Marcelo Figueras
Con este hombre Ratzinger, que se presenta en estos días con el alias de Benedicto XVI y disfraz ad hoc, es difícil estar de acuerdo en algo. Creo que desconfiaría de él hasta diciéndome la hora. (Lo más probable es que tenga un reloj con números romanos, porque su tiempo atrasa, o más bien, se ha detenido; son cosas que ocurren cuando uno vive en un lugar como el Vaticano, que tiene tanto de parque temático.) Sin embargo hace un par de días hizo algo con lo que no discrepo del todo. Predicando en una iglesia que tiene el contradictorio nombre de Santa Felicidad e Hijos Mártires, Ratzinger borró con el codo algo que Juan Pablo II, a quien nadie llamaría precisamente un Papa progresista, había escrito con la mano. En 1999, Juan Pablo II dedicó varias jornadas a desmontar la clásica imaginería sobre el Cielo y el Infierno. Dijo entonces que así como el Cielo no era un lugar físico entre las nubes, el Infierno tampoco era un sitio, sino un estado del alma: “la situación de quien se aparta de Dios”. Pues bien: presidiendo sobre la Santa Felicidad y también sobre los Hijos Mártires, Ratzinger desmintió el otro día a su antecesor diciendo que “el Infierno existe y es eterno”. Punto y aparte.
La verdad es que nunca me aterrorizó el asunto de las llamas eternas. Siempre le he temido más a otras cosas, por ejemplo a la muerte de los míos y a la posibilidad de un Apocalipsis temprano, provocado por nuestros preclaros líderes mundiales. Pero no puedo dejar de ver la conveniencia del Infierno. Imagino que el Dante debe haberse divertido como loco condenando a sus enemigos y a cuanto personaje le disgustase a ese Infierno de anillos concéntricos que describe en La divina comedia. Lo mío es bastante más prosaico, me mueve una lógica a la que cabría definir como habitacional: en un planeta superpoblado, y ante la abundancia de señores que hacen mérito para comprar propiedad en un barrio de esas características, el Infierno se nos ha vuelto necesario.
¿Dónde meteríamos, si nos clausuran el Infierno, a tanto mandatario de esos que toman a diario decisiones que mandan a millones a la hambruna y a la muerte? ¿Dónde ubicaríamos a los traficantes de armas? ¿Dónde pondríamos a aquellos que hacen negocios a costa de la miseria ajena? ¿Dónde encerraríamos a aquellos que encienden el fanatismo, a los que legitiman la violencia, a los que apelan a la peor parte de nuestra humanidad para que nos volvamos ciegos, egoístas, frenéticos –y convenientemente manipulables? (Dejo la lista abierta, para que agreguen sus propios candidatos.)
En esta estoy contigo, Benedicto. Hay que reabrir las puertas del Infierno, e invitar a pasar a tanta gente a la que nos convendría tener bien lejos.