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II. FANTASÍAS ENVEJECIDAS

Un escritor futurista tan aventurado como George Orwell, que al final de los años 40 del siglo pasado consideraba, el año de 1984 una fecha demasiado lejana como para que se obraran entonces prodigios, nos parece hoy envejecido en sus fantasías como los L.P., los discos de vinilo de larga duración que tras habernos fascinado en nuestra juventud resultan hoy piezas de museo. En Minority Report (Sentencia previa), la película de Steven Spielberg basada en el cuento futurista de Philip K. Dick, el año de los prodigios es el de 2054, y tampoco puede parecernos tan lejano. Para entonces, “la tecnología podrá ver a través de las paredes, de los techos. Podrá penetrar en el santuario de nuestras familias”, afirma Spielberg.

No olvidemos, entretanto, que el inolvidable personaje de El diablo cojuelo de Luis Vélez de Guevara tenía el poder de levantar los techos de las casas de Madrid a la medianoche para ver qué es lo que estaba ocurriendo dentro de ellas. Desde su atalaya en la torre de San Salvador, el cojuelo le dice al estudiante don Cleofás: "advierte que quiero empezar a enseñarte distintamente, en este teatro donde tantas figuras representan, las más notables, en cuya variedad está su hermosura..." Este libro futurista, donde un diablillo curioso, y por demás cojo, se convierte en espía de los vecindarios, apareció en 1641 y es una de las joyas de la literatura picaresca.

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12 de abril de 2007
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COSTAGUANA

En una carta al crítico Edmund Gosse, Joseph Conrad dio una descripción precisa del entorno creado para ubicar su novela Nostromo: “La base geográfica es, como Vd. lo ha podido ver principalmente Venezuela; pero hay pedazos de México, y el aspecto de la montañas se parece más a las de la costa chilena que de cualquier otro lugar. La cortina de nubes esta siempre colgada por encima de Iquique. El resto de la meteorología pertenece al golfo de Panamá y, de manera general, a la costa oeste de México hasta Mazatlán.”

Este plato combinado de paisajes es un país, Costaguana, el país ficticio que acomoda la loca y violenta historia de Nostromo. Hasta ahora, Costaguana sólo tenía una geografía. Era la documentada visión de una tierra caliente imaginada por un novelista que poco caminó por América Latina. La lectura de Venezuela de Edward B. Eastwick y de Seven Eventful Years in Paraguay de G.F. Masterman hizo, según los biógrafos de Conrad, otro aporte a la configuración del país. Pero faltaba algo esencial, imprescindible: una Historia. No hay países sin Historia. Un país puede prescindir durante un tiempo de un territorio, pero sin Historia, no hay nada. Y no se sabía de dónde Conrad sacó la historia trastornada de Costaguana, más allá de la ayuda –cuya naturaleza se desconoce- que le proporcionó Santiago Pérez Triana, un diplomático colombiano afincado en Londres.

Sobre todo, no teníamos pistas para entender cómo Conrad imaginó la vida de Charles Gould, el propietario de la mina, el cinismo del periodista Martin Decoud y el carácter de la población tan ingrata de la ciudad de Sulaco frente a la formidable figura de Nostromo. Pero desde ahora, todo cambia: tenemos una Historia secreta de Costaguana (Alfaguara), una novela de Juan Gabriel Vásquez, que pretende explicar cómo Conrad actuó como un genio y un sinvergüenza en la invención de Costaguana. Lo que debía ser “la simple historia de italianos en el Caribe” cambió por completo en un proceso tan fenomenal, tan vinculado al argumento de la novela de Conrad, que daría vergüenza contarlo aquí. Si non e vero e ben trovato, podrían decir los italianos frente a la deslumbrante imaginación del autor para, como él dice, “escribir la historia de Colombia, o la historia de Costaguana, o la historia de Colombia-Costaguana, o Costaguana-Colombia”.

Para Juan Gabriel Vásquez, la novela de Conrad tiene lugar en Colombia, pero en una parte de Colombia que no se queda colombiana a lo largo de la novela y que se transforma tanto en Panamá como en Costaguana. Diabólica visión del poder de la literatura frente al poder de la historia. El autor sabe quién gana: “La realidad, escribe, es frágil enemigo para el poder de la pluma”. Y cuando es Joseph Conrad quien manipula la pluma, no hay manera de defenderse para los protagonistas de la realidad. El narrador capaz de desvelar los secretos del genio polaco-inglés hace todo lo posible, grita “Yo soy el que cuenta. Yo soy el que soy. Yo. Yo. Yo.” pero al final gana la literatura con una gran novela escondida dentro de otra gran novela.

Tengo mis dudas sobre la ubicación íntima de Panamá, este país que utiliza monedas gringas, alberga bancos del mundo entero y mezcla las aguas de dos océanos. Pero no tengo duda sobre Costaguana. Es un país que tiene geografía e historia.

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11 de abril de 2007
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Titanes en el ring

La película que alquilé el otro día, cuando 88 minutes no estaba, fue una que quería ver hace tiempo. Se llama Half Nelson, la dirigió Ryan Fleck y está protagonizada por uno de los mejores actores de hoy, Ryan Gosling. Si digo que es de una de esas películas con profesores que enseñan a sus alumnos a apuntar más alto en la vida, me van a mirar con cara de desconfianza. Pero si agrego que a poco de empezado el relato, una de las alumnas pesca al profesor Daniel Dunn (o sea Gosling) intoxicado dentro de un baño a causa del crack que acaba de fumarse, la percepción seguramente cambiará. Esto no es Adiós, Mr. Chips ni La sociedad de los poetas muertos. Aquí no hay epifanías de trazo grueso ni momentos melodramáticos. Lo cual, por cierto, no significa que Half Nelson no hable a su manera de la necesidad de obtener algo parecido a la esperanza.

  La escuela en la que Dunn enseña queda en una de las zonas más humildes de Brooklyn. Drey (Shareeka Epps), la alumna que lo descubre, tiene un padre que no se hace cargo de ella, una madre que trabaja demasiado y un hermano menor en prisión. A pesar de que apenas ha entrado en la adolescencia, la vida ya le ha aplicado a Drey una media nelson, una de esas presas de lucha libre que lo ponen a uno contra el suelo, con un brazo retorcido a la espalda. ¿Cuáles son sus posibilidades reales de elevarse por encima de su circunstancia, de vivir una vida mejor que la de aquellos que la rodean? Lo más parecido a una perspectiva de futuro que posee es la que le otorga Frank (Anthony Mackie), el dealer que inició en su momento a su hermano y que ahora la apadrina para que se convierta en delivery girl.

Dunn parece haber tenido mejor suerte. Sus padres han militado en la izquierda durante los 60 (Dunn trata de ser amable con su madre concediéndole que ellos “frenaron una guerra”), lo cual le ha permitido criarse en un ambiente iluminado. Es fácil imaginarse que Dunn ha visto una y mil veces el reel documental que les pasa a sus alumnos en la escuela, en el que Mario Savio, que en 1964 era estudiante de la Universidad de Berkeley y líder del Free Speech Movement, dice: “Llega un tiempo en que la operación de la maquinaria se vuelve tan odiosa, enfermándonos tanto, que ya no podemos seguir formando parte de ella; ni siquiera podemos formar parte de manera pasiva, por lo cual no nos queda otra que arrojar nuestros cuerpos entre las ruedas, sobre las palancas, sobre el aparato, para hacer que se detenga de una vez”. Si los padres de Dunn hicieron caso al consejo de Savio, es obvio que la maquinaria los ha triturado. Hoy son cincuentones que beben demasiado, y que hasta se permiten expresar prejuicios que no hubiesen desentonado en boca de sus propios padres. Su enfermedad es la desilusión, y cuando los vemos resulta evidente que hace tiempo que han comenzado a automedicarse. Como Daniel Dunn, sin ir más lejos.

El profesor Dunn también ha sido tumbado por una media nelson. Querría cambiar las cosas, pero sabe que es el menos indicado para hacerlo. ¿Qué autoridad moral lo asiste para recomendarle a Drey que no caiga en la droga, cuando él mismo es víctima de una adicción que le resulta imprescindible para tolerar su existencia cotidiana? Half Nelson habla sobre males endémicos de nuestras sociedades, a la vez que escapa sabiamente de los lugares comunes. Nadie encontrará en la película respuestas predigeridas, ni resoluciones tranquilizadoras. Como Dunn dice, estos son problemas que nadie puede arreglar solo. La alegría serena que Half Nelson transmite se la debe al aprendizaje elemental que obtienen tanto profesor como alumna: el descubrimiento de que, al contar el uno con la otra y viceversa, han dejado de estar solos.

Lo cual, al menos en mi entender, es el comienzo de toda esperanza.

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11 de abril de 2007
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I. EL FUTURO QUE NOS ACOSA

Hace algunas semanas, mientras participaba en la ciudad de Granada, la de Nicaragua, al lado del Gran Lago Cocibolca, en un encuentro internacional de escritores sobre el tema de la tierra, fui invitado a responder delante de las cámaras a las preguntas sobre el futuro que me hicieron los jóvenes entrevistadores de Fábrica, un show de video que se empezó a presentar el año pasado con gran éxito en el Centro Pompidou de París, patrocinado por la firma Benetton, y que ahora será llevado a otros museos del mundo, según ellos me dijeron. Esas entrevistas pueden verse en el sitio www.stockexchangeofvisions.org

Escritores, filósofos, guionistas, cineastas, artistas plásticos, músicos, deben responder a un largo y desconcertante cuestionario en el que uno debe declarar sus visiones acerca del futuro tal como lo imagina, o lo presente, el futuro del año que viene, el de una década adelante, o el del siglo siguiente, o más allá. No se trata de irse uno a su casa a prepararse, y regresar al día siguiente, sino responder a boca de jarro, y es lo que hice. En el momento, me sentí divertido, feliz de elucubrar sobre asuntos que desbordan mi propio plazo de vida, lo que de por sí lleva implícita una cierta irresponsabilidad. Pero luego, de regreso a Managua, me ganó el aturdimiento.  Y mi reflexión tardía fue la de que el futuro no pertenece ya más al terreno de la imaginación, como lo fue para George Orwell o Julio Verne, o Philip K. Dick, o Ray Bradbury, sino que la terrible celeridad de la tecnología nos permite vislumbrar no pocas consecuencias de lo que, pareciendo en pañales hoy, conformará el mañana.

Y hay aquí, otra vez, mucha tela que cortar.

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11 de abril de 2007
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Amor libre

Un amigo mío –llamémoslo P- se ha enamorado. Fue un flechazo fulminante, despiadado y, lo más importante, correspondido. La pareja pasó junta un fin de semana de ensueño. El lunes siguiente, mi amigo había decidido que ella –llamémosla Y- era la mujer de su vida.

Para declarar su amor, le envió flores y la invitó a cenar. La llamó por la mañana, y luego por la tarde. Le dijo cosas bonitas. Por la noche, ella dio por terminada su aventura.

-No quiero la presión de una relación estable –le explicó-. Yo necesito ser libre.

-No hacen falta compromisos –propuso mi amigo, que no quería perderla-. Tengamos una relación libre.

Decidieron intentarlo. Durante algunas semanas, mi amigo dejó de enviarle flores o de hacerle regalos, y la obligó a pagar su parte de la cuenta cuando salían a comer. Continuó diciéndole cosas bonitas hasta que comprendió que eso la hacía sentir incómoda. Entonces decidió guardar silencio. Sólo de vez en cuando, para romper el hielo, la llamaba “maldita basura” o “golfa”, algo que ella encontraba tremendamente atractivo.

Pero ella es una mujer de hoy y aún se sentía demasiado presionada. Mi pobre amigo tuvo que despreciarla durante un mes, y luego se pasó tres semanas sin contestarle las llamadas. Todo para hacerla feliz.

Como de todos modos, ella tenía miedo a comprometerse, P tuvo que radicalizarse para conservarla. Se buscó otras mujeres y se acostó con ellas en la cama de Y, calculando la hora para que ella entrase y lo descubriese. Para Y, fue un alivio comprobar que él tenía otras relaciones y no se sentía atado.

La última vez que decayó el interés de ella, mi amigo decidió engañarla con su mejor amiga, para dejar claro que no piensa tratarla como a una novia convencional. Al pobre, esa chica siempre le resultó insoportable. Y tener que besarla le producía angustia. Pero a Y le pareció todo un detalle de su parte, y su relación salió de ese trance muy consolidada.

Hoy me ha llegado el parte del matrimonio entre P e Y. Para dejar claro que ésta es una relación libre, él no piensa asistir a la ceremonia.

Siempre es un placer ver a mis amigos felices.

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11 de abril de 2007
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LA CERRADURA

Hace menos de una semana que vi en la tele El ángel exterminador pero hoy he sufrido su representación en casa. A las ocho y media he tratado de salir del piso para comprar el periódico y a diferencia de todos los días a la misma hora la puerta se ha resistido implacablemente. Se trataba de la misma puerta de la noche anterior, la puerta familiar y de la propia familia pero de forma inesperada ha manifestado su voluntad pétrea, antagonista, irreductible. Nunca antes vimos en ella la menor señal de autonomía o de ligera oposición. De ninguna manera podría ocurrírsenos que un cerrojo tan dulcemente engrasado expresara una agresividad tan dura como imprevista, efecto acaso de numerosos resentimientos apilados en el tiempo y compactados mediante subordinaciones y dolorosas obediencias.

¿Qué puede recriminarnos la negación de esta puerta blindada? La impotencia para acceder a su lenguaje interior y, a aún más, a las características particulares de su vida, convierten este accidente en una situación inquietante y su muda expresión en un trauma del tamaño al menos de la hoja y del considerable peso que posee su alma. Su terquedad se opone al giro habitual de las llaves y no responde a ninguna consideración lógica, como parece lícito y cruel a la vez. ¿Merecemos en consecuencia esta conducta? No cabe la menor duda de que la merecemos sin importar los precedentes pero conocer actualmente el mal que le habremos infligido queda fuera de nuestras capacidades humanas. Su acción procede de una dinámica cuyo sentido sólo cabría explorar en el sistema donde se despliega la vida y el lenguaje peculiar de los objetos. Un dialecto inaudible al que los humanos somos extraños y donde nuestra conducta es tanto juzgada como sancionada. El objeto nace para cumplir una función unívoca  pero, a menudo, nosotros confundimos su ser con su función tal como si su existencia no consistiera más que en servicio. De este oprobio constante nacerá su odio. De este desdén surge su terminante. Su cierre de esta mañana, sin revelar el porqué de la razón. ¿O sí? Porque, siendo parte de un ángel exterminador, ¿cómo no sospechar que fuera consciente del momento elegido para cortar el paso, de la desazón que ha provocado y del consecuente temor al mal? ¿No será, en fin, la rotura, el recuento de todo ello? ¿La voz sin luz que habla en la profundidad de la avería?

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11 de abril de 2007
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Trenes muy poco conocidos

Para el camillero. Jaime Salinas

En sus dos últimas películas, Clint Eastwood da una visión asaz convincente del asalto a la isla de Iwo Jima, decisivo para el final de la campaña del Pacífico. Lo expone desde ambos lados, el americano y el japonés. Al parecer, aun cuando la crítica ha sido elogiosa, el relato no ha logrado el éxito entre el público de los EE UU. Tengo para mí que una de las causas del escaso entusiasmo popular es que el protagonista de la primera parte sea un camillero y el de la segunda un soldado nipón sin ímpetu combativo cuya vida está ligada a la del comandante de la plaza, un general excesivamente inteligente como para provocar la simpatía de las masas.

Las películas de guerra habituales, las que buscan el embeleso populista, no pueden apartarse del sentimentalismo pequeño burgués (antes, "cursilería"), como esos soldados Ryan de Spielberg o esas milicianas de Loach cuya presencia hurga con dedos codiciosos en nuestro corazón. Para el actual convencionalismo, la guerra sólo es digerible mediante una infusión simple y epidérmica, como de novela rosa ideológica. Sin embargo, Eastwood ha intentado excavar un poco más. Su primera parte, la mejor de las dos, creo yo, ve la contienda desde el punto de vista de un camillero, ese desconocido.

Precisamente el cine nos ha habituado a creer que en las guerras todo lo deciden los políticos, los oficiales y los soldados, mentira tan portentosa como creer que en las democracias todo lo deciden los votantes. El camillero de Eastwood es una pieza clave, pero oculta, del combate. Con todo conocimiento, el alto mando japonés había ordenado matar en primer lugar a los camilleros porque cada baja de ese cuerpo suponía la muerte de cientos de heridos cuya agonía en el campo de batalla desmoralizaba a los supervivientes. Un buen servicio médico era esencial en la guerra convencional, e imagino que aún lo sigue siendo. Saber que si caes con un tiro en el estómago no vas a morir como un perro, adivino que da fuerzas para seguir avanzando.

El segundo elemento oculto en la imagen sentimental de la guerra es la intendencia y el transporte. En la mayor parte de las actuales cintas bélicas, por no decir en todas, los soldados se alimentan de aire, reciben el correo de manos de los ángeles y han llegado al frente caídos de una nube. Sin embargo, era la buena organización de esos elementos lo que decidía una victoria o una derrota. En sus recuerdos sobre la Primera Guerra Mundial, el mariscal Ludendorff, una de las lumbreras del Alto Estado Mayor alemán, se lamentaba amargamente: "La victoria francesa de 1918 fue la victoria del camión francés sobre el tren alemán". Contra lo que pueda parecer, la progresiva tecnificación de los combates hasta llegar a las actuales guerras robóticas comenzó no hace tantos años.

Una escueta exposición del Museo del Ejército francés, en los Inválidos, presenta la historia de ese cuerpo casi desconocido, l'Arme du Train (cuya traducción al español será, quizás, ¿el Arma de Transportes?) y en ella se constata que apenas tiene doscientos años. Su fundación, ¡cómo no!, fue otra iniciativa napoleónica. En 1807, el emperador creó el primer Train d'equipages militaires. Hasta esa fecha los soldados comían según las contratas privadas de cada batallón, estaban a merced del placer o el negocio de los jefes, al azar de los mercaderes que se arriesgaran a seguir a los soldados o de las mujeres que les acompañaran. Apenas puede hablarse de evacuación o cuidado de los heridos tras cada batalla, porque se improvisaba. Una de las causas de las continuas victorias napoleónicas fue justamente que ningún otro ejército contaba entonces con ese servicio ejemplar, tan heroico como la infantería, capaz de auxiliar a los caídos y trasladarlos a lugar seguro.

No es casual que l'Arme du Train ganara su primera águila durante la guerra de España, en 1812. Hay que imaginar las campañas por los bosques, las sierras y los peñascales españoles, en pasos de montaña apenas transitables, con una orografíasólo comparable a la balcánica y por allí, serpenteando, las reatas de mulas y caballos cargados de alimento, munición, agua, mantas, medicinas, en fin, lo imprescindible para que las columnas avanzaran más rápidas que el enemigo. ¡Y con qué esfuerzo!

En la exposición figura una de las monturas en las que se evacuaba a los heridos: es una silla con estructura de hierro y dos estrechos asientos dotados de estribo (cacolets) que cuelgan a modo de alforjas. Pesaban 150 kilos y hay que pensar en aquellas mulillas y en su conductor cargando con la pareja de muchachos maltrechos, trotando por los estrechos pasos de Despeñaperros o de Sierra Morena, para figurarse una guerra enteramente distinta de la habitual. Por cierto que esas mulas sí aparecen en la reciente película de Rachid Bouracheb, Indigènes, en la que arremete contra el ejército francés por el racismo con que trató a sus soldados magrebíes y senegaleses.

La evolución del Train fue rapidísima. Si avistamos la Primera Guerra Mundial nos aparece un bosque de 180.000 conductores, 140.000 animales (las llamadas unidades "hipomóviles") y 97.000 vehículos (las "automóviles"). Se dice que uno de los motivos por los que la guerra quedó estancada en la espantosa carnicería de las trincheras, con millones de bajas por ambos lados y sin que el frente se moviera un centímetro durante años, fue el efecto de una movilización rapidísima y el apabullante desconcierto de los generales incapaces de hacer nada de provecho con un utensilio mil veces superior a sus capacidades.

¿Cómo puede ser tan escasa la información y casi inexistente la imagen cinematográfica o literaria de tan enorme máquina técnica y humana? Los conductores por supuesto también disparaban y tenían que entrar en lo más duro de los combates porque allí era donde recogían a los heridos para evacuarlos. Todavía en la Segunda Guerra Mundial (recuérdense las imágenes de la liberación de Italia) a los heridos se les evacuaba en mulas cuando los combates se daban a campo abierto o en ciudades intransitables por la devastación de los bombardeos.

Ciertamente, la historia de esta arma se hace menos fascinante a medida que la tecnificación va dando mayor importancia a la máquina que al tiro de sangre o a la vieja camioneta atoldada y conducida a toda velocidad por un as cubierto con casco de cuero, mientras el copiloto vacía su pistola contra un biplano que les ametralla desde el aire. En nuestros días la unidad estelar del arma se llama "vehículo de transporte logístico" y es una colosal plataforma sobre la que se trasladan unidades blindadas que no pueden llevarse por aire. Unos monstruos a cuyo lado las mulillas semejan señoritas con sombrero de velo y botines de corchete.

El camillero de Eastwood es un punto de vista novedoso en la imagen de la guerra moderna. Es cierto que no puede emocionar a las masas con la misma intensidad que el héroe romántico y sentimental de las cintas patrioteras, pero libera de la abusiva presencia del soldado valiente o cobarde, víctima o verdugo, cínico o angélico, que oculta con su rostro la presencia de un orden racional y técnico en la batalla.

Porque lo que propone la mistificación romántica, sentimental y nacionalista es hacernos creer que la guerra trae consigo una experiencia salvadora, individual, subjetiva, sin relación con la red de metros de una ciudad, el abastecimiento de los mercados, el circuito de carreteras en fin de semana, el conjunto hospitalario de una nación o la logística de la mercancía. Sin embargo, como todos sabemos, la guerra es tan sólo la política llevada a su verdad radical. Una verdad tan dura de soportar que a veces descansamos de ella durante decenios mediante esa argucia teatral y litúrgica que llamamos "tiempo de paz" y que consiste en simular que no hay bajas.

Artículo publicado en: El País, 10 de abril de 2007

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10 de abril de 2007
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¿Es que no hay heladerías en el cielo?

Anoche mi madre me pidió un helado. Lo cual no sería nada extraordinario, de no haber muerto mi madre hace casi 20 años.

Lo que me fascina de los sueños no es tanto su significado como su verosimilitud, la perfecta forma en que ocupan el lugar de la realidad durante el tiempo en que nuestro cuerpo se apaga casi por completo. No importa cuán disparatada sea su lógica, o en qué medida sus hechos contradigan las leyes que rigen el mundo diurno: asumimos sin problemas que nos está permitido volar, o que los muertos pueden regresar para conversar como si nunca se hubiesen ido, porque vivimos “en” el relato del sueño con la misma naturalidad que otorgamos a la mitad del día consagrada a la consciencia. Mientras soñamos no existe otra realidad que la que estamos experimentando en ese instante, por lo cual el sueño también se transforma en experiencia, en lo vivido.

Algunos de los elementos de ese sueño que tuve eran diurnos, los arrastré de cosas que había vivido horas antes de dormir. Por ejemplo: mi madre me pedía el helado mientras yo miraba una película con Al Pacino (películas dentro de la película de mi sueño: mi cabeza es una caja china), cuando pocas horas antes, en mi DVD club, yo había descubierto un filme de Pacino del que nunca antes había oído hablar. Se llama 88 minutes, y si Google no me engaña, todavía no lo estrenaron ni siquiera en USA. El único motivo por el que no lo alquilé fue porque alguien más se había llevado la copia. Pero se ve que por la noche empecé a inventármela, hasta que a mi madre se le ocurrió interrumpirme con su demanda.

Por supuesto que me pregunté qué significaría el sueño. Se me ocurrió que quizás la clave girase en torno del pedido de mi madre. Uno asocia el pedido de un helado a un hijo, y no a un padre o a una madre: son la clase de cosas que nuestros pequeños nos reclaman a menudo. Y me pregunté si la cuestión no tendría que ver con una pequeña disputa que tuve con mi padre, que por fortuna está vivo aunque tenga que retarlo (¡como a un niño!) para que no coma cosas que le hacen daño. Estaba por la mitad de este texto cuando mi hermano telefoneó, para comentarme que había vuelto a ver la última peli de Superman con sus hijos, y que se había quedado enganchado en una frase que habla del momento en que nos convertimos en padres de nuestros propios padres.

La vida es extraña. Esa es la parte buena.

Lo que me dejó vibrando como un diapasón fue el hecho de que durante el sueño, mi madre estuvo viva otra vez. Como antes. Quizás debería decir como siempre, al menos mientras mi cabeza siga produciendo sueños. Todavía no sé lo que el sueño significó, si es que significó algo, pero lo cierto es que a pesar de esta ignorancia lo disfruté.

Hay algo que sin embargo sí sé, aunque mi madre no llegó a decírmelo.

Sé qué clase de helado me habría pedido. Crema americana, o en su defecto crema rusa, en cucurucho bañado con chocolate.

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10 de abril de 2007
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FANTASMAS DE ESPAÑA

Al final de unas semanas de vaivén entre varios libros terminé la lectura de Ghosts of Spain (Fantasmas de España) de Giles Tremlett. Leí la edición inglesa. Es importante precisarlo, pues el libro tiene el mismo título en todas partes pero los subtítulos cambian:

España (Siglo XXI): Un recorrido por un país en transición;

Reino Unido (Faber and Faber): Travels through a Country’s Hidden Past, Viajes a través del pasado disimulado de un país;

Estados Unidos (Walker & Company): Travels through Spain and its Silent Past, Viajes a través de España y de su pasado silencioso.

Siguiendo con el mismo análisis, puedo notar cómo la portada española hace referencia al Quijote con un caballero que levanta el brazo al lado de un molino de viento. La portada inglesa, por su parte, mezcla la imagen del milagro económico de los años 60 con la imagen de un guardia civil. En EE UU el editor pegó varias imágenes en la portada: La Castellana en Madrid, una manifestación supuestamente aberzale en el país vasco y el Guernica de Picasso.

¿Quién dice la verdad? Tremlett vive en Madrid y escribe para el diario inglés The Guardian. Su libro es obviamente un libro de viaje, pero parece que sus editores no están de acuerdo sobre el país visitado. En España se trata de un país en transición; en el Reino Unido es un viaje hacia el pasado. En EE UU se trata de España hoy, un país con un pasado más callado que silencioso.

La semántica comercial es sumamente importante pues Tremlett, que tiene un talento para poner los españoles en una situación incómoda, revisita lo que queda del “pacto de la transición”, la voluntad compartida de no pasar la cuenta del franquismo para dedicarse a construir un futuro inmediato y europeo bajo el mando de Felipe González.

¿Se combina la libertad con el olvido o un factor es excluyente del otro? Lo interesante es la manera minuciosa de responder a la pregunta en este libro, el mejor publicado sobre España desde hace ratos. O mejor dicho, la manera de eludir la respuesta al explicar cómo muchos españoles, hoy, se sienten incómodos. “Who controls the past controls the future” (el que controla el pasado controla el futuro) escribió George Orwell. Es el problema político de España hoy en día. Un desacuerdo sobre la Historia, incluyendo la historia de la transición, impide a la vida política encontrar el camino de un diálogo normal. No es lo que opina Tremlett. Para él, “España es diferente”, tal como lo decía la publicidad de los años 70. Es diferente de los otros países y es diferente por dentro, pero los españoles no saben cómo compartir sus diferencias. No comparto el análisis de Tremlett, creo que el problema tiene que ver con la percepción de la historia, pero no voy a negar que escribió un gran libro.

 

Ghots of SpainEspaña ante sus fantasmas

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10 de abril de 2007
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II. TAMBIÉN LA LITERATURA TIENE DIOSES

            La gloria mansa de García Márquez tiene una regla de oro y es no negarse a firmar nunca un ejemplar de un libro suyo. A veces, en la equívoca tranquilidad de un restaurante donde todo parece discurrir en paz alrededor de la mesa, comienzan a aparecer como por conjuro los lectores, sobre todo lectoras, armadas de libros de los que han vaciado la librería más cercana, o que han ido a buscar hasta sus casas, y ahora, además, vienen con cámaras digitales. Pone su autógrafo, con el dibujo de una flor de largo tallo al lado de la dedicatoria, siempre que se trate de un libro, aunque sea el libro de otro, nunca una libreta, o un papel cualquiera. En la ciudad de México, una vez, los solicitantes, una pareja de jóvenes casados, alegaron que debían ir hasta su casa, lejos, en busca del libro. Gabo respondió, con sonrisa segura y cordial, que les esperaría. Se hizo larga la sobremesa, pero regresaron, no con uno, sino con una pila de ellos, y los firmó todos, meticulosamente, sin faltar la consabida flor.

            Es lo que ha pasado la noche del último viernes en el restaurante La Vitrola de Cartagena de Indias. Otra vez, surgieron decenas de libros de la nada. Pero, además, al salir, un conjunto de vallenato esperaba, al acecho, en la calle. Rompió a tocar el acordeón al aparecer por la puerta la cabeza coronada de Gabo. Todos los esplendores del vallenato de Leandro Díaz La diosa coronada en el aire de la medianoche, mientras la calle se iba llenando de gente. Un novelista coronado, una diosa coronada. También la literatura tiene dioses.

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10 de abril de 2007
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