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Crónicas del metro (3)

El chico del libro y los cascos sentado enfrente siente tanta curiosidad como yo. Entre curiosidad y alarma porque el matón cada vez se muestra más intranquilo. Parece que somos los dos únicos testigos de algo que está pasando en un vagón lleno de gente absolutamente ajena a los demás o que saben disimular de maravilla. En esta especie de viaje interior uno se da cuenta de que hay gente muy suya, como la que va leyendo el periódico con la cabeza metida entre las páginas para que no se le pueda echar un vistazo, cual si fuese una carta de amor. Imaginamos que no irán al cine para que otros no vean la película al mismo tiempo que ellos. Qué maniáticos somos, a mí misma me sacan de las casillas los libros forrados, esos en que no hay manera de descubrir el título. Se puede ir enseñando el ombligo y la tira de los calzoncillos, pero no lo que uno lee (será por eso de dime qué lees y te diré quién eres), como cuando termina la película y se enciende la luz de la sala y nadie expresa una opinión abiertamente y como mucho se oye algún susurro por lo bajo. Lo que podría hacer pensar que estamos más seguros de nuestros cuerpos que de nuestro criterio.  

También se me ocurre pensar que el matón sólo sea un detective privado que va siguiendo a alguien, aunque sería un detective muy torpe y escandaloso. Me gustaría tanto poder intercambiar impresiones con el vecino de enfrente, pero no es oportuno ni se dan las mínimas condiciones para poder hacerlo porque el matón siempre se encuentra en mis inmediaciones. Es como un imán para mis ojos, lo miro varias veces, es una persona que me resulta extraña. Los tres venimos en la línea ocho, yo desde la Terminal 4 de Barajas. Cuando llegamos a Nuevos Ministerios todos salimos al andén. Y allí el chico de los cascos y el libro y yo nos quedamos mirando cómo el matón se dirige muy rápido, casi corriendo, hacia la cabeza del tren. La curiosidad es más fuerte que nada, y creo que me detengo más de la cuenta, hasta que cargada con la cartera del ordenador en la mano y una mochila en la espalda subo las escaleras hacia...

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5 de diciembre de 2007
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La filosofía como matriz de significación

Nunca se reiterará en exceso que la filosofía, precisamente por constituir una exigencia elemental del ser lingüístico, alcanza un elevado grado de complejidad. Pues las cuestiones elementales son la auténtica matriz, tanto de la disposición espiritual que conduce a la ciencia como de la que conduce a la exigencia artística. La matemática, la reflexión musical, o la física teórica, encuentran en la filosofía un auténtico punto de convergencia, una "unidad focal de significación", según la formulación aristotélica. En  ausencia de esta última las disciplinas particulares quedan reducidas (según expresión de un matemático eminente) a la insignificancia. No otra cosa indicaba Descartes cuando añadía a sus trabajos científicos ese prólogo legitimador conocido como Discurso del Método.

Cierto es que la distribución del saber está hecho de tal forma que los lectores de Descartes, o bien son especialistas en algún retazo del contenido científico, o bien son especialistas en el prólogo (estos últimos son precisamente los formados en la facultad de filosofía. Extraña quiebra que Descartes viviría como auténtica mutilación, pero que no escandaliza a los voceros culturales ni a los responsables de nuestra formación.

Expresión tristemente ejemplar de esta situación es lo que hace unos años pasaba con la matemática (afortunadamente ya no es así). Pues se introducía a los niños en esta disciplina mediante la teoría de conjuntos, sin explicarles nunca cuál era la función quizás primordial de la misma, filosófica donde las haya. Pues Georg Cantor, el fundador de la misma, pretendía ante todo disponer de un arma para abordar el problema esencialmente filosófico del infinito. Y cabe obviamente hacer matemáticas sin teoría formalizada de conjuntos, mientras que es imposible sin ella abordar con rigor "ese delicado laberinto" que, al decir de Borges, constituye la cuestión del infinito.

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5 de diciembre de 2007
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Listado de interrogaciones y apoyo técnico

He mostrado mis distancias con la actitud consistente en erigir los textos filosóficos en laboratorio de la filosofía, y en considerar que la ascesis interpretativa del propio juicio es lo único que, ante ellos, realmente cuenta. Sin embargo esta concepción no puede ser barrida de un plumazo:

Es incluso posible que cuando los textos filosóficos remiten indiscutiblemente a tipos de conocimiento que forman parte del acerbo científico, técnico o artístico (así, por ejemplo, cuando desde las primeras páginas de la Crítica de la Razón Pura, Kant se remite a la incompleta de las teorías gravitatorias entonces existentes) baste una inmersión introspectiva en los conceptos  que se manejan para que tales aspectos técnicos surjan en la  suerte de reminiscencia platónica ya evocada. Es posible, en suma, que armado con sus textos básicos, el filósofo en su objetivo de alcanzar la lucidez, se baste a sí mismo.

Todo ello es posible, pero... no es seguro. Y en tal falta de seguridad se sustenta el presente proyecto de articular una suerte de catálogo relativo a qué ha de saber un filósofo. Delimitar lo que ha de saber un filósofo, pasa, en primer lugar por el establecimiento de un catálogo de esas interrogaciones filosóficas elementales a las que he venido refiriéndome. Este catálogo debe incluir cuestiones relativas al espacio, al tiempo, a la condición lingüística, a la diferencia entre lo cualitativo y lo cuantitativo, a la diferencia entre lo humano y lo meramente animal, al vínculo entre tiempo y corrupción, al vínculo entre palabra y música, a la función de la representación plástica, etc.

Reflexión para la que será fértil apoyo un saber indiscutiblemente técnico, es decir, inequívoco y controlable. Tal saber incluye necesariamente aspectos relativos a genética, lingüística, mecánica clásica, mecánica cuántica, teoría de la relatividad, teoría matemática de conjuntos, topología algebraica, teoría físico-matemática del campo, disciplinas de la perspectiva, teoría de colores, teorías ondulatorias de la luz y del sonido, momentos de la historia de la teoría musical, teorías de la métrica poética, historia conceptual del arte... y un no muy largo etcétera.

Aun en el caso de que se haya ya pasado por el aprendizaje de alguno de estos puntos, rememorarlos en función de una interrogación filosófica y siguiendo un estricto hilo conductor, supone, no sólo actualizarlos sino darles vida, es decir, librarlos de la esterilidad consistente en no saber a qué responden, esterilidad en la cual son fácil presa del olvido.

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5 de diciembre de 2007
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III. El número de la bestia

Hace tiempo, antes de que apareciera esta maravilla tecnológica del gran de arroz subcutáneo, se hablaba de marcar en la piel de las personas un número imborrable de varios dígitos, como el de las tarjetas de crédito, que serviría para los mismos propósitos: identificarse y ser identificado, comprar en las tiendas y supermercados, sustituir al pasaporte, y lo mismo, someter al sujeto a la vigilancia policial. Un número que según los entendidos, debería ser marcado en la frente.

Algunos compararon entonces esta marca con aquella de la Bestia de que habla el Apocalipsis de San Juan: "aquí hay sabiduría: el que tiene entendimiento, cuente el número de la bestia, pues es número de hombre. Y su número es 666". Este número cabalístico y tan misterioso, el 666, es nada menos que la marca del Anticristo.

Y por esas leyes arcanas que gobiernan la cibernética, el 666 iría incorporado de primero a la cifra que cada uno llevaría marcada a fuego en su frente, requisito para volverse un ciudadano consumidor en toda la regla, y que para ciertos profetas de hoy venía a confirmar que el consumo es algo gobernado por la Bestia, es decir, por las fuerzas del mal que han llevado a su peor paroxismo a la civilización.

Sin embargo, el grano de arroz es más inocente en ese sentido, y más discreto, no puede negarse. A menos que se tratara de una Bestia vegetariana.

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5 de diciembre de 2007
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Chávez

Desde París, la lectura de los votos del domingo pasado no puede ser más sencilla: en Rusia, ganó un dictador, Vladímir Putin; en Venezuela, perdió un demócrata, Hugo Chávez Frías. Al reconocer su derrota, el líder bolivariano hizo mucho para recuperar frente a la opinión francesa una figura más aceptable. Tampoco se le niega una parte del resultado obtenido en el caso Betancourt: unas pruebas de vida  con un vídeo y una carta. Al final, es una actitud muy francesa: el que sube, baja, pero cuando empieza a perder, recupera una figura simpática. Claro que la información sobre lo que pasa y lo que pasó en Venezuela es malísima. Nadie sospecha en Francia como en muchos otros países el inmenso fracaso económico del poder revolucionario venezolano (abastecimiento fatal, inflación, producción de petróleo plagado de problemas).

Para entender lo que pasa en Venezuela, lo mejor es saber lo que se dice dentro del campo chavista, como en el portal Aporrea se dedica a apoyar la "comunicación popular para la construcción del socialismo del siglo XXI". Aquí está una mera muestra de lo que se puede leer dentro de las contribuciones de chavistas:

« Muchos de nuestros personeros han perdido su humildad y por allí los vemos montados en sus Hoomers o en sus lujosos 4x4, algunos de los funcionarios con cargos de relevancia (no todos para no caer en generalizaciones) andan por allí en lujosos restaurantes, tomando whisky 18, mirando al resto de los ciudadanos por encima del hombro y llegando a convertirse en una nueva clase social (aunque nos duela reconocerlo).  (... ) Otro de los argumentos y las cosas que ocurrieron fue el desabastecimiento, muchas madres por desinformación o poca formación política decían que votarían No, por no encontrar leche para sus hijos.»

« ...es indispensable renovar los cuadros del aparato de Estado, plagado de corrupción, mafias, ineficiencias y mediocridad... »

«Que vinieran médicos cubanos a llevar atención y salud donde nunca el Estado tuvo presencia y donde muchos médicos venezolanos no estaban dispuestos a llegar, fue un gran acierto; pero invadir todas las misiones, ministerios y hasta la propia Fuerza Armada, de "asesores" cubanos profesándoles una admiración reverencial porque ellos "sí saben hacer y sostener revoluciones", rayó en la ridiculez y la vulgaridad. Por una parte se criticaba duramente la injerencia imperial de los EE.UU, por la otra les entregamos hoteles, despachos, celulares, vehículos, "estipendios", millardos y una buena dosis de dignidad a hermanos cubanos que venían a manifestar su solidaridad y terminaron dictándonos lecciones de "hombres nuevos".»

«El resultado de la consulta pasa también por el desamparo y orfandad con que muchos gobernadores y alcaldes que pertenecen al oficialismo han tratado al pueblo. Pareciera que muchos de ellos les preocupa más la figuración y el vedetismo político que acercarse a las comunidades.»

En el portal de periodismo ciudadano Periodismo digital  se reproduce una entrevista con Vladímir Villegas, vice-ministro de relaciones exteriores, publicada por el diario El Nacional, que ayuda a medir las divisiones dentro del chavismo : «Nosotros, como revolucionarios, dice el miembro del gobierno, tenemos muchas cosas que discutir. Chávez tiene que entender que la reflexión es de todos. Él tiene que escuchar las reflexiones de nosotros. El Presidente necesita estar acompañado de gente que le diga las cosas.»

Al contar la noche de los resultados, el mismo diario El Nacional, citado por Periodismo digital, pone bien claro la naturaleza del poder en Caracas: es un poder militar. Es con el alto mando militar, o más bien sometido al alto mando militar, que Chávez toma ahora sus decisiones. Una frase como «Un general se levanta y, luego de expresar su respeto al comandante en jefe, le advierte que la Fuerza Armada no saldría a reprimir a la población» parece una citación de las novelas de presidentes, caudillos y dictadores que ocupan tanto espacio en lo mejor de la literatura de América Latina. Existe el chavismo político, pero existe también la vieja historia de un militar que no puede ignorar la tradición de los cuartelazos. El teniente-coronel (verdadero rango del presidente en el final de su carrera militar) ya camina en su laberinto.

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5 de diciembre de 2007
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El banquete de los héroes

¡Navidades por adelantado! Recibí mi ejemplar de The League of Extraordinary Gentlemen: Black Dossier, una historieta escrita por el genial Alan Moore y dibujada por Kevin O'Neill. Para aquellos que no están avisados: The League es una saga en la que Moore reúne a ciertos personajes clásicos de la novelística de aventuras y los pone a salvar el mundo. En los primeros libros se trata de Allan Quatermain (aquel de Las minas del rey Salomón, claro antecesor de Indiana Jones), Mina Murray (la ex mujer del desdichado Jonathan Harker de Drácula), el Capitán Nemo y su Nautilus (aparecido por primera vez en Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne), el Hombre Invisible de H.G. Wells y el doctor Jekyll de Robert Louis Stevenson -por supuesto con su contraparte, el nunca más monstruoso Mr. Hyde. En los primeros tramos se enfrentaban a Moriarty, la némesis de Sherlock Holmes, un verdadero genio criminal. Como es costumbre en Moore, la narración estaba plagada de guiños destinados a expertos en la época y su literatura popular: desde una versión adulta del Artful Dodger dickensiano hasta las aventuras marcianas de Edgar Rice Burroughs.

Este Black Dossier salta varias décadas hacia el futuro, ubicándose en la Inglaterra de los años 50. Los únicos que siguen formando parte del team original son un Quatermain rejuvenecido y la eterna Mina Murray. Y el villano al que se enfrentan es un agente secreto psicopático y violador, de nombre James y número de serio 007... A esta altura, Moore utiliza la serie del mismo modo en que Dante utilizó su Infierno en la Divina Comedia: para saldar cuentas con personajes de ficción que le parecen nefastos -como Bond- y rescatar a otros, como Quatermain, que cuelgan hoy del abismo que se abre sobre el olvido.        

Para ser honesto (me cuesta mucho, como fanático de Moore), Black Dossier no es lo mejor de la serie, y por supuesto es un pésimo lugar para empezar a leerla. Lo que resulta indudable es que el muy endemoniado ha llevado adelante un verdadero tour de force. Para narrar lo que ha sido de la Liga en las décadas transcurridas entre la época original y los años 50, Moore recurre a una enorme variedad de registros: desde la picaresca -la ligera Fanny Hill se sumó al grupo en su momento-, pasando por el humor costumbrista de Wooster & Jeeves, la novela negra... y hasta el teatro shakespiriano. ¡El muy salvaje se da el lujo de imaginar el Primer Acto de una obra perdida de Shakespeare, Faerie's Fortunes Founded! Y para rematarla, el final del capítulo está reproducido en 3-D. El libro viene con un pintoresco par de anteojitos... (Entre Beowulf, este Dossier y el proyecto de rodar The Hobbit de esta manera, resulta indudable que el futuro viene en tres dimensiones.)        

Lo que sigue siendo impagable es el recurso. Todos los que amamos la ficción y los géneros asumimos que los universos en los que transcurren las aventuras de nuestros personajes favoritos son paralelos y, por ende, nunca se tocan. Moore ha quitado las absurdas mamparas que los separaban y los ha puesto a jugar de manera magistral, que es lo que deberían haber hecho desde hace mucho tiempo. ¿O acaso no conviven todos juntos, en el planeta de nuestra mente?

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5 de diciembre de 2007
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El perdón

El perdón constituye un acto de amor. Pero ¿no será ante todo un supremo ejercicio de amor propio? No se ve otro modo genuino de perdonar que amarse a sí mismo con una ración de más ego. No se trataría tanto de obsequiar al otro con el perdón que resulta más o menos asequible teniendo en cuenta la enorme cantidad de errados seres humanos que hay en el mundo, sino festejándose a sí mismo con la voluptuosa degustación de este don. Un don que nos hace tan grandes como dioses, tan altos que nos eleva sobre el anónimo resto del género humano, tan munífico que nos ratifica como reyes ante la esclavitud de la especie. El oro, en fin, frente a los productos baratos, la paz honorable frente a la vulgar reyerta, la encimada majestad del amor propio frente a la múltiple trivialidad del orgullo al alcance del más tonto.  

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5 de diciembre de 2007
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La acracia cutre

El domingo pasado en el periódico El País, en mi sección "Fuera de casa", publiqué unos comentarios sobre el muy notable documental, El honor de las injurias del pintor, escritor y cineasta, Carlos García Alix. Un texto a favor de su obra, de su investigación y del nada retórico rescate de una de las figuras más oscuras del anarquismo arrabalero. De uno de los representantes de una suerte de acracia cutre, que si bien se puede entender en un tiempo y en un país, si los miramos desde hoy -incluso con cariño- sus actos, sus componentes, sus intenciones y otras utopías, resultan entre disparatadas, desacertadas, marginales, oscuras y sin salida. Las salidas de la acracia española siempre fueron peores que sus entradas. Su realidad peor que su idea. Sus gentes, tan injuriados, perseguidos y masacrados, tienen toda nuestra mirada sentimental, nuestro cariño por el honor imaginario de un tiempo poco honorable. Tienen los anarquistas españoles nuestro respeto para lo que quisieron ser. Nuestra cercanía intelectual para sus deseos. Nuestras dudas para sus realidades.

Yo hablé de Felipe Sandoval -el anarquista pistolero, el protagonista del documental -sin apriorismos, sin pensar en él heroicamente, ni denigrarlo como un asesino. Sin que el personaje me deje de inquietar, interesar, incluso sin que me caiga mal, no deja de ser el exponente metafórico de una historia negra.

Dice García Alix que mucha parte de la acracia "oficial" está enfadada con mis comentarios. Y también otros lo están con su película. Algunos no quieren escuchar lo que pensamos/escribimos de esa parte de la acracia. Y otros, como no podía ser menos, están dispuestos al debate. Yo, de verdad, con los anarquistas hasta la muerte... pero ni un paso más. Lo que dije de Sandoval, de su vida, sus actos, su acracia y su "malditismo", todo eso y otras cosas más que no tenían allí espacio, lo pensé después de haber visto, con interés, con emoción, sin pasiones, el excelente trabajo de García Alix. Ahora creo que en Madrid se puede ver en el Cuartel del Conde Duque. Si pueden pasen y vean. Y de paso, con uno poco más de tiempo, se acercan a uno de nuestros grandes de la fotografía de la Guerra Civil y de la primera modernidad fotográfica, Agustí Centelles.

Salud y anarquía para todos los que se lo merezcan.

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4 de diciembre de 2007
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No toques esa caja

Hace unos días recibí de regalo, como parte de cierta promoción navideña, una bonita caja de herramientas. Como a veces sucede en estos casos, alcancé a ver en ello una señal. Si no entendía mal, tenía ante mí la oportunidad de poner algo de orden en la casa. Empeño comparable a conseguir que una gallina ponga huevos de tortuga, pero uno se entusiasma con esas cosas. Cuando menos podría colgar un par de cuadros, pero claro, había que encontrar antes los clavos. Del taladro ni hablar, cada vez que lo uso hago de la pared un paredón. Si expidieran licencias para usar herramientas y mediara un examen para obtenerlas, algunos seguiríamos apretando tornillos con monedas.

Todavía no logro entender qué clase de tranquilidad me da poseer un taladro, ni cuándo o cómo voy un día a usar las decenas de herramientas que vienen con la caja. Lo ideal sería quizás que no usara ninguna, pues cuando menos una de cada dos veces termino destruyendo aquello que me había propuesto componer. Ya a los catorce años, cada vez que tenía que cambiar la llanta de la moto, terminaba con dos o tres piezas sobrantes, mismas que iba guardando en una caja, por lo que se pudiera ofrecer. Hasta el día en que no supe reinstalar los frenos y terminé estrellado en la puerta de un coche.

Siempre admiré a los niños que eran capaces de armar y pintar pieza por pieza cochecitos y aviones de plástico, y hasta llegué a compadecer a los ingenuos que me regalaban modelos para armar, mismos que con alguna suerte armaba mi padre, que a pinzas y taladros les habla en su idioma. Lo intenté algunas veces, con dos resultados, a saber: piezas perdidas y mal pegadas, niño mareado y vomitando. Me enfermaba el olor del pegamento, no servía para vicioso precoz. Y si llegaba a abrir un frasco de pintura, de seguro la alfombra jamás lo olvidaría.

Preferiría no relatar ahora los estropicios ocasionados con la ayuda de mi juego de química, una vez que aprendí que el azufre mezclado con carbón y clorato de potasio podía convertirse en pólvora. Baste decir que esos antecedentes me previenen contra el manejo de cualquier sustancia que no sea la tinta o una herramienta diferente a la pluma fuente. Y de armas ni hablemos, podría suicidarme con una pistola de aire, o cortarme una vena mientras parto el queso. No digo que no pueda llegar a hacerlo bien, pero temo que me interesa poco. Siempre admiré a los niños que se interesaban por lo que había dentro de una televisión, aunque tampoco tanto para ser uno de ellos. Lo mío es trasroscar tornillos y armar cortos circuitos.

Si tan sólo supiera manejar el cautín como muevo el control remoto de un videojuego, ya me habría aventurado a soldar el toallero del baño, pero la sola idea de manejar una herramienta cuya punta está al rojo vivo me hace temer la posibilidad de salir tuerto del osado lance. Pero se ven tan bien las herramientas, nuevecitas, formadas dentro de la caja, que de pronto regresa aquel mensaje redentor, según el cual podría, si me diera la gana, montar en la pared una estantería. Sin que quedara chueca, ni se cayera nada que estuviera encima. Esto es, sin que nadie pudiera darse cuenta que era yo quien la había instalado. Poseer una caja de herramientas es una forma de creer a ciegas que puedo hacer lo que jamás haré.

Podría conectar una televisión a doce diferentes aparatos, mientras no sea preciso agujerar la pared. A veces, mientras duermo, sueño que toda la maquinaria del mundo está en manos de gente con mis habilidades mecánicas. Nada explica, por tanto, que siga funcionando, ni garantiza que lo hará mañana. Cirujanos que operan igual que yo atornillo, rascacielos construidos con mi destreza al mando del taladro, pirómanos metidos a bomberos. ¿Quién me asegura que no está todo así? Despierto y ahí está la caja de herramientas. Algo me dice que mientras esté nueva el mundo seguirá en su lugar.

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4 de diciembre de 2007
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El show Fonseca

A sus 82 años, el escritor brasileño Rubem Fonseca se parece a su prosa: es un hombre directo, concreto, eficiente, obsesionado por el presente, que se mueve con una vitalidad deslumbrante y la obvia conciencia de que nadie, pero nadie, se puede resistir a la sonrisa de un anciano que renunció a jubilarse de la juventud. Seguí dos de sus apariciones en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara y no decepcionó a un público que le tiene obvio cariño, pues no ofrece la imagen de un escritor frente a sus lectores sino la de un actor metido en un show formidable.

Reclutado para participar en un encuentro de cuatro cuentistas Fonseca se comió a sus competidores: Luisa Valenzuela, Sergio Pitol y Ednodio Quintero, al leer con una sensual lentitud un cuento suyo cuyo final resumía su visión de la vida intelectual con relación a otra parte de la vida: "no se habla de filosofía en la cama". En otra aparición, supuestamente dedicada a definir "el placer de la lectura" tenía un micrófono portátil y se desplazaba a través del público repartiendo bromas, abrazos y chismes alegres. En todos los casos, una aparición suya se termina en una ronda infernal de aplausos y de firmas de ejemplares de sus libros.

Fonseca, firmando libros

El show funciona pero este autor que tanto me gusta por su energía en el momento de contar, da la impresión de escuchar a un hombre lleno de tristeza a pesar de sus carcajadas. Una tristeza tropical superada con pocos remedios: el humor, el sexo, el placer de comer (aunque él se parece a un gato flaco) y la literatura. Fonseca habla portuñol, claro, pero su idioma es parte de su encanto. Cuando dice "aquí, hablando español, me siento en mi casa" no se puede negar su energía para entregarlo todo frente a las preguntas de los lectores. A veces responde de manera directa como a las preguntas sobre sus cuentistas favorecidos (Maupassant, Kafka, Borges, Tchekov) o su legendaria velocidad como lector ("Aprendí a leer solo, a los cuatro años. Tengo la capacidad de captar palabras enteras sin tener que dedicarme a leer letras lo que me da una velocidad formidable: un promedio de cien páginas por hora"). Pero en general mantiene su show con fórmulas contundentes en todos los temas. Unas muestras:

¿Usted teme a la muerte?: "Necesito a la muerte. Mato a mis personajes. Siempre fue así. Soy un autor que mata."

¿Qué es lo que se requiere para ser escritor? "No ser analfabeta" (aunque en su repuesta terminó por añadir tres requisitos: determinación, paciencia y valor)

¿Por qué su personaje Mandrake es tan elegante? "Hay que ser elegante para ser un personaje de Rubem Fonseca".

¿Tiene algo de misoginia para dar tratamientos tan duros a las mujeres en sus libros? "No soy misógino. Prueba de esto es que las mujeres me parecen muy hermosas."

¿Qué puede decir de su biblioteca? "Tengo más o menos cinco mil libros. Llenan hasta mi bañera, están por debajo de mi cama, en mi cama. Cuando alguien me pide el préstamo de un libro, siempre digo que sí, te lo prestaré, mañana."

Lo mejor fue la respuesta a un lector que notaba una baja calidad en ciertos cuentos: "Cada lector inventa una obra a través de su lectura personal. Entonces si has notado una disminución de la calidad, querido lector, es algo posible, pero debes saberlo: es culpa tuya".

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4 de diciembre de 2007
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El Boomeran(g)
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