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DE PELÍCULAS

No podía esperar más, tenía que ver Babel si quería entrar en las muchas discusiones sobre la calidad de la película. Sobre sus habilidades narrativas, sus actores, su inteligente guión, su capacidad de emoción y de denuncia. Casi me parecía haberla visto cuando al fin decidí enfrentarme con ella durante más de dos horas.

Tengo que decir que al principio me impactó. No en todas las historias, no en todo el metraje, pero me pareció inteligente y en algunos casos -historia mexicana, partes del desierto y el grupo de insolidarios turistas, algunos momentos de la joven sordomuda- me pareció llena de verdad cinematográfica, de emociones contadas en una pantalla, de cine puro…Discutimos un grupo de parejas que la vimos juntos como en tiempos de la filmoteca. En la discusión me di cuenta de que la película me hacía aguas. En la reflexión del día después se aumentaban las fisuras, las dudas, el alejamiento de una película que, cada vez que la pienso, me parece más efectista y menos estimable…Estoy entre volver a verla o dejar que caiga en el olvido, como tantas cosas, como tanto cine, tantas lecturas…

Al día siguiente volví al cine. Tenía ganas de algo menos intenso. Había leído buenas críticas de Bobby. Confirmé que soy un bobo y que lo que vi me hizo dos bobos. Reparto impresionante para película absolutamente prescindible, bobona, previsible y de blandas nostalgias de los tiempos de los hermosos y seductores Kennedys. ¿Por qué me tengo yo que fiar de los críticos? ¿Es que acaso no los conozco?... Será el poderío de la letra impresa, la credibilidad de algunos medios…pues no, será que uno de vez en cuando baja la guardia y te crítica por liebre. Prometo no hacer caso de la crítica. Es más, esta misma tarde pienso ir a ver la película de Sophia Coppola. Toda la crítica ha sido unánime en ponerla a parir, es posible que me guste. Además creo que es bonita y decadente.

Volví cabreado del aburrimiento, más nadería que aburrimiento, de la película Bobby. Aún así me quedaron ganas de volver a ver una película que se pasaba por un canal de televisión. Era una de las películas que más me gustaron hace dos años. Quería comprobar si aquella impresión, aquél recuerdo soportaba una segunda visión. Mejoró. Todavía me pareció más hermosa y cruel, más verdadera y desolada. Es una gran película, una de esas que te hacen volver a creer en la capacidad del cine. Se llama Afliction, es de Paul Schroeder. En el reparto están unos inmensos James Coburn, Nick Nolte y Sissy Spacek, entre otros fantásticos actores. Es una historia en un pueblo pequeño, un lugar con nieve y aislamiento. También un lugar con corrupciones urbanísticas, turísticas, en fin que podría ser un lugar cualquiera de nuestra geografía pero con más nieve. Es una película tan dura como un dolor de muelas. Una película de derrotas. Una película que de verdad, sin efectismos, te acerca a un mundo duro, injusto y real. También así somos.

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23 de enero de 2007
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FREI

Aparte de una página en el sitio español de la BBC no hay eco en los medios mayores de Europa del discurso pronunciado el lunes en Santiago de Chile por Eduardo Frei Ruiz-Tagle, presidente del senado. «Hoy, dijo, tenemos la firme convicción fundada de que el ex presidente Frei Montalva no murió por causas naturales. Él dijo en los años 50, la verdad tiene su hora y es bueno que el país sepa que la hora de la verdad de Eduardo Frei Montalva ha llegado y es una verdad cruda y brutal: Eduardo Frei fue asesinado».

Frei Ruiz-Tagle fue presidente de Chile de 1994 a 2000. Su padre, Frei Montalva fue también presidente de Chile de 1964 a 1970 y como tal es la gran figura de la democracia cristiana en Chile. Tuvo un poder de movilización real, generó un entusiasmo sincero entre sectores jóvenes. Su figura se recuerda como la del autor de la «chilenización del cobre», es decir el control por el estado de la materia prima más importante del país. Murió en la época del gobierno militar como consecuencia de una septicemia generalizada registrada días después de ser sometido a una operación muy común para reducir una hernia. Nunca faltaron las sospechas de asesinato: Frei Montalva recuperaba un protagonismo político al buscar una movilización común de los sectores políticos clásicos en contra del gobierno militar de Pinochet.

La interminable investigación para conocer la verdad parecía estancada aunque Augusto Larrain, el cirujano que operó en el quirófano no disimulaba sus sospechas como en esa declaración del mes de agosto del año pasado: «Mi opinión es que hubo un agente químico externo, pero no puedo decir qué fue, quién lo puso, cómo lo pusieron. (…) No había ningún signo de inflamación peritoneal, o sea no había gérmenes, era un abdomen absolutamente limpio, libre. En cambio, esta lesión, que yo no había visto nunca, que no la he visto nunca después, sólo podía explicarse por una irritación química local»

Al revelar nuevos datos científicos, el hijo de la víctima provocó una emoción enorme. Basta leer lo que dicen la actual presidente, Michelle Bachelet, y el ex presidente Ricardo Lagos. Esta historia me fascina por una razón sencilla: creo que lo peor de la actuación de Augusto Pinochet fue el asesinato del general Prats en Buenos Aires. Se trataba de un compañero suyo que había decidido apartarse de lo que hacían los militares en Chile. No pedía nada, tampoco hacía algo en contra de Pinochet. Meramente quería vivir aparte. Y más allá de la amistad y de la historia común, Pinochet lo mandó a matar, por temor a la crítica silenciosa de su exilio. Pinochet no podía vivir sabiendo que Prats respiraba por su cuenta al otro lado de los Andes. Siempre he creído que el temor escondido en este asesinato tenía que manifestarse también frente a la figuras del exilio interior. Frei Montalva respiraba por su cuenta en Chile… Quiero saber lo que pasó.

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23 de enero de 2007
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EL OLOR DE LA COLONIA

Mi hermano Manolo que es médico recomienda, cuando las cosas se tuercen o un vago malestar no se disipa, oler durante varios segundos de un frasco de colonia. El perfume se evaporará pronto pero gracias a su presencia constamos la  alternativa de un mundo festivo y vecino.

En general, no es preciso que el sufrimiento desaparezca por completo para experimentar una felicidad intensa. Basta que se alivie en algún grado el tormento que soportamos para que un suculento deleite aparezca.

Las porciones del bien, nacidas directamente de las entrañas del mal o de la reducción de su dominio, constituyen golosinas de excepcional calidad siendo su principal atributo la procedencia del auténtico interior de la vida.

Vivir, decía Ortega, significa cierta dificultad del ser. Y el ser en sus incorregibles tropiezos con lo imaginario y lo real, contra lo heredado y lo envolvente, halla de vez en cuando un resguardo donde complacerse. Son pequeños momentos cuyo sabor muy dulce se expande desde el primer punto del sorbo a las estribaciones extremas de todos los demás sentidos.

Tal irradiación  puede ser el asomo de la felicidad absoluta. Iluminación y electrocutación, exultación y ceguera, altísimo gozo y eminente desaparición.

La tristeza nos sobrecarga o mineraliza mientras la alegría nos desgrava. Con tino, la felicidad nos elimina. Nos envía entre los efluvios del perfume a un paraje donde el nombre propio sucumbe y sólo prevalece un yo velado por el resplandor. O bien, el perfume curativo conduce a las anónimas praderas del  amor y el buen humor. Sin males ni enemigos, sin culpas ni esclavos, una plantación entera por inaugurar y cultivar.   

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23 de enero de 2007
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Te digo que no, y es no

Uno de los rasgos que distingue a los humanos del resto de los seres vivos es su capacidad de negación. Un antílope nunca niega, a lo sumo ignora y paga las consecuencias; pero los humanos solemos intuir que existe una realidad que nos disgusta, o a la que tememos, y a pesar de ello decidimos –algunos durante un tiempo tan largo como el resto de la vida- perseverar en la negación. A veces negamos porque los que acusan son aquellos a quienes consideramos adversarios, pero cuando las palabras que no queremos oír suenan en boca de aquellos que nos quieren, insistimos de todas formas: “No, estás equivocado; ¡te digo que no es cierto!,” aun cuando en el fondo sabemos que nos están diciendo algo que por lo menos contiene una pizca de verdad.

Uno empieza perdonándose a sí mismo pequeñas negaciones, y cuando quiere darse cuenta la negación ha ocupado un lugar central en su vida, tiñendo la cotidianeidad (uno puede pretender que ama a la persona con la que convive cuando no es cierto, uno puede pretenderse feliz cuando no lo es) y hasta adquiriendo estatus criminal. Negar que ciertas prácticas contaminan el planeta, por ejemplo; no sé qué piensan ustedes, pero les juro que las temperaturas de este mundo de hoy no son las mismas que eran habituales cuando yo era niño. Negar que buena parte de nuestro bienestar económico está fundado en la miseria de otros, por ejemplo. (Si las cosas estuviesen organizadas de manera más justa, tendríamos menos de lo que tenemos para que otros muchos tuviesen algo.)

Ahora parece que el periodista turco de origen armenio Hrant Dink fue asesinado por un joven de 17 años –los asesinos menores de edad son los más demandados por los autores intelectuales de crímenes, porque la ley los protege por cuestiones de edad-, cuya justificación parte de un malentendido: el presunto criminal alega que Dink dijo que la sangre turca estaba sucia, cuando la frase que Dink escribió en realidad decía que eran los armenios los que debían purgar de su sangre el odio hacia los turcos. Dink, que toda su vida pretendió que los turcos admitiesen que habían perpetrado el genocidio armenio, trataba de que los armenios dejasen de negar que a esta altura muchas de sus actitudes estaban basadas en el odio hacia los turcos; un resentimiento alimentado por la pertinaz negativa de los turcos a aceptar lo innegable, pero resentimiento al fin. (Esto es algo que deberíamos dejar de negar nosotros mismos: que por más justificado que esté, el odio termina contaminando a los que odian.)

Dink murió para que los turcos puedan seguir negando lo evidente. El presidente de Irán pretende por su parte negar el holocausto perpetrado por los nazis, lo cual genera obvia indignación en la comunidad judía –empeñada, mientras tanto, en negar la persecución de que hace objeto al pueblo palestino. Bush niega su fracaso en Irak militarizando aún más el asunto. (Este fin de semana fue uno de los más sangrientos de que tenga memoria.) Todo esto me recuerda un episodio que Luis Alberto Spinetta le refirió a Miguel Grinberg en un viejo libro sobre los orígenes del rock argentino. Spinetta contaba que Pappo, un célebre guitarrista de rock y blues que murió hace poco en un accidente con su motocicleta, le tenía tirria por algún motivo y una vez le llenó la casa de pintadas que decían: Te niego, no, no. El hombre, insisto, es la única criatura que puede mirar a otra a los ojos y pretender que le niega existencia aún cuando la tiene delante. Esta capacidad de negar al otro está en la raíz de tanto crimen, cometido por acción –como el genocidio de los armenios a manos de los turcos- o por omisión –la negación, esto es la decisión de no ver, es en esencia un pecado de esa naturaleza.

Todo lo que Dink pretendía es que los turcos de hoy asumiesen que los turcos de hace casi un siglo cometieron un crimen atroz.

¿Por qué nos cuesta tanto aceptar? ¿En qué punto del camino empezamos a creer que cerrar los ojos era mejor que abrirlos, aún cuando nos consta que andar a ciegas es la receta perfecta para chocar en la ruta?

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23 de enero de 2007
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Retrato de la niña rica

Admitámoslo: nos gustan las niñas ricas. En todos los países hispanos se han acuñado palabras para despreciarlas (pija, pituca, momia, sifrina) pero eso sólo muestra la envidia que nos produce el repiqueteo de sus joyas, sus pies que parecen no tocar el suelo y, sobre todo, esta notable capacidad que tienen para no sudar ni siquiera en las condiciones más extremas de calor y esfuerzo físico. Como los ángeles, las niñas ricas son inmateriales, incorruptas, etéreas. Eso es María Antonieta.

Porque la última película de Sofía Coppola no es una superproducción de época, ni un retrato de la Francia revolucionaria, ni siquiera una biografía rigurosa basada en hechos históricos sino, sobre todo, un retrato íntimo de la mimada reina de Francia y de su soso marido. Más de la mitad del metraje es una detallada sucesión de despilfarros: las fiestas que se despachaba en los lujosos salones de Versalles, los peinados que parecían pasteles de bodas y los zapatos, miles de zapatos rosados, a rayas, de tacón, con lacitos, incluso unas inverosímiles All Star (Por cierto, Imelda Marcos tenía una colección similar: ¿Por qué las primeras damas que saquean a sus pueblos estarán tan obsesionadas con la elegancia de sus pies?)

A lo largo de las casi dos horas de película, apenas vemos qué ocurre fuera del palacio real o del palacete privado de la soberana. Como a los reyes, los gritos de los revolucionarios nos llegan desde lejos, y la única imagen que se nos ofrece de ellos es tomada desde uno de los salones palaciegos. Más nos duelen los dramas que están en primer plano: la catastrófica vida marital de la pareja real, los chismorreos de la corte o la falta de presupuesto para redecorar de un día para otro los jardines de Versalles. 

Pero ¿De dónde saca la directora esos datos? ¿Cómo sabe cuándo lloraba en sus aposentos la última reina de Francia? ¿En qué se basa para retratar sus esfuerzos por reanimar a su marido en la cama? ¿Qué información maneja sobre las diversiones privadas de la reina y sus insoportables amiguitas? No existen documentos fiables sobre esas materias, y Sofía Coppola tampoco los necesita, porque el retrato que plasma en la pantalla, en el fondo, es el de de sí misma.

Hija de un rey del cine como Francis Ford, criada entre las mansiones y los viñedos familiares, rodeada de la realeza de Hollywood desde su más tierna infancia, casada y divorciada de uno de sus conspicuos representantes, Sofía Coppola no ha tenido una vida muy distinta a la de María Antonieta. Para subrayarlo, la banda sonora no es música de cámara sino power pop. De hecho, aunque el escenario varía, el universo personal de está película el mismo que el de anteriores trabajos de la directora: TODAS sus protagonistas –las vírgenes suicidas, la Scarlett Johansson de Lost in translation- son niñas ricas castradas por un entorno social que les resulta incomprensible. Su conflicto es siempre el mismo: parecen tenerlo todo, pero no pueden conseguir una relación sexual.

En manos de esta directora, la realidad exterior es una excusa para retratar su mundo interior. Cuando filma Tokio, nos habla de su lamentable matrimonio con Spike Jonze. Cuando filma la corte de Versalles, nos cuenta su vida de oropeles. Sus retratos de la soledad son deliciosos, y el de María Antonieta no es la excepción. Eso sí, el espectador que busque un curso de historia sobre la Francia del siglo XVIII, se va a decepcionar desde el primer acorde de la banda sonora. En vez de eso, Sofía Coppola nos ofrece su autorretrato: el de una autora con un extraordinario talento para la creación de atmósferas, y a la vez, el de una niña rica absolutamente insoportable. Quien sabe, quizá hasta tenga un perrito de esos enanos y antipáticos. 

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22 de enero de 2007
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GESTIONES EXITOSAS

María Margarita de Alacoque es el nombre de una santa nacida en 1671 en la Burgundia  francesa, y fallecida de fiebres reumáticas en el monasterio de Paray-Le-Monial en 1690, donde se hizo célebre por sus visiones y revelaciones, que no pocas  de las monjas tomaron por demoníacas, y así las denunciaron. Fue elevada a los altares en 1920 por el Papa Benedicto XV, una santa que vivió apenas 19 años. Su corazón y su cerebro permanecen incorruptos.

Una devota dama salvadoreña que reside en París, averiguó, gracias a su celo religoso, que en el convento de Paray-Le-Monial daban en préstamo los restos mortales de Santa Margarita para peregrinar fuera de las fronteras de Francia, siempre que se tratara de personas de solvencia. Y se empeñó en llevarlos a El Salvador. Debió esforzarse mucho, porque la santa nunca había viajado tan lejos; pero triunfó al fin su ardor militante, y vio coronada su hazaña. El cerebro y el corazón, sin embargo, no fueron permitidos de hacer el viaje, que se dejó a los huesos.

Ahora los despojos de Santa María Margarita de Alacoque,  que consisten en pedazos de cráneo, una tibia, y un húmero, recorren las parroquias de Nicaragua en una urna adornada con una rosa de oro.

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22 de enero de 2007
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Mejor que el original

Tengo un amigo que es fanático del cine de Bernardo Bertolucci. En su condición de tal, me había hablado infinidad de veces de La luna, una de las películas del gran Bernardo que yo no había visto. Lo cual significa que me había contado más de una vez las escenas del filme que lo habían fascinado. La primera ocurría según su relato al principio mismo de la película: mostraba al niño que con el tiempo devendría protagonista, sentado en la bicicleta conducida por su madre. El niño estaba sentado de tal forma que daba la espalda al camino, lo cual lo ponía de frente a su madre: veía así el rostro de su madre, y cuando el vaivén de la bicicleta lo obligaba a moverse, veía la luna que asomaba detrás. Madre-luna, madre-luna: así tejía la asociación que regiría su vida una vez llegado a adolescente. La otra escena tenía lugar en un cine de Roma, al que el protagonista –este adolescente de origen estadounidense del que les hablo- visitaba no tanto para ver Niagara doblada al italiano como para encontrar un sitio en el que concretar su iniciación sexual con una chica tan fascinada por él que sería capaz de hacer cualquier cosa que le ordenase. El chico y la chica juguetean, y en el instante previo a la penetración el techo del cine se abre (¿alguien recuerda la existencia de esa clase de salas, cuya concepción suena hoy a fantasía pura?), mostrando un cielo coronado por una luna llena. Esa imagen hace que el chico se retraiga, recordando de algún modo que pertenece a su madre, a cuyos brazos regresa de inmediato dejando a su enamorada sin respuestas.

Pues bien: pocos días atrás vi La luna, al fin. Y si bien reconocí de inmediato las escenas que mi amigo me había contado con pelos y señales, no pude evitar sentir que habían sido mucho más bellas en su relato que en la forma en que el filme las plasmaba. Es verdad, están en la película y significan aquello que mi amigo decía. Pero de algún modo, la “película” que mi amigo había completado en su cabeza, y por ende la “película” que yo había filmado en el interior de mi propio cráneo respondiendo a sus descripciones, era –y lo es todavía- mejor que las secuencias del filme de Bertolucci.

No digo esto como una forma de criticar al cineasta; en buena medida comparto la admiración que Bertolucci le despierta a mi amigo. ¿Quién puede no rendirse ante obras mayúsculas como El conformista y Último tango en París? Además mi amigo no estaba inventando ni deformando, lo suyo no era una relectura desbocada e imaginativa del original sino por el contrario, una unión perfecta entre los puntos que Bertolucci marcaba con sus planos y contraplanos. Lo que trato de remarcar con tanta torpeza es que a veces el relato oral, que está compuesto apenas por el hilo de la historia, el empleo del lenguaje y el uso que el narrador le da a su propio cuerpo, puede narrar de manera más memorable que un filme de producción millonaria firmado por un verdadero artista. “Mi” versión del comienzo de La luna, esto es la versión que el relato de mi amigo generó dentro de mi cabeza, me gusta más que La luna que vi en DVD.

En estos tiempos de tecnología superior aplicada a la narración en sus infinitos formatos, tendemos a olvidar el poder de la voz humana y la forma en que esta voz crece cuando la alimentamos con nuestra atención. Al oír el relato indicado, que más allá de los detalles es ante todo pura sugerencia –la voz, las palabras y el cuerpo no crean otra realidad, tan sólo la sugieren-, entendemos que en el interior de su propia cabeza, al completar el relato con nuestra propia carga subjetiva y nuestras propias imágenes, cualquiera de nosotros se convierte en un par de Bertolucci.

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22 de enero de 2007
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EL DESEO SIN OBJETO

Cuando no se posee el objeto del deseo, el deseo es el objeto.

El objeto en su versión más óptima puesto que si el objeto soporta una condición más o menos compacta y definida el deseo admite casi cualquier compostura y formulación.

El objeto no nos pertenecerá siempre pero el deseo acaso sí. Más aún: el deseo puede hacerse la matriz del objeto y liberarse de la ecuación inicial. De este modo, a poco que se logre, se dispone de un potencial ubérrimo.

El objeto se nutre o se enflaquece, se sublima o se arruina a voluntad desde un dispositivo interior que aún no dominándolo por completo forma parte de nuestro ajuar personal.

El objeto se personaliza pero quien lo consigue es nuestro deseo personal. El dueño de la relación fue en su origen el objeto cuya atracción absorbía todas las luces.

Basta sin embargo que la fusión se interrumpa, se corte por un mínimo instante el resplandor para que el alumbrado nos pertenezca. Desde entonces un resorte en nuestras manos regula la intensidad de las radiaciones y administra los segundos de focalización. El objetivo se halla de nuestro lado y el objeto depende de nuestra cámara deseante para vivir  en la película, para ser fotografiado e impreso, para en adelante producir una u otra impresión.

¿Verdad? ¿Mentira? Los fractales de Escher dan la respuesta hacia delante y hacia atrás, en círculo o en espiral. Dan la respuesta infinita a través de  una cinta de Moëbius donde cualquiera soñaría depositar su deseo para gozarlo permanente, cambiadizo, resbalando suavemente sin conocer jamás la finitud. 

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22 de enero de 2007
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Motivos criminales en Fago

Aunque por motivos obvios de autoestima prefiera no tenerse en cuenta de dónde procede nuestra cultura, de vez en cuando conviene recordar el origen de los actos de imitación cometidos para homenajear a nuestro primer padre Caín.

La herencia legada por este patriarca bíblico a sus descendientes no ha consistido tan sólo en la osadía de matar al prójimo sino en la susceptibilidad que le llevó a descubrir el misterio de la sangre derramada. Si hacemos caso del Génesis, el semblante de Caín decayó cuando su ofrenda de agricultor fue rechazada en un concurso de ganaderos. Con lo que el crimen fundacional de nuestra historia consagra a la estupidez como una de las apacibles formas del mal.

Ha sido por vergüenza que la literatura moral prefiere ensalzar la codicia o el odio como los abominables instintos de la locura criminal de la Humanidad, en lugar de resignarse a lamentar con espantado asombro el poder de la estupidez.

Un memorable film de los hermanos Cohen estuvo dedicado a este tenaz fulgor del comportamiento humano y a la orgullosa miopía antropológica que nos impide darle el lugar que le corresponde. En Fargo (1996), un pueblo perdido en un desolado cruce de carreteras, una respetable familia de idiotas y una pareja de criminales necios protagonizan un espeluznante enredo.

Ahora las crónicas nos descubren que en una aldea pirenaica llamada Fago sus veinticinco vecinos hacen mutis por el foro. El énfasis puesto en este silencio colectivo es extraño pero consigue reproducir la atmósfera de culpabilidad que olisquean los periodistas. Por lo visto, según los testimonios anónimos recogidos, el asesinato del alcalde es algo que "se veía venir" pues desde hace tiempo se consideraba excesivo el celo que el muerto ponía en el desempeño de su cargo. Al parecer era un tipo vehemente dispuesto a subir las tasas municipales y a exigir el cumplimiento de cuanto reglamento estuviera en vigor. Incluso se dice que, en flagrante ostentación de autoridad, negaba el empadronamiento a los extraños.

Estas son las pistas que sigue la Guardia Civil para atrapar a los que mataron al alcalde con un disparo de postas. Y ya es incontable el número de lectores dispuesto a considerar seriamente que con estos indicios cualquiera puede ser el asesino.

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22 de enero de 2007
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LA VIEJA HISTORIA

Último número (41/42) de Encuentro de la Cultura Cubana. Creo que me llegó un poco atrasado al leer en la cubierta “verano/otoño de 2006”. No importa: Encuentro es una revista que aguanta. Sobre todo un artículo que me fascina: “Radiografía de un desencanto”. Es un análisis muy preciso dedicado a la relación entre Carlos Fuentes y la Revolución Cubana.

Su autor, Ana Pellicer Vásquez, nota muy bien la voluntad del escritor mexicano de ser un “intelectual total”, un hombre que asume la creación artística y el compromiso social de la misma manera que se siente responsable del legado del pasado como del progreso contemporáneo. Creo que es un artículo que se podría copiar y pegar cambiando meramente el nombre de Fuentes por otro para tener el relato de lo que ocurrió con muchos autores.

El proceso, “del entusiasmo al desencanto”, fue siempre el mismo con un punto de llegada compartido por casi todos: el caso Padilla en 1971. La supuesta confesión del poeta acusándose de faltas imaginarias y la “carta abierta” a Fidel Castro de varios intelectuales (incluyendo a Fuentes) denunciando la farsa queda como el divorcio nunca superado entre la Revolución Cubana e intelectuales de fama internacional.

¿Y después qué? La respuesta es quizás lo mejor del articulo: “A la luz del tiempo y las experiencias, Carlos Fuentes habla poco sobre su militancia revolucionaria de los 60. Procura mantenerse firme en su oposición a Fidel Castro, pero prudente en la critica.” Firme pero prudente es la exacta definición. En la excelente “cronología personal” escrita por el propio Fuentes, en tercera persona, apenas aparece Cuba y no hay referencia a lo que fue, en su época, un episodio contundente de la vida internacional.

Ana Pellicer explica muy bien la razón de este tibio compromiso: las autoridades cubanas dedican muchos esfuerzos y atención a una pelea política que en el fondo molesta a los artistas. Luchar solo contra la propaganda de un Estado es un combate perdido y además es una pérdida de tiempo. De vez en cuando, aparece un artículo como éste que recuerda esa manera de aplastar al talento en nombre de una dictadura. Otro ejemplo es Informe contra mí mismo, las memorias de Eliseo Alberto, “Lichi”, las he vuelto a abrir al terminar el artículo sobre Fuentes. Unas páginas terribles recuerdan cómo el Consejo Nacional de Cultura se dedicó, en Cuba, a quitar trabajo a artistas y desdeñarlos ante sus vecinos. Era, escribe “Lichi” citando a Lezama Lima “como si le pusieran una inyección antirrábica a un canario”.

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22 de enero de 2007
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