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La glándula del terror

Días atrás revisé las desordenadas bibliotecas de casa, en busca de un libro que mi hija Agustina necesitaba para la universidad: Juan Moreira, el viejo folletín de Eduardo Gutiérrez. Como no lo encontré allí, revisé las cajas que nunca terminé de vaciar. Tampoco estaba, pero como suele ocurrir, encontré durante la búsqueda otras cosas que me interesaban. Entre ellas mi edición de El Eternauta, la célebre historieta de Héctor G. Oesterheld. En realidad debería decir la mitad de mi edición, ya que el libro está partido al medio y su primera parte extraviada; lo que tengo comienza en la página 150. Hoy me puse a releer, y descubrí que el relato in medias res arrancaba cuando Juan Salvo y Franco toman prisionero a uno de los extraterrestres que comandan la invasión sobre la Tierra, esos seres de pelo blanco e infinidad de dedos a quienes llaman “los Manos”. Sabiéndose moribundo, este Mano cuenta que su gente vivía en un planeta bellísimo hasta que un invasor externo los sojuzgó, convirtiéndolos en fuerza de choque para conquistar otros planetas, otras razas. Para esclavizarlos, esos invasores –a quienes el Mano se refiere tan sólo como “Ellos”- les metieron en el cuerpo lo que denomina la glándula del terror: cada vez que un Mano intentaba rebelarse sentía miedo, y el miedo hacía que esa glándula segregase su veneno y acabase con su vida; rebelarse, pues, implicaba morir.

Este sábado 24 de marzo se cumplen treinta y un años de la fecha en que me abrieron el pecho para meterme la glándula del terror. Treinta y un años exactos del día en que perdí mi inocencia, con la concreción del golpe de Estado que partió la historia argentina en dos. Desde entonces he vivido en el miedo, creyendo que enfrentarme a determinados fantasmas iba a granjearme el mismo destino del Mano de El Eternauta.

Treinta y un años después, la mayor parte de los victimarios de entonces (los militares y policías son los Manos, deberíamos identificar además a los “Ellos” que los alentaron a hacer lo que hicieron) siguen impunes. Treinta y un años después, algunas de las causas más importantes en contra de los genocidas siguen frenadas en la instancia judicial de las Cortes de Casación. (Esta semana se realizó una denuncia contra los jueces de Casación, que probablemente –¡que ojalá!- derive en juicio político.) Treinta y un años después hubo sesión en Diputados para tratar la anulación de los indultos que concedió Menem a jerarcas militares, pero la reunión fracasó por falta absoluta de quórum; ver gritar desde las bandejas del recinto a Julio Talavera, un hijo de desaparecidos a quien conocí gracias a la experiencia de Kamchatka, me partió el corazón.

Este será el primer aniversario del inicio de la dictadura que pasamos en la ausencia de Jorge Julio López. Nunca antes lo había pensado, pero López se parece mucho a un dibujo de su casi tocayo Solano López, el artista que dio vida al guión de Oesterheld para El Eternauta. Jorge Julio desapareció hace meses después de declarar en contra de Miguel Etchecolatz, un jefe de policía que fue condenado a prisión perpetua por comisión de crímenes de lesa humanidad. Desde entonces no se sabe nada de él, a quien suele mentarse como el primer desaparecido de la democracia. Lo único que está claro es que Jorge Julio López desapareció para que las glándulas del terror volviesen a activarse en todos nosotros, porque estábamos perdiéndole el miedo a los fantasmas y ellos, nuestros Manos, necesitaban probar que no iban a aceptar su castigo de brazos cruzados; querían convencernos de que caerían tal como vivieron, esto es, matando.

Pero les salió mal. En estos treinta y un años aprendimos que hacerles frente no implica necesariamente temer. Nos asiste la convicción de que no existirá paz verdadera sin justicia, sabemos que el derecho está de nuestro lado. ¿Por qué deberíamos temer, cuando no buscamos otra cosa que la verdad? Aunque la cicatriz en el pecho nos recuerde siempre aquel pasado miserable, la glándula del terror no derramará ya su veneno –porque está seca.

Ya no les temo. Ya no les tememos.

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23 de marzo de 2007
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Enemigo público

-¿A qué viene a Puerto Rico?

El guardia es grande y, sobre su insignia de la policía de los Estados Unidos, lleva una cara de muy pocos amigos. Sin embargo, la respuesta a esa pregunta es fácil. Para evitar complicaciones, siempre digo lo mismo:

-Turismo.

-¿Conoce a alguien aquí?

-No.

-¿Y cuánto tiempo se queda? –me dice él.

-Tres días.

-¿Sólo tres días para hacer turismo?

-Bueno, sí.

-Su pasaporte dice que ha estado tres días en Costa Rica ¿Usted hace turismo así?

-Ehh…

-¿A qué se dedica usted?

-Soy periodista.

Dado el comienzo que hemos tenido, eso me parece más creíble que decir “escritor”. Pero él no parece convencido.

-Abra su maleta, por favor.

Lo primero que encuentra en mi equipaje es una agenda de trabajo que incluye además Nicaragua, Panamá y Colombia. Me mira acusador, sosteniendo la evidencia de mi mentira. Decido explicarme.

-Es que estoy de gira, presentando un libro…

-O sea, usted viene a trabajar.

-Sí, bueno… también.

-¿Tiene visa de trabajo?

-No es ese tipo de trabajo… Es decir… no me pagan.

-¿Y usted trabaja gratis?

-Sí. Es decir… no.

Nunca había notado que mi vida era tan sospechosa. Él llama por radio a una mujer. Ella tampoco sonríe. Sólo me pide mi pasaporte y se lo lleva a chequear en un mostrador vecino. Él continúa:

-¿Qué tipo de libro viene a presentar?

-Una novela. 

-¿No era usted periodista?

-Bueno, también…

-Tiene dos trabajos y hace los dos gratis.

-No…

Continúa revisando mi equipaje y yo recuerdo que llevo una lata de espuma de afeitar que conseguí salvar de los revisores en Panamá. Deduzco que la he metido ilegalmente en territorio norteamericano. Temo que me deporten por tráfico ilegal de espuma de afeitar. Pero él muestra más interés por los libros que llevo encima. Saca uno de Borges y me dice:

-¿Éste es su libro?

-No.

Ahora saca uno de Julian Barnes:

-¿Y éste es su libro?

-Tampoco.

-Usted viene a presentar un libro pero no tiene el libro. Raro ¿No?

Su radio suena. Una gota de sudor baja por mi mejilla.

-Es que tienen los ejemplares todos aquí –le explico.

-O sea que los envió antes para que no se los encontrasen.

-No, bueno… no sé quién los trajo. Le preguntaré a mi editora…

-Pensé que no conocía a nadie aquí…

-No la conozco…

Estoy a punto de llorar y pedir perdón. Quiero extender las manos, que me esposen y me metan preso. Sé que lo merezco. Pero de repente, la señora del pasaporte regresa y me lo devuelve. Le dice algo al guardia, que cierra mi maleta y me la entrega, y me dice:

-Bienvenido a Puerto Rico. Páselo bien.

Luego se va, pero ahora yo estoy alerta: sé que me han colocado un rastreador en el pasaporte, y que están esperando que me vaya al hotel y me afeite para que los Swat rompan la puerta y me arresten con las manos en la masa. Quizá deba arrojar la espuma por el water antes de que entren. O quizá deba huir. En todo caso, no me atraparán vivo.   

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23 de marzo de 2007
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UNA REFULGENTE LÁMPARA AZUL

Ernesto Cardenal ha dirigido durante los últimos años un singular taller de poesía en el que participan niños enfermos de cáncer del Hospital Infantil La Mascota en Managua, con el apoyo de otros poetas, como Claribel Alegría, que se turnan cada semana para explicar a los pequeños aprendices formas elementales de composición, y abrirlos a exponer sus sentimientos, tristezas y esperanzas. Bajo la sombra de la enfermedad estos niños, tocados por la mano injusta del destino, buscan describir su mundo circundante, el del hospital, y aquel de donde vienen, muchos de ellos llegados de comarcas y caseríos lejanos.

De esta experiencia ha resultado un libro en el que figura una muestra de los poemas escritos por ellos, Sin Arcoiris fuera triste, ilustrado por Christa Unzel-Koebel, y que acaba de aparecer en Managua en un bello formato de libro infantil. Son poemas libres en todo sentido, sin ninguna pretensión de hacer escuela de parte de los instructores, ni de hacer poesía reglada de parte de los niños, y donde se advierte el sentimiento desnudo que alcanza sin intermediación las palabras. Escriben sobre la naturaleza, árboles y animales, paisajes y ríos, amaneceres y atardeceres, y también sobre su propia enfermedad sin ninguna inhibición.  Les dejo esta estrofa de un poema de Manuel Padilla, de 13 años, que en lucha cerrada contra la muerte nos advierte la maravilla del universo que no quiere abandonar:

La madrugada es la hora más tranquila
cuando la luna llena se mira
como una refulgente lámpara azul…

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23 de marzo de 2007
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CHISTES

Nunca he sido capaz de recordar los chistes. Centenares, miles de chistes han pasado al olvido, a mi olvido. Cuando  me los contaron me hicieron gozar, disfrutar y escaparme de otras preocupaciones por las vías de la risa. No me fijo. No retengo. No tengo esa capacidad de evocar ese ingenio que todo lo transforma en una frase, en una corta historia y en una manera de decir, de contar. Hace unas noches, el intelectual, profesor y escritor Andrés Soria Olmedo -admirado por sus libros, sus artículos y porque de niño fue al concurso televisivo Cesta y puntos- repitió dos excelentes chistes que no se pueden contar por escrito, que no se pueden copiar y que, fatalmente, estarán condenados a desaparecer en mi memoria. Lo siento. No podré contarles un chiste.

Todo viene a cuento de un chiste, o algo parecido, que me encontré en un libro rescatado de una librería de viejo en Granada. Uno de los peores libros de Alberti, Canciones del alto valle del Aniene. En todo libro de Alberti hay algunos buenos poemas. Y en éste, también unos curiosos acercamientos a su amigo Picasso, unas notas entre lo prosaico y lo poético, que deberían servir para su autobiografía, La arboleda perdida. Ahí se encuentra la gracia que ahora les reproduzco:

“Picasso me cuenta:

-En Barcelona se reunieron una noche varios artistas ya muy viejos para correrse una gran juerga.

Uno dijo: yo traeré el vino.

Otro: yo, el champagne.

Otro: yo, la comida.

Otro: yo, los postres.

Otro: pues yo traeré las mujeres.

Otro: pero, ¿y las pichas? ¿Quién  va a traer las pichas?”

Chistes de artistas, de genios, de machotes, machistas, españoles…Chistes que todavía cuentan -esos o parecidos- reconocidos y serios intelectuales. Pues sí, también somos esos. Los que cuentan chistes como esos, los que los cuentan peores y los que no los contamos por nuestra mala memoria. 

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22 de marzo de 2007
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LIBROS Y CAMBIOS

No puedo decir cómo ni por qué. Hoy leí en el muy improbable sitio de una revista cultural en línea de San Antonio (Texas), una mala nota sobre los libros que cambiaron el mundo. En realidad la nota es la reseña de un libro sobre Rachel Carson, autora de Primavera silenciosa, una encuesta-ensayo para denunciar el uso de los pesticidas. El propio Al Gore, ex vice-presidente de EE UU y profeta del recalentamiento global, dice que el libro de Carson es la semilla de todo el movimiento ecologista.

Entonces, según el autor de la nota, es un libro que cambió al mundo. Y para dar una idea de la raza particular de los libros que son como éste se añade a la lista: Origen de las especies de Darwin, Manifiesto del partido comunista de Marx, La cabaña del tío Tom de Harriet Beecher Stowe, La jungla de Upton Sinclair, el Archipiélago del Gulag de Solzhenitsin.

Pensamos en la lista. Lo que falta obviamente es la Biblia, el Corán, etc., todos los libros que resuelven el problema de la presencia divina. Quizás podemos añadir La interpretación de los sueños de Sigmund Freud. Pero lo que me impresiona es que eso es todo. Lo que provoca dos conclusiones:

1. EE UU, tierra de inmigrantes que no tenían más que la lectura de la Biblia como historia común durante décadas, es un país que tiene fe en el libro. Allá, publicar un libro puede provocar un cambio histórico. Como en el caso de Harriet Beecher Stowe, que planteó el problema de la esclavitud; como el caso de Upton Sinclair sobre el tratamiento de la carne en los mataderos de Chicago; como el caso de Darwin, todavía discutido por poner el relato de la génesis en la Biblia en peligro.

2. El autor de la nota se equivoca: la potencia de los libros no tiene que ver con su capacidad de cambiar al mundo. Es peor: un libro cambia a un lector de una manera íntima, secreta, formidable al modificar la visión del mundo y de sí mismo.

Todos hemos conocido la experiencia de la lectura que nos hace diferente, pues al leer un autor que nos ofrece la vida en un orden revisado entendemos lo que la vida diaria, aburrida y hermética, tapa de manera continua. Gustave Flaubert, pasando por las ruinas humantes del castillo de las Tuileries en París, quemado por la Comuna, en 1871, dijo con gran convicción que de leer su novela La educación sentimental los insurgentes no habrían prendido el incendio.

Susan Sontag, el pasado sábado, en un ensayo fenomenal reproducido por The Guardian explicaba lo mismo: la novela es una herramienta que nos obliga a prestar atención al mundo. Su texto pertenece a una recopilación de ensayos At The Same Time. Mondadori lo publica en español: Al mismo momento. Ojala, pero si los otros ensayos son del mismo nivel, este libro no va a cambiar al mundo, pero puede cambiarnos.

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22 de marzo de 2007
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Más allá del bien y del mal

Perdonen que vuelva sobre el asunto, pero acabo de devorarme la segunda y tercera temporada de The Wire y necesito decirlo: esta serie es algo serio. Otras producciones de HBO reciben más y mejor prensa (The Sopranos y hasta Roma, sin ir más lejos), sin embargo es The Wire la que eleva los standards de la televisión a niveles de excelencia pocas veces vistos.

Más allá de la anécdota policial, The Wire es cada vez menos una de policías contra dealers y cada vez más la historia de una ciudad (en este caso Baltimore, pero podría tratarse de cualquier megalópolis latinoamericana: Buenos Aires, Río, el D.F.) con una manzana podrida en lugar de corazón. En The Wire, el único villano es el sistema. Si Dashiell Hammett estuviese vivo se quedaría pegado a la pantalla: desde Cosecha roja que no me topo con una narrativa tan consistente sobre el poder corruptor del dinero en una sociedad que, aunque pretenda lo contrario, es repugnantemente individualista.

La serie fue creada por el ex periodista de policiales y guionista David Simon, inspirado por las experiencias de su socio Ed Burns, que antes de convertirse en guionista fue detective de homicidios en Baltimore. El look realista de The Wire le valió ser comparada con otras series históricas como Hill Street Blues, NYPD Blue y Homicide: Life on the Streets (de la que Simon fue escritor y productor), pero la intención de Simon y Burns era muy otra desde el comienzo. “Los mejores series policiales trataban esencialmente sobre el bien y el mal,” declaró Simon alguna vez. “En cambio las ambiciones de The Wire están puestas en otra parte… Concretamente: estamos aburridos con lo del bien y el mal. Renunciamos a hacernos cargo de la cuestión”.

En todo caso, el mal que preocupa a Simon & Co. va más allá del asunto del libre albedrío, porque forma parte del ADN del sistema. En The Wire, cada vez que alguien desea hacer algo bien recibe zancadillas de sus adversarios, pero ante todo de su propio bando. En The Wire, las motivaciones de policías, políticos y delincuentes son las mismas: cuidarse el culo aunque los demás se hundan. Se trata de mantener la cabeza a flote en el mar de mierda de la ciudad, haciendo uso discrecional de cualquier recurso que esté a mano, legal o no, inmoral o no. Las traiciones entre funcionarios y policías de carrera son más crueles y aviesas que las que los narcotraficantes se prodigan entre sí, porque son infligidas con la sonrisa hipócrita de quien se dice consagrado al bien común. En The Wire, la expresión bien común representa una contradicción lógica, así como lo sería hablar de un calor frío; y aquellos que se atreven a creer en la validez de sus términos reciben pronto castigo por ello, como el mayor Bunny Colvin (Robert Wisdom), que al final de la tercera temporada resulta no sólo despedido, sino además degradado.

Es verdad que The Wire suele ser morosa, pero la ambición de su relato hace imposible moverse a marchas forzadas. Los personajes son muchos, y todos ellos reciben la gracia de su propio arco narrativo: policías, jueces, políticos, funcionarios, informantes, adictos en busca de una dosis que siempre es la próxima, narcotraficantes y dealers de poca monta. Muchos de los policías proceden por simple vanidad, o para escapar del vacío intolerable de sus existencias. Muchos de los delincuentes se saben atrapados en su propia vida. Algunos de sus personajes más inolvidables están precisamente al otro lado de la ley, como el ladrón de narcos Omar Little (Michael K. Williams) y el adicto Bubbles (Andre Royo), cuya integridad es absoluta en la medida en que no mienten ni se mienten sobre sus pulsiones.

Cada temporada alude a un aspecto urgente de la vida en nuestras sociedades. La segunda se concentró en la muerte de la clase trabajadora tal como lo conocemos, en un sistema que privilegia a los pocos para mal de muchos: el eje de la acción está puesto en el decadente puerto de Baltimore, cuyos trabajadores se ven tentados a contrabandear para sobrevivir. La tercera reflexiona sobre la (im)posibilidad de efectuar reformas profundas en una sociedad capitalista. La cuarta, que espero HBO edite pronto en DVD, se centra en cuatro adolescentes negros de Baltimore y las opciones, o la falta de ellas, que van determinando sus destinos en una sociedad que usa a la gente como combustible; la cuestión, aquí, es la posibilidad o no de educar al ciudadano. Con guiones de Simon y Burns, pero también de algunos de los mejores escritores estadounidenses de hoy (George Pelecanos, Richard Price, Dennis Lehane), The Wire tiene la ambición narrativa de un Tolstoi y la sinceridad descarnada de un Dostoievski. Cualquiera de sus temporadas podría llamarse Guerra y paz –o mejor aún: Memorias del subsuelo.

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22 de marzo de 2007
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II. EL INFIERNO TAN TEMIDO

La novela de Carlos Franz nos cuenta la historia de Laura, una jueza que recién salida de la Facultad de Derecho en Santiago, y en vísperas del golpe militar de 1973, es destinada a una lejana ciudad de provincia en el desierto de Atacama, Pampa Hundida. Aquel viaje a la nada reverberante del páramo salitrero será para ella un descenso a los infiernos de la mano de un personaje singular, el mayor Cáceres, que como agente todopoderoso de la dictadura administra la prisión establecida en las afueras del pueblo adonde van a dar los reos políticos llevados desde otros sitios de Chile para ser ejecutados.

Pero la novela comienza con el regreso de Laura 20 años después, desde su exilio en Alemania, a aquel infierno del que sólo quedan las ruinas, y donde habita el espectro de carne y hueso del capitán Cáceres. Y como tiene que rendir cuentas de su pasado a su hija Claudia, deberá asomarse al abismo de su pasado, desde el pasado mismo, y desde el presente, igual de terrible para ella.

No es una novela sobre el horror de la represión como infierno político, sino sobre el horror del mal que quema las entrañas de las víctimas y de los victimarios, el infierno de llamas heladas que consume por dentro a los protagonistas, la jueza, que busca la justicia legal imposible, y el verdugo, que es el ángel de la muerte, los dos piezas de un mismo destino implacable, hilos que van a dar al tejido urdido en manos de las tres infatigables parcas. Una novela sobre la urdimbre y sobre los ardides del mal en el escenario despiadado del desierto. 

Hay que leerla.

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22 de marzo de 2007
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EL VIENTO II

Una hermosa particularidad del viento es que aumentando su grado de violencia su cuerpo no crece nada a la visión. Actúa como un cristal absoluto y mágico que regula autónomamente la energía irradiada y de ahí se induce que su poder podría pasar de cero al infinito, de la moderación o la brisa a la máxima destrucción o el huracán.

Casi cualquier fenómeno natural brota desde la nada pero el viento dobla este origen con su desarrollo intáctil. No hay nada que ver o palpar ni antes ni después. El viento pasa como una secuencia precedida y seguida por escenas de una cinta cuyo argumento es siempre el mismo y su única variable la intensidad. Se hace sentir más o menos como el volumen graduado de un dial y su emisión carece de sonido propio. Su sonido no existe y se oye sólo mediante la resistencia que le opone el laberinto del mundo. Del roce con el entorno obtiene su identidad: ulula o azota, silba, resbala o arrasa. Los elementos contra los que el viento topa se nominan a partir de su canto o su queja. El bulto de los árboles, la liturgia de los bosques,  el carácter de una calle o de una ciudad, se revelan a través de la variable energía que bate sus cuerpos.

El viento acaricia o fustiga y, en cada acción, obtiene yescas de la personalidad de las construcciones o los animales. Para  fugarse se agradece la amable colaboración del viento que empuja pero también para hacerse presente será un impagable regalo el énfasis del vendaval.

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22 de marzo de 2007
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Realismo

El director quiere oir un llanto de mujer detrás de la ruina humeante. Ver un lienzo de llamas rojas con destellos amarillos al fondo del escenario. Y por encima, un túmulo de nubes negras. Como si se avecinara una tormenta -dice.

Ha pedido un campo de trigo arrasado, semejante al que horadaría un animalote con su hocico. Una columna de campesinos atemorizados y un camión cargado de heridos cruzarán de lado a lado el escenario. Huyen con pavor del campo de batalla pero no pueden correr –a ver cómo consigues prolongar el desplazamiento de los refugiados sin detener su marcha.

El director necesita una escena grandiosa y, al mismo tiempo, miserable. Es el signo de nuestro tiempo. Se lo dice al realizador, que está al mando de los carpinteros, electricistas y pintores.

No será fácil crear algo parecido –piensa el hombrecito, rascándose la cabeza y mascando la colilla.

Imagínate ahora un rayo de luz blanca y un hombre envuelto en una túnica descendiendo del cielo. Te ruego que esta vez vigiles la tramoya y que no se vean las poleas. El ruido ensordecedor de las bombas se apagará poco a poco tras el falso horizonte del telón de fondo.

El hombre vestido de blanco –prosigue- abrirá los brazos y aunque no diga nada ellos comprenderán el motivo de su aparición. Los moribundos fallecerán, pero con una expresión de tímida alegría en su rostro magullado.

Quién realmente aparece es el productor de la obra, indignado y vociferante. Según da a entender, el delirio del director es inaceptable. Sus exigencias han reventado el presupuesto y ya no se puede asumir tanto gasto. O cambia de inmediato sus planes o cancelará el estreno de la obra de teatro.

Si quieres efectos especiales, ¡dedícate al cine! Así se despide el productor.

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21 de marzo de 2007
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Notas sobre la guerra

1. El lamento por la Guerra de Irak deja en evidencia el esquivo silencio de sus partidarios. El fracaso de la operación bélica, sin embargo, no les avergüenza. Se les nota el fastidio por el operativo militar fallido pero no parece afectarles el espanto de cuatro años de matanzas.

2. Un diputado del Partido Popular se atreve a reconocer el fiasco y cuestiona, sin mencionarla, la facundia épica de José María Aznar en las Azores. Otro miembro del PP, con media sonrisa en la cara, reconoce la causa de su derrota electoral: haber metido a España en la guerra. Esta consideración utilitarista no repudia el desastre sino el coste que se ha pagado por él.

3. El discurso del presidente de los Estados Unidos se lee como si los cuatro años transcurridos desde el inicio de la guerra exigieran una explicación sobre el sentido que tiene enviar a los jóvenes soldados a dominar, matar y morir. Sin embargo, el recurso presidencial consiste en evitar la desesperación. Como Bush descarta la opción de dimitir o hacerse el harakiri, el discurso vigente asegura que sacar las tropas americanas de Irak supondría desencadenar un conflicto regional de consecuencias imprevisibles. Es decir, si Estados Unidos abandona Irak todo seguirá como hasta ahora: un conflicto regional de consecuencias imprevisibles.

4. Es formidable el esfuerzo invertido por la administración republicana en modificar la percepción de la realidad. Los sabuesos de Washington tenían en Oriente Medio el mejor centinela que podían imaginar para vigilar sus intereses estratégicos. Se llamaba Sadam y lo ahorcaron hace poco. Ahora, algunos teocon rezan para encontrar al hombre fuerte que someta a las facciones iraquíes, gobierne con mano de hierro al levantisco país árabe y saque los dientes a los vecinos: a los persas de Irán y al hermético sirio.

5. Algunos comentaristas hablan de una guerra civil “larvada”. Como si los 600.000 muertos caídos en Irak desde el día de la invasión no fueran más que un preámbulo a la verdadera guerra civil que seguirá asolando durante muchos años la región.

6. Lecciones de la actual catástrofe moral: el gobierno norteamericano miente y se pone al frente de una descomunal maquinaria bélica y política. Para justificar la invasión, agita banderas de guerra y enumera sus beneficios para la comunidad política mundial. Solución definitiva al conflicto palestino israelí, bajada de los precios del petróleo, democratización de un país sometido al capricho de un dictador, contagio democrático a los países vecinos, suprimir las bases del terrorismo internacional…

7. Hay que comprender la estrategia publicitaria de la Casa Blanca y la eficacia de su hipnosis. Obviamente, el comprensible trauma por la caída de las torres de Nueva York influyó en la postración intelectual y política –como si entonces no fuera pertinente discutir la furia vengativa de la Casa Blanca.

8. ¿Será siempre tan fácil manejar la crédulidad de la opinión pública?

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21 de marzo de 2007
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