Vicente Verdú
La belleza más difícil de apresar es la belleza de la negligencia. También la más ardua o imposible de definir porque en la impotencia de la indefinición encuentra su perfección. O lo que es lo mismo, en su rara imperfección logra la obra maestra.
Lo feo no es lo imperfecto sino lo contrahecho o lo impertinente. Toda imperfección busca coronarse en una cima y en ese camino, en un punto crítico imprevisible, brota la belleza de lo que no es perfecto.
Pero la negligencia apunta a la imperfección en una dirección inversa. No es la imperfección dirigida hacia la meta sino la perfección que en su descuido moral se desmadeja. Ese gesto de lasitud crea el efecto sugestivo y perverso de lo bello.
La belleza entera no se rinde ni se ofrece. Es autosuficiente y reluce desde su saciedad. Por el contrario la belleza que enflaquece o afloja su estado da ocasión a la penetrabilidad, la visión furtiva, la violación o el chantaje.
En ese punto de flaqueza lo bello se desovilla en lo indiscreto y su pureza se mezcla con una punta de perfume impuro. Esta mezcla o frunce delicado tomaba vida en la prenda llamada négligée, de moda en los años cincuenta. Esta négligée o salto de cama reunía en sus pliegues y gasas negligentes, en su corte sin precisión un decir sin concepto, un descaro sin descubrimiento, un sobrentendimiento en la oleada de confusión.
No hay posibilidad de dar a entender de qué trata esta clase de belleza porque se trata de no dar a conocer sin el desconocimiento y del conocimiento inseguro sin voluntad del saber completo. Se trata, al cabo, del saber del sabor. La degustación sin la descripción, la imaginación sin la imagen pre-vista.