hombre encerrado en sus propias fantasías que viaja sin salir de su mesa y recibe la condena –y la comprensión- de los personajes a los que ha dado vida ¿Existe una mejor definición de un narrador?

Hace unas semanas, en una conferencia ante la Academia Sueca, el escritor turco Orhan Pamuk se refirió a la literatura diciendo que esa palabra evoca en él “a una persona que en la soledad de su habitación emprende la tarea de reconstruir su mundo interior con palabras, y que pretende hacerlo visible para los demás”. No existe una descripción más directa y precisa para la última obra de Paul Auster.

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27 de diciembre de 2006
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EL E-MAIL

Un malentendido que por teléfono se resolvería con dos palabras puede requerir varios e-mails cuando la comunicación se establece invariablemente por mail. ¿Son los mails, en  consecuencia, eficaces? El mail atiende a la ligereza, es decir, sin ser visto, soltar algo sin el riesgo de ruborizarse, errar y verse exculpado, emitir una información y sin gastar apenas espacio y tiempo en el procedimiento.

Los jóvenes se despiden diciendo que seguirán en contacto a través del mail. Ni del móvil, siquiera, aunque también. ¿Por qué el recurso amistoso al mail? Porque reúne sintéticamente la información más breve y el gesto y la facticidad.

Pero su estilo de comunicación simplificada se ha convertido simultáneamente en un estilo general de comunicación. De una incomunicación a menudo asaltada por los defectos del texto o por lo atropellado de la lectura.

El mail es velocidad, instantaneidad y, con ello, viveza, precipitación, atolondramiento. Ni las faltas de ortografía ni de gramática, ni las faltas de precisión son defectos insoportables. Precisamente el mail es súbito y sus  defectos solo parecen graves a quienes se empeñan en demandarle la misma o parecida función que a las cartas o los sopesadísimos textos que componían los telegramas. El mail crea equívocos, malentendidos, exige rectificaciones y ralentización a poco que se le fuerce a decir más de la cuenta.

Su capacidad de contar es tan reducida e impropia de su función que luce tanto más cuanto más concentra y abrevia su contenido.

El mail no espera que se le reciba con atención ni aplomo de conspicuo lector sino con un vistazo y haciendo algo a la vez.  La celeridad de los cambios sociales o tecnológicos o económicos ha cambiado las vidas -de paso el mail ha introducido esta nueva escritura del instante, veloz- pero sin apenas concepto. Un prodigio de la levedad y la superficie.

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27 de diciembre de 2006
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Salvando a Piggy Sneed

No siempre la luz llega a nosotros de manera directa: a menudo debe reflejarse en cuerpos ajenos y en otras superficies, hasta que al fin despeja nuestra mirada.

Estaba yo en Barcelona con Rodrigo Fresán, quien me habló de Robertson Davies, a quien yo conocía tan sólo de nombre. “Es el escritor del que habla John Irving en Trying to Save Piggy Sneed”, me dijo. Confesé que tenía el libro de Irving, autor de novelas maravillosas como The World According to Garp y The Cider House Rules, pero que nunca lo había leído. Convencido de su teoría sobre mi afinidad no descubierta con Davies (a lo largo de la vida aprendí a confiar a ciegas en las intuiciones de Rodrigo en materia literaria), me llevó de las narices hasta la librería en que me compré la Trilogía de Deptford, que comprende las novelas Fifth Business, The Manticore y World of Wonders. En el avión de regreso arranqué por el principio y no pude parar. Fifth Business me fascinó. Tanto, que apenas llegado a casa corrí a la biblioteca a buscar Trying to Save Piggy Sneed: John Irving es uno de mis escritores favoritos, y si él decía algo positivo sobre Robertson Davies yo quería saberlo.

Resultó que todo lo que Irving hace con Davies es citar un párrafo de Fifth Business. En este sentido la lectura fue frustrante, pero por culpa de Davies –y por extensión, de Rodrigo- terminé disfrutando de Trying to Save Piggy Sneed, que en esencia es la explicación de Irving sobre por qué llegó a convertirse en escritor. Una explicación que Irving pretende biográfica (de hecho responsabiliza del asunto a su abuela y a un recolector de basura retardado a quien le decían Piggy Sneed), pero que de alguna manera echaba luz sobre mis propias motivaciones a la hora de crear una ficción.

La memoria de un escritor de ficción es especialmente imperfecta a la hora de proveer detalles”, dice Irving. “Siempre imaginamos un detalle mejor que aquel que podemos recordar… El detalle más revelador es aquel que podría haber ocurrido, o que debería haberlo hecho. La mitad de mi vida es un acto de revisión; más de la mitad del acto es realizada con pequeños cambios. Ser un escritor significa un matrimonio agotador entre la observación cuidadosa y la casi tan cuidadosa invención de las verdades que no has tenido oportunidad de ver. El resto es el manejo estricto y necesario del lenguaje; para mí esto significa escribir y reescribir las frases hasta que suenan tan espontáneas como una buena conversación”.

Después de dar cuenta de estos principios del oficio Irving habla de su abuela, que durante años fue la persona más vieja en haberse graduado en Literatura Inglesa en la Universidad de Wellesley. Según dice, la abuela era cultísima y además amabilísima, una de las pocas personas de Exeter, New Hampshire, en mostrar verdadera misericordia cristiana con el retardado de Piggy Sneed. Como todos los niños del pueblo, Irving revistaba en cambio en filas de la turba que se burlaba a diario del tonto. (Imagino que este apellido forma parte de los pequeños cambios que Irving realiza al recordar: Sneed se parece demasiado a sneer, que designa una burla condescendiente, como para tratarse de un detalle real.)

La cuestión es que un día la cabaña infecta en que Piggy y sus cerdos vivían se incendió. Mientras la gente la veía arder sin remedio e imaginaba el trágico destino de sus habitantes, Irving, que para entonces se había convertido en bombero voluntario, alzó la voz y expresó su convicción de que Piggy no podía estar allí dentro. Era loco, pero no estúpido. Seguramente se había ido del pueblo, harto al fin de los cerdos. Estaría en Florida, el sitio que sin dudas habría elegido para vivir sus últimos años como tantos otros viejos.

De inmediato Irving advirtió que todo el mundo le prestaba atención. La forma en que imaginaba el destino de Piggy Sneed había capturado las voluntades de los presentes, aunque más no fuese por un minuto. Por supuesto, al rato las llamas se extinguieron y los restos de Sneed y de sus cerdos aparecieron entre los despojos.

Años después la abuela de Irving le preguntó por qué se había convertido en escritor. Recurrió entonces al recuerdo de Piggy Sneed y al de la epifanía que lo iluminó al mismo tiempo que las llamas: Irving había comprendido entonces que el escritor necesita al mismo tiempo imaginar el posible rescate de Piggy –y a la vez encender el fuego que lo acosa. Demostrando que ante todo era una mujer de sentido común, su abuela interrumpió su justificación para decir: “Johnny querido, te habrías ahorrado muchos problemas con tan sólo tratar al señor Sneed con un poco de decencia cuando estaba vivo”.

Irving pertenece, pues, a esa clase de escritores a la que me gustaría sumarme, en el improbable caso de hacer alguna vez los méritos suficientes. (Porque hay otras clases de escritores con las que no me gustaría saber nada: están los que tan sólo tratan de salvarse a sí mismos, o de vengarse del mundo, o de engrosar su cuenta bancaria, o de desplegar plumas como pavorreales.) Al igual que Dickens y que su admirado Robertson Davies, Irving es de aquellos escritores que han padecido penurias ciertas y provocado otras tantas, y que en absoluta consciencia de su humanidad (lo cual equivale a decir a sabiendas de sus limitaciones como hombres), escriben tratando de salvar a Piggy Sneed.

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27 de diciembre de 2006
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REVISTA DE BARES ( 1)

Encontré el texto de Gil de Biedma de los bares, su  “Revista de bares” o apuntes para una prehistoria de la difunta “gauche divine”. Está en ese excepcional libro de ensayos que hace tiempo no leía. Vuelvo a él y encuentro muchas posibilidades de elucubrar en estos días de vacaciones. Me lo llevo en mi equipaje de libros para combatir las vacaciones. Se trata de una revista de los bares que en la Barcelona de los sesenta merecían ser consignados como sitios para beber con un poco de detenimiento. Habla del Store Club, un lugar muy de teenagers, chicos y chicas de la burguesía afrancesada barcelonesa. Sigue con otro bar, por un puro bar, clásico, tranquilo y con toques informales: el Flamingo. Y la lista continúa por la Plaza Real, por Blue Note, el escondido El pirata, en una calleja de Mayor de Gracia. O el muy preferido Whisky Club, un lugar importante en su cultura urbana. Un lugar donde apetece imaginarse. Reflexiona Jaime Gil, “la civilización es una lucha por crear un ambiente”.

También habla de uno de Madrid, de uno que conocimos aunque no frecuentamos, el Jimmy’s. Está en pleno barrio chino, en plena calle de la Ballesta, y fue el primer bar español que pudo ser llamado de “whisky a gogó”. A finales de los cincuenta a Jaime Gil y a Ángel González les pareció lo más moderno. Un Madrid oculto que se ponía de pie en sus barras de bares. Un bar que inauguraron el Marqués de Villaverde y Luis Miguel Dominguín. Al piano del bar estaba un joven músico llamado Manuel Alejandro. Años después, gracias a Julio Iglesias y a otros, sería uno de los pocos multimillonarios de nuestra música. Le gustó el Jimmy’s a Jaime, allí podía beber y ligar. También ligaba y bebía, cada uno a lo suyo, su amigo y compañero de poesía Ángel González.

No tengo ni idea de qué bares de Barcelona, de los que cita Jaime Gil, quedan abiertos y conservando eso tan apreciable que es un “ambiente”. Pero sí que hay que dar por perdidos los de Madrid. Para encontrar con Ángel González un bar de aquellos que les complacían hay que inventarlo. Mejor cambiar de bares.

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27 de diciembre de 2006
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El Boomeran(g)
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