Sergio Ramírez
Babel, la película de González Iñárritu, es la mejor muestra de esa universalidad que digo. De sus tres escenarios, la fría ciudad japonesa que anuncia la esterilización tecnológica del mundo del futuro, destinado a la soledad; la desolada pobreza de los páramos de Marruecos, donde la vida de atraso y miseria de los pastores de cabras, que bien podrían vivir lo mismo en tiempos bíblicos, se rompe con el deslumbre de la aparición de un autobús de turistas, inmunizados frente al sufrimiento; y el del alucinante y revuelto México fronterizo con Estados Unidos.
Es este último escenario el que introduce a Latinoamérica en la composición universal, y global, no como la cultura, que siempre asumimos como ejemplar e inevitable porque es propia, sino como un componente que la cámara exhibe sin maquillajes, y que enseña, en el caos de sus improvisaciones, el ajuste de cuentas entre la tradición y las imposiciones de lo moderno, el barro y el plástico. Ese mundo confuso, lleno de símbolos perecederos de modernidad, que es la antesala del paraíso que se halla al otro lado del muro inteligente que se extiende por miles de kilómetros.
Ese mundo rural de la Tijuana de polvaredas, al lado mismo del San Diego de verdes prados rasurados, es una pieza de la Babel en que vivimos en el continente, que se ajusta en la película al mecanismo global. Y Babel es así una lección universal acerca de las relaciones que se tejen en la cultura y en los modos de vida del planeta.
Éste es el cine mojado, de éste y del otro lado de la frontera, que no se sitúa en la última fila menesterosa, sino bajo los reflectores, y ya viene a ser lo mismo decir González Iñárritu que Martin Scorsese.