Sergio Ramírez
La industria de los medicamentos que adelgazan es de las más brillantes y multimillonarias de la edad moderna, y su éxito se debe a un viejo anhelo vicioso que duerme en el fondo del alma humana, fácil de despertar ante cualquier reclamo: a nulo esfuerzo, placer máximo. Seguir comiendo y adelgazar con sólo tragarse una pastilla mágica, anhelo hermano menor de otro de soberanía inmarcesible a través de los siglos: dejar de envejecer, para lo que existen también pastillas prodigiosas, inyecciones de placenta, cirugías estéticas, otra industria de multimillones. Y no olvidemos el otro anhelo placentero: sexo externo, aún a la edad más provecta.
Pero la obesidad se vuelve cada vez más amenazadora, y la promesa de adelgazar sin dejar de comer pierde prestigio, por lo que los gordos extremos a lo Botero pueden ahora optar por remedios que sí imponen sacrificios, ofrecidos también por los gigantes farmacéuticos: lo primero, un pulverizador nasal capaz de bloquear el sentido del olfato y del gusto, las dos sensaciones que nos inducen a comer, pues no hay hambre sin sabor y sin olor. Es como si a alguien le recetaran un bloqueador del nervio óptico para evitar la visión de un cuerpo desnudo, y así librarse del pecado de la carne.
También saldrá al mercado un marcapasos para ser instalado en el estómago, que provocará una contracción de saciedad, cuya señal recibirá de inmediato el cerebro. Otro artilugio en fabricación, mandará descargas eléctricas al mismo torturado estómago, para atemorizarlo, y paralizarlo. Horrores infernales serían todos estos para Brillat-Savarin, que escribió todo un tratado sobre el buen comer, y los placeres que de él se derivan, su Fisiología del gusto, que recomiendo a ustedes leer.