Javier Rioyo
Nunca he sido capaz de recordar los chistes. Centenares, miles de chistes han pasado al olvido, a mi olvido. Cuando me los contaron me hicieron gozar, disfrutar y escaparme de otras preocupaciones por las vías de la risa. No me fijo. No retengo. No tengo esa capacidad de evocar ese ingenio que todo lo transforma en una frase, en una corta historia y en una manera de decir, de contar. Hace unas noches, el intelectual, profesor y escritor Andrés Soria Olmedo -admirado por sus libros, sus artículos y porque de niño fue al concurso televisivo Cesta y puntos– repitió dos excelentes chistes que no se pueden contar por escrito, que no se pueden copiar y que, fatalmente, estarán condenados a desaparecer en mi memoria. Lo siento. No podré contarles un chiste.
Todo viene a cuento de un chiste, o algo parecido, que me encontré en un libro rescatado de una librería de viejo en Granada. Uno de los peores libros de Alberti, Canciones del alto valle del Aniene. En todo libro de Alberti hay algunos buenos poemas. Y en éste, también unos curiosos acercamientos a su amigo Picasso, unas notas entre lo prosaico y lo poético, que deberían servir para su autobiografía, La arboleda perdida. Ahí se encuentra la gracia que ahora les reproduzco:
“Picasso me cuenta:
-En Barcelona se reunieron una noche varios artistas ya muy viejos para correrse una gran juerga.
Uno dijo: yo traeré el vino.
Otro: yo, el champagne.
Otro: yo, la comida.
Otro: yo, los postres.
Otro: pues yo traeré las mujeres.
Otro: pero, ¿y las pichas? ¿Quién va a traer las pichas?”
Chistes de artistas, de genios, de machotes, machistas, españoles…Chistes que todavía cuentan -esos o parecidos- reconocidos y serios intelectuales. Pues sí, también somos esos. Los que cuentan chistes como esos, los que los cuentan peores y los que no los contamos por nuestra mala memoria.