Basilio Baltasar
De tarde en tarde tenemos la fortuna de conocer investigaciones reveladoras sobre la antigüedad y llegan hasta nosotros los sagaces ejercicios de interpretación que facilitan una más fidedigna comprensión del pasado. Nos ocurrió hace años con La Biblia desenterrada –de Filkenstein y Silberman (Siglo XXI, 2003) y ahora mismo con Nerón (Edward Champlin, Turner-Fondo de Cultura Económica, 2006).
Coincide la lectura del libro con la esperada abertura en Roma de los restos arqueológicos de la Domus Aurea, el descomunal palacio que Nerón mandó construir después del incendio de Roma.
El discípulo de Séneca ha pasado a la historia como un modelo de atrocidad, preludio enfermizo del fin de una época. Su figura ha cargado con el oprobio de la historiografía cristiana por razones obvias –alumbraba sus jardines con los cuerpos de los mártires ardiendo como teas- pero también ilustres historiadores y biógrafos romanos nos han transmitido su escandalizado juicio ante los excesos de Nerón.
Tácito, Suetonio y Dión Casio, ampliamente citados por Champlin, testimonian con relatos pormenorizados la permanente orgía en que vivía el excéntrico emperador romano y el espanto que semejante depravación produjo en los respetables miembros de la aristocracia imperial.
Pero a la luz de la investigación de Champlin, el Nerón que cometió incesto con su madre antes de asesinarla, pateó a su esposa hasta la muerte, arrancó a mordiscos los testículos de sus esclavos y dilapidó el tesoro imperial en fiestas y parodias que hacían enrojecer de vergüenza -y palidecer de miedo- a los senadores romanos, fue un personaje que no merecía ningún eximente clínico.
Nerón, efectivamente, nunca estuvo loco y Champlin nos lo presenta como un gobernante con una sofisticada estrategia de legitimación concebida para escenificar ante el pueblo romano la grandeza heredada de los griegos. Nerón hizo de Roma el gigantesco escenario de un acontecimiento irrepetible: ante la mirada atónita de los ciudadanos romanos él mismo encarnaría a las poderosas figuras del repertorio mítico de la antigüedad, los arquetipos consagrados por la tradición literaria y religiosa.
Las vinculaciones subrayadas por Champlin entre las supuestas excentricidades de Nerón y las leyendas del acervo cultural greco romano son asombrosas y deslumbran por la precisión de propósito del que hasta ahora se consideraba un desquiciado arpista romano.
Los crímenes cometidos por Nerón responden con tanta fidelidad a los dramas o historias de Orestes o Penandro, que el autor, profesor de clásicas en Princenton, debe dejar en el aire la cuestión de si Nerón utilizó a estos personajes para reconocer su culpa o imitó sus crímenes para vivir, como ellos, ensalzado en los relatos de la posteridad.
Los Misterios de Mitra o las profecías de los oráculos pertenecían también al argumento que Nerón utilizó a su conveniencia para hacer excelso y espectacular su mandato.
Pero entre otras muchas observaciones, Champlin nos ofrece una perspectiva todavía más sorprendente: nos presenta a Nerón como un gran sátiro populista que irrita a la aristocracia romana con una permanente fiesta saturnal. La grotesca pantomima neroniana no era la bufonada de un perturbado, sino la maquinación de un emperador harto de sus nobles.
Quizá fuera éste, y no sus crímenes, el motivo que le granjeó la hostilidad de los historiadores de Roma y, por la interesada enumeración de los hechos transmitida en sus libros, la unánime condena de la posteridad.