Marcelo Figueras
Hablando de Hamlet… Pocos días atrás vi por primera vez (lo cual no deja de ser sorprendente, dado que me tengo por shakespeare-ófilo irredento) la versión de Hamlet protagonizada y dirigida por Laurence Olivier, que si no me equivoco hasta obtuvo un Oscar en su momento. Había hecho bien en privarme de verla, porque me pareció un mamarracho. Ya me disgustó de entrada el acápite que Olivier agrega al texto: “Esta es la tragedia de un hombre que no podía decidirse”. Entiendo que sea una de las lecturas más populares del personaje, pero eso no quita que se trate de una de las más erróneas. (Dar el salto del ser o no ser a la indecisión es simple pereza intelectual.) Yo creo, más bien, que Hamlet es la historia de un hombre que lucha para no ser ganado, y en el proceso destruido, por el legado de la violencia humana. Nótese que el Fantasma no le reclama a Hamlet justicia –que sería lo más natural, dado que ha sido víctima de un crimen-, sino venganza: ojo por ojo, sangre a cambio de sangre. Conmovido por la revelación del crimen de su padre, que a su vez torna más intolerables los esponsales de su madre con el asesino revelado, Hamlet se compromete con el Fantasma. Pronto comprende que esta promesa lo ata a un cometido que lo repugna: Hamlet no quiere matar, entiende que hacerlo lo convertirá en aquello que no quiere ser –un ser brutal y violento como su propio padre, que también se llamaba Hamlet. Por eso dilata hasta lo imposible la venganza, y sólo se involucra en los aspectos del complot más próximos a su verdadera naturaleza: el fingimiento de la locura –esto es, la actuación- y la composición de unos versos y dirección de la compañía teatral que arriba a Elsinore. Hamlet es, más bien, la tragedia de un hombre llamado a ser artista al que la circunstancia convierte en asesino. La ironía final ocurre cuando Horacio pide para el príncipe honores militares, la misma clase de honores que recibió su padre. Pudiendo ser algo distinto, Hamlet terminó siendo un hombre más –aunque haya fracasado en el más espectacular de los estilos.
Por lo demás, el Hamlet de Olivier es todo lo que uno teme de estas adaptaciones: teatro filmado en vez de cine, actuaciones rígidas y envaradas, decorados de cartón piedra y vestuarios ridículos; las calzas del rey Claudio y las mangas abullonadas de Horacio son para estallar en carcajadas. Y en lo que hace a Olivier… No puedo evitarlo, la gente lo considera un grande pero a mí nunca me gustó. Con su pelo cortísimo y casi blanco, era casi como estar viendo a Sting haciendo del Príncipe de Dinamarca. En realidad no estoy muy seguro de que me guste alguna de las adaptaciones de Hamlet al cine. El Hamlet de Branagh no me disgustó, pero no vi la versión protagonizada por Mel Gibson ni vi todavía –aunque aspiro a hacerlo- la adaptación a tiempos contemporáneos que filmó Michael Almereyda. Si tuviese que confiar en mi memoria, diría que el Hamlet que más me gustó fue uno que vi hace añares en la Sala Lugones del Teatro San Martín de Buenos Aires. En realidad era una adaptación para TV, protagonizada por Derek Jacobi, a quien ya conocía como el Claudio de la excelente miniserie Yo, Claudio.
El cine, estoy convencido, sigue en deuda con Hamlet.