Jean-François Fogel
No puedo decir cómo ni por qué. Hoy leí en el muy improbable sitio de una revista cultural en línea de San Antonio (Texas), una mala nota sobre los libros que cambiaron el mundo. En realidad la nota es la reseña de un libro sobre Rachel Carson, autora de Primavera silenciosa, una encuesta-ensayo para denunciar el uso de los pesticidas. El propio Al Gore, ex vice-presidente de EE UU y profeta del recalentamiento global, dice que el libro de Carson es la semilla de todo el movimiento ecologista.
Entonces, según el autor de la nota, es un libro que cambió al mundo. Y para dar una idea de la raza particular de los libros que son como éste se añade a la lista: Origen de las especies de Darwin, Manifiesto del partido comunista de Marx, La cabaña del tío Tom de Harriet Beecher Stowe, La jungla de Upton Sinclair, el Archipiélago del Gulag de Solzhenitsin.
Pensamos en la lista. Lo que falta obviamente es la Biblia, el Corán, etc., todos los libros que resuelven el problema de la presencia divina. Quizás podemos añadir La interpretación de los sueños de Sigmund Freud. Pero lo que me impresiona es que eso es todo. Lo que provoca dos conclusiones:
1. EE UU, tierra de inmigrantes que no tenían más que la lectura de la Biblia como historia común durante décadas, es un país que tiene fe en el libro. Allá, publicar un libro puede provocar un cambio histórico. Como en el caso de Harriet Beecher Stowe, que planteó el problema de la esclavitud; como el caso de Upton Sinclair sobre el tratamiento de la carne en los mataderos de Chicago; como el caso de Darwin, todavía discutido por poner el relato de la génesis en la Biblia en peligro.
2. El autor de la nota se equivoca: la potencia de los libros no tiene que ver con su capacidad de cambiar al mundo. Es peor: un libro cambia a un lector de una manera íntima, secreta, formidable al modificar la visión del mundo y de sí mismo.
Todos hemos conocido la experiencia de la lectura que nos hace diferente, pues al leer un autor que nos ofrece la vida en un orden revisado entendemos lo que la vida diaria, aburrida y hermética, tapa de manera continua. Gustave Flaubert, pasando por las ruinas humantes del castillo de las Tuileries en París, quemado por la Comuna, en 1871, dijo con gran convicción que de leer su novela La educación sentimental los insurgentes no habrían prendido el incendio.
Susan Sontag, el pasado sábado, en un ensayo fenomenal reproducido por The Guardian explicaba lo mismo: la novela es una herramienta que nos obliga a prestar atención al mundo. Su texto pertenece a una recopilación de ensayos At The Same Time. Mondadori lo publica en español: Al mismo momento. Ojala, pero si los otros ensayos son del mismo nivel, este libro no va a cambiar al mundo, pero puede cambiarnos.