Vicente Verdú
La estampa que componen los animales cuando se sientan y sentados no desean nada más, representa una de las cotas más altas de la vida humana. Poseer tal grado de sosiego y dominación, de integración y desprendimiento, lleva hasta el atributo esencial que caracteriza a los animales y a los dioses. Los dos ejemplares de nuestra melancolía fundamental.
Perros y dioses, propicios a la furia y la devoración, a la insensatez y su cólera, gozan a su vez de un corazón natural y redondo que, al sentarse, mantiene una arrogancia irrompible y dulce a la vez.
Nada más simple y supremo, nada menos acorde con la topografía común y más desafiante y cimero que el núcleo orgánico del perro o del dios. Pero también tan obvio de acuerdo a sus naturalezas.
Perro y dios se aposentan y crean en su entorno un círculo de emporio y verdad. Un anillo donde el milagro de su condición superior cristaliza y la felicidad que desprenden se iguala a la luz.
No una felicidad exultante y propensa a la desecación sino un esplendor similar a la saliva del deseo conciliado con su imposible satisfacción.
La mística del perro o del dios sedentes es sedación y en su efecto genera un vasto tejido intáctil, más fino que el espíritu, más fuerte que la materia, más vigoroso que el afán.
Canes y dioses se cruzan en el exacto punto de mira del cosmos y nosotros, tras haber contemplado la belleza de la escena, aspiramos a mimetizar el don de no desear nada más.