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'Golden blog'

Lo confieso: soy un fanático de las premiaciones. Tengo alguna excusa más o menos articulada para explicar por qué sigo viendo año tras año la entrega del Oscar, pero mi mujer ya frunce el ceño cuando pretendo que la importancia de los People’s Choice Awards y los homenajes del American Film Institute y hasta los MTV Movie Awards revisten una significación a la que no puedo permanecer ajeno. La verdad es que no tengo explicación para el asunto. Es cierto que me gusta ver clips de las películas que todavía no pude ver –yo soy de los que llega temprano al cine porque si se pierde los trailers se pone de mal humor-, y que valoro la oportunidad de oír a ciertos artistas decir sus propias líneas, y que disfruto del show que se prepara para la ocasión. En esencia, supongo que lo que más me atrae es el espectáculo del triunfo. Quiero ver ganar a mis favoritos, claro, el asunto tiene mucho de competencia deportiva. Pero ante todo, quiero ver ganar. Me gusta ser testigo de la alegría, de la emoción, compartir aunque más no sea de modo vicario un instante claramente excepcional de esa vida. ¿Quién de nosotros, tenga o no que ver con el cine, no ha fantaseado alguna vez con levantar la estatuilla y responder a los aplausos diciendo you love me, you really love me?

El lunes vi la entrega de los Golden Globe de cabo a rabo. (Comenzando con el show de la alfombra roja, por supuesto.) El asunto es mucho más informal que el Oscar, en virtud es una cena y todo el mundo está saltando de una a otra mesa intercambiando saludos. Pero tiene la ventaja de que premia también la producción televisiva, que para ser sinceros en los últimos años se ha vuelto infinitamente superior a la de Hollywood. Los resultados en este rubro no fueron gran cosa (a mí Grey’s Anatomy no me mueve un pelo, aunque disfruté el premio dado a la versión made in USA de Betty la fea porque cualquier cosa que hace feliz a Salma Hayek me hace feliz a mí), pero al menos tuve la satisfacción de ver a Evangeline Lilly, la chica de Lost, con un vestido de noche que no me hizo extrañar su habitual atuendo de mujer-perdida-en-isla-desierta. (Dicho sea de paso, ¿cómo puede ser que semejante diosa esté de novia con un hobbit?)

Por lo demás, me gustó que ganase Babel como mejor película aunque más no sea por el hecho de que, seamos honestos, aún con sus defectos es muy superior a sus competidoras. The Departed es un Scorsese menor aunque la crítica pretenda equipararla a Goodfellas, Little Children no está mal pero tampoco es para tanto, The Queen es simpática pero intrascendente y Bobby ha sido masacrada por la prensa con tal unanimidad que resulta difícil creer que se trate de una obra maestra incomprendida.

Me pareció un disparate que Clint Eastwood ganase el premio a la mejor película extranjera, aún comprendiendo que Letters from Iwo Jima está hablada en japonés: ¡se trata de una película financiada y dirigida por estadounidenses! Este asunto es tan absurdo como si yo produjese y filmase una película en Buenos Aires pero hablada en inglés y pretendiese competir por ello en la categoría principal de los Oscar. El Globo se lo tendría que haber llevado Almodóvar, que es extranjero de verdad. También lamenté que no ganase Penélope Cruz, que en Volver está estupenda. Pero entristecerse por haber sido vencido por Helen Mirren es como deprimirse por haber salido segundo en un concurso de arquitectura en el que participaba Dios.

Ahora que releo lo que escribí creo que el motivo por el que veo tantas premiaciones se ha vuelto más claro: porque me permite ser frívolo sin culpas y al mismo tiempo defender causas justas y hasta perdidas, con ímpetu de paladín. Así somos: una mezcla entre lo más bajo y lo más excelso, en equilibrio inestable y en constante batalla por el dominio de nuestra alma.

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17 de enero de 2007
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Opiniones literarias

Siente una desagradable manía contra sí mismo. Su antigua coquetería no le sirve de mucho, pero lo que en verdad le impide mirarse al espejo, y cuidarse un poco más, es el fastidio de ver tan flaca y demacrada su propia figura. Somnoliento, envuelto en una vieja bata deshilachada, prefiere sentarse en la cocina y beber una taza de café.
Obviamente, el estado en que se encuentra condiciona sus opiniones literarias.

“Sólo a veces –dice mientras se rasca la cabeza- ciertos espíritus inspirados logran conmover el corazón de los hombres, ilustrar sus mentes inquietas y concebir momentos de memorable gozo estético y sentimental”.

“Pertenecer a este parnaso –y señala con la mano temblorosa la biblioteca del salón- no es algo que pueda exigirse. Aquí no sirven de nada las oraciones egoístas. No hay derecho alguno a reclamar. Ni misericordia que pueda ser suplicada. La amnesia del tiempo, amigo mío, es cruel y caprichosa”.

Cabecea como si fuera a dormirse. Con el pie arrastra las migas de pan que han caído al suelo.

“Sin embargo he conocido gente que vale la pena. ¡No esos corderos disfrazados de lobo prestos a zamparse caperucitas de mazapán!”. Y suelta una ruidosa carcajada.

“Hubo un tiempo, sin embargo, en que una alta ciencia, prometió redimir nuestras penas...”.
Bebe café pero habla como un borracho.
“Una alta ciencia…más allá… ¡No, de ninguna manera!"
Y apoya la frente en la mesa de la cocina para echar una cabezadita.

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17 de enero de 2007
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HORA ESPAÑOLA

Siempre he sido muy poco patriota. Me encontraba del lado de Julio Ramón Ribeyro y de sus prosas apátridas. Después me di cuenta que Ribeyro, tantos años de exilio, tantos flaneos parisinos y seguía siendo muy de Lima, muy del Perú, muy de su patria negada. Creo que me pasa un poco lo mismo pero sin exilio. Desde luego nunca elegiría vivir en la patria que dibujan, reivindican, chulean y secuestran todos esos antinacionalistas, todos esos tan españoles, que han sido, que siguen siendo dueños de las esencias patrias, de las tierras, los negocios y los ladrillos. Tendré que convivir con ellos. Incluso tendré que ser gobernado por ellos, pero no seré de ellos.

Acabo de escuchar al llamado líder de la oposición. Por alguna razón masoquista me he quedado escuchándolo. Incluso he visto sus gestos. Sus inflexiones y su discurso de cerril. De españolismo primario. Siento mucho haber dejado durante demasiado tiempo la novela de Darío Jaramillo -La voz interior- y los pensamientos sueltos del diario del ayer citado José Carlos Llop. Tiempo perdido escuchando a esos que todavía tienen la idea de una hora española pasada por confesonarios. ¿No estábamos ya en otra hora?

Otra hora española me encuentro en la poesía de Mercedes Cebrián. Siempre es un placer la lectura de esta joven tan aguda -quise mucho su anterior libro, El malestar al alcance de todos- y sigo queriendo el nuevo, este Mercado común que también está en la editorial que Constantino Bértolo pensó para entrar o salir de la ciudad sitiada, Caballo de Troya. En el libro de Cebrián hay mucho acercamiento a otras horas españolas: “La hora española es la hora/ indudable, la que nos clava/ en la edad indudable. Hora y edad/ están emparentadas. Hora y duda también…”

Yo dudo de todos los patriotas. Aunque lo sea a mi manera. A esa manera que me haría estar cerca de Baroja, como cerca de Ribeyro, de Jaramillo, de Cebrián o de Llop. La patria de a los que les gusta leer. Con esa patria me basta. Luego tengo mi hora española. Que no es la de la oposición, ni la del Gobierno, pero que podría convivir con unos y no con otros. “El nacionalismo se fundamenta en el quiénes somos para evitar preguntarse quién soy yo”, eso dice Llop. Yo creo que debe ser algo más complicado. Yo me pregunto quiénes somos y no sé decirlo. Pero me pregunto quién soy yo y estoy mucho más perdido.

Todavía tiemblo con algunos que usan mucho el nombre de España. Recuerdo aquellos versos de León Felipe: “¡España, España!/ Todos pensaban/ -el hombre, la Historia  y la fábula-/ todos pensaban que ibas a terminar en una llama… y has terminado en una charca”.  No quiero olvidar quiénes son los herederos de la construcción de España como charca.

Buscaré compañeros para estas horas españolas. Para estas muchas horas españolas que espero me sigan quedando.

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16 de enero de 2007
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'The sound of music'

¿Cuánto ha cambiado, en los últimos años, la forma en que escuchamos música? Hay un tramo inicial que sigue siendo lo que era: el vientre materno es una cámara líquida que lo asordina todo, por eso en el nacimiento nuestra primera vivencia del mundo exterior es el frío primero, y el ruido después. El mundo es un lugar lleno de sonidos. En algún momento aprendemos a diferenciar lo que es puro estruendo, cacofonía, de las melodías que madre y padre cantan al abrazarnos: nuestra primera experiencia musical. Pero a partir de allí quedamos librados cada uno a nuestra suerte –y a la tecnología.

No había tocadiscos en mi casa cuando yo era pequeño, apenas una radio AM en la que la música constituía tan sólo un elemento entre tanto jingle y tanta noticia. Cuando quería escuchar canciones de Los Beatles, llamaba a la prima de mi madre –que sí tenía tocadiscos- y le pedía que pusiese un disco para poder escucharlo a través del teléfono.

Después llegó el tocadiscos. La adolescencia es para mí el tiempo en que escuchaba música: tenía infinidad de discos de vinilo, de ese tamaño tan generoso y conveniente, y ponía música durante horas mientras leía las letras que venían en los sobres internos o impresas en la tapa misma. Todavía hoy, cuando me encuentro con alguna de esas músicas que no escucho desde entonces, soy capaz de recordar cada nota de cada solo con precisión total.

Después tuve un grabador de esos que reproducía cassettes. Nunca fui hombre de cassette, me gustaba más manipular los discos, que además sonaban mejor. Hoy conservo todos aquellos discos pero ninguna de aquellas cintas: extraño especialmente una de Sally Olfield que me regaló mi amigo Joaquín, a quien le gustaba grabar música para su gente.

Después vino el CD. El primero que tuve fue Peter Gabriel III, que por supuesto ya atesoraba en disco. Todo lo que salió de allí en adelante lo compré en CD, y todavía me falta mucho para recuperar todas las cosas memorables que había coleccionado en vinilo.

Ahora existe el MP3 –todas mis hijas tienen uno- y el iPod –todas mis hijas pretenden uno-, pero yo sigo aferrado al CD. En parte por la costumbre, imagino, y en parte porque aunque vivimos en un mundo de singles yo sigo apegado a la noción del álbum, de la obra que va más allá de los tres minutos de la canción pop, por perfecta que sea. Me parece que manejándome tan sólo con canciones sueltas me pierdo algo, como si pretendiese saborear un postre probando tan sólo los confites que le han echado por encima. Pero supongo que será cuestión de tiempo, nomás; sé que hay un iPod en mi futuro.

Lo definitorio, más allá de la tecnología, es el espacio que se le dedica a la música en la vida. Hace muchos años que ya no me siento a escuchar discos, consagrándoles mi completa atención. En realidad ahora también me siento, pero para hacer otra cosa: el dominio de la música en mi vida se limita al interior de mi automóvil. Subo al auto, lo enciendo y un segundo después estoy escuchando música. No es extraño verme circular cantando a todo pulmón. A menudo me interrumpo para maldecir a algún otro conductor, pero al instante retomo la melodía. Me gusta cantar, y me gusta cantar cuando conduzco. El auto es mi estudio privado, mi cámara de ecos.

Días atrás, por primera vez en siglos, me tumbé en un sillón para dedicarle mi entera atención a un álbum: Continuum, de John Mayer. Me encantó recuperar la experiencia, pasar las páginas del librito interno y leer cada letra, cada crédito. Sin embargo, ahora que estoy instalado en una casa de los suburbios de Buenos Aires, y a pesar de que cuento con un maravilloso equipo de sonido, tiendo a pedirle a mi gente que por favor apague la música. Una de las características de la niña protagonista de mi novela La batalla del calentamiento es su capacidad de oír la música que existe en cada cosa: en el agua que hierve, en los pies al hundirse en la nieve, en la frutilla cuando se la aprieta entre los dedos. Además escucha una radio portátil Spika, pero sabe que la música es mucho más que aquello que los hombres componen e interpretan cuando están convencidos de hacer música. Aquí en Pilar encuentro música en los pájaros, en el frufrú de las hojas al rozarse, en los grillos y en las chicharras, en el viento al rozar el parche del agua. Después de convivir con ella tanto tiempo, debo haberme vuelto un poco Miranda.

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16 de enero de 2007
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HOY EN INGLÉS

Lo siento, pero hoy el post es de english speaking. Dos razones para esto:

1. Grabaciones de Borges salieron a la luz en la Universidad Harvard. Son grabaciones de seis conferencias sobre poesía del escritor argentino. La fecha es 1967, 1968; la voz, la de un hombre en plena salud, no el Borges del final sino un crítico con completo dominio de su potencia. Harvard University Press hace su negocio, que es vender lo que tiene la universidad; en este caso es una triple oferta un poco deslumbrante: las conferencias en un libro con tapa dura, el mismo libro en edición de bolsillo o el CD de las grabaciones.

No sé lo que podría opinar Borges de la oferta de un «libro para escuchar». Pero como la editorial de Harvard hace bien su trabajo podemos escuchar unas muestras de esta grabación muy especial: Borges hablando el idioma de Shakespeare. Es extraño: Borges no tiene fluidez, muestra obvia dificultad con la «R», no entrega una aspiración homogénea para la «H». Su relación con el inglés ya no es lo que podríamos imaginar (fue un idioma muy presente al principio de su vida), sino un vínculo con un código intelectual, conceptual, artificial. Las pequeñas grabaciones van a modificar mi manera de aceptar sus juicios definitivos, y hasta su legitimidad para decir lo que dice en el Borges de Bioy Casares. Por ejemplo, el 24 de junio del 63: «¿Hay en los versos ingleses y alemanes una vibración que no hay en otra lengua? Sonidos de consonantes, en palabras como cling, lack, vixen que sirven para la épica» Borges en inglés es para nada un orador épico.

2. El diario inglés The Guardian publicó el sábado, en su selección de libros, un texto muy articulado, potente, con conceptos de gran definición de la novelista Zadie Smith. El título: «Fail better» que podemos traducir como «mejorar el fracaso». La tesis del texto, dedicado a definir lo que es literatura, es la siguiente: una gran novela es una visión del mundo a través de una conciencia ajena. Zadie Smith cree que existan pocas obras maestras pero no importa, pues sabemos acomodarnos de obras fracasadas. Siempre tienen algo: nos ofrecen otras conciencias y a veces, al utilizar nuestra conciencia, conseguimos hacer otro producto, no parecido pero inspirado por algo que superamos. Su artículo es importante y, por su enorme presencia ya en los blogs, se ve que será muy comentado.

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16 de enero de 2007
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MARIPOSAS AMARILLAS

Un emprendedor empresario del pequeño poblado de Catarina en Nicaragua anuncia que pronto pondrá a disposición de los recién casados un servicio de su invención. Se trata de que al momento en que los novios desfilen por el pasillo central de la iglesia, tras consumada la ceremonia nupcial, centenares de mariposas blancas llenarán la nave, y revolotearán en alegre y mudo vuelo sobre las cabezas de los novios, padrinos e invitados. Mariposas verdaderas, no engendros virtuales. Criadas por él especialmente para el espectáculo, las mariposas volverán al recinto de donde salieron, y la trampa volverá a cerrarse, hasta la siguiente boda.

Mariposas blancas, dice el inventor al reportero que lo entrevistó acerca de su ingeniosa empresa, y yo, la vez que me lo encuentre, pues Catarina es vecina a mi pueblo natal de Masatepe -donde recalo los fines de semana-, voy a proponerle que sean más bien mariposas amarillas, para que así, otra vez, la realidad vuelva a demostrar que no tiene envidia de la imaginación.

El inventor del que hablo, agrónomo de profesión, no se llama Mauricio Babilonia, sino Erick Nicaragua, que tampoco es un seudónimo. Y se prepara a exportar sus mariposas nupciales al mercado del Japón.

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16 de enero de 2007
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EL OLOR DEL FIN

Muchos viejos, prácticamente todos, cuando se habla de asistir a un acontecimiento futuro, no más alejado siquiera del año que viene, suelen decir: “Eso, si vivo”. Con una misma reacción los presentes reprenden ese comentario y hasta afean al viejo su mal gusto o su aciago humor.

Lo que expresa el viejo es una sencilla sensatez pero la aparatosidad con que se la rechaza da entender que el viejo delira o quiere amargar exagerando la proximidad de su fallecimiento. El caso es que nadie desea una muerte, un entierro y todos los fastidiosos momentos alrededor.

Las palabras del viejo son tanto más impertinentes como precisas pero precisamente lo pertinente sería que el viejo tragara para sí el miedo a morir y se comportara neutralmente, inodoramente, al margen de su lamentable edad. Manifestar la consciencia de su acabamiento amenaza con el bienestar de los otros y no porque les contagie su deplorable declive o la inoportuna idea de la muerte, sino porque si ellos tácitamente ya presumen el luto que se acerca llega a resultarles plenamente monstruoso que el protagonista hable de él. Que hable él mismo de su fin cercano, tome en sus manos la realidad de su muerte y la proclame no como alguien más sino con la autoridad del protagonista del suceso.

Su peso en el pronóstico de su propio fin convierte la predicción en noticia insoportable puesto que no habla por hablar, ni en términos generales, sino con la mismísima voz que va a callar, con el mismo cuerpo que pronto dejará de latir, con la consciencia que en breve se transformará en sólo materia orgánica.

La capacidad de un vivo para hablar de la muerte se reconoce, en general, muy limitada. Así se demuestra en los jóvenes que ni siquiera alcanzan a imaginar el término de su vida. Pero el viejo es otra cosa porque con 80 o más años el periodo posible de pervivencia se hace tangible y es  objetivamente acotable. La muerte se introduce en el plazo que quedará por vivir con autenticidad espantosa y los viejos se hallan necesariamente penetrados de su sustancia, lo digan o no. En algunos, incluso huele densamente a través del ácido palmoteico que empieza a emitir el cuerpo a los 30 años pero cuya dosis se multiplica por 15 o 20 medio siglo después. El viejo huele a muerte de tal modo que los laboratorios japoneses Shiseido han inventado un perfume para neutralizar ese efluvio de panteón. Sólo hace falta, además, que el viejo ya perfumado, atildado, correcto, no se le ocurra sacar a relucir, cuando menos se espera, cualquier maldita referencia a su defunción.   

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16 de enero de 2007
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El curioso incidente del niño protagonista

Como en Holanda acaba de editarse Kamchatka, me pidieron de una revista que eligiese mis cinco novelas favoritas que estén narradas, al igual que aquella mía, desde el punto de vista de un niño. El desafío me puso a pensar. Después de mucho dar vueltas, me quedé con David Copperfield, The Sword in the Stone, Matilda, The Curious Incident of the Dog at the Night-time y Empire of the Sun. Lo de Copperfield no necesita mayor explicación. Aunque David es niño tan sólo durante parte de la narración, la novela fijó el molde para todos los relatos de iniciación: ¿o acaso pasa algún día en que no traten de decidir si serán los héroes de sus propias vidas?

The Sword in the Stone me resulta inescapable. Siendo fan del ciclo de leyendas artúricas desde la más tierna edad, esta versión de Arturo niño siendo educado por un Merlín que se parece al maestro ideal es verdaderamente deliciosa. (La película de Disney es simpática, pero el libro es inolvidable.) ¿Cuántas cosas fundamentales aprenderíamos, si tuviésemos un hechicero particular que nos convirtiese en todos los otros seres vivos para que entendiésemos qué se siente al habitar su piel? Debería confesar que le robé a T. H. White el uso permanente y jocoso que hace del latín para mi última novela, La batalla del calentamiento.

De Matilda me gusta aquello que es habitual en los relatos de Roald Dahl: que aunque tiene a una niña por protagonista, su visión nunca es infantil. Como el protagonista de James y el durazno gigante, como el Charlie de Willie Wonka y la fábrica de chocolate, Matilda debe enfrentarse a los aspectos más terribles de la vida: en su caso, el desamor de sus padres carnales y el régimen fascista encarnado por la encargada de su escuela. Creo que Dahl no teme enfrentar a sus personajes a las calamidades porque sabe que no hay nadie mejor dispuesto para enfrentar la vida, y para convertir desgracia en posibilidad, que un niño inteligente.

The Curious Incident of the Dog at the Night-Time, de Mark Haddon, es la más reciente de las novelas de la lista. Su narrador es un niño que sufre una variante del autismo, el síndrome de Asperger. Pero esta característica no es experimentada nunca como una limitación, sino tan sólo como el prisma a través del cual su personaje entiende, y se relaciona, con el mundo. Haddon sabe muy bien qué es un niño en esencia: un hombre muy, muy pequeño, que navega un mar desconocido y se mantiene a flote haciendo buen uso de las pocas cosas que sabe –y de las muchas que desconoce.

Y El imperio del sol es la novela por antonomasia sobre un niño perdido en una guerra. (¿No lo seremos todos, en algún sentido?)

Por supuesto que existen infinidad de otros títulos que deben habérseme escapado. De hecho siento algo de culpa con Mark Twain y con Robert Louis Stevenson, que también me proporcionaron momentos que atesoraré siempre. Pero imagino que la lista se armó de esta manera en mi cabeza porque estos libros contribuyeron muy claramente a ponerme en la buena senda. Yo suelo recurrir a personajes que son niños porque, como Dickens y White, como Dahl y Haddon y hasta como el habitualmente ceñudo James G. Ballard, creo que no existe nadie con mayor capacidad de asombro, ni con mayor apertura al perdón, ni con mejor disposición para la aventura que un niño. Cuando los adultos sufrimos un dolor profundo, tenemos la tendencia a aferrarnos a él y a usarlo para justificar todas nuestras renuncias, todos nuestros fracasos. Los niños se levantan del suelo y siguen caminando, sin echarle la culpa a nadie. Por eso constituyen protagonistas perfectos: porque no están dispuestos a que nadie les arrebate la felicidad.

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16 de enero de 2007
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Costumbres de la vieja España

Pedir perdón es un gesto que en los ámbitos privados de las relaciones humanas denota humildad de espíritu y buen carácter. Es razonable hacerlo cuando uno comprende la envergadura de su error y le avergüenzan las molestias que ha ocasionado a sus amigos o familiares. Sin embargo, cuando se abandona el limitado circuito de los vínculos personales, el perdón adquiere una confusa categoría.

No se entiende muy bien qué puede llegar a significar cuando se pronuncia fuera de las severas obligaciones prescritas por el guión cultural del catolicismo. En la economía espiritual que regula el sacramento de la confesión, el perdón cumple una valiosa función regeneradora. Liberarse del remordimiento, por ejemplo, y del torturado complejo que éste impone al que transgrede con conocimiento de causa, es una de las benéficas aplicaciones que tiene el perdón. Pero la eficacia de esta compungida lucidez depende de sutilísimas operaciones psicológicas ligadas al acto mismo de la contrición. La más importante, como todo el mundo (católico) sabe, es el voluntario cumplimiento de la penitencia. Sin cargar con el peso de la retribución es verdaderamente inútil pedir perdón. ¿De qué puede servir un efímero reconocimiento de culpa?

Este es el motivo por el cual las sociedades laicas han eliminado de su lenguaje público la palabra perdón, pues pertenece a un léxico religioso sin la adecuada traducción jurídica. Las revoluciones democráticas que fundaron el desarrollo institucional de nuestras constituciones consideraron más conveniente articular los mecanismos de razón política que hicieran viable el control de las responsabilidades públicas. Es conocido el ejemplo dado por los más conscientes administradores del espacio público, que antes de pedir perdón, y después de haber declarado su error, entregaban su dimisión. De este modo reconocían el acierto de los que votaron a un hombre de honor, y dejaban el cargo al que pudiera seguir adelante sin la desazón del dislate cometido. Aceptaban su penitencia en lugar de pedir ayuda para llevarla a cuestas.

De este modo, se eliminó de la cultura democrática la frase “confiad en mí".

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16 de enero de 2007
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SILENCIOS COMO GRITOS

Estuve en la manifestación del sábado en Madrid, como otros miles, muchos miles de ciudadanos bastante tranquilos y bastante cabreados. Caminábamos lentamente, en silencio o casi en silencio. A mi lado estaban amigos y conocidos del mundo cultural, del cine, de la música. Yo marchaba con un grupo que no era cabecera de nada. En anónima solidaridad, al lado de Ángel González, de José Manuel Caballero Bonald  de otros muchos poetas, escritores o esa tropa rara que son los periodistas culturales. Un buen tramo fui charlando con mi amigo, editor, lector y columnista, Manuel Rodríguez Rivero. Nos lamentábamos de las ausencias, de tantos escritores o periodistas a los que no les gusta verse mezclados con una masa de ciudadanos hartos de las anormalidades de un país que no se merece algunas cosas. Tampoco nos extrañaba demasiado. Conocemos el percal. Yo recordé unos textos que acababa de leer en el inteligente y lúcido diario de José Carlos LLop, La escafandra: “Hay periodistas que confunden una página de periódico con una pistola”. E inmediatamente después hace otra reflexión -por cierto, antes que de periodistas, habla de burdeles- que me hizo reír por su doble mala leche: “El político es un periodista que ha evolucionado. Por eso el periodismo es necesario para neutralizarlo”. Nada mal visto.

Yo que soy periodista, gracias a Tintín, sigo viendo las cosas con demasiada ingenuidad aunque el aumento de mi escepticismo es más alarmante que mis transaminasas. No fui como periodista a la manifestación- en realidad casi nunca voy como periodista a ningún lado- pero sí puedo contar que los gritos que no fuera contra ETA o por la paz fueron pocos. Es cierto que no se pudo evitar que algunos, muchos, se preguntaran dónde estaba el alcalde. O dónde esos obispos que tanto animaron otras manifestaciones. Preguntas al viento.

A mi lado Caballero Bonald decía que no había que gritar nada. Había que saber guardar silencio. El mejor grito posible, un silencio de cientos de miles. No fue así, pero los gritos fueron tan respetuosos como muchos silencios. No todas las manifestaciones son iguales.

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15 de enero de 2007
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El Boomeran(g)
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