Marcelo Figueras
La gente de mi generación tiende a mantener a García Márquez a prudente distancia; lo máximo que se le aproximan es en la medida que la ironía se los permite. Supongo que se debe a que lo consideran demodé, el narrador de una América Latina entre bucólica y brutal que hoy se nos antoja tan remota como la Arcadia. Sin embargo yo, que crecí creyendo que García Márquez era un gran escritor (lo oí en la sobremesa en boca de mis padres, en una época en que también se hablaba de libros durante las comidas), estoy convencido de que sigue siéndolo, y no como un artefacto de museo, sino como un artista cuyas obras nos siguen interpelando –e impulsándonos a ir más allá, a no contentarnos con nuestra mediocridad, a seguir intentándolo.
Debo este convencimiento a una razón vergonzante. La gente del diario cordobés La voz del Interior (me refiero a la Córdoba argentina) me pidió un artículo sobre García Márquez, con la excusa del cumpleaños número 80 del escritor –feliz cumpleaños, dicho sea de paso- y del inminente aniversario de Cien años de soledad. (Estamos a casi cuatro décadas de la edición original en Sudamericana, una época en que la Argentina marcaba rumbos en la industria editorial; otra de las tantas cosas que ya no son lo que eran.) Y como mi sentido del deber me condena a hacer las cosas como se debe, me obligué a releer Cien años y El otoño del patriarca. Qué libros, por Dios. ¡Siguen siendo inmensos! Aunque el mismo García Márquez prefiera El otoño, mi corazoncito sigue estando con Cien años de soledad, como cuando era chico y la novela de Macondo me abrió el panorama de lo posible. Lo que me aleja de El otoño (un poquito, nomás; sigo creyendo que es una novela magnífica) es que creo entrever al García Márquez que trabaja para el bronce, y además me pesa su evidente fascinación por las figuras del poder. A mí los hombres fuertes de Latinoamérica me tienen sin cuidado, lo que me interesa, en todo caso, es la gente que los padece. En cambio Cien años tiene el encanto del libro en que un escritor da al fin con la combinación alquímica para producir el oro, donde todo se combina como debe, tema, tono, historia, y fluye con la mayor de las naturalidades, como quien refiere lo que le ha sido revelado sin otra responsabilidad que la de ser fiel al relato.
Entre los muchos motivos por los que siento necesidad de reivindicar estos libros ante mi generación (y ante las que vienen después, que en buena medida los desconocen), señalaré tan sólo unos pocos. En primer lugar, valoro que se hagan cargo de la necesidad de contarnos. Novelas como Cien años de soledad funcionan a la vez como relato familiar, como historia alternativa de una nación y por extensión de un continente; en consecuencia, nos ofrecen un espejo deformante en el que vernos de una manera nueva, forzándonos a reconocernos –y recreándonos al hacerlo. En segundo lugar, porque prueban que contarnos a nosotros mismos no entraña la obligación de apegarnos a un realismo socialista. Como latinos, somos herederos de una tradición cuya imaginación es tan frondosa como sus selvas; por eso mismo, a la hora de ver nuestra realidad la imaginación nos resulta más útil como prisma que el mejor par de anteojos. (Yo soy de los que bufan cuando se habla de la “magia” en García Márquez, porque entiendo que cualquiera que conozca Colombia sabe que el Gabo es un realista en el mejor sentido, esto es en el mismo sentido que Fellini lo era: alguien que reproduce lo que ve ya no con la torpeza con que la realidad lo pinta, sino con el pincel preciso de la poesía.)
Lo otro que le admiro es la ambición. Viviendo en una tierra en que tantos escritores han sido jibarizados, aceptando el proceso de reducción con la mejor de las sonrisas, no puedo menos que sacarme el sombrero delante de un señor que se plantó como un gigante.
En lo que a mí respecta, sigue allí plantado. Yo creo que García Márquez estuvo a la altura de sus circunstancias: le tocó un momento difícil en la historia de su país y de nuestra tierra, y dio testimonio con su vida y con su obra. Soy uno entre millones que a partir de la lectura de Cien años se ha sentido ciudadano de Macondo, lo cual significa partícipe de una hermandad que antes de leer esa novela no sentíamos, ni estaba allí. Por supuesto que es más fácil negar a García Márquez y someter sus obras al escarnio que aceptar que nos ha puesto el listón muy alto. En lo que a mí respecta, prefiero no dedicar más energías a negación alguna y consagrar mis pobres energías a hacer mi parte, en esta América Latina post Macondo que todavía reclama quien la escriba.