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LLAVES Y LIBROS

La fotografía que ven aquí la tomé andando por unas de las calles del ahora populoso barrio San Pedro de San José de Costa Rica, cercano a la ciudad universitaria. Uno siempre se admira ante los extremos que causan contrastes, y es lo que podríamos llamar “la sorpresa curiosa”. Librería y Cerrajería. ¿Cómo pueden aliarse ambas cosas en un solo negocio? Lástima que no eran horas hábiles de comercio, y el local se hallaba cerrado, de manera que no pude desentrañar el misterio.

Pero imaginen ustedes. Cerraduras de triple llave a prueba de ladrones, al lado de las obras completas de Tolstoi empastadas en piel de becerra. Llaves maestras para abrir cualquier puerta y la Filosofía del tocador del Marqués de Sade. Cerraduras de combinación y La Celestina. Picaportes y La región más transparente de Carlos Fuentes. Llavines cromados y Cantos de vida y esperanza de Darío. El duro mundo metálico de los cerrajeros,  hierro, acero, cobre, y el atrevido mundo de la imaginación literaria, papel, tinta, hilo de coser, barniz.

El encuentro entre la máquina de coser y el paraguas de seda, que ya decían los surrealistas, era fortuito. Éste otro entre la llave y el libro, deliberado.

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6 de marzo de 2007
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Perpetua batalla

Philipp Blom nos recuerda (en Anagrama) la gran hazaña que supuso publicar contra el Rey y contra el Papa (contra la Monarquía y contra la Iglesia Católica) la Encyclopédie, y nos ayuda a constatar el renqueante aliento de aquella conspiración ilustrada a favor de la razón.

Diderot, D’Alembert, Rousseau, Holbach, Voltaire y muchos otros trenzaron en las ciertamente gloriosas páginas de La Enciclopedia su amistad y su talento –también los celos y la rivalidad que un carácter fuerte no puede omitir-, conscientes de estar dándole a la misma Historia un giro largamente anhelado. El impulso ilustrado se había incubado durante siglos pero fue en la feliz confluencia parisina cuándo adquirió la fuerza de una insurgencia necesaria.

Sin duda conviene recomendar la lectura de Encyclopédie a los que quieran contemplar el denodado esfuerzo de los Ilustrados para enfrentarse a la promoción institucional de las supersticiones y al dominio que la Iglesia y sus órdenes religiosas ejercían sobre una sociedad sometida a dogmas, prejuicios y amenazas carcelarias y morales.

Pero si este recordatorio –incluso la habitual forma de esta frase- tiene en nuestra época un sabor algo rancio, como si la tarea de los enciclopedistas fuera una antigualla felizmente superada, es a causa del escaso conocimiento que tenemos de una guerra que, contrariamente a lo que prefiere creerse, no ha acabado.

Los hay, por otro lado, que pretenden imputar a la Ilustración el primer origen del Gulag, como si las exigencias del pensamiento crítico hubieran desencadenado la infernal algarabía de los paraísos terrenales.

Las dos posiciones –una, presuntuosa; otra, difamatoria- tratan con desdén la supuesta ingenuidad de los editores, philosophes, publicistas, polemistas, libelistas y agitadores del siglo XVIII europeo.
Sin embargo, nunca será suficientemente ponderado el logro esencial de aquella conspiración de librepensadores: prefigurar el más firme fundamento intelectual de la perenne resistencia a la estupidez.

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5 de marzo de 2007
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¡QUÉ LARGA!

Lo primero que dije al salir de la última película de David Lynch, Inland Empire, fue: ¡Que larga! Ya lo estaba pensado cuando habían pasado las primeras dos horas. Y sin embargo no me levanté, no me fui del cine, no me escapé a fumar… será porque ya no fumo. No, no me pude mover de la butaca porque desde hace ya más veinte años, desde que vi aquella película llamada Cabeza Borradora, el cine de David Lynch tiene sobre mí un poder hipnótico, atrapador, que me impide desdeñarlo. Algunas veces he tenido que volver a ver sus películas para introducirme en sus extraños universos narrativos. No en los estéticos que siempre me parecen cautivadores, extraños como un sueño del que quieres escapar pero que algo inquietante te lo impide.

Habían pasado años desde Mulholland Drive, que fue una de mis películas preferidas de hace unos años. Eso sí, después de verla tres o cuatro veces. Ahora, con Inland Empire me ha pasado algo más radical. Me parece una de las más hermosas películas de Lynch desde el lado estético, la belleza de sus planos, el clímax, la música, algunos de sus actores, la extraña Laura Dern a la cabeza, pero también me parece la más confusa de trama. Con esa mezcla de lo onírico y la realidad, de la ficción sobre la ficción, del misterio dentro de otro misterio. Y, lo peor, muy pronto sentí que era muy larga. Eso me pasa algunas, bastantes veces, al margen de la duración real de lo que ves o escuchas. Alguna vez he sido jurado de algún premio de relatos cortos o de cortos cinematográficos y también cinco minutos o quince páginas pueden resultar largas cuando no tienen interés.

Me leí con pasión devoradora En busca del tiempo perdido cuando era veinteañero y nunca pensé que fuera larga. Me gustan las óperas de Wagner y no me quejo de estar más de cuatro horas entre Valquirias o Nibelungos. También he terminado una excelente novela de Almudena Grandes con más de novecientas páginas que me han tenido atrapado. Una de las novelas españolas que más me han atrapado en los últimos años es de Ramiro Pinilla, una saga dividida en tres tomos que suman más de dos mil quinientas páginas, Verdes valles, colinas rojas. ¿Podía ser más corta La montaña mágica? ¿Necesitaba todas esas páginas El hombre sin atributos?  ¿Se quedaba corto Monterroso? ¿Necesitamos más páginas de Juan Rulfo? ¿Es una pena que La metamorfosis no tenga más recorrido?

Lo corto, lo largo, en el arte es una condición subjetiva. Será largo o corto porque así nos lo parezca… A mí, lo siento, me pareció tan larga la película de David Lynch que no estoy seguro de darle otra oportunidad. Cada vez tengo menos tiempo. 

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5 de marzo de 2007
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La opinión pública nunca se equivoca

Todos sabemos que ya no hay verdad ni mentira: todo es el puro resultado de las fuerzas en juego

Si no recuerdo mal, el primero en advertir de los cambios que se avecinaban en las sociedades tecnológicas fue Nietzsche. Hacia 1870 ya comprendió que el concepto clásico de verdad iba a sufrir una transformación revolucionaria. En uno de sus textos más explosivos, titulado muy adecuadamente Sobre verdad y mentira en un sentido extramoral, expresaba su sospecha de que en el futuro la verdad no la iba a decidir el análisis lógico, científico, racional o simplemente sensato, sino una potencia que comenzaba a formarse: la opinión pública.

Si ustedes ahora dibujan en su imaginación el gigantesco aparato que decide sobre las verdades y mentiras cotidianas, se encontrarán con un monstruo que ha crecido desmesuradamente en los últimos cien años. Pongamos, por ejemplo, el asunto del atentado de Atocha. Habrán observado el conjunto fenomenal de fuerzas que están decidiendo sobre esa verdad o mentira. De ahí que García Calvo llame a los medios de comunicación "medios formativos", y no informativos, porque su función no es informar, sino formar opinión.

UNA VEZ ese aparato formativo termine su trabajo, la decisión final quedará en manos de los jueces, pero los jueces son discretos mecanismos de otra máquina gigantesca, el poder judicial, el cual está, a su vez, deformado por la presión de la opinión pública, es decir, de los medios de formación de masas, los cuales están dirigidos por los poderes económicos y sus correas de transmisión, los partidos. Así, sabemos con toda exactitud qué juez es de derechas, de izquierdas, progresista, conservador o comunista, y también sabemos que según se desplacen esas fuerzas surgirá una verdad u otra vomitada por la fenomenal maquinaria.
En consecuencia, todos sabemos que no hay ya verdad ni mentira. Todos sabemos que, como anunció Nietzsche, la verdad y la mentira hay que tomarlas en un sentido extramoral, es decir, libre de toda justicia, lógica, sentido común y honradez. La verdad es el puro resultado de las fuerzas en juego. Es pura opinión pública.
Esta constatación ha llevado a algunos pensadores a ampliar el ámbito de lo opinable hasta la ciencia misma. Famosamente, el difunto Foucault creía que las verdades científicas también eran un resultado del juego de fuerzas fácticas, y por lo tanto eran opinables y construidas por los poderes económicos. Esa es la justificación teórica del multiculturalismo, una de las ideologías más reaccionarias jamás conocidas y que propone la igualdad de verdad entre la física cuántica y los mitos de los mandingas. Ambos, dicen los relativistas, "tienen igual derecho" a una "verdad" que sostenga sus tejidos sociales.

Aunque en los últimos diez años se ha abierto la batalla para restablecer una verdad científica separada de la opinión pública, el caso es que las otras verdades, las sociales, han caído en el descrédito. Todos aceptamos, por ejemplo, que la historia la escriben los vencedores y que las llamadas verdades históricas no son sino disfraces ideológicos del poder efectivo en cada lugar. Los franquistas escribieron su historia, los nacionalistas están escribiendo la suya y en el futuro se escribirá otra historia distinta en cada lugar según sean los vencedores.

Lo fascinante de esa opinión pública que cristaliza en el sólido llamado lo políticamente correcto es su capacidad de convencimiento y cohesión social, heredada de las religiones. Así, todos hemos comprobado que en Catalunya cualquier conflicto donde aparezca, aunque sea del modo más tangencial, una relación con el PP, de inmediato es considerado políticamente incorrecto. Leí el otro día un informe en el que se hablaba del ciudadano cuyo piso fue ocupado por unos chilenos. Según parece, ha trascendido que actuó aconsejado por una diputada del PP, la cual, muy sagazmente, le recomendó que acudiera a los medios de formación de masas para crear opinión pública, y así lo hizo. Ahora, por el mero hecho de que la iniciativa surgiera de un partido apestado, parece mermar el derecho del ciudadano a recuperar su piso y ya se le acusa de especulador. Acabará por haber expulsado violentamente a unos humildes chilenos, etcétera. Pura opinión pública.

Y ES QUE, así como ya no creemos en ninguna verdad y sabemos que somos meros peones en la batalla de los poderes reales, no podemos impedir tenerle miedo a lo políticamente incorrecto, porque fuera del claustro protegido por la opinión pública es muy fácil ser destruidos con el aplauso de la mayoría. Eso hace que nuestras sociedades sean enfermizamente sumisas. Y que con un Gobierno que dice ser de izquierdas se hayan dado las mayores cifras de beneficios en los bancos, en los grandes consorcios, en las multinacionales más despiadadas, en las compañías más explotadoras. Y que sea ese mismo Gobierno de izquierdas el que ha conseguido que la más humilde vivienda sea un lujo o que los consumidores carezcan de la menor defensa frente a monstruos como Renfe, las telefónicas, Iberia o las restantes compañías, cuya ineficacia tercermundista es compatible con el más alto nivel de beneficios de Europa.
Gracias a una opinión pública perfectamente sumisa tenemos el Gobierno de izquierdas más ultracapitalista de Europa. ¿Verdad o mentira?

Artículo publicado en: El Periódico, 5 de marzo de 2007

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5 de marzo de 2007
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FELIZ CUMPLEAÑOS

Mañana, Gabo (Gabriel García Márquez) cumple 80 años. Una polémica en El Mercurio, un homenaje en La República, unos testimonios en radio Caracol, un artículo seco en Prensa Libre, un caudal de actos en Colombia: la lista es interminable de los testimonios de interés hacia el maestro. Claro que es muy difícil añadir algo, pero, lo intento, desde mi visión de francés enamorado de América Latina.

1. Cien años de soledad provocó de mi parte una reacción única. Al terminar la última página de la novela, en su traducción al francés, he vuelto, enseguida, a leerla de nuevo. Quería entender cómo un escritor podía esconder el flujo del tiempo que pasa dentro de una crónica del tiempo que pasa (Ni Proust, con su mero tratamiento de la memoria de las emociones, lo alcanza).

2. Enseguida, tome la decisión de aprender lo suficiente de castellano para leer su novela en el idioma original. Todavía, leo a Gabo en su idioma: el colombiano. Su obra maestra, en este aspecto, es El general en su laberinto. Un clasicismo insuperable.

3. Al ser periodista, tuve la suerte de encontrarme con Gabo. Me ayudó sin pedirme nada y sabiendo, claro, que no tengo opiniones políticas parecidas a las suyas.

4. Años después Gabo me pidió dar talleres en su fundación de periodismo. Fue de lo mejor que me ha pasado en mi vida tanto a nivel profesional -descubrir que dar cursos es aprender- como humano –tengo amigos que se entregan al continente suramericano.

5. Las críticas al Gabo de los jóvenes escritores me parecen sanas y muy necesarias. La única manera de crear en la sombra de un genio es empezando por denunciar al genio.

6. Siempre, he creído que conocer a Gabo es como haber conocido a Homero en la antigüedad, la diferencia es que nunca se ha podido demostrar la existencia de Homero, y Gabo es una persona muy real: ¡Feliz cumpleaños, Gabo!

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5 de marzo de 2007
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Sobre el gigante García Márquez

La gente de mi generación tiende a mantener a García Márquez a prudente distancia; lo máximo que se le aproximan es en la medida que la ironía se los permite. Supongo que se debe a que lo consideran demodé, el narrador de una América Latina entre bucólica y brutal que hoy se nos antoja tan remota como la Arcadia. Sin embargo yo, que crecí creyendo que García Márquez era un gran escritor (lo oí en la sobremesa en boca de mis padres, en una época en que también se hablaba de libros durante las comidas), estoy convencido de que sigue siéndolo, y no como un artefacto de museo, sino como un artista cuyas obras nos siguen interpelando –e impulsándonos a ir más allá, a no contentarnos con nuestra mediocridad, a seguir intentándolo.

Debo este convencimiento a una razón vergonzante. La gente del diario cordobés La voz del Interior (me refiero a la Córdoba argentina) me pidió un artículo sobre García Márquez, con la excusa del cumpleaños número 80 del escritor –feliz cumpleaños, dicho sea de paso- y del inminente aniversario de Cien años de soledad. (Estamos a casi cuatro décadas de la edición original en Sudamericana, una época en que la Argentina marcaba rumbos en la industria editorial; otra de las tantas cosas que ya no son lo que eran.) Y como mi sentido del deber me condena a hacer las cosas como se debe, me obligué a releer Cien años y El otoño del patriarca. Qué libros, por Dios. ¡Siguen siendo inmensos! Aunque el mismo García Márquez prefiera El otoño, mi corazoncito sigue estando con Cien años de soledad, como cuando era chico y la novela de Macondo me abrió el panorama de lo posible. Lo que me aleja de El otoño (un poquito, nomás; sigo creyendo que es una novela magnífica) es que creo entrever al García Márquez que trabaja para el bronce, y además me pesa su evidente fascinación por las figuras del poder. A mí los hombres fuertes de Latinoamérica me tienen sin cuidado, lo que me interesa, en todo caso, es la gente que los padece. En cambio Cien años tiene el encanto del libro en que un escritor da al fin con la combinación alquímica para producir el oro, donde todo se combina como debe, tema, tono, historia, y fluye con la mayor de las naturalidades, como quien refiere lo que le ha sido revelado sin otra responsabilidad que la de ser fiel al relato.

Entre los muchos motivos por los que siento necesidad de reivindicar estos libros ante mi generación (y ante las que vienen después, que en buena medida los desconocen), señalaré tan sólo unos pocos. En primer lugar, valoro que se hagan cargo de la necesidad de contarnos. Novelas como Cien años de soledad funcionan a la vez como relato familiar, como historia alternativa de una nación y por extensión de un continente; en consecuencia, nos ofrecen un espejo deformante en el que vernos de una manera nueva, forzándonos a reconocernos –y recreándonos al hacerlo. En segundo lugar, porque prueban que contarnos a nosotros mismos no entraña la obligación de apegarnos a un realismo socialista. Como latinos, somos herederos de una tradición cuya imaginación es tan frondosa como sus selvas; por eso mismo, a la hora de ver nuestra realidad la imaginación nos resulta más útil como prisma que el mejor par de anteojos. (Yo soy de los que bufan cuando se habla de la “magia” en García Márquez, porque entiendo que cualquiera que conozca Colombia sabe que el Gabo es un realista en el mejor sentido, esto es en el mismo sentido que Fellini lo era: alguien que reproduce lo que ve ya no con la torpeza con que la realidad lo pinta, sino con el pincel preciso de la poesía.)

Lo otro que le admiro es la ambición. Viviendo en una tierra en que tantos escritores han sido jibarizados, aceptando el proceso de reducción con la mejor de las sonrisas, no puedo menos que sacarme el sombrero delante de un señor que se plantó como un gigante.

En lo que a mí respecta, sigue allí plantado. Yo creo que García Márquez estuvo a la altura de sus circunstancias: le tocó un momento difícil en la historia de su país y de nuestra tierra, y dio testimonio con su vida y con su obra. Soy uno entre millones que a partir de la lectura de Cien años se ha sentido ciudadano de Macondo, lo cual significa partícipe de una hermandad que antes de leer esa novela no sentíamos, ni estaba allí. Por supuesto que es más fácil negar a García Márquez y someter sus obras al escarnio que aceptar que nos ha puesto el listón muy alto. En lo que a mí respecta, prefiero no dedicar más energías a negación alguna y consagrar mis pobres energías a hacer mi parte, en esta América Latina post Macondo que todavía reclama quien la escriba.

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5 de marzo de 2007
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DIOSES Y PERROS

La estampa que componen los animales cuando se sientan y sentados no desean nada más, representa una de las cotas más altas de la vida humana. Poseer tal grado de sosiego y dominación, de integración y  desprendimiento, lleva hasta el atributo esencial que caracteriza a los animales y a los dioses. Los dos ejemplares de nuestra melancolía fundamental.

Perros y dioses, propicios a la furia y la devoración, a la insensatez y su cólera, gozan a su vez de un corazón natural y redondo que, al sentarse, mantiene una arrogancia irrompible y dulce a la vez.

Nada más simple y supremo, nada menos acorde con la topografía común y más desafiante y cimero que el núcleo orgánico del perro o del dios. Pero también tan obvio de acuerdo a sus naturalezas.

Perro y dios se aposentan y crean en su entorno un círculo de emporio y verdad.  Un anillo donde el milagro de su condición superior cristaliza y la felicidad que desprenden se iguala a la luz.

No una felicidad exultante y propensa a la desecación sino un esplendor similar a la saliva del deseo conciliado con su imposible satisfacción.

La mística del perro o del dios sedentes es sedación y en su efecto genera un vasto tejido intáctil, más fino que el espíritu, más fuerte que la materia, más vigoroso que el afán.

Canes y dioses se cruzan en el exacto punto de mira del cosmos y nosotros, tras haber contemplado la belleza de la escena, aspiramos a mimetizar el  don de no desear nada más.

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5 de marzo de 2007
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Luna de miel

Para cuando ustedes lean este post, yo ya habré recibido innumerables marcos de fotos como regalo de bodas. Habré pasado una semana sin leer el periódico del puro agobio de todos los preparativos. Habré paseado masivamente a mi familia por Barcelona, mientras ellos se detienen ante cada tienda de zapatos, paelleras o libros, según la personalidad de cada quien. Habré consolado a mi novia en sus angustias porque no consigue el peinado perfecto para la ceremonia. Habré tratado de asistir despierto a una exposición de todos los detalles de la cena. Habré decidido qué canciones se bailarán en la primera hora –cuando aún están presentes los invitados mayores- en la segunda –cuando vayan quedando sólo los jóvenes- y en la tercera –cuando la gente ya esté dispuesta a hacer el ridículo-. Habré recorrido el pasillo de una iglesia por primera vez desde mi primera comunión. Habré llevado puesto un traje carísimo y me habré fijado que nadie esté mejor vestido que yo, que para eso soy el novio. Me habré preguntado durante tres meses si debería casarme tan a la antigua, y ante la felicidad de mi suegra, me habré respondido que sí, que vale la pena verla contenta. Habré visto llorar a mi mamá, y habré recibido de mi padre unos gemelos y una corbata. Habré estado a punto de caerme de cara camino del altar. Habré dado de comer a un montón de gente, y habré tratado de no beber demasiado, ya que tengo la costumbre de irme a dormir borracho a medianoche. Quizá lo habré logrado. Habré bailado –pésimamente mal- unos valses peruanos que mi madre habrá hechos inútiles esfuerzos por enseñarme a bailar. Habré subido exhausto a una habitación de hotel gratis por organizar la cena ahí. Probablemente, habremos intentado culminar una noche de bodas de ensueño durante cuatro segundos antes de quedarnos dormidos. Habré despertado con un anillo en el dedo. Habré preparado las maletas para mi viaje de novios, que para los latinoamericanos lleva el pegajoso nombre de “luna de miel”. Habré metido diez calzoncillos, dos ropas de baño, unos lentes oscuros y cuatro libros. Habré tomado la computadora portátil, la chiquitita, y entonces mi novia –ya esposa- me habrá dicho:

-¿Qué es eso?
-El ordenador –le diré para que entienda-. Es que tengo que escribir mi blog.
-¿Estás loco?
-Tranquila, es sólo tres veces por semana.
-¿Estás loco?
-Es que el blog...
-La gente toma vacaciones cuando se casa.
-Pero es que...
-Saca esa máquina de ahí.
-Pero, cariño...
-¡O va la máquina o voy yo!

Como si no va ella no habrá nada que contarles, habré decidido transmitir en diferido por esta vez. Me tomaré un receso esta semana, y el lunes próximo regresaré con las incidencias del viaje de novios en Tailandia (no, cariño, no contaré nada íntimo). No desesperen, es sólo una semana. No cambien de canal. Y deséenme suerte. Hasta el lunes.

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5 de marzo de 2007
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VI. ESTADO DE GRACIA

            Con todo lo anotado en las entregas anteriores, sólo quiero decir que la buena literatura, la literatura de autor, es antes de nada una literatura de complacencia propia, la que se escribe por amor incondicional a la literatura misma, y sólo tiene compromisos con ella, que es una deidad autosuficiente. Y esa complacencia, la infinita satisfacción de entrar en el estado de gracia que es escribir, está compuesta, por paradoja, de muchos dolores. Sólo gracias al dolor se entra en el estado feliz de la gracia, y sólo en estado de gracia se produce el encuentro con la epifanía.

            El dolor de la soledad, de las horas sacrificadas a la escritura, aún el dolor de espaldas por las horas pasadas frente al teclado, el dolor aburrido de corregir una y otra vez lo escrito, el dolor de la duda acerca de si lo que hemos hecho vale la pena o hay que tirarlo hecho trizas al cesto de la basura, el dolor del miedo frente al que dirán acerca de las páginas recién terminadas, el dolor de la incertidumbre cuando el paquete postal que contiene la novela que al fin está acabada, se va hacia las manos del editor en cuya gracia se confía, o a las manos del jurado de un concurso donde hay otras decenas de novelas.

            Pero no debe existir la duda de que el oficio literario está en cada uno de los actos que lo componen, y en cada uno de los sentimientos y convicciones alrededor de él, el primero de ellos, que un libro terminado es el fruto del trabajo a fondo, y no del apuro ni de la improvisación. Para eso de la improvisación y el descuido tenemos en Nicaragua una palabra: chapucero, chapucería.

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5 de marzo de 2007
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El viajero recuerda su patria

Durante toda la mañana un viento racheado riza las aguas del Sena y mueve a cámara rápida jirones de nubes de poniente a levante. En los sauces tiemblan ya los primeros brotes, apenas una sombra verde. En los magnolios asoman las yemas del futuro candelabro rosado que alumbrará el concierto de primavera. El meteoro se acelera. La población se agita más agobiada que de costumbre.
En la biblioteca de mi barrio, la de Beaugrenelle, adonde acudo para recoger un volumen sobre los Goncourt, me engancho a un anciano que tararea artísticamente en la sección de música, mientras carga en sus brazos todo lo que encuentra sobre Liszt. Luego le veo bajar la rampa hacia el río en su bicicleta, dando tumbos como una barquilla en plena galerna, los gruesos volúmenes sujetos al chasis con una goma elástica. Sortea hábilmente a un barbudo que le amenaza con el puño. Da un frenazo para evitar morir arrollado por un autobús. Sale disparado hacia el puente de Mirabeau cantando como un mirlo.

Los parisinos están nerviosos. La primavera ha llegado con un mes de adelanto, algo inadmisible en este país de protocolos implacables. Las elecciones están al caer y cada día la guillotina se precipita sobre algún candidato. Hoy es un sospechoso piso de Sarkozy lo que salpica de sangre la mañana.
Sin embargo, la prensa francesa es muy profesional; toma partido, pero no es sectaria. En consecuencia, hoy los diarios abren con la crisis de la compañía Airbus. Cierran cuatro factorías. Despiden a 10.000 empleados. Es una catástrofe para la población pobre. Merece la primera plana.
¡Alto! ¡Sapristi! ¿No era ese el lugar adonde quería ir a trabajar Pasqual Maragall, según declaró al abandonar la Generalitat catalana? ¿A Airbus, nada menos? ¡Vaya ojo! El contraste con los sólidos, eficaces, aplomados profesionales franceses es tan poderoso que me sube una cálida ola de simpatía y afecto hacia los políticos españoles: son tan fantasiosos, tan mediterráneos, tan rematadamente ajenos a la realidad... Lo nuestro no es política, es poesía lírica.

Artículo publicado en: El Periódico, 3 de marzo de 2007

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3 de marzo de 2007
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