Marcelo Figueras
De todas las cuestiones que este chico Cho Seung-Hui planteó al matar a 32 personas y después matarse en el campus de Virginia, hay una en particular que no me deja dormir. Según fuentes diversas, los textos que Cho produjo para su curso de escritura creativa eran perturbadores; fue a causa de esos textos que le pidieron que se presentase ante los consejeros de la universidad. O sea que, si no entiendo mal, Cho escribió textos en los que canalizaba su angustia existencial, páginas que seguramente expresaban violencia y deseos de muerte (como tantos libros que andan dando vueltas, como tanto cine taquillero), y esa escritura le valió ser singularizado y expuesto ante las autoridades del campus. Supongo que las charlas que lo conminaron a tener con los consejeros no entrañaban per se sanción en su contra, pero seguramente lo disuadieron de seguir escribiendo, o por lo menos de compartir sus escritos. Al definir sus textos como perturbadores, los docentes y funcionarios de la universidad volvieron difícil para Cho, si no imposible, el ejercicio de la expresión mediante la escritura. No voy a pretender aquí que uno más uno es dos, y que la masacre es consecuencia del haber convertido sus textos en anatema, algo prohibido e inconveniente; pero tampoco voy a dejar de relacionar lo evidente, soslayando la evidencia histórica que enseña que la persecución de un medio de expresión siempre resulta en otro tipo de expresión –aunque sea violenta, aunque se le llame masacre.
Lo que temo es que la creciente invasión de la privacidad, alentada por los países más poderosos en su paranoia, aliente ahora la vigilancia sobre los textos que se escriben, aún cuando se definan a sí mismos como ficción. De aquí en adelante está claro que en los Estados Unidos cada joven con rasgos orientales –coreano, chino, japonés: les dará igual- será sospechoso de ser un Cho en potencia, mirado con sospecha, tratado como un paria o un cómplice intelectual por simple portación de cara. Pero además, cada persona que presente un texto ante un profesor o editor potencial quedará expuesto al mismo tipo de sospechas: si en el texto expresa violencia en alguna de sus formas, y si para colmo emplea determinadas palabras y pone en juego a cierto tipo de personajes, se hará merecedor de atención indeseada, y quién sabe si no termina en las listas de algún profiler del FBI como terrorista o asesino en potencia.
Cho debería haber sido alentado a seguir escribiendo, a volcar su mundo interior en los textos por más que a muchos les pareciesen perturbadores o hasta perversos, mientras se lo acompañaba humanamente para ofrecerle algún tipo de contención. Estoy convencido de que la reacción que sus escritos produjeron le demostró a Cho que esa vía de expresión individual se le había cerrado, tornándolo todavía más antisocial, un verdadero descastado. Uno de los detalles de la masacre me resulta revelador a ese respecto. Después de matar a tanta gente, Cho se disparó a sí mismo en la cara. Quiero decir que a la hora de suicidarse borró deliberadamente sus rasgos, las facciones que lo convertían en un ser único. Para ese entonces debe haber entendido que ya había dejado de ser una persona individual, alguien que en su condición de tal podía expresarse de manera creativa –mediante sus textos, por ejemplo-, porque al sucumbir a la violencia y la arbitrariedad se había convertido en uno más, otro miembro anónimo de la humanidad a la que parecía despreciar, con argumentos que la consideración a posteriori de los hechos parece justificar tristemente.
A pesar de que vivía rodeado de gente a la que se supone tan inteligente como preparada, Cho Seung-Hui terminó siendo un mártir de la corrección política.