Sergio Ramírez
Las disputas por la posesión de los cadáveres no la causa sólo la veneración de la santidad milagrosa, como en los casos de San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Ávila, que moran también en los más altos altares de la poesía. Ya ven lo que pasa en estos días con el cuerpo del rey del soul, James Brown, muerto el día de Navidad del año recién pasado, y quien aún no encuentra reposo definitivo. Un famoso que queda sin ser enterrado porque lo impide los pleitos legales por una herencia cuantiosa, que pueden llegar a ser eternos.
Mientras viudas reales o supuestas, hijos verdaderos o falsos, se trenzan en un lío judicial en el que cada quien busca la mejor tajada del pastel mortuorio, el cadáver del rey permanece embalsamado y maquillado en su mansión de Beech Island, en Carolina del Sur, dentro de un féretro que nadie puede abrir, y bajo una estricta y numerosa custodia de guardianes (ya no podríamos decir guardaespaldas en este caso) que impiden a nadie acercarse. La temperatura artificial que reina en la sala mortuoria está debidamente controlada, pero las flores deben oler ya con ese olor de nausea de las flores sepulcrales.
La mansión, además, se haya precintada por las autoridades judiciales, y ni los deudos pueden acercarse, ya no digamos a la sala velatoria, ni siquiera a los jardines. La decisión ha sido justificada por el abogado del rey muerto, bajo un sencillo argumento: la ávida parentela se estaba llevando todo, y las pertenencias de su cliente se esfumaban como si se tratara de una venta de rebajas de los almacenes Macys, después de la Navidad. ¿Se acuerdan de aquella vieja película de Cacoyannis, Zorba el griego?
Difícil que el rey del soul pueda cantarnos en estas circunstancias tan adversas aquel éxito suyo de antaño, I feel good.