Vicente Verdú
Un malentendido que por teléfono se resolvería con dos palabras puede requerir varios e-mails cuando la comunicación se establece invariablemente por mail. ¿Son los mails, en consecuencia, eficaces? El mail atiende a la ligereza, es decir, sin ser visto, soltar algo sin el riesgo de ruborizarse, errar y verse exculpado, emitir una información y sin gastar apenas espacio y tiempo en el procedimiento.
Los jóvenes se despiden diciendo que seguirán en contacto a través del mail. Ni del móvil, siquiera, aunque también. ¿Por qué el recurso amistoso al mail? Porque reúne sintéticamente la información más breve y el gesto y la facticidad.
Pero su estilo de comunicación simplificada se ha convertido simultáneamente en un estilo general de comunicación. De una incomunicación a menudo asaltada por los defectos del texto o por lo atropellado de la lectura.
El mail es velocidad, instantaneidad y, con ello, viveza, precipitación, atolondramiento. Ni las faltas de ortografía ni de gramática, ni las faltas de precisión son defectos insoportables. Precisamente el mail es súbito y sus defectos solo parecen graves a quienes se empeñan en demandarle la misma o parecida función que a las cartas o los sopesadísimos textos que componían los telegramas. El mail crea equívocos, malentendidos, exige rectificaciones y ralentización a poco que se le fuerce a decir más de la cuenta.
Su capacidad de contar es tan reducida e impropia de su función que luce tanto más cuanto más concentra y abrevia su contenido.
El mail no espera que se le reciba con atención ni aplomo de conspicuo lector sino con un vistazo y haciendo algo a la vez. La celeridad de los cambios sociales o tecnológicos o económicos ha cambiado las vidas -de paso el mail ha introducido esta nueva escritura del instante, veloz- pero sin apenas concepto. Un prodigio de la levedad y la superficie.