Marcelo Figueras
El otro placer que me deparó la lectura de Trying to Save Piggy Sneed, de John Irving (que en esencia es un libro de cuentos, enmarcados por dos breves ensayos), es su pieza final, The King of the Novel, un artículo dedicado –de la manera más laudatoria, como su título revela- a Charles Dickens. Me encantó no sólo porque comparto su juicio, sino por la convicción y elegancia con que despliega sus argumentos. La primera parte, de hecho, se titula Por qué me gusta Charles Dickens; y por qué a alguna gente no, lo cual significa empezar con el pie derecho, dado que las razones por las que muchos rechazan novelas como David Copperfield y Great Expectations también son elocuentes respecto de la excelencia del viejo escritor; a menudo aquello que despreciamos dice tanto sobre nosotros mismos como aquello que amamos con pasión.
Irving cuenta que Great Expectations fue la primera novela que le hizo pensar que le gustaría haberla escrito de su puño y letra, y que por ende encendió en su alma el deseo de convertirse en escritor. El efecto que le produjo dejó su marca sobre lo que se convertiría en su propia obra, porque lo que Irving sintió fue, “específicamente, el deseo de conmover a un lector de la misma forma que me habían conmovido”. Aquí Irving toma su primera decisión como narrador: está pensando en llegar a otro, a un lector potencial cuya existencia considera y pondera desde el primer momento, y además entiende que no quiere llegar a él para ninguna otra cosa que no sea conmoverlo. Para Irving, Great Expectations “no se desvía nunca de su intención de mover al lector a la risa y a las lágrimas”. Lo cual nos conduce de cabeza a aquello que muchos desprecian en el clásico narrador inglés: “La intención de una novela de Charles Dickens –asegura John Irving- es conmover de manera emocional, no intelectual”.
Vivimos en una época cruel, en la que ningún rasgo es más marcado que la distancia que ponemos –y que deberíamos poner, según insiste el discurso único- entre nuestra persona y todas las demás. En este contexto Dickens no puede más que parecer una rara avis, “porque si hay algo a lo que no le teme –dice Irving- es a los sentimientos”. Dickens no conoce la reserva, no tiene miedo de mostrarse tal cual es, no es nunca cuidadoso. “En los elogios actuales, posmodernistas, que se dedican al oficio de escribir –ensalzando lo sutil, lo exquisito- está la clave: es posible que nos hayamos refinado al punto de despojar al género novelístico de su corazón”, dice Irving. No puedo menos que coincidir. En líneas generales, la novelística actual se caracteriza por su fobia a todo tipo de emoción, lo cual redunda de manera inevitable en la chatura de sus personajes (¡a los que se les prohibe sentir!) y en la endeblez de sus tramas; los relatos de hoy parecen protagonizados por conceptos en lugar de por gente.
En lo que hace propiamente a su escritura, Irving dice que Dickens “no es nunca vano”, y agrega: “Nunca pensó que tenía tan poco que decir como para asumir que el objetivo de la escritura era el lenguaje bonito”. Irving sostiene que los grandes escritores –entre los que cuenta, además de Dickens, a Melville, Tolstoi y Hawthorne- nunca se preocuparon por producir un lenguaje especial, “porque su supuesto estilo es en realidad todos los estilos; ellos los usan todos”. “Para esos novelistas, la originalidad del lenguaje es pura moda; algo que pasará. Pero las cosas que los preocupan de verdad, sus obsesiones –esas durarán: la historia, los personajes, las risas y las lágrimas”, sostiene.
En lo que hace a la desmesura de sus personajes (“Los hombres grises de sus libros brillan más que los hombres brillantes de otros libros”, escribió Chesterton alguna vez), Irving coincide con el célebre crítico George Santayana: no sólo cree que existe gente como la que puebla sus páginas, sino que además “nosotros somos esa gente, en nuestros momentos más verdaderos”. Y en lo que hace a la supuesta inverosimilitud de sus tramas, Irving se limita a dar dos ejemplos de la vida real, más increíbles que la mejor ficción. El primero me toca de cerca, ya que atañe al esfuerzo de los militares argentinos en plena Guerra de las Malvinas, que sabiéndose perdidos se obsesionaban con destruir al buque de lujo Queen Elizabeth II, utilizado entonces para el transporte de tropas. Torpedear esa nave no hubiese alterado el resultado de la guerra, pero los milicos argentinos le tenían ganas por su valor simbólico; ya que no podían obtener una victoria bélica, buscaban algo parecido a una disparatada victoria moral. El segundo ejemplo es parte de la vida misma de Dickens. Cuando era niño, caminaba una vez con su padre y se detuvo a contemplar una mansión erigida sobre Gad’s Hill. Dickens padre le dijo que si trabajaba duro, podría vivir allí alguna vez. Dado que su padre estaba en bancarrota y hasta conocía la prisión por dentro, hubiese sido lógico que el pequeño Charles desconfiase de sus palabras. Pero con el correr de los tiempos terminó comprándose la mansión de Gad’s Hill: allí vivió los últimos doce años de su vida, allí escribió Great Expectations y allí murió. ¿No es esta historia digna de las ficciones de Dickens?
Más allá de su maestría como narrador -esa capacidad suya para involucrar al lector en el destino de sus personajes es casi un arte perdido-, lo que termina de enamorarme en Dickens es el uso que hace de ese poder. Para ponerlo en palabras del ceceoso Mr. Sleary en Hard Times: “Haga lo codecto, y también lo amable, y apele a lo mejor de nozotros; ¡no a lo peor!” Lo que amo de Dickens, y presumo que Irving ama también, es precisamente que apela a lo mejor que hay en nosotros, y nunca a lo peor.