Marcelo Figueras
No siempre la luz llega a nosotros de manera directa: a menudo debe reflejarse en cuerpos ajenos y en otras superficies, hasta que al fin despeja nuestra mirada.
Estaba yo en Barcelona con Rodrigo Fresán, quien me habló de Robertson Davies, a quien yo conocía tan sólo de nombre. “Es el escritor del que habla John Irving en Trying to Save Piggy Sneed”, me dijo. Confesé que tenía el libro de Irving, autor de novelas maravillosas como The World According to Garp y The Cider House Rules, pero que nunca lo había leído. Convencido de su teoría sobre mi afinidad no descubierta con Davies (a lo largo de la vida aprendí a confiar a ciegas en las intuiciones de Rodrigo en materia literaria), me llevó de las narices hasta la librería en que me compré la Trilogía de Deptford, que comprende las novelas Fifth Business, The Manticore y World of Wonders. En el avión de regreso arranqué por el principio y no pude parar. Fifth Business me fascinó. Tanto, que apenas llegado a casa corrí a la biblioteca a buscar Trying to Save Piggy Sneed: John Irving es uno de mis escritores favoritos, y si él decía algo positivo sobre Robertson Davies yo quería saberlo.
Resultó que todo lo que Irving hace con Davies es citar un párrafo de Fifth Business. En este sentido la lectura fue frustrante, pero por culpa de Davies –y por extensión, de Rodrigo- terminé disfrutando de Trying to Save Piggy Sneed, que en esencia es la explicación de Irving sobre por qué llegó a convertirse en escritor. Una explicación que Irving pretende biográfica (de hecho responsabiliza del asunto a su abuela y a un recolector de basura retardado a quien le decían Piggy Sneed), pero que de alguna manera echaba luz sobre mis propias motivaciones a la hora de crear una ficción.
“La memoria de un escritor de ficción es especialmente imperfecta a la hora de proveer detalles”, dice Irving. “Siempre imaginamos un detalle mejor que aquel que podemos recordar… El detalle más revelador es aquel que podría haber ocurrido, o que debería haberlo hecho. La mitad de mi vida es un acto de revisión; más de la mitad del acto es realizada con pequeños cambios. Ser un escritor significa un matrimonio agotador entre la observación cuidadosa y la casi tan cuidadosa invención de las verdades que no has tenido oportunidad de ver. El resto es el manejo estricto y necesario del lenguaje; para mí esto significa escribir y reescribir las frases hasta que suenan tan espontáneas como una buena conversación”.
Después de dar cuenta de estos principios del oficio Irving habla de su abuela, que durante años fue la persona más vieja en haberse graduado en Literatura Inglesa en la Universidad de Wellesley. Según dice, la abuela era cultísima y además amabilísima, una de las pocas personas de Exeter, New Hampshire, en mostrar verdadera misericordia cristiana con el retardado de Piggy Sneed. Como todos los niños del pueblo, Irving revistaba en cambio en filas de la turba que se burlaba a diario del tonto. (Imagino que este apellido forma parte de los pequeños cambios que Irving realiza al recordar: Sneed se parece demasiado a sneer, que designa una burla condescendiente, como para tratarse de un detalle real.)
La cuestión es que un día la cabaña infecta en que Piggy y sus cerdos vivían se incendió. Mientras la gente la veía arder sin remedio e imaginaba el trágico destino de sus habitantes, Irving, que para entonces se había convertido en bombero voluntario, alzó la voz y expresó su convicción de que Piggy no podía estar allí dentro. Era loco, pero no estúpido. Seguramente se había ido del pueblo, harto al fin de los cerdos. Estaría en Florida, el sitio que sin dudas habría elegido para vivir sus últimos años como tantos otros viejos.
De inmediato Irving advirtió que todo el mundo le prestaba atención. La forma en que imaginaba el destino de Piggy Sneed había capturado las voluntades de los presentes, aunque más no fuese por un minuto. Por supuesto, al rato las llamas se extinguieron y los restos de Sneed y de sus cerdos aparecieron entre los despojos.
Años después la abuela de Irving le preguntó por qué se había convertido en escritor. Recurrió entonces al recuerdo de Piggy Sneed y al de la epifanía que lo iluminó al mismo tiempo que las llamas: Irving había comprendido entonces que el escritor necesita al mismo tiempo imaginar el posible rescate de Piggy –y a la vez encender el fuego que lo acosa. Demostrando que ante todo era una mujer de sentido común, su abuela interrumpió su justificación para decir: “Johnny querido, te habrías ahorrado muchos problemas con tan sólo tratar al señor Sneed con un poco de decencia cuando estaba vivo”.
Irving pertenece, pues, a esa clase de escritores a la que me gustaría sumarme, en el improbable caso de hacer alguna vez los méritos suficientes. (Porque hay otras clases de escritores con las que no me gustaría saber nada: están los que tan sólo tratan de salvarse a sí mismos, o de vengarse del mundo, o de engrosar su cuenta bancaria, o de desplegar plumas como pavorreales.) Al igual que Dickens y que su admirado Robertson Davies, Irving es de aquellos escritores que han padecido penurias ciertas y provocado otras tantas, y que en absoluta consciencia de su humanidad (lo cual equivale a decir a sabiendas de sus limitaciones como hombres), escriben tratando de salvar a Piggy Sneed.