No recuerdo quién ni cuándo me habló de Dennis Lehane por primera vez, pero a causa de esa recomendación leí su novela Mystic River cuando todavía conservaba la tibieza de la imprenta. Me resultó un libro inolvidable. Los relatos de Lehane tienen esa cosa maravillosa que sólo logran los mejores practicantes de cualquier género literario: al tiempo que respetan sus convenciones (en este caso las del policial, en tanto siempre existe un crimen y una investigación), hablan de algo que va mucho más lejos. En el caso de Lehane, de sangre irlandesa y por ende católica y oriundo de una ciudad -Boston, Massachusetts- que siempre oficia de escenario a sus historias, las obsesiones son siempre las mismas: la pérdida de la inocencia, la culpa, la violencia entramada en el código genético de nuestra sociedad -y la dificultad de hacer el bien en un mundo borroneado por tantos grises.
Ayer mismo leí un reportaje a Henning Mankell en la revista adn de La Nación. Autor de la saga del inspector Wallander, Mankell decía algo que también sirve para explicar el atractivo de Lehane: "El crimen sirve para ver lo que está pasando en la sociedad". Al igual que las novelas de Richard Price (Clockers, Freedomland), los libros de Dennis Lehane se leen como ‘uno de misterio' pero cortan hasta el hueso. Funcionan como un fresco sobre la vida en estos monstruos que damos en llamar ciudades, donde todo tiene un precio y los más débiles no escapan jamás a su destino de víctimas. No es casual que haya colaborado en varias oportunidades con la serie de HBO llamada The Wire. Lehane y los productores David Simon y Ed Burns comparten la misma mirada sobre el salvajismo imperante en nuestro mundo presuntamente civilizado: realista hasta lo descarnado, y aun así esperanzada.
No leí Gone, Baby, Gone, cuarto volumen de la serie protagonizada por el detective Patrick Kenzie, pero acabo de ver la película dirigida por Ben Affleck. Sería injusto compararla con la adaptación que Clint Eastwood hizo de Mystic River, pero de todos modos está muy bien. Es Lehane en estado puro: la niña que desaparece, la madre pecadora, el escándalo público, la corrupción permeando cada estamento de la sociedad. Los débiles y los inocentes no pueden dejar de sufrir por el simple hecho de serlo: en Mystic River pagaban una joven y un hombre que había sido abusado sexualmente de pequeño, en Gone, Baby, Gone es una niña perturbadoramente parecida a Maddie Brown. Y en el medio un hombre, Patrick Kenzie, que trata de ser fiel a su conciencia a pesar de que la vida se lo cobra en sangre.
Me hizo recordar una vieja canción de Springsteen, Es difícil ser un santo en la ciudad. Si de algo habla Gone, Baby, Gone es de lo mal que la pasa la gente buena en este mundo que nos ha tocado en suerte.

"El lector conoce el futuro, el escritor no", ha dicho Fuentes durante una de las conferencias más lúcidas y entrañables que le he visto. "Dudemos para saber, sepamos para dudar", añadió, al tiempo que viajaba del día hacia la noche de la creación literaria. Y uno al fin se maldice por no poder guardar cada palabra, grabarla, transcribirla, atesorarla. Entonces me recuerdo en los años escolares, huyendo de la jaula para asistir a una de esas conferencias que me dejaban creer que todo el despropósito de ser un narrador podía, con alguna suerte, alcanzar un sentido y un destino.






Hace unos días que un video recorre la red: Paris Hilton entrevistada en la tina, llenas las dos de espuma. No hay mucho que admirar, pero serán legiones los envidiosos que la odien por ser tan fastuosamente aburrida. Y yo creo que la pobre mujer debe de padecer secretos brotes de envidia galopante y cancerígena cada vez que ve a un pobre diablo entusiasmado por cualquier fruslería, como sería el caso de dormir con su amiga Britney Spears o acompañarla a ella dentro de la tina, mirarse en el espejo y pensarse envidiable. Esto al fin nos recuerda que en la envidia también existen jerarquías, y que las hay de pronto tan baratas que francamente llaman a la misericordia. Debe de haber docenas de presos y pordioseros a los que envidio más que a Paris Hilton, que desde su reveladora entrevista en la tina me ha despertado cierta compasión de la buena; la pobrecilla es pobre y no se ha dado cuenta. Como no se la dan quienes día con día se empobrecen envidiándola.