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VI. ESTADO DE GRACIA

            Con todo lo anotado en las entregas anteriores, sólo quiero decir que la buena literatura, la literatura de autor, es antes de nada una literatura de complacencia propia, la que se escribe por amor incondicional a la literatura misma, y sólo tiene compromisos con ella, que es una deidad autosuficiente. Y esa complacencia, la infinita satisfacción de entrar en el estado de gracia que es escribir, está compuesta, por paradoja, de muchos dolores. Sólo gracias al dolor se entra en el estado feliz de la gracia, y sólo en estado de gracia se produce el encuentro con la epifanía.

            El dolor de la soledad, de las horas sacrificadas a la escritura, aún el dolor de espaldas por las horas pasadas frente al teclado, el dolor aburrido de corregir una y otra vez lo escrito, el dolor de la duda acerca de si lo que hemos hecho vale la pena o hay que tirarlo hecho trizas al cesto de la basura, el dolor del miedo frente al que dirán acerca de las páginas recién terminadas, el dolor de la incertidumbre cuando el paquete postal que contiene la novela que al fin está acabada, se va hacia las manos del editor en cuya gracia se confía, o a las manos del jurado de un concurso donde hay otras decenas de novelas.

            Pero no debe existir la duda de que el oficio literario está en cada uno de los actos que lo componen, y en cada uno de los sentimientos y convicciones alrededor de él, el primero de ellos, que un libro terminado es el fruto del trabajo a fondo, y no del apuro ni de la improvisación. Para eso de la improvisación y el descuido tenemos en Nicaragua una palabra: chapucero, chapucería.

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5 de marzo de 2007
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El viajero recuerda su patria

Durante toda la mañana un viento racheado riza las aguas del Sena y mueve a cámara rápida jirones de nubes de poniente a levante. En los sauces tiemblan ya los primeros brotes, apenas una sombra verde. En los magnolios asoman las yemas del futuro candelabro rosado que alumbrará el concierto de primavera. El meteoro se acelera. La población se agita más agobiada que de costumbre.
En la biblioteca de mi barrio, la de Beaugrenelle, adonde acudo para recoger un volumen sobre los Goncourt, me engancho a un anciano que tararea artísticamente en la sección de música, mientras carga en sus brazos todo lo que encuentra sobre Liszt. Luego le veo bajar la rampa hacia el río en su bicicleta, dando tumbos como una barquilla en plena galerna, los gruesos volúmenes sujetos al chasis con una goma elástica. Sortea hábilmente a un barbudo que le amenaza con el puño. Da un frenazo para evitar morir arrollado por un autobús. Sale disparado hacia el puente de Mirabeau cantando como un mirlo.

Los parisinos están nerviosos. La primavera ha llegado con un mes de adelanto, algo inadmisible en este país de protocolos implacables. Las elecciones están al caer y cada día la guillotina se precipita sobre algún candidato. Hoy es un sospechoso piso de Sarkozy lo que salpica de sangre la mañana.
Sin embargo, la prensa francesa es muy profesional; toma partido, pero no es sectaria. En consecuencia, hoy los diarios abren con la crisis de la compañía Airbus. Cierran cuatro factorías. Despiden a 10.000 empleados. Es una catástrofe para la población pobre. Merece la primera plana.
¡Alto! ¡Sapristi! ¿No era ese el lugar adonde quería ir a trabajar Pasqual Maragall, según declaró al abandonar la Generalitat catalana? ¿A Airbus, nada menos? ¡Vaya ojo! El contraste con los sólidos, eficaces, aplomados profesionales franceses es tan poderoso que me sube una cálida ola de simpatía y afecto hacia los políticos españoles: son tan fantasiosos, tan mediterráneos, tan rematadamente ajenos a la realidad... Lo nuestro no es política, es poesía lírica.

Artículo publicado en: El Periódico, 3 de marzo de 2007

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3 de marzo de 2007
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EL ABUELO DE LOS MONSTER

Una película documental, una larga charla con un actor mientras se maquilla. Un viejo vigoroso de más de noventa años que no quiere rendirse, ni claudicar de casi nada. Ni siquiera de sus errores. Un tipo simpático, peleón y “tocacojones” de los conservadores americanos. Un actor que nos acompañó en muchas tardes de nuestra juventud de ensimismados ante la televisión, ante una de las mejores series -y más “freakis”- que recordemos: “La familia Monster”. Una familia casi ideal, simpáticos, divertidos y muy libres. Pero, sin duda, el mejor de todos era ese atípico abuelo. Últimamente los papeles que más me gustan son los de los abuelos, por ejemplo el envidiable modelo de abuelo- y también de padre- del abuelo escarizado de Little miss Sunshine
Ahora hablo de esa película que tiene la marca de Querejeta, es decir, una película española sobre un actor que murió hace poco y del que mucho desconocíamos. Al Lewis, el abuelo de los Monster. Eso solo ya merecería todo nuestro cariño, nuestra deuda por tantas risas llenas de vitriolo y de humor negro.

Ni idea de la otra vida de Lewis. Fascinante actor, y más fascinante personalidad. De familia judía, emigrantes pobres en Brooklyn, comunistas, izquierdistas y luchadores de todas las batallas, sobre todo de las perdidas. Aunque también ganara una, la de la Segunda Guerra Mundial. Allí sí se pasaba miedo y no en las historias de los “Monsters”. Excelente documento para los que se interesen en los seres humanos, al margen de sus razones o sus cabezonerías, que no se quieren rendir. Rojo, díscolo y fumador hasta el final de sus días. Incorrecto en tantas cosas, formal y moralista en otras muchas. Es decir, un buen comunista de la rama neoyorkina. Unos izquierdistas que tuvieron la suerte de no vivir en la URSS, que siguen teniendo la suerte -aunque sea en radios o espacios minoritarios- de seguir discrepando, diciendo lo que piensan. No todo está perdido en USA mientras haya ejemplos de discrepancia tan simpáticos como los de este actor que fue mucho más que el abuelo de los Monsters. Una película en los márgenes de la industria que tiene más verdad que muchas de las grandes estafas con actores que nada tienen que decir ni ahora, ni aunque pasen cien años.

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2 de marzo de 2007
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OSCAR BLUES

Acabo de hacer la lectura atrasada de un excelente artículo publicado en Los Angeles Times. En la ciudad apoderada como la “fábrica de los sueños”, en el momento más intenso del año, es decir, los días de anuncio de los Premios Oscar, el texto viene con un título tétrico: “El cine ya no tiene magia”.

Todo se va, lo sabemos: el jazz, el fútbol, el sabor de las frutas y la abundancia del bacalao. Vivir es perder lo que tenemos, tanto  los objetos como las emociones. “La nostalgia ya no es lo que era” escribía la actriz Simone Signoret.  La nostalgia mezclada con un sentimiento de pérdida es un recurso permanente en el momento de hacer cualquier balance. Este anhelo para lo que se fue es una manera de leer este artículo, del diario más importante de la ciudad del cine. Pero me parece que hay algo más, y muy valioso en el artículo. Lo podemos resumir en unos puntos:

1. El cine no está ubicado en el centro de la vida cultural: hablar de películas ya no provoca pasiones.
2. El cine no sabe cómo competir con la realidad: los “beautiful people” de la prensa del corazón superan a los héroes de la pantalla.
3. El cine no consigue unificar al público en torno a un actor caminando “solo ante el peligro”: la audiencia prefiere utilizar Internet para repartirse dentro de pequeños nichos al servicio de su narcisismo.
4. El cine ha perdido su potencia: un video en el sitio de YouTube consigue sin dificultad una audiencia muy superior a la de una película de gran éxito.
5. El cine sobrevivió a la aparición de la televisión, que es meramente otro canal de distribución, pero no sabe cómo competir con Internet, un medio que cambia las conciencias en lugar de proponer otra tecnología.

Este lamento para el cine, mejor dicho este “Oscar blues” -estamos en Los Ángeles – puede leerse de dos maneras. Por una parte, es una valoración muy justa de lo que es Internet: una máquina al servicio de los nichos y del narcisismo del individuo; por otra parte, es una explicación de la fenomenal resistencia de la novela. La novela obliga a la conciencia a construir una representación a partir de las palabras: el ejercicio no deja mucho espacio a Internet para competir.

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2 de marzo de 2007
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Una vida sin Internet

Tengo una estrategia para cuando se estropea mi computadora: lloro y grito hasta que se arregla sola. Pero a veces no funciona.

Hace dos días se desconfiguró Internet. Durante un momento, pensé que había una crisis de comunicaciones en el planeta y que habían cortado los lazos entre los occidentales para desatar la guerra nuclear desde Asia. Luego comprendí que no, que simplemente se desconfiguró Internet.

Llamé a la compañía telefónica, donde una mujer me hizo explorar el rooter y el sistema operativo. Era como desnudar a mi computadora y meterle mano. Me sentí sucio. Al final, quizá por eso, no se arregló.

Volví a llamar a la compañía, donde un hombre me ordenó hacer exactamente lo contrario de la chica anterior. En todo caso, mi computadora no se dejó engañar. Después de una hora de conversación, seguía sin funcionar. Me habían cobrado seis céntimos de euro por minuto para que todo siguiese igual. Es reconfortante saber que en la vida hay algo sólido e inmutable.

Mi novia tiene otra computadora, así que traté de usar esa. Y entonces comprendí que no seguía todo igual, no. Siguiendo los consejos de la asesoría telefónica, había desconfigurado la línea ADSL, de modo que esta computadora tampoco se conectaba. Había pagado seis céntimos de euro por minuto para que todo quedase peor.

Volví a llamar a la empresa y, esta vez, exigí que me enviasen un técnico de carne y hueso. Alguien del otro lado de la línea me preguntó si había reiniciado el rooter. La insulté tanto que decidió enviar un técnico.

El técnico apareció esta mañana. Después de 48 horas sin Internet, mi estado mental no era normal. Me encontró abrazado a la pata de una mesa, temblando y llorando. Trató de consolarme, me invitó un café. Después de un rato, conseguí recuperar el control y explicarle que Internet se había desconfigurado.

-¿Ha reiniciado el rooter? –preguntó.

Le respondí con una carcajada siniestra y corrí a la cocina a buscar un cuchillo. Tenía decidido por qué partes lo desmembraría, y pensaba desollarlo lentamente, pedacito por pedacito, como un pato pequinés. Podría esconder los retacitos de su piel bajo la alfombra –es roja, no se notarían- y los órganos vitales en el basurero, como menudencias de ternera. Por si acaso, tomé dos cuchillos de cocina y un tenedor, para que no se me moviese. Otra posibilidad era estofar al técnico para desaparecer la evidencia. Solté otra carcajada siniestra sólo para practicar y volví al salón. Me le acerqué por la espalda, paso a paso. Él estaba inclinado sobre el rooter, el lugar perfecto para un altar de sacrificios.

-Ya está –me dijo de repente, volteando a verme.

En la pantalla de mi ordenador brillaba la página de Yahoo.

Me hizo firmar un recibo y me anunció que me cobrarían la visita en mi factura telefónica. Luego se fue.

Es un placer tratar con gente normal y ecuánime.

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2 de marzo de 2007
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IV. ÓPERA PRIMA, ÓPERA MAGNA

            Siempre digo a los escritores que empiezan, que si quieren de verdad ser escritores, deben criar verdaderas liebres, y no gatos. De día, todas las liebres son verdaderas; de noche, todos los gatos son pardos. Aquel que se sienta frente al ordenador decidido a escribir una obra maestra, y se apresura en teclear sin siquiera ver lo que está escribiendo, convencido de que debe entregar cuanto antes al mundo algo que nunca jamás ha visto, está comportándose como ganador, y no como perdedor. Las obras maestras no son nunca deliberadas, y nacen, a lo mejor insospechadas. Y aún pasa con los buenos libros, ya hemos visto, que tardan en ser reconocidos como tales, o aún publicados.

            Pero aún hay algo peor que pretender una obra maestra, que eso está en la naturaleza de la juventud quererlo, y es pretender un best seller, y que entonces el joven inexperto se apresure a escribir bajo las reglas del éxito en el mercado, como aquella que dice que la mejor manera de conseguir una novela latinoamericana que cause sensación, es teniendo abierto a un lado de la mesa de escritura un ejemplar de Cien años de soledad, y al otro, alguna, o varias, de las exitosas novelas lacrimógenas de Corín Tellado, pues así el fruto feliz será un realismo mágico bañado de lágrimas…

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2 de marzo de 2007
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GENTE SIMPÁTICA

No hay virtud más humanística que ser simpático. Otras de notable orden humano serán más sólidas y necesarias para asentar cabalmente la construcción social pero ser simpático es capital para mantener el edificio a flote.

Quien posee esta cualidad no sólo abre puertas para sus intereses sino que ventila las habitaciones generales del vecindario.

Todas las amenidades que ha inventado la historia, caras y baratas, sencillas y complicadas, hallan su inspiración primordial en el propósito de crear un mundo divertido y amable, campechano o cordial, que son distintivos del tipo simpático.

Por su compañía los amigos pagan mejor las consumiciones pero, encima, el simpático se incluye entre los compañeros rumbosos. Las escuelas que ayudan a ser buen mediador, a hablar en público con tino, a convencer o dialogar fecundamente con los demás, incluirán pronto una batería de profesores simpáticos cuya profesión será, a la vez, tan despreocupada y feliz como su talante.

Gracias a la relación con el sujeto simpático se mejora la opinión sobre sí y los demás, se deshacen los molestos prejuicios que nos convierten en tímidos o recelosos y se adelanta ampliamente en la confianza recíproca o en la desconfianza sobre el respeto que rigurosamente se nos debe.

No se nos debe nada y sí, en cambio, vale la pena celebrar conjuntamente un encuentro altruista del carácter. El simpático -no el gracioso- sabe no pasarse de la raya y conoce intuitivamente la manera para que los demás olviden su arquetipo limitador. Posibilitan, en todo caso, entre individuos la permeabilidad de sus lindes. 

Siempre nos definimos o queremos por encima de todo a nosotros mismos pero ser simpático consiste en hacer pensar que el amor propio no se redondea sin la participación de los demás y los confines se alteran sin dificultad ni cláusulas establecidas, simplemente por la cierta broma de vivir y el campechano punto de vista.

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2 de marzo de 2007
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No todas las pasiones valen la pena

Hace algunos días, vaya a saber Dios por qué (quizás porque soy argentino, y se supone que todos los aquí nacidos somos fanáticos del fútbol), RPM me preguntó qué opinaba sobre el fenómeno de las barras bravas. Lo primero que debería dejar en claro es que a mí el fútbol me la suda, como dirían mis amigos españoles. Nunca me interesó, aunque presumo que mi desprecio fue construido por una serie de circunstancias aviesas. De niño era terriblemente miope –ya no, láser mediante-, y en consecuencia jugaba muy mal, lo cual no hacía otra cosa que frustrarme. Para peor, cuando era muy pequeño me corté con una botella rota de Coca-Cola mientras pateaba la pelota en una calle de Neuquén, y me gané seis puntos en el tobillo que sentí como seis puñaladas. Y a los doce, de puro aburrido, jugaba con una de cuero en Santa Rosa de Calamuchita, Córdoba, con tal mala fortuna que le pegué un pelotazo a un panal de abejas. Se me vinieron encima en una nube y me cagaron a aguijonazos, aun cuando corrí como loco a encerrarme dentro de la casa. Según la contabilidad de mi abuela, tenía en el cuerpo no menos de sesenta picaduras. ¿Cómo pretenden que me guste el fútbol?

Por supuesto que durante los Mundiales me convierto en un imbécil más, pero no al punto de perder del todo la cordura. Todavía recuerdo una semifinal de este último mundial: entré a un bar de Palermo mientras jugaban Brasil y Francia, y descubrí que la enorme mayoría de los asistentes apoyaba a los franceses. Ya sé que los porteños tenemos bien ganada fama de pretensiosos, pero no deberíamos llegar al extremo de creernos más parecidos a los franceses que a los brasileños. Y después nos quejamos, los latinos, porque nos va como nos va. Preferimos que gane cualquier otro antes que nuestro hermano. Nuestro individualismo, y nuestros nacionalismos malentendidos, nos llevan a comernos entre nosotros (pensemos en el enfrentamiento Uruguay-Argentina por las papeleras), con un salvajismo y una ceguera simultáneas que me recuerda la escena de Life of Brian en que los grupúsculos de la izquierda sionista se iban eliminando unos a otros hasta que no quedaba nadie. (Ah, si los Monty Phyton nos conociesen…)

Pero creo que en el fondo RPM apuntaba a otra cosa, que entiendo muy bien. Yo puedo reconocer la belleza del fútbol como deporte. Pero el hecho de que no me fascine facilita que perciba con cierta claridad la utilización política y social que se hace del espectáculo que brinda. Como lo miro desde afuera, me parece evidente que el fútbol funciona en buena medida como un gran mecanismo de control social. La gente (hombres, en su inmensa mayoría) vuelca en su contenedor parte significativa de la pasión que le cabe en el cuerpo, y también de las frustraciones que le depara la existencia. Gritan como desaforados, echan espuma por la boca y, de llegar a ser necesario, se desfogan a los puñetazos o con actos vandálicos. Siempre digo que si el fútbol tal como se lo concibe hoy no existiese, habría muchas revoluciones más en el mundo, porque no quedaría más remedio que volcar las energías en cuestiones que sí valen la pena, como las injusticias del sistema económico que suelen ir de la mano con los defectos del sistema político. Por supuesto, también ocurrirían otras muchas barbaridades: de seguro aumentaría la violencia de los hombres sobre las mujeres, pero aplaudir al fútbol porque ayuda a que mis congéneres descarguen su furia en otra parte sería tan necio como aplaudir a Al Qaeda porque contribuye a que Bush se olvide de América Latina.

No conozco a fondo el fenómeno de las barras bravas, pero me consta que existe una ligazón muy profunda entre su organización fascista y su naturaleza corrupta (porque aunque agiten el estandarte de la pasión se mueven por obra del dinero), y algunas de las formas más retrógradas de la organización política de mi país. Buena parte de la gente que milita en alguna barra brava hace doblete en alguna asociación política, a la que trasladan todo su savoir faire, tan antidemocrático por naturaleza. (¿O este fanatismo no se trata de apoyar al propio bando a toda hora, aun cuando sepamos que el equipo apesta y no merece ganar?) Que el fútbol es una de las formas del éxito político es algo que el actual candidato a alcalde de Buenos Aires por el PRO, Mauricio Macri, sabe a la perfección: por algo se preocupó por asegurarse primero la presidencia del club Boca Juniors, donde trató de darse un baño de masas que lo librase de la imagen de niño rico que siempre tuvo. Desde esa plataforma trató de llegar a alcalde y fue vencido en las urnas, transformándose desde entonces en el diputado de la ciudad que menos proyectos presentó. Días atrás volvió a lanzar su candidatura, utilizando como telón de fondo un basural y abrazando en cámara a una niña que vive en una villa miseria. Lo gracioso es que la invitó a ver Happy Feet, y no sabía que la película ya había bajado de cartelera.

Así son tantos políticos. Prometen lo que no pueden cumplir.

El fútbol también. Puede proporcionarnos una alegría ocasional, pero nunca mejorará nuestras vidas.

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2 de marzo de 2007
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Si nada es lo que parece…

Gran parte de nuestros esfuerzos intelectuales se dedican a sostener un criterio de interpretación que haga factible la noción de realidad.

El palpitante organismo social de la Historia ha procurado discernir y comprender, definir y aclarar la naturaleza de la experiencia. Para comprobarlo basta consultar la biblioteca universal. Ahí están los autores y escritores haciendo posible el arte y la pericia de nombrar las cosas.

Es un proceso de inteligencia operativa el que nos galvaniza hacia la conclusión razonable. El Derecho, y su alambicada maquinaria de argumentación jurídica, necesita contar con esta voluntad esencial de consenso para aplicar las sentencias del sentido común.

Lo que estamos viviendo en España es digno de ser contemplado con desazón. La implacable maquinaria política empeñada en desvirtuar la naturaleza de los hechos es el más formidable esfuerzo invertido nunca en la destrucción de lo real. Podrá parecer un delirio propagandístico y un exceso de vehemencia sensacionalista para vender más periódicos o ganar audiencia radiofónica, pero lo cierto es que el arrastre masivo de millones de ciudadanos a la ideología de la sospecha amenaza con liquidar para siempre el acuerdo que necesita la razón democrática para existir.

La hemos visto nacer ante nuestros propios ojos y van pasando los años sin que las más esperanzadas previsiones vean cumplida la derrota por fatiga o aburrimiento de esta conspiración contra lo real. Poco a poco se difunde e instala con impunidad entre la ciudadanía la iracunda y obcecada doctrina de la sospecha. Si nada es lo que parece, todo será según nos parezca.

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2 de marzo de 2007
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El temido ocaso

Nuestro amigo Eduardo Lago conversa con Paul Auster. Hablan de cine y, of course, de literatura. Es una entrevista y, por lo tanto, en cumplimiento de los requisitos del género, se espera el obvio y habitual rendez-vous. Sin embargo, de repente, Lago le espeta a Auster un comentario hiriente: “dicen que su novela no añade nada nuevo a lo que ya nos había dado Paul Auster”.

¡Menudo asunto! Resulta que, como quien no quiere la cosa, el entrevistador –también novelista, traductor y crítico- asalta al compungido Auster con un martillo. El neoyorquino se resigna y encogiéndose de hombros reconoce que así van las cosas: a unos les gusta su obra y a otros no.

Como quiebro modesto para quitarse de encima al osado entrevistador no está mal pero, en realidad, poco más podía hacer Auster para librarse del más doloroso enigma de la literatura universal. ¿Dicen algo nuevo los autores?

Después de su primera novela, quiero decir.

El mismo concepto de novedad es una viciosa concesión a la ilusión que domina nuestra cultura: la fantasía de la invención perpetua. No en balde cuando se habla de los escritores  se les llama "creadores", con toda seriedad.

No sabemos si Auster ha sido inducido por la falta de piedad de Lago pero lo cierto es que el autor se atreve a confesar: “a lo mejor he llegado al final”.

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1 de marzo de 2007
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El Boomeran(g)
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