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El hombre atropellado

Fíjate: el paisaje contemporáneo atravesado por una multitud en permanente trasiego. Nadie está en su sitio. Todos van de un lado a otro. ¿Qué buscarán?

La inquietud de las prisas se siente con gran intensidad a medida que el tiempo se agota. Todo está por hacer. Nada se ha cumplimentado todavía. Siempre queda pendiente algo cuya importancia nos abruma. En el funesto caso de no lograrse será motivo de arrepentimiento.

El hombre contemporáneo es un ser en tránsito. Entre la nostalgia del lugar que abandona y la ansiedad por el lugar que le espera. Entre el asunto que deja a medio acabar y la urgencia que pretende resolver. Lo domina una curiosa soberbia: se cree más de lo que es. Constantemente engañado por sí mismo, el sujeto cree estar haciendo algo.

Esta ilusión del poder personal es una ridícula presunción pues en realidad nada hace que valga la pena. Basta echar un vistazo al más reciente pasado –¡y no digamos al lejano!- para comprobar cuánta futilidad ha pasado por sus manos. Los días, en primer lugar. Los manosea y sin embargo dice: estoy moldeando el tiempo con mi mente.

El relato autobiográfico del hombre contemporáneo ha sido escrito con penosas fantasías. Invenciones graciosas, quiero decir. Es el complaciente relato de un hombre feo embellecido por el amor propio. ¿Qué otra cosa le queda?

Dice que persigue tal cosa o tal otra. Cuando en realidad nada sabe de sí mismo. Simplemente, se deja arrastrar por una fuerza que no comprende. A merced de esta inclemencia, el hombre ha dejado de saber. La verdad es que ya no sabe, por ejemplo, estarse quieto, ver pasar la vida y sentarse a esperar lo que el azar quiera poner a sus pies.

Hace falta mucha hombría para soportarlo.

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16 de marzo de 2007
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El opio del pueblo

Como imagen de adoración, Buda es más simpático que Cristo. Suele presentarse sonriendo, no le corre sangre por el cuerpo y, como si fuera poco, aparece siempre en posición relajada. Por lo general, se le ve sentado meditando. En ocasiones abre las manos como diciendo “chicos, no se peleen, todo está bien”. Otras veces, sencillamente, está recostado, con la cabeza apoyada en una mano.

Toda esa buena onda y una importante dosis de pacifismo han convertido al budismo en una de las religiones más atractivas para los occidentales que buscan una vida espiritual fuera del cristianismo y sus connotaciones represivas. De hecho, puedes practicar el budismo aún siendo ateo, porque es una religión sin Dios. Buda no es un profeta ni una encarnación divina, sino un hombre santo que enseñó a la gente cómo vivir en armonía con la naturaleza y hacer el bien. Sus enseñanzas procuran que las personas se despojen de sus deseos mundanos y alcancen la iluminación, el estado de pureza absoluta de la mente.

Toda religión incluye, por supuesto, un código de conducta. Como la mayoría de ellas, el budismo enseña a contener los excesos: algunas de sus normas básicas son no intoxicarse con alcohol ni drogas, evitar la promiscuidad sexual, no robar ni mentir, esas cosas. Pero a diferencia del cristianismo, la amenaza contra el mal comportamiento no es la condenación eterna entre las llamas del infierno. Los budistas creen que el alma, como la materia, no se crea ni se destruye: sólo se transforma mediante la reencarnación. Puedes avanzar y retroceder casilleros en la escala de la pureza durante la eternidad.

Según ese principio, llamado karma, si has hecho daño a lo largo de tu vida, el mundo te devolverá ese daño reencarnándote en una especie inferior, por ejemplo, un cerdo. En cambio, si has hecho el bien, podrás reencarnarte en un ángel. De los 31 diferentes grados de la reencarnación, el ser humano está justo al medio: es superior a los animales porque tiene conciencia de sí mismo. Pero a diferencia de los ángeles, que son pura conciencia, el humano tiene materia y puede actuar sobre el mundo voluntariamente. Otra especie muy bien considerada es el elefante, un gigante pacífico herbívoro y considerablemente más inteligente que el resto del reino animal, que sólo hace cosas buenas a lo largo de su vida.

El karma garantiza que tus buenas acciones reciban una retribución y las malas un castigo, incluso en reencarnaciones posteriores. Nada de lo que te ocurra es producto del azar. Pero tampoco hay un juez en el cielo que evalúe tus logros y errores. El karma es considerado una ley natural, igual que la gravedad o la inercia. Si tienes una enfermedad grave, eso se debe a alguna mala acción, aunque no seas capaz de recordar cuál. Si tu hijo muere en un accidente, el origen de esa tragedia está en alguna conducta reprobable de tus vidas pasadas. Por supuesto, puedes limpiar tu karma mediante buenas acciones que equilibren tu energía negativa. Pero lo hecho, hecho está, queda grabado en tu karma.

En eso, el budismo se parece también a las demás religiones: postula que las desgracias, incluso los problemas sociales, son tu propia responsabilidad. Según ese principio, si naces pobre, no se debe a que haya un orden social injusto, sino a alguna maldad que hiciste en una vida anterior. Redistribuir la riqueza implicaría romper el mandamiento de respetar la propiedad ajena, de modo que lo único que puedes hacer es aguantarte y portarte bien. Si limpias tu karma, ya te irá mejor en otra vida. Si tienes dudas o tentaciones, puede ir y rezarle a Buda, que te recibirá en su templo, recubierto de oro, pacíficamente recostado y con una sonrisa en la boca.

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16 de marzo de 2007
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UN MANIFIESTO LITERARIO

Hoy, jueves 15 de marzo del 2007, el texto llena más de la mitad de la página dos de Le Monde des livres, el suplemento literario del diario Le Monde. Es un manifiesto como otros tantos en Francia durante la campaña para la elección presidencial. Pero su tema es la literatura. 44 escritores piden a gritos una “literatura-mundo” en francés .

Entre los firmantes: Tahar Ben Jelloun, Nancy Huston, Alain Mabanckou, Edouard Glissant, JMG Le Clézio, Gilles Lapouge, Eric Orsenna, Patrick Rambaud. Muchos escritores con premios y un alto nivel de éxito comercial. Todos anuncian la muerte de la “francophonie” (el espacio conformado por los países de habla francesa). Y no hay necesidad de dar el pésame: “nadie habla el francophone, ni escribe el francophone” dice el texto que da un brindis a “la emergencia de una literatura-mundo en idioma francés, afirmada de manera consciente, abierta al mundo, transnacional…”

Este año, en Francia, los ganadores de los grandes premios literarios (Goncourt, Renaudot, Femina, Grand prix du roman de l’Académie française) son escritores que no tienen la nacionalidad francesa o que nacieron fuera de la “metropoli” francesa, es decir, la parte del territorio que está en el extremo oeste de Europa. Ahora, observan los firmantes del manifiesto, “el centro está en cada esquina del mundo”. Lógicamente, piden “la ruptura del vínculo carnal exclusivo entre la nación y el idioma que expresa su genio singular”. Según ellos, el “pacto colonial” ya está roto, y viene el tiempo de los que se expresan en francés y hablan del mundo, sobre todo artistas del Caribe y de África.

Por una parte, hay algo cómico en este manifiesto para una visión más amplia de la literatura en francés, pues utiliza como demostración el auge de los autores de Asia y de África en la literatura inglesa. El único novelista cuya prosa es citada entre comillas es el inglés Bruce Chatwin. Se dice maravillas de Kazuo Ishiguro, Ben Okri, Hanif Kureishi, Michael Ondaatje, Salman Rushdie, todos escritores en idioma inglés. Se habla de un canadiense, Réjean Ducharme, y de un suizo, Nicolas Bouvier, y no se cita a un solo autor que dé prueba de lo que afirma el texto (se supone que son los firmantes). Por otra parte, hay algo útil en la voluntad de promover el uso de la ficción para hablar del mundo y no sólo de Francia.

Este manifiesto es la versión literaria, llena de torpeza, de un debate intenso en este momento. Con el tema de la inmigración, se habla mucho en Francia del concepto de nación. Nicolas Sarkozy, candidato de derecha a la presidencia, propone la creación de un “Ministerio de la inmigración y de la identidad nacional”. El resto de los candidatos denuncia la propuesta como un acto racista. Pero entre los intelectuales, más allá de la literatura, la pregunta sobre lo que es Francia provoca debates fuertes. El diario Le Figaro publica hoy un diálogo entre el ensayista Alain Finkielkraut y el historiador Max Gallo. El primero publica un libro titulado ¿Qué es Francia? El segundo publica El alma de Francia. El manifiesto da una repuesta para ambos: ser un escritor francés es escribir en francés sobre el resto del mundo sin necesidad de perder su alma.

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15 de marzo de 2007
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Los siameses estáticos

La escena que se me impone cuando pienso en ellos es la de Edmond, una vez huérfano o viudo de Jules (falta una palabra para esa estación del parentesco) y consciente de lo poco que le quedaba de vida, sentado ante la lumbre de su casa, en Auteuil, el blando rostro iluminado por las llamas y el cuerpo fundido en la oscuridad. Sostiene en una mano el haz de cabellos de su madre; en la otra, los de su hermana muerta casi niña. Con un gesto seco arroja ambos despojos al fuego "para evitar la profanación que espera a las reliquias íntimas que dejan los solteros".

La anotación figura en el más célebre y menos leído de los diarios íntimos, el que escribieron a partir de 1851 los hermanos Edmond y Jules de Goncourt, primero a dos manos, y luego, tras la muerte del más joven, durante veinte años, por la sola mano de Edmond. En este monumental documento se pavonea entera la segunda mitad del ochocientos, cincuenta años que refundaron el mundo hasta hacerlo irreconocible a los supervivientes. Un proceso que no deja de tener sus semejanzas con el que comenzó a finales del siglo XX y que está remodelando a una velocidad vertiginosa nuestro mundo actual.

Los Goncourt son la pareja fraternal más extravagante de la historia de la literatura. Durante su juventud, y debido a la diferencia de edad (Edmond había nacido en 1822 y Jules nueve años más tarde), cada uno de ellos acudió a colegios e institutos diversos, pero a partir de la muerte de la madre y en los siguientes veintidós años no se separaron ni un minuto. Miento: dos veces se ausentó Jules, aunque menos de cuarenta y ocho horas. En el diario aparece una anotación sobre tan horrible suceso: "Hoy quizás he comprendido lo que es el amor, si acaso existe. Quítesele el aspecto carnal, el contacto sexual, y eso es lo que hay entre nosotros; (...) eso supongo que es el amor: el desballestamiento y la desintegración por la ausencia".

Lo más sorprendente es esa primera persona que escribe el diario. Los expertos atribuyen a Jules la gestión artística del texto, y a Edmond, la parte documental e histórica. Puede ser, pero debo decir que, leído página a página, no se advierte la menor diferencia de mano, sobre todo una vez muerto Jules. Esta fusión inconcebible se llevó a cabo, como es lógico, mediante la obsesiva renuncia a toda influencia femenina. Ambos hermanos, asiduos clientes de innumerables burdeles cuyas ofertas reseñan escrupulosamente en el diario, se mantuvieron alejados de cualquier tentación matrimonial y elaboraron uno de los discursos más misóginos que se conocen. En una sociedad donde las hijas de la burguesía no osaban usar su genitalia fuera del matrimonio y con un régimen severo de herencias que arruinaba a los segundones, infinidad de solteros vivieron toda su vida acomodados a la prostitución.

Con esto, sin embargo, no basta para entender tan inquietante relación fraterna. Los Goncourt fueron, además, hijos siameses de una madre, la Literatura, que por aquellos años había usurpado el trono de la divinidad. Sin una fe inconmovible en la gloria literaria, en la eternidad de la obra de arte escrita, en la trascendental tarea del escritor como santo, guerrero y mártir, habría sido imposible soportar lo que hubieron de aguantar. Estaban persuadidos de que escribir era la actividad adecuada para quienes, habiendo perdido la fe en una Providencia que premia y castiga, quisieran sin embargo salvar el alma.

No eran los únicos: eso creían también sus amigos Flaubert, Gautier, Sainte-Beuve, Zola, Daudet, Turgueniev, Maupassant, con quienes se reunían constantemente. Todos ellos se sentían llamados a una tarea sagrada, casi siempre coronada por el martirio. A una de sus más célebres reuniones la bautizaron "la de los autores abucheados", porque todos ellos habían fracasado en el teatro, que era lo que entonces daba fama y dinero, como hoy el cine. Ninguno, excepto Zola, alcanzó la riqueza. Todos acabaron sus días de modo lamentable y en los aledaños de la derelicción.

En la actualidad, esa fe en la obra de arte escrita es algo que no podemos comprender de ningún modo. La fe en la vida eterna o en la gloria mediante el recurso a una religiosidad torcida, se ha trasladado a terrenos tan insensatos como la política o la beneficencia. En aquella segunda mitad del XIX, en cambio, la política era una actividad despreciada por la gente de bien. Los Goncourt vivieron la mutación de un mundo que en el año de su nacimiento, 1822, apenas estaba arrancándose al orden antiguo y a las diferencias naturales (por la sangre en el nacimiento, por las estaciones en el trabajo, por las energías terrestres, por el horario solar, por el transporte animal en la vida corriente) y que en el último año de su vida, 1896, había penetrado de lleno en la modernidad, en la antinaturaleza, la tecnificación, el control administrativo de las masas, los medios de formación de opinión pública, las máquinas, el deporte, el turismo...

Vivir en el centro del maëlstrom produce una quietud estática engañosa (la mística del arte, por ejemplo, o las ideologías totalitarias que alucinan un mundo virginal), pero ofrece una visión confusa de los acontecimientos, los cuales giran a enorme velocidad alrededor del estático sin llegar a afectarle. Esa es la impresión que produce el diario de los Goncourt: lo saben todo, lo anotan todo, pero todo lo ven como algo que pasa ante sus ojos a inconcebible velocidad y que está tocado por la muerte dado su distintivo carácter efímero. No es de extrañar, por lo tanto, que expresen todos los lugares comunes del pensamiento estático: el rechazo frontal de la democracia que ven formarse a su alrededor como una nube de langostas, cada una de ellas armada con un voto en las mandíbulas, el antisemitismo agresivo, la misoginia histérica, el sarcasmo y el resentimiento ante el éxito de los modernos, sea en la revista musical o en el folletín.

Con suma delectación, Edmond va registrando cada signo de lo que juzga inequívoca decadencia, sin percatarse de que para la mayoría puede ser todo lo contrario. Algunos de sus síntomas son sensacionales. Una vieja regente de prostíbulo le comenta en una noche de tedio que antaño debía vigilar atentamente para que los clientes no repitieran el coito con disimulo y sin salir. En la actualidad, añade desdeñosa, "l'homme ne redouble pas".

Como todos aquellos que se ven atrapados por una transformación mundial armados sólo con vetustas ideas (en nuestros días, las de mayo del 68), los Goncourt también se refugiaron en un paraíso artificial. No fueron las drogas y el alcohol de Baudelaire (a quien consideraban "une mouche à merde"), ni el terror nihilista, ni el nacionalismo turulato, sino el sueño de un Antiguo Régimen que nunca existió. Cuando estaban totalmente desprestigiadas y muy baratas, Edmond comenzó a comprar piezas artísticas del siglo XVIII de las que llegó a reunir una notable colección. La primera compra, a los dieciséis años, fue una acuarela de Boucher, lo que da idea de la dignidad del legado. Y eso le salvó la vida: poder refugiarse en un mundo onírico, vagar por aquel museo que dispuso en su casa de Auteuil a la muerte del hermano y en los veinte años posteriores, hacer del pasado su ansiado futuro.

Allí, entre ebanistería de Boule, dibujos de Watteau, acuarelas de Fragonard, aguadas de Robert o encuadernaciones que habían pertenecido a la Pompadour, encontraba solaz aquel ¿huérfano, viudo de hermano?, a cuyo alrededor estaba reventando el monstruoso y potentísimo volcán de la energía, la técnica y las masas. Por allí paseaba, tomando de vez en cuando en sus manos un grabado de Hokusai o una tabaquera del último Capeto. Y allí, sentado junto al fuego, exhausto, derrotado y ojimuerto, me viene siempre a la memoria con un haz de cabellos blancos en una mano y otro de rubios cabellos en la izquierda, segundos antes de entregar al fuego la única caricia del mundo femenino que había podido aceptar.

Artículo publicado en: El País, 9 de marzo de 2007

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15 de marzo de 2007
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PRESTIGIO DEL ENFERMO

En el encantado espacio de La montaña mágica, la enfermedad es como una patria. La patria allí de los elegidos por el beso de la tuberculosis cuyos síntomas, lejos de inducir asco, brillan como indicios de distinción. Cualquiera llegado hasta el sanatorio de Davos, como Hans Cartop, será  absorbido por la fascinación de esa esfera de pacientes que componen un mundo elevado sobre la colectividad.

La enfermedad ha conferido tanto prestigio que prácticamente todos los genios han venido aludiendo a su etapa de postración como la base de su formación intelectual y  artística. Poetas o novelistas que se introdujeron en la literatura gracias a un mal del aparato respiratorio, pintores e inventores que atravesaron una etapa de enajenación hasta renacer con ella a una lucidez desaforada.

La soberanía de la mente se forjaba en la cama y el trastorno del conocimiento capaz de movilizar al mundo se potenciaba en la parálisis del hospital. Los enfermos inspiraban respeto desde la Edad Media cuando el doliente se ganaba, a ojos vista, la recompensa equilibradora del cielo. La fama del enfermo se potenció en el romanticismo -siempre en trance de volver-  oponiéndose a la presunta simpleza de la persona demasiado sana. Un cuerpo repleto de salud no ofrece lugar para la sabiduría: salud y sabiduría se oponen como dos netas opciones del ser.

Sin embargo, los miles de enfermos del mundo ¿en qué cosecha de progreso se ven reflejados? Los lugares de la pandemia o la epidemia, ¿qué obras de arte crean y propagan?

En un enérgico gesto de la Historia la salud ocupa hoy un lugar central. Ni para bien ni para mal del espíritu, sólo para empezar a ponderar la posibilidad de producir.

El cuerpo y su fábrica, la salud y su productividad, han sustituido a la magia de la espiritualidad y el fruto del milagro. El sujeto sano es el eje de la cultura o la ciencia. El sujeto enfermo es la desviación, la culpa, la irresponsabilidad, el deterioro, la decadencia.

Todavía en la juventud de los años sesenta y setenta se mantuvo la infatuación del artista enfermo mientras ahora casi cualquier revés en el organismo se traduce en una sospecha sobre la capacidad profesional del interfecto. Sobre la calidad y el valor del artefacto.

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15 de marzo de 2007
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Del libro como objeto decorativo

Un artículo de la revista Entertainment Weekly incluía las confesiones de buena parte de su staff, respecto de los Libros Importantes con mayúsculas que compraron, pero que no leyeron nunca. La autora del artículo, Tina Jordan, dice haberse inspirado cuando al plumerear su biblioteca encontró una prístina copia de Los versos satánicos, de Salman Rushdie. Ni siquiera recordaba haberlo comprado, pero en todo caso no tenía dudas respecto de las razones que podían haberla decidido: “La fatwa contra Rushdie, la forma en la que se vio obligado a esconderse –todo eso era la comidilla de los medios, y el libro trepó como un tiro en los charts”.

Jordan habla de esos libros de los que toda la gente habla en un momento determinado, forzándote a comprarlos para no quedar marginado de las conversaciones en la oficina… y que aun así, nunca te decides a leer. En su caso, menciona también a los libros del científico Stephen Hawking (que admitámoslo, nunca produce textos fáciles; yo luché para terminar Una breve historia del tiempo y no creo haber entendido ni el diez por ciento), las novelas de Thomas Pynchon y el enorme –por tamaño, digo- libro de David Foster Wallace Infinite Jest.

Todo el mundo tiene listas parecidas. Los colegas de Jordan en Entertainment Weekly agregan otros libros intocados: obras de Proust, Joyce Carol Oates y Philip Roth, White Teeth de Zadie Smith (mea culpa, yo también lo compré y no pasé nunca de las primeras páginas), Everything is Illuminated de Jonathan Safron Foer, The Amazing Adventures of Kavalier & Clay de Michael Chabon…

Si miro alrededor para ver qué libros compré hace tiempo y nunca leí, podría mencionar a The Voyage of the Narwhal, de Andrea Barrett (me lo llevé estas vacaciones, y sólo leí las primeras páginas), Oryx and Crake de Margaret Atwood, The Little Friend de Donna Tartt, Middlesex de Jeffrey Eugenides y Carter Beats the Devil, de Glen David Gold, del que llegué a la página 254 antes de abandonar. También me pasó con A Star Called Henry, de Roddy Doyle, y con The Quincunx, de Charles Palliser. Como percibirán, no se trata de novelas de esas de las que habla todo el mundo. Creo que al menos en mi caso, esos libros tan comentados y ubicuos nunca llegan a mi casa. Nunca leí El código Da Vinci. Nunca pasé de las primeras páginas de la novela inicial de Harry Potter. (El ejemplar era de mis hijas.) Mi desconfianza respecto de los libros que se consumen en masa porque la prensa los instala como un must es tan grande, que a veces me lleva a cometer errores: tardé muchos años, por ejemplo, en leer a Kundera; lo hice cuando ya casi nadie hablaba de él… y me encantó. 

De cualquier forma, un libro que no has leído es siempre una promesa. Más de una vez me ha ocurrido dejar de lado un título en un momento, para retomarlo años más tarde y encontrar que ahora sí me habla: como en tantos otros aspectos de la vida, el éxito de determinadas seducciones depende de su oportunidad. Quizás dentro de algún tiempo Tina Jordan vuelva a limpiar su biblioteca y descubra entonces que la vida la ha puesto ya en un lugar desde el que puede apreciar Los versos satánicos.

O no. En fin, ¿cuáles son los libros no leídos que atesoran en sus casas?

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15 de marzo de 2007
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BECKETT

El centenario del nacimiento de Samuel Beckett corresponde al año 2006. Pero las fiestas para celebrar al escritor se demoraron. Ayer se inauguró la exposición dedicada al premio nobel por el centro Pompidou. (El centro Pompidou es lo que turistas confundidos llaman “Beaubourg” utilizando el nombre del barrio. En Francia, un presidente pone su marca en la cultura. Beaubourg es de Pompidou como la nueva biblioteca es de Mitterrand y el museo de “las primeras artes” corresponde a Chirac.)

Hacer exposiciones sobre autores es una actividad que va creciendo en Francia. Una explicación es la dificultad de encontrar temas para atraer un público amplio. Entonces, se intenta buscar unas soluciones con autores. Pero un artículo de Le Monde recuerda que los escritores no son lo mejor para atraer al público aunque Jean Cocteau, en el centro Pompidou, consiguió 240.000 entradas.

Beckett ofrece la posibilidad de entregar una exposición en cierta forma alegre, o por lo menos distinta. La solución fue elegir unas palabras muy de Beckett y acumular documentos, recuerdos y evocaciones en el entorno de cada una para acercarse a una obra que mantiene su impacto en los teatros. Las palabras clave: voix, restes, scènes, truc, œil, cube, Bram, noir. Una traducción al castellano de las palabras francesas de este irlandés puede ser: voz, lo que queda, escenas, vaina (utilizo una palabra del Caribe, me parece mejor), ojo, cubo, Bram (apellido de un pintor), negro. Beckett es siempre una parafernalia suave.

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15 de marzo de 2007
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ABUNDANCIA Y AUSENCIA DE MATICES

En homenaje a la amiga María Muesca que habla tan bien de Disney, prometo repasarlo, y de una vez me apresuro en reconocer su genio, o el genio de sus ejecutivos, ya que la empresa ha seguido siendo exitosa muchos años después de su muerte, igual que Charles Atlas, que sigue aún vendiendo cursos de tensión dinámica para crear cuerpos atléticos y ya desapareció de este mundo hace décadas. Con Charles Atlas me encontré, precisamente, en las contraportadas de las historietas, que entonces llamábamos penecas por influencia Argentina, pues de allí venían  muchas de esas revistas.

Ese genio de Disney que digo, consiste en seleccionar de las historias y novelas universales, y que son clásicas por su alcance literario, la esencia misma del argumento en el que no faltan los héroes y villanos, y tampoco la maldad y la bondad, pero no de una sola pieza, sino dentro de una construcción en la que abundan los matices, como corresponde a toda literatura trascendente. No hay duda que para pasar un argumento al dibujo lineal, fijo o animado, se precisa una selección de lo esencial, y un despojo de los matices, de allí que los malos lo sean sin fisuras, y los buenos sean candidatos a la santidad. Y es que las historietas no pretenden ser literatura. Luego les digo más.

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15 de marzo de 2007
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¿Y ahora, quién podrá defendernos?

Se me ocurrió meterme en Google para ver qué aparecía si uno tipeaba la palabra héroe. Lo que encontré se parece bastante a lo que me había imaginado. De las diez primeras entradas algunas tenían que ver con el asunto en su acepción más clásica: páginas de Wikipedia dedicadas a la noción mitológica del héroe, links con la obra de Joseph Campbell y un estudio de Joaquín María Aguirre sobre Héroe y sociedad, El tema del individuo superior en la literatura decimonónica. También figuran un par de links sobre la película Hero de Zhang Yimou (espectacular, dicho sea de paso) y uno dedicado a los héroes de historieta, heroecom.blogspot.com. Pero como era de esperar, también hallé referencias absurdas en los primeros lugares de la lista: un link que remite a la letra de una canción de Il Divo y otro que te lleva a la letra de un tema de Enrique Iglesias, Quiero ser tu héroe. La mayor parte de las veces, cuando se habla de héroes la cuestión se traslada de inmediato al terreno de lo ficcional, o bien remite al pasado. En lo que hace al mundo contemporáneo, los únicos que hablan de héroes son Il Divo y Enrique Iglesias. Lo cual debería explicar por qué estamos como estamos.

Cuando lo que uno mete en Google es la palabra en plural, la cosa cambia: más allá de tres entradas dedicadas a la banda Héroes del Silencio, todas las demás están consagradas a un éxito televisivo. Todavía no pude ver más que el primer capítulo de la serie Héroes, por lo cual sería injusto arriesgar algo parecido a un juicio crítico, pero la verdad es que a mi corazón de nueve años (Jerry Lewis dice siempre que en el fondo todos tenemos esa edad) le encantó. Lo primero que me gustó fue su premisa. Siempre  creí que la evolución humana es un proceso que no se ha completado, y que estamos en camino a lo que debería ser la próxima fase –siempre y cuando algunas de las luminarias que manejan nuestros destinos no acaben antes con el planeta. Cuando pienso en nuevas fases evolutivas imagino a un ser humano más conectado con el fenómeno de la vida, y por ende mejor dispuesto a integrarse con su entorno; o en una especie humana con natural aversión a la violencia, no por miedo ni por cobardía sino al contrario, porque el desarrollo de su inteligencia le ha permitido entender que por cada problema puntual que la violencia cree resolver, crea diez, veinte, mil problemas nuevos. Parafraseando a un personaje a quien quiero mucho: lo único que no tiene solución es la muerte. Todo lo demás se puede resolver, con paciencia, saliva –y por supuesto, buena voluntad.

Pero en fin, supongamos que un posible salto evolutivo nos permitiese desarrollar características que hasta hoy tenemos en estado rudimentario: la de regenerar nuestros tejidos, por ejemplo (cosa que ya hacemos con cada cicatriz), o la de progresar en nuestras habilidades comunicativas hasta entrar en el terreno de la telepatía, o la de reescribir contratos con leyes que hasta ahora habíamos respetado reverentemente, como las de la gravedad, el tiempo y el espacio. ¿Por qué no? No sé cuánto duraría esta conversación en términos de pura especulación científica, pero si nos limitamos a la ficción, se trata sin duda alguna de una base fantástica para uno y mil relatos.   

Me gusta que la serie creada por Tim Kring ponga esos poderes flamantes en manos de gente común y corriente: el empleado japonés de una enorme compañía, un enfermero, una estudiante de secundaria. Me gusta que algunos de esos poderes vayan a manos de gente llena de defectos y de problemas, como la madre soltera en deudas con la mafia o el artista que pinta visiones del futuro cuando está en un trance inducido por la heroína. Me gusta, incluso, que muchos de ellos tengan relaciones conflictivas con sus habilidades, y que no sepan bien cómo controlarlas, y que hasta les resulten dolorosas, como al policía-telépata que interpreta Greg Grunberg a partir del segundo capítulo.

Supongo que la cuestión terminará de perfilarse cuando se aclare contra quién o quiénes se enfrentarán estos personajes, porque la medida del héroe la da el villano al que se opone. Todo lo que pude entrever hasta el momento es que existe una trama apocalíptica que esta gente deberá frenar; hasta aquí suena creíble, porque nuestro mundo actual corre riesgos de apocalipsis totales o parciales a los que es imperativo hacer frente ya, con superpoderes o sin ellos. Ojalá Tim Kring respete la lógica instaurada en el primer capítulo y nos muestre villanos igualmente comunes y corrientes, porque los que nos hacen la vida difícil no se diferencian demasiado de nosotros: tan sólo quieren un poquito más de poder y un poquito más de dinero, tan sólo piensan que la ley es algo maleable, tan sólo piensan que a veces la violencia puede ser útil.

De las entradas principales de Google, sólo una intenta arrancar la noción del héroe del pasado y de la mitología: se trata de un proyecto sin fines de lucro llamado miheroe.org, que invita a la gente a escribir sobre las personas que los han influido en la vida real. El concepto que se maneja es un tanto lábil: no estoy muy seguro de que Rudolph Giuliani sea un héroe, y tampoco Stan Lee, por más que haya inventado tantos; y tampoco creo que los gorilas de Uganda lo sean por el simple hecho de que atraen turistas que ayudan a la economía del lugar. Creo asimismo que la gente que se enfrenta a terribles enfermedades puede tener conductas heroicas sin que su coraje las convierta en héroes. Pero está bien que se piense en gente como Rosa Parks, Muhammad Ali, Martin Luther King, Nelson Mandela y Wangari Maathai –la primera mujer africana en ganar el Nobel de la Paz; dicho sea de paso, todos los que acabo de mencionar son negros- para definirlos como héroes, porque son gente cuyo ejemplo tenemos fresco, tanto como la consciencia de que este mundo necesita discípulos suyos por doquier.

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14 de marzo de 2007
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ELEGANCIA INOCENTE

El inmenso consorcio industrial y comercial que es la compañía Disney —juguetes, libros y revistas, cadenas de tiendas, juegos de video, discos y videodiscos, estudios de cine, cadenas de televisión, parques de diversiones, hoteles— es hijo de la fantasía del sueño americano. Un muchacho pobre armado de un lápiz puede edificar un imperio empezando por dibujar unos trazos en una hoja de papel. El arte de transformar un ratón y un pato en símbolos de toda una civilización. Dar a las princesas postergadas y engañadas categoría de heroínas de masas, al punto de que sus trajes y atuendos se vuelven deseables, no para los niños, el supuesto mercado de Disney, sino para los adultos, su verdadero mercado.

Es por eso que ahora se anuncia que la compañía Disney, en sociedad con la modista Kirstie Kelly, ha puesto en las tiendas una línea de vestidos de novia que copian los modelos de los trajes de Blancanieves, la Cenicienta, la Bella Durmiente, y demás princesas de fantasía. El reino de los niños grandes. Como la maestra de alta costura anuncia, los vestidos vienen “en satín brillante con faldas amplias y generosos bordados de plata y cristales”. Y dice que el vestido de Blancanieves tiene un toque más conservador que los otros, lo que ella llama “elegancia inocente”.

Estos trajes nupciales cuestan entre mil  tres mil dólares a las novias que quieran lucirlos para comparecer delante del altar, aunque se trate, a lo mejor, de la bella casándose con la bestia.

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14 de marzo de 2007
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