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Amistades reprobables

Por 17 de diciembre de 2007 Sin comentarios

Xavier Velasco

Cada vez que un maestro nos prevenía contra las malas amistades, yo sentía decenas de miradas encima. Pero no era, como querían los profesores, motivo de vergüenza y preocupación, sino de un sentimiento muy similar al orgulloso desprecio que nos inspira la posible aprobación de quienes encontramos reprobables. Que era el caso de mis maestros de secundaria, cuya animadversión unánime habíame ganado ya una vez el récord escolar de materias reprobadas, consistente en el cien por ciento de ellas, incluyendo moral y educación física -hasta entonces consideradas irreprobables-, además del inglés elemental que ahí enseñaban, francamente difícil de reprobar para un adolescente que ya hablaba inglés. Pero igual lo logré, y a partir de ese punto me ubiqué en mi lugar de mala amistad.

     No fumaba, ni bebía, ni había siquiera visto una droga más fuerte que el valium de mi abuela, pero ya me sabía incapaz de delatar a quienes sí lo hacían. Encontraba un deleite inenarrable en el solo hecho de cruzar las puertas de un billar o comprar, rigurosamente a solas, esas revistas míticas pobladas por la clase de chicas malas y desvergonzadas que una mala amistad se merecía. Y lo cierto es que, pese a ser de papel, aquellas señoritas se quedaban con mis mejores horas. ¿Debía concentrarme en siquiera un mes aprobar Biología, o en atender a mis más elementales intereses biológicos? ¿Cómo explicar lo incompatibles que resultaban ambos empeños, una vez que el asunto cosquilleante de la perpetuación de la especie había monopolizado mis obsesiones?

     Apático. Abúlico. Indolente. En ésas y otras equivalentes calumnias coincidían mis profesores a la hora de quejarse con mi madre, y como francamente me acomodaba más la etiqueta de nihilista que la de depravado, prefería aceptar sus argumentos que combatirlos con la bochornosa verdad, según la cual estaba enamorado de una vecina inalcanzable y encontraba consuelo recurriendo a mis malas amistades de papel. ¿Es decir que además de al holgazán mi madre había traído al mundo al lujurioso y al romántico? No podía ver entonces que el holgazán sólo se salvaría con el auxilio de esos buenos aliados interiores, los únicos capaces de entenderlo y hacerle el día a medias soportable.

     Con el tiempo, ser una mala amistad de mis amigos oficialmente buenos me ha granjeado tanta confianza de su parte que ahora buscan el modo de explicar a sus cónyuges que están conmigo cada vez que se citan con sus secretarias o se embotellan solos en un table dance, mientras las buenas de sus esposas pretenden que les creen para a su vez gozar de otros privilegios, y por su parte la mala amistad se desvela escribiendo para un virginal blog y escuchando un álbum de The Fratellis cuya mera portada delata su carácter licencioso. Los buenos hacen, el malo teoriza. Por eso, entre otras cosas, sé que muy a menudo las malas amistades son mejores amigas de los buenos tratos, y ello explica que desde aquellos años de mudo frenesí mostrase más respeto por el vago que me enseñaba a empuñar con firmeza el taco de billar que por el profesor que me quería ver empezando a aprender inglés de nuevo. ¿Quién, a su vez, me respetaba más?

     -Ten cuidado con esas mujeres, no vayan a hacerte algo -me prevenía mi abuela cuando salía solo y por la noche de su casa, en cuya cercanía se apostaban algunas chicas de la so-called mala vida.

     -¿Con qué dinero? -le respondía entonces, buscando esos regaños de rutina que ella tampoco se tomaba en serio.

     -¿Vas a ir, papacito? -preguntaban las damiselas a mi paso, haciendo gala de ese trato atento que las chicas de bien raramente dominan. Yo soñaba en secreto con tener una amiga del mal llamado gremio horizontal, pero temía que once materias reprobadas no fuesen suficientes para acreditarme ante tamañas malas amistades, cuyas caricias se cotizaban en el equivalente a veinte revistas galantes.

     -Las malas amistades -sentenciaban, girando la cabeza y apretando los labios, esos mismos maestros que antes me habían nombrado El Peor del Instituto. ¿Cuáles podían ser mis malas amistades, si por mi nombramiento académico era el único a salvo de ese peligro? ¿Los inocentes vagos del billar, que no me daban más que consejos técnicos?

     -Si tuvieras algún problema sexual, me puedes preguntar sin ninguna vergüenza -me aconsejó una vez el profesor de matemáticas, con idéntica dosis de vergüenza, luego de prevenirme contra las malas amistades de siempre y reafirmar mi íntima desconfianza en las intachables. "Ten cuidado con gente como tú", parecía recomendarme el profesor. Evidentemente, nada le habría desconsolado más que ver a sus alumnos prevenidos contra gente como él.

Sagrado Corazón de Jesús… -musitaba el maestro de matemáticas al comenzar la clase.

     –…en vos confío -replicaba el rebaño en voz bien alta, con excepción de algunos reprobables.

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Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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