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Sepulcros no blanqueados (2)

La ONU denuncia cíclicamente los problemas de insalubridad que afectarían al cuarenta por ciento de la población mundial. Dos mil quinientos millones de personas vivirían en carencia de las instalaciones sanitarias más básicas. Ya en 2013, la organización internacional llamó a centrarse en el problema con motivo del día mundial del agua. Unos meses atrás la cadena franco-alemana ARTE, apelaba directamente a un “día internacional de los sanitarios”, ilustrando su llamada con las estremecedoras imágenes a las que hago referencia.

Lo tremendo es que, dada la relación de fuerzas que determina las condiciones de vida y educación de la humanidad, la causa de la salubridad parece, sino perdida, cuando menos diferida. Y siendo poco discutible la tesis de que la decencia del entorno es un requisito mínimo para que el humano despliegue sus capacidades, cabe decir que el objetivo de generalización de la vida propia a los seres de razón, el objetivo espiritual de actualizar la riqueza potencial del lenguaje, queda asimismo aplazado; el hecho mismo de mencionarlo puede incluso sonar a sarcasmo, mientras el objetivo de generalización de la elemental salubridad sea relegado.

La insalubridad en la organización de una aldea, villa o ciudad equivale al abandono por una persona de la dignidad a la hora del control de sus esfínteres.  El criterio de la medida del problema reside en hasta qué punto se considera que una de las cosas que separan al animal humano del resto de especies animales es precisamente el control de sus excrementos y desperdicios. La inevitable generación de residuos en todo organismo activo forma parte de los principios de la termodinámica, pero el ser humano es el único que se escandaliza de tal hecho, lucha contra ese desorden y expresión del grado de éxito en tal lucha es el nivel de ordenación del entorno. Vivir entre desperdicios es aceptar que el desorden triunfe, es de alguna manera renunciar a actualizar la propia dignidad.

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20 de septiembre de 2024

'Mira las luces, amor mío' de Annie Ernaux (Cabaret Voltaire, 2021)

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Piña arriba, plátano abajo

 

Mi abuela actuó con lucidez al cruzarse con quien sería mi abuelo en un pueblo en fiestas. Siguió andando erguida junto a sus amigas, pero dejó caer la peineta al suelo con gracioso disimulo. En el baile, él se le acercó galante: “Creo que esto es tuyo”. Y empezaron a bailar. Sin saberlo, fueron unos adelantados de la mirada furtiva del crossing.

A las parejas que todavía permanecen en estado de encantamiento, les gusta contar dónde se conocieron. Y acostumbran a vestir sus escenas con atardeceres rojos, clubs en penumbra o viajes en tren. Desde que la noche perdió prestigio, rebajando la calidad de los ligues, emergió el gran escaparate de Tinder, una aplicación de encuentros que hoy vive sus horas más bajas ya que la transición de la pantalla a la realidad a menudo reporta asombro y espanto.

La pandemia provocó que lo doméstico y cotidiano se infiltrara en nuestro imaginario, haciendo que muchos aprendiéramos a lavar las toallas con bicarbonato. Pero los hubo que tras un match virtual, se citaron en uno de los pocos espacios que permanecían abiertos: los supermercados. Ahora, esas grandes superficies que desprenden desde algún lugar invisible un aroma fétido han acabado por convertirse en santuarios del ligue. Lo ordinario se ha convertido en excepcional, al tiempo que la viralidad del fenómeno confirma una vez más la defunción del romanticismo. Se trata de poner humor y restar misterio a la atracción. ¿O no desprende intimidad el contenido de nuestro carro?

Durante un año la Nobel Annie Ernaux escribió un diario sobre sus visitas al Alcampo. En Mira las luces, amor mío, subraya esa fiesta de la abundancia y los brillos, a diferencia de quedarse frente a la pantalla. Y reivindica la dignidad literaria del súper porque “aquí nos constituimos en una comunidad de deseos”. ¿Quién va a conformarse con una compra telemática? Acuérdense, eso sí, de las cámaras.

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18 de septiembre de 2024
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Portentos de todo tamaño

 

Nuestro trópico impenitente sigue siendo tierra de portentos nunca vistos y maravillas que asombran. Nicolás Maduro no sólo es un prestidigitador de los mejores que nunca pudo llegar a tener el Dumbar Circus, capaz de vaciar las urnas electorales de votos verdaderos y llenarlas de votos falsos. La insistencia de que enseñe las actas se vuelve un empeño tan inocente como pedirle al prestidigitador que enseñe el doble fondo de la chistera donde esconde las palomas.

Ahora, tras el fraude, ha ordenado que las Navidades comiencen en el mes de octubre, igual de poderoso que la sin par hechicera del Coloquio de los Perros de Cervantes, la Camacha de Montilla, que “congelaba las nubes cuando quería, cubriendo con ellas la faz del sol, y cuando se le antojaba, volvía sereno el más turbado cielo”. Nada extraño sería que ordenara también una nevada sobre los cerros de Caracas, para que Santa Claus, cuando llegue en su trineo cargado de perniles, se encuentre en ambiente propicio.

No menos poderoso en artilugios fue el dictador de Guatemala Manuel Estrada Cabrera, que mandaba suspender por decreto las erupciones volcánicas, aunque el pregonero que leía en las esquinas el bando con la firma presidencial, debía hacerlo a la luz de una lámpara porque las cenizas que llovían oscurecían el sol.

O, como cuando el dictador Porfirio Diaz, que se dormía de viejo sentado en la silla del águila, preguntaba al despertar qué hora era, y su obsequioso secretario le respondía: “las que usted quiera, señor presidente”. El tirano lo puede todo. Puede también llenar las cárceles a su antojo, o vaciarlas cuando quiera para subir a los prisioneros a un avión y mandarlos al destierro, como ha ocurrido de nuevo bajo la dictadura bicéfala en Nicaragua.

No importa que un país sea pequeño para albergar la más descomunal de las mentiras. Da para inventar canales interoceánicos, como el que nunca se construyó en Nicaragua con falso patrocinio chino. En la ruta del canal, los caballos siguen triscando la hierba de los potreros, como toda la vida.

O como la Bitcoin City de Bukele en El Salvador, una ciudad de rascacielos dorados como lingotes de oro, dispuestos de manera circular, como una moneda recién acuñada, alrededor de una plaza con una monumental B, emblema del bitcoin, levantada en las faldas de volcán Conchagua de cuyas entrañas saldrían los teravatios de energía suficientes para “minar” las criptomonedas. El volcán sigue allí, impasible, mirando al golfo de Fonseca, donde los pescadores se afanan tirando sus redes, y volviendo a sus ranchos de paja al atardecer.

Pero hay portentos de portentos. Los de Honduras son más pedestres. De la vieja república bananera se ha pasado al moderno narcoestado. Son los capos del cartel de los Cachiros quienes ponen y quitan presidentes, ministros, diputados y alcaldes. Los reyes de la coca coronados por el poder público en una función de opereta, con música bufa.

Un narco-presidente, Orlando Hernández, vinculado a los Cachiros, está cumpliendo condena en Estados Unidos. Y ahora tienen en jaque a la familia presidencial actual, la familia Zelaya, que es numerosa. Al menos 15 de sus miembros ocupaban cargos relevantes en el aparato de estado.

La presidenta Xiomara Castro, es la esposa del ex presidente Manuel (Mel) Zelaya, derrocado por un golpe de estado en 2009, y ambos presiden, lado a lado, las reuniones de gabinete. Su hijo, Héctor Zelaya, es el secretario privado de la presidencia, y su hija, Xiomara Zelaya, diputada al Congreso Nacional. Su sobrino, José Manuel Zelaya, ministro de defensa hasta hace poco, hijo de Carlos Zelaya, cuñado de la presidenta y hermano del expresidente consorte, era secretario del Congreso Nacional, también hasta hace poco.

Hasta hace poco, porque el diputado Carlos Zelaya aparece como el protagonista principal de una reunión con jefes narcos hondureños celebrada en San Pedro Sula en noviembre de 2013, a la que concurrió en nombre de su hermano, jefe del partido Libertad y Refundación (Libre), en las que los capos comprometieron recursos para financiar la campaña electoral de su cuñada, la actual presidenta.

Al divulgarse el video grabado por uno de los jefe de los Cachiros, Devis Rivera, que ya estaba en tratos con la DEA, el cuñado renunció a su curul, y también tuvo que hacerlo su hijo, el ministro de Defensa, quien se había reunido poco antes en Caracas con Vladimir Padrino, su contraparte, sindicado por la el departamento de Justicia de Estados Unidos por narcotráfico. Pero, de manera conveniente y oportuna, la tía y cuñada presidenta acababa de denunciar el tratado de extradición con Estados Unidos, en defensa del honor y la soberanía nacional mancilladas por el injerencismo extranjero.

Si alguien puede cambiar de fechas las Navidades, detener las erupciones volcánicas, y trastocar la hora, ¿por qué no va a poder realizar el milagro más humilde de impedir que un pariente cercano y querido vaya a parar, extraditado, a una cárcel de Estados Unidos? No se requieren poderes mágicos. Sólo hace falta papel y pluma.

 

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13 de septiembre de 2024

André Breton (1930)

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El surrealismo cumple cien años, pero tuvo una precuela en Barcelona

 

El 15 de octubre de 1924, hace cien años, André Breton publicó el Manifiesto del surrealismo, origen oficial de un movimiento revolucionario que liberó de los grilletes de la razón el poder perturbador de los sueños, el inconsciente y el erotismo. El surrealismo nació en París, pero tuvo una precuela dos años antes en Barcelona, como prueban documentos del viaje que hizo Breton en 1922 a la ciudad catalana, durante el cual dio a conocer un anticipo del manifiesto.

La elección de un eje surrealista Nueva York-París-Barcelona no era casual. Breton necesitaba un aliado de peso para dejar atrás lo que consideraba el nihilismo estéril de Dadá y de su líder, Tristan Tzara. Y su cómplice fue Francis Picabia. El escandaloso pintor francés con raíces españolas, que había vivido a caballo entre Nueva York y París, no había dejado de visitar Barcelona desde que la eligiera para huir de la I Guerra Mundial. Allí había publicado con el galerista Josep Dalmau la célebre revista dadaísta 391, relevo de la neoyorquina 291. En 1922, Dalmau lo contrató para una exposición en noviembre, que presentaría Breton. “¿Irá Breton a España?”, preguntó el mismo Breton en septiembre a Robert Desnos durante una de las sesiones hipnóticas del futuro poeta surrealista, y este, supuestamente en trance, contestó: “Hum! Se lo está pensando. Quiere ir, pero no está seguro… Sí, él irá y encontrará en Barcelona a un hombre que se interesará por lo que hace y lo encontrará en casa de un amigo de Picabia”.

Germaine Everling, Picabia y Breton, fotografiados por Simone Kahn (1922)

'La muerte de André Breton', ilustración de Robert Desnos de 1922 que refleja el eje surrealista Nueva York-Barcelona-París. El lunes 30 de octubre de 1922, a las once y cuarto de la noche, en el Café de la Paix de París, Desnos dibuja un auto de carreras, matrícula 391, cuatro plazas, que parte veloz de la Torre Eiffel. El destino aparece escrito en un billete: Francia, España, Rrose. Rrose es Rrose Sélavy, el alter ego de Marcel Duchamp, otro pionero disidente del dadaísmo que vivía en Nueva York y con el que Desnos aseguraba estar conectado telepáticamente durante las sesiones hipnóticas. Los cuatro pasajeros eran Francis Picabia (el dueño del automóvil) con su pareja, Germaine Everling, y el matrimonio André Breton-Simone Kahn.

Picabia tenía 44 años, tres más que Picasso, y sostenía que cualquiera podía fotografiar un paisaje, pero nadie lo que sucedía en su mente. Le encantaba provocar a los académicos, retándoles a que vetaran sus cuadros en las exposiciones oficiales. Un diario francés (Le Merle Blanc), aludiendo a sus raíces españolas, exigió que fuera conducido a la frontera y expulsado de Francia. “Mi corazón ladra y palpita, mi sangre es un ferrocarril sin estación que conduce a Barcelona”, escribió Picabia en 1922. “Estoy trabajando aquí [Barcelona] en un gran cuadro que pretendo terminar en París (…) Todo lo que he hecho en los últimos tres años ha sido para acabar este cuadro, La nuit espagnole (Una noche española). Estará cubierto de azúcar y pimienta, todos podrán venir a lamerlo, el veneno de su interior solo me envenenará a mí…”, confió a Breton en abril.

Dibujo de Robert Desnos

Breton, a sus 26 años, los mismos que su rival Tzara, ya se había hecho con el liderazgo de la nueva generación de poetas. Hartos de un mar de ismos que duraban un suspiro (impresionismo, cubismo, futurismo, vibracionismo, instantaneísmo, ultraísmo, dadaísmo…), buscaban uno que definiera una nueva época. Guillaume Apollinaire había propuesto el término surrealismo el 18 de mayo de 1917, comentando el ballet Parade, de Satie, Picasso y Cocteau. Pocos meses después, el 10 de noviembre, los barceloneses habían podido leer por primera vez la nueva palabra, traducida como super-realismo, en el programa de mano del ballet en el Liceu.

Apollinaire había dado el nombre, pero no su contenido (solo una frase: “Cuando el hombre quiso imitar el caminar, creó la rueda, que no se parece a una pierna; creó así el surrealismo sin saberlo”). Breton, junto con Louis Aragon y Paul Éluard, fue quien impuso lo que debía entenderse por surrealismo. Cuando Picabia le pidió que le acompañara a Barcelona en 1922, ya estaba listo para sistematizar un primer compendio que desarrollaría en el manifiesto de 1924: de la escritura automática al relato onírico y al soñar despierto, dinamita para la moral cristiana. Lo hizo en una conferencia en el Ateneo de Barcelona, el 17 de noviembre, considerado uno de los textos fundacionales del surrealismo, Caractères de l’evolution moderne et ce qui en participe.

Picabia y Breton salieron de París el 1 de noviembre y llegaron a Barcelona el domingo 5, previa parada en Marsella. El archivo de Simone Kahn conserva una fotografía en la que apenas se distingue a Germaine Everling, Picabia y Breton, junto al auto en el que transportaban, para ahorrar costes, las obras que se expondrían en la galería Dalmau. En la imagen, la única en la que aparecen los viajeros, se ve a un fantasmal Breton envuelto en una larga pelliza forrada de petigrís, prestada por el coleccionista Jacques Doucet y, como recuerda Everling, con “el casco de aviador de cuero del que se escapaba su cabello de poeta”.

El matrimonio Breton se alojó en la Pensión Nowé, en la plaza de Cataluña, y el hecho de que llegaran enfermos (Simone con salmonelosis y fiebre alta) no ayudó a que tuvieran una buena impresión de la ciudad. “Es posible —escribió los días 7 y 9 a su mecenas Jacques Doucet— que España me siga resultando antipática. Es cierto que no puedo consolarme de haber abandonado París en un momento en el que sucedían tantas cosas interesantes. Además, cuando llegué aquí estaba muy seriamente enfermo, ¡qué habría sido sin su maravilloso abrigo!”.

Postal de Breton a Picasso

Breton compraba obras de arte para el modista Jacques Doucet, entre ellas Las señoritas de Aviñón, de Picasso, obra cumbre del cubismo, y cuatro de las piezas que Picabia iba a exponer en Barcelona. “La vida —continuaba la carta a su mecenas— está a precios inasequibles, hasta tal punto que tenemos que pensar en regresar. No me atrevo a transmitir esta necesidad a Picabia, cuya exposición no se inaugura hasta el día 18 y él tiene muchas expectativas en las conferencias que debo dar en el Ateneo”. Barcelona olía a sanatorio y a perfumes de sacristía.

El malhumor de Breton, que apenas ocultaba que su alianza con Picabia era más estratégica que sincera, se vio atemperado por la oferta que le hizo Dalmau de publicar, además del prefacio del catálogo de la exposición, el texto de la conferencia con fotos de Man Ray y los poemas que estaba escribiendo. Era un momento bisagra hacia la nueva etapa netamente surrealista de Breton. “Es el Algo Nuevo trabajado en la base”, dice uno de los versos, aludiendo a Gaudí y al relieve de la Anunciación que coronaba la clave del ábside de la cripta de la Sagrada Familia. “¿Conoce esta maravilla?”, preguntó a Picasso en una postal con la fotografía del templo gaudiniano.

Por fin, el día 17 pronunció la conferencia en el Ateneo. Como apoyo, se había traducido al catalán la cronología que Aragon había publicado en Littérature para situar las etapas literarias que conducirían a la irrupción del surrealismo bretoniano. Después de que el entusiasta Dalmau dijera que Breton consideraba “Barcelona como el único lugar en nuestro continente en el que procede una acción esencialmente moderna”, el poeta francés citó, entre otros, el famoso verso de Lautréamont que fue consigna del surrealismo (”bello como el encuentro fortuito, sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas”) y describió un retrato de familia presurrealista con casi los mismos integrantes del cuadro Reunión de amigos, que pintaría Max Ernst en diciembre de 1922.

“Quizás” —dijo Breton en el Ateneo barcelonés— “haya entre ustedes un gran artista que a través del ruido de mis palabras distinga una corriente de ideas y sensaciones no muy distintas de las suyas”.

 

Poema de André Breton

Cuando Joan Miró volvió a París en 1923 y preguntó al pintor André Masson a quién había que seguir, si a Picabia o a Breton, Masson no dudó: “A Breton, es el futuro”. En la Cataluña novecentista y católica bajo la dictadura de Miguel Primo de Rivera, el surrealismo fue visto al principio como un esnobismo extranjero, moralmente disolvente.

Aquel año, Miró pintó sus primeros cuadros surrealistas. En 1929, Salvador Dalí y Luis Buñuel aplicarían al cine la versión más irreverente del surrealismo. Lorca llevó su poesía a la cumbre y en 1935 nació una rama canaria. La Guerra Civil impidió en 1936 una gran exposición internacional en Barcelona y después, en el franquismo, se confundió con el realismo mágico, despojado de los elementos subversivos.

Hoy, el surrealismo sigue tiñendo las artes y las letras, y en el habla popular pervive como un epónimo. Surrealista se dice de algo que es absurdo e irracional, que no entendemos y que nos fascina o nos irrita como todo lo que permanece oculto.

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9 de septiembre de 2024

'Ocàs i fascinació' de Eva Baltasar (Club Editor, 2024)

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Arruinarse la vida en un parpadeo

Sección visual de Kinds of Kindness - FilmAffinity

Escribo constantemente sobre las ocasiones en las que me doy de bruces con la suerte de presenciar la transmigración de un alma genuina, contenedora de una idea penetrante, a un cuerpo narrativo distinto al suyo. Pero es que cuando ocurre -esto significa: leer y trasladarse a una película, a una representación, a una pintura, o viceversa, sin que tengan nada que ver, sin que se hayan conocido nunca- es como estar en una fiesta; una fiesta en la que, sin previo aviso y después de soportar varias horas de música anodina, se pusiera a los platos mi pinchadiscos favorita.

Algo que resulta tan común, tan prosaico, tan de cada fin de semana, se transmuta en el festival de la pirotecnia, en el abrir paquetes uno detrás del otro la mañana del día de Reyes. Que me haga tanta ilusión descubrir el diálogo secreto entre dos relatos morfológicamente distintos (tal vez no sea un hallazgo si no una invención inocente, la manifestación de mis obsesiones; tal vez si se encontrasen se llevarían fatal y no se dirigirían la palabra) solo responde al regalo de saberse rodeada de cristales en los que reconocerse, de reflejos en los que mirarse, con la certeza de que no te girarán la cara, de que siempre y absolutamente siempre van a devolverte el saludo.

Fui testigo de una reverencia de este estilo, de una leve y probablemente inconsciente inclinación de cabeza, al ver Kinds of kindness (Yorgos Lanthimos, 2024) en el cine Rívoli que está cruzando la calle opuesta a la librería: mi cerebro rebobinó a velocidad x2 hasta marzo, a cuando leí Ocàs i fascinació de Eva Baltasar. Quizás el detonante para este no-tan-obvio intercambio fuese la estructura familiarmente literaria de la película (un formato tríptico, como los anteriores Permagel, Boulder y Mamut; la nueva novela de Baltasar es, en cualquier caso, un díptico moderadamente distópico): sin embargo, a medida que avanzaba el metraje también lo hacía la vinculación anímica entre los dos artefactos, volviéndose cristalina hacia el final. Las tres historias del filme, interpretadas por las mismas actrices y actores en diferentes papeles, enlazan orgánicamente los espacios físicos y metafóricos de la extrañeza y el malestar, de la mística y de la muerte: una facultad que también encuentro en la última publicación de la escritora catalana. En ambas producciones permea la idea de la transacción; ¿Cuál es el precio a pagar por la libertad? ¿Acaso existe el libre albedrío? ¿Se puede decidir sin renuncia?

Los tres retratos de Lanthimos conectan a través de un personaje - bastante insustancial en apariencia, incluso si esperas a la escena postcréditos- de cuyo nombre sólo conocemos las iniciales (R. F. M.), y que morirá al principio y resucitará al final. Un trayecto de la muerte hacia la vida, una representación del arquetipo budista de la reencarnación. En Ocàs, primera parte y Fascinació, segunda, es una mujer con nombre de virgen la que hará el viaje en sentido contrario, pero que permanecerá en el mundo al ser convertida en una imagen, en un objeto de culto.

‘Una feina com una pallissa, que m’estovi el cos i em deixi el cap irreparable.’
‘Em meravello de com és de fàcil injectar en un cap aliè una idea insana.’

En estas frases del monólogo interior de una protagonista sin nombre (a mis ojos una especie de heroína contemporánea de la gentrificación), asoman los tres conceptos que vertebran el primer capítulo de Kinds of kindness: la autoridad, encarnada por la figura del jefe, la subordinación que supone el hecho simple de trabajar para alguien -correspondiente al empleado- y la imposibilidad de concebir un escenario donde no exista la tiranía de las necesidades inventadas. Richard (Jesse Plemons) es el sujeto en el cual Raymond (Willem Defoe), inyecta con facilidad el germen de los mecanismos de la dominación: come lo que su capo le indica, folla cuándo, cómo y con quien él le señala, y bebe el cóctel que, por cualquier razón, él le ha escogido. Hasta el momento, no debería resultarnos ni muy inquietante ni demasiado ajeno. Para la joven de la novela, en cambio, el sujeto aniquilante de la voluntad es la vida en la ciudad y su tiranía. Estos dos personajes, que pelotean entre papel y pantalla, no dejan de ser subordinados devotamente sometidos: en el caso de ella, incluso (y precisamente) hasta después de haber terminado con la vida de su patrona.

Las imágenes que describe Baltasar me trasladan a las atmósferas que graba Lanthimos; leerla es como ver a Emma Stone probarse unos zapatos en los que no le caben los pies, o tirada en una butaca con el cuerpo hecho marioneta y una herida sangrante donde debería estar el hígado. Es observar a Margaret Qualley saltando grácilmente hacia una piscina vacía, aterrizando con la cara, o directamente, a su cabeza atravesando la luna delantera de un coche -una de las seleccionadas escenas que, lejos de resultar perturbadoras, te arrancan una carcajada: marca de la casa-. En ambos ingenios el paisaje está decididamente atravesado por las dinámicas de poder y el cuento del sometimiento, y la violencia y la seducción son las columnas donde se apoyan las criaturas.

En el segundo capítulo, el director griego nos propone experimentar el juego endemoniado de la luz de gas: un marido espera a que su mujer, desaparecida durante una investigación en el océano, vuelva a casa. Aparentemente se cumple el anhelo, pero lo que recibe es una carcasa que, aunque luce igual que ella, ni calza la misma talla ni odia el chocolate; una copia, una doppelganger casi perfecta. Emma Stone interpreta así a una mujer exageradamente sumisa. Jesse Plemons, a un tirano déspota que continuamente pone a prueba la veracidad de quien dice ser su esposa. ¿Quién tiene la verdad, quién conoce lo que realmente ha sucedido? ¿Es siempre el narrador de la historia quién la controla?

Todos los intérpretes terminan boxeando contra su propia trivialidad, noqueados por la falta de sentido de su existencia: al igual que en la película, la cronista del libro también vive entre lo conocido y lo desconocido, el cobijo y el peligro -limpia y cuida una casa a la vez que la viola, vaciándole la nevera, sumergiéndose en su bañera-: ella es una farsante, igualmente una mentira, una máscara. Como la mujer de Daniel el Policía, sólo una copia.

Hacia el final de estas dos narrativas especulares -y con especial notoriedad en el tercer capítulo de Kinds of kindness- se da una simbología compartida: el agua, la sed y la muerte empapan las últimas partes de estas primas separadas por distintas latitudes. Una y otra nos dejan entrever el vagabundeo incesante de quienes buscan escapar de la normatividad, a la caza de algo más grande: Dios, burlar a la muerte, la trascendencia, la entrega definitiva del espíritu a un bien mayor. Total, la vida se te puede ir a la mierda con un solo gesto, y lo saben bien tanto la chica que huye de un marido violador para terminar siendo el utensilio implacable de una secta new age como la que, desalojada a golpes de su casa, se cobija por las noches en su lugar de trabajo. Las dos están entrelazadas por el dibujo infinito eros-thanatos: la madre abandonadora que tiene como misión encontrar a la mesías capaz de insuflar vida de nuevo en un cuerpo vacío y la asesina que, a base de sacralización y cuidados, tratará de mantener viva a su víctima, convirtiendo la habitación donde reposa en un templo. Comparten la hechura asfixiante del amor, el cuestionamiento de la norma y de aquéllo que deberíamos querer. Además, ambas son poseedoras de un conocimiento pretérito; saben que, detrás de lo mundanamente deseable, pueden esconderse montañas de horror, maltrato y abuso.

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9 de septiembre de 2024
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El lado salvaje. Mi perrito y yo a dos voces

Les cuento que empecé un Taller de Bolsillo con la experta en literatura y naturaleza Gabriela Jáuregui: nos habla de cómo nos relacionamos con los reinos animal y vegetal, cómo los poetas y narradores se acercan a ese íntimo “otro” salvaje, y cómo ese mundo ajeno nos podría mirar a nosotros. Ella se comunica por Zoom desde un rincón rupestre cerca de Ciudad de México, donde esperaba escuchar el canto de los pájaros, pero en medio de la primera sesión ella se alarmó porque se escuchaban balazos.
El taller es un recorrido por las escrituras que se adentran en la sensibilidad de los animales y las plantas. Me encantó una poesía de Emily Dickinson que es una carta de una mosca, y los inclasificables ensayos de Gloria Ansaldúa, que yo no conocía. Estos talleres online son una reliquia preciosa, tal vez lo más valioso, que nos queda de la vida en pandemia.
El primer día Gabriela nos asignó un ejercicio:

Ejercicio: Soy multitudes como dice Walt Whitman, Yo soy otro como dice el poeta Rimbaud, o como dice también el divulgador de la ciencia Ed Yong, contenemos multitudes. Piensa con qué seres vives enredadx de forma tentacular. ¿Cuáles son tus relaciones simbióticas/simbiopoéticas y con quienes? Describe tu relación con lx otrx, primero desde el punto de vista tuyo, personal, pero en tercera persona, y después describe exactamente la misma relación, pero de la perspectiva del otrx, y esta vez en primera persona. ¿Cómo se tejen estos dos relatos? Busca la particularidad de los detalles y escribe desde allí, desde los sentidos.

Esta es mi relación con mi perrito Franki visto desde una posible deidad que soy no soy yo, en peligroso equilibro en el techo de nuestro dormitorio:

Franki entró a la vida de Roberto por la ventana. O tal vez sería mejor decir que entró sin que él lo haya buscado. Cuando volvió de su primer viaje a Europa con Carmen, al inicio de su relación, la primera vez que hacían juntos un viaje largo, ahí estaba, minúsculo y desamparado. Con su pelambre hippie en distintos tonos de marrón, con esos ojazos asustados, con el rabito ya cortado, arrancado a edad demasiado tierna del amparo y la educación de su mamá.
Laurita tenía en ese momento nueve años. Durante el viaje de su madre con Roberto, se había quedado en el departamento de Plaza Italia con la abuela, la sabia y risueña doña Coquis. La abuela había encargado un perrito para ella, y este viaje la unió más con su nieta: Laura eligió de todos los minúsculos Yorkshire, el perrito que más le gustaba de la camada, que terminó siendo el Franki. Doña Coquis se quedó con su hermano Harry.
Pasaron cinco años y medio. En este momento Franki, ya un señor perro que vira, a veces sin transición y sin motivo, de gruñón a cariñoso y viceversa, duerme al sol sobre el abrigo recién lavado del colchón, mientras Roberto escribe y escucha música.
Si alguien los estuviera viendo en este momento probablemente sentiría que la escena es de plácida hermandad, de amorosa convivencia. Desde su escritorio, Roberto mira a su perrito y se alegra de que esté en su vida y que, de forma oblicua y perruna, haya cimentado en estos años la relación de familia entre él, su flamante esposa y la hija de ella, que ya tiene 14 años.
Pero si esto fuera una película y si la cámara se acercara al dorso de la mano derecha que escribe en el teclado, notaría la cicatriz carmesí de una herida: la mordida de hace un par de semanas, el recuerdo de que Franki es también una bestia salvaje, un animal. Un depredador. El atacante que hace que el otro día Roberto le comentase a Carmen que es una suerte de que sea tanto más pequeño que ellos.
Si tuviera el tamaño de un Velociraptor, le dijo con una risa nerviosa, los mataría de un mordisco.
La costra, que lleva muchos días de lento endurecimiento, también le recuerda a Roberto con minucioso horror, que él es también una presa a punto de ser cazada.

Y esto es lo que imagino que podría estar pensando Franki. Obviamente, habla de “tú”, como buen chileno, no de “vos” como yo.

Te estoy mirando, mi esclavo. No entiendo tus palabras, no entiendo las voces ampulosas de ópera que resuenan entremezclándose con el ritmo del repiqueteo de tu teclado. Sí sé que la música lenta, envolvente, que se escucha arriba, en tu altillo, es distinta del rock punzante y repetido que pone mi mamá Carmen en la cocina, del trap de disparo rápido de mi hermana Laura en sus parlantes, y muy distinta de las canciones románticas del teléfono que hacen suspirar a Úrsula mientras mueve por la alfombra a mi enemiga jurada, la diabólica aspiradora.
Y también entiendo cómo me miran, cómo me tratan, cómo interactúan conmigo. Es muy divertido. Yo actúo para ustedes, les hago fiestas cuando llegan y cuando me acarician la cabeza y sobre todo cuando me hacen cosquillas en mi panza peluda. Es todo teatro, simulacro. Lo saben, ¿no? El amo soy yo. Esta es mi casa. Ustedes son mis invitados, y los tolero mientras no me molesten demasiado. Por ejemplo, los dejo dormir en mi cama, pero si se ponen pesados ocupando parte de mi sitio al medio, de un certero mordisco les recuerdo quién manda.
Sí, a ti te hablo. Me estás viendo ahora, tirado al sol en el sofá, sobre el cobertor que acabas de lavar y pusiste a secar al sol porque lo oriné y lo dejé hediondo a mi pis. Claro, tengo que marcar todos los espacios y ámbitos, para que quede claro que son míos.
Estoy alerta, mirándote con cara de perrito bueno, con las orejas paradas porque sé que estás escribiendo sobre mí.
Sé que viviré pocos años; sé que, aunque para mí ustedes son instrumentales e intercambiables, para ustedes yo soy el corazón y el motor de esta casa, el amo y el líder de la manada, y que cuando no esté me van a extrañar horrores. Ese dolor postrero será mi venganza porque, aunque ustedes no decidieron que me tocara esta perezosa y repetitiva vida de perro, son lo que tengo más cerca para vengarme de mi mala suerte.
En otra vida, ojalá vez me toque convertirme en gato. Y ahí sí sentirán la profundidad de mi desprecio, sin trampa ni actuación.

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6 de septiembre de 2024
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Sepulcros no blanqueados

Aldea marítima en una zona de la costa africana que, por razones diversas está completamente vedada al turismo.  Una docena de pequeñas viviendas y ocho o diez cayucos de pesca. Junto a su puerta, un vecino recoge en un cubo caracoles de mar, los extrae de su concha y los deposita en otro cubo. Perturba la escena la presencia a escasos metros de un amontonamiento de botellas de plástico, latas vacías de cerveza y restos de alimento. La vivienda mantiene las medidas  y forma de la choza tradicional de la cultura del país, pero los retazos de latón y plástico, el techo de uralita, el destartalado ventanuco, con cartones mal encajados, la emparentan con las chabolas insalubres que se despliegan en las periferias marginadas de las ciudades europeas, y asimismo violentan el paisaje rural de muchos países del mundo.

La vida en esa aldea es posiblemente tan elemental como hace siglos:  la pesca artesanal y la recolección de las frutas y vegetales, que en ese clima ecuatorial surgen sin necesidad de cultivo, bastan para el alimento cotidiano. Pero pasa por la cabeza que, siglos atrás,  la vida era quizás  mejor y más digna: la cabaña estaba  hecha con materiales proporcionados por el propio entorno; para las necesidades fisiológicas había lugares prefijados en el espacio abierto; los utensilios,  de madera horadada o tallada, se utilizaban durante años; con los restos de la alimentación propia se alimentaban animales útiles para la comunidad humana y, en suma, el insalubre montículo de latas, plásticos y desperdicios no perturbaba la imagen del lugar.

Sin duda los habitantes eran entonces víctimas de gravísimas enfermedades que hoy tienen remedio, pero dudo de que la sanidad pública esté presente en este lugar retirado, dado que brilla por su ausencia en la propia capital del lugar, dónde bajo el puente sobre el río que atraviesa un barrio popular, el agua se estanca entre inmundicias orgánicas y, también allí, los cúmulos de latas y plásticos.

Cambio de zona geográfica, pero no de asunto. El autobús que conduce de la capital de la República Dominicana a la capital de Haití, Puerto Príncipe, circula tras pasar la frontera por la orilla de un lago conocido en la parte haitiana como Étang Saumâtre, estanque salobre.

La zona es una suerte de tierra de nadie sin apenas vegetación ni habitantes. ¿Y cuál es el primer indicio de que estamos llegando a una zona poblada? Pues que la superficie del agua del lago, hasta entonces límpida, se va cubriendo de botellas de plástico que vierte sobre la orilla convertida progresivamente en basurero. En Haití, como en tantos otros lugares el agua envasada es el remedio para la parte de la población que puede acceder a ella, pues otra parte se ve abocada a beber en ríos como el que atraviesa un barrio popular de la evocada ciudad africana.

Hay decenas de millones de seres humanos para los cuales el poder (que no orden, palabra que supone armonía) económico y político hoy imperante en el mundo, desde luego no asegura la subsistencia, y aun cuando lo hace no siempre garantiza la decencia del entorno, empezando por lo más elemental, la salubridad. Pues ¿cómo ver el espejo del hombre ante imágenes de personas ancianas buscando un lugar furtivo para realizar sus necesidades, y de niños chapoteando en un río de excrementos, cuyas aguas sino les destruyen ciertamente les vacunan.

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5 de septiembre de 2024

'Mi corazón' de Else Lasker-Schüler. Firmamento, 2024

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Else Lasker-Schüler y la búsqueda de un amor hecho de milagro

 

A principios del siglo pasado, Berlín era una fiesta, antes de que se empezaran a cavar trincheras en Europa o la ciudad se convirtiera en la capital de los rusos blancos. Mejor dicho, era un teatro de variedades donde se daba rienda suelta a los sueños, hasta entonces, como genios, encerrados en la botella del inconsciente. Era también un gran café atestado de emigrados, artistas, intelectuales y bohemios llegados de todas partes para inventar la experiencia urbana contemporánea.

O la pista de un circo que un funámbulo cruzaba desde lo alto, clavando la mirada en un punto fijo. O era un parque de atracciones, como el Lunapark, que exhibía también a seres humanos esclavizados para el espectáculo de la mirada (los Völkerschauen, o zoos humanos).

En ese Berlín -y en esos ambientes- se integró Else Lasker-Schüler (Elberfeld, 1869-Jerusalén, 1945), una de las poetas alemanas más originales, desinhibidas e inclasificables, adorada y detestada a partes iguales. Lasker-Schüler, que se había mudado allí a los veinticinco años, fue definida por Karl Kraus, llamado en estas páginas el "Dalai Lama de Viena", como un cruce de arcángel y pescadera. Todas estas localizaciones se describen en esta novela epistolar.

 

Un manual de cartas de amor

Dirigidas a su marido, Herwarth Walden (y a su acompañante, el abogado Kurt Neimann), durante su viaje por Noruega, los protagonistas de estas cartas son la ciudad y los sentimientos de la autora. Ella explora ese espacio intermedio entre lo público y lo privado llamado extimidad. Hoy, sería fácil etiquetar Mi corazón como "literatura del yo", aunque esta clasificación resulta insuficiente tanto en la actualidad como en vida de Lasker-Schüler. Aunque ha sido más estudiada por su poesía, la apreciación de su prosa ha crecido en las últimas décadas.

En cualquier caso, para definir esta obra, me quedo con el subtítulo de su edición original de 1912: Ein liebesroman mit Bildern und wirklich lebenden Menschen (Algo así como "una novela de amor con imágenes y personas realmente vivas"). En Mi corazón sólo leemos las cartas de ella, su tránsito por los territorios del amor, la pasión, los celos, la confusión, la tristeza o el desencanto, pues su relación con Walden estaba llegando a su fin: "Te conozco y me conoces, ya no podemos sorprendernos y yo sólo puedo vivir de los milagros. ¡Inventa un milagro, por favor!".

Su visión del sentimiento amoroso es intensa, sin medias tintas. "El amor, Herwarth, ya sabes lo que yo pienso del amor: que, si fuera una bandera, la conquistaría o moriría por ella", le dice, y bromea con comercializar el epistolario como "el único manual verdadero para escribir cartas de amor".

Tener el cielo dentro

Pero que no lleve esto el lector a engaño. Mi corazón mira para adentro, y desde ese "adentro" mira también afuera, a Berlín, que no siempre es amable ("Berlín solo tiene una mirilla, un cuello de botella, y casi siempre está taponado, hasta la fantasía se ahoga"). Esa mezcla, de un tono íntimo, irónico y algo descarado, nos seduce. Lo hace con un lenguaje acrobático, sensual y juguetón, sin por ello ocultar las penurias económicas.

("Pero tener poco dinero lo soporto aún peor, no estoy acostumbrada a vivir en miniatura"), cuyo sabor agridulce compensa con descargas líricas imprevistas: ahora unos besos son "mariposas de amatista quemada", una voz es "como un cráter humeante" o de ella "resuenan flores de cristal veneciano y verdaderos encajes palaciegos crujen bajo sus palabras", y de la escritura de alguien dice que tiene "olas sagradas con aroma a oración".

El conjunto es como la búsqueda de una respuesta, con palabras y dibujos, a la pregunta que lanza Lasker-Schüler, a sí misma y al lector: "No se puede entrar en el cielo si no se tiene el cielo dentro, sólo lo eterno apremia hacia la eternidad. (...) Los milagros de los profetas, las obras de los artistas y todas las iluminaciones, también la imprevisible alegría de los ojos, surgen de la eternidad, del azul duradero del corazón". ¿Lo es este corazón?

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2 de septiembre de 2024
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Senil

Siempre leo, diría que con fruición, los informes de los análisis y, en general, de todas las pruebas clínicas. Ahora, por ejemplo, me hago con los resultados de la última ecografía de aparato urinario (sí, ya sé, esta es una odiosa expresión) que me han realizado en el hospital universitario XXX. En líneas generales puede decirse que no está mal, que no hay nada alarmante, que no hay nada que parezca anunciar algo irremediable, al menos a corto plazo. Pero, en el cúmulo de términos médicos, quizá deliberadamente crípticos, destaca un directo y cruel sintagma, “ambos riñones de aspecto senil”, veredicto lógico, por otra parte, dados mis ochenta y dos años, pero que me golpea de lleno, recordando que las palabras son vengativas, que a la larga responden, y que la frivolidad nunca debe ser empleada con ellas. Y pienso en la complacencia festiva con la que utilicé el nombre “Senil” a partir de un relato del excelente escritor barcelonés David Broggi Obiols, que él adjudicaba a un viejo obrero de San Adrián de Besós y que yo adjudiqué a un pícaro flaneur progresista. Y pienso también en el título “Senil” aplicado a un poema que, con métodos propios de cadáver exquisito, redacté con la artista visual burgalesa Nuria Canal Barrientos. La cuestión, pues, ha quedado clara, me equivoqué perdiéndole el respeto a “Senil”, a esa voz que ahora regresa para amargarme la lectura del informe de la ecografía, por lo demás, como ya he comentado, un informe razonablemente tranquilizador en cuanto a mi estado de salud.

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28 de agosto de 2024
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Retrato de familia con blanco de cal

 

La distancia del exilio realza la memoria de los antepasados. Y en esas sombras trasluce la figura de mi bisabuelo materno Francisco Gutiérrez. Es un gigante descalzo de barba encrespada, que sopla una concha marina al alcanzar la ronda de Masatepe para anunciar su llegada, detrás la recua de mulas cargadas de zurrones de cal.

 Ha andado leguas aquel día del año 1867 desde los páramos de San Rafael del Sur en la costa del Pacífico, subiendo por los contrafuertes de la sierra, hasta alcanzar la meseta. En el pueblo faltan casas por construir, y muchas muestran la armazón desnuda de sus paredes de taquezal. Pero ahora se empeña en soplar con más fuerzas porque quiere que la mujer a la que pretende oiga su aviso, mi bisabuela María Silva.

Dejé en Nicaragua en mi archivo familiar su retrato de casados, cada vez más borroso como si sus imágenes se empeñaran en entrar en el agua amarilla del olvido. A él se le ve reposado y feliz, vestido de saco, y descalzo. Los grandes pies rajados por la cal, reclaman el primer plano. Sentado a sus anchas en la butaca, le extiende la mano a la esposa, de trenzas y larga pollera.

Huérfana solitaria desde los quince años, María lo detuvo una tarde para preguntarle por el precio de un zurrón de cal que quería para enjalbegar las paredes ya sucias de años. Tras la compra, y sin que nadie se lo pidiera, él mismo se quedó hasta el anochecer entregado al trabajo de encalar la casa con un hisopo de escobillas arrancadas al cerco.

La peste del cólera de 1857 se había llevado a toda la familia de María, comenzando por los hermanos más pequeños, la misma peste que diezmó a los ejércitos centroamericanos en guerra contra los filibusteros de William Walker. Los cadáveres eran acarreados en carretas a las fosas comunes, y hubo decenas de casas que quedaron desiertas, con las puertas de par en par. Algunos, tomados por muertos, salían de las zanjas y regresaban, revividos por los aguaceros.

De nada le había servido a mi tatarabuelo barricarse junto con su familia, la bodega llena de provisiones, dentro de la casa de altas gradas, alzada en lo hondo de la vasta finca que entraba con sus arboledas en las goteras del pueblo.  La casa se fue despoblando con cada viaje de las carretas funerarias, y a él le tocó irse en el último.

María se quedó entonces sola en las estancias que con sus muebles y utensilios intactos parecía esperar el regreso de sus habitantes. Se acostumbró a la soledad, y cuando el vendedor de cal la encontró diez años después, era ya una mujer muy dueña de sus actos, capaz de bastarse sola para manejar la heredad.

A Francisco la boda lo alivió de seguir caminando distancias con su recua, y lo alivió también de sus accesos de tos febril, siempre respirando aquel veneno blanco de los socavones de las caleras al cargar los zurrones. Y ya casado, se dedicaba en la casa a oficios menores, tejer el junco de los asientos, reparar algún cerco, vigilar que los insectos no invadieran las jicoteras, bajar por agua a la laguna de Masaya, un antiguo cráter volcánico a media legua del pueblo, y aprovechar entonces para darse un baño, desnudo su cuerpo de gigante flotando en la superficie quieta mientras las lavanderas aporreaban, lejos, la ropa sobre las piedras.

A escoplo marcó los espaldares de las sillas del mobiliario de la casa con el nombre Francisco Silva, olvidándose así de su propio apellido y adoptando el de la esposa acaudalada. Mi bisabuela María simplemente siguió al mando, como desde hacía diez años, y agregó una obediencia más, que fue la del marido forastero.

Tuvieron cinco hijas mujeres, conocidas todos como las niñas Silva, una de ellas mi abuela Luisa, todas con prestigio de hacendosas y recatadas, y además, distinguidas, fama ésta última que se habían ganado, según mi madre, porque no salían a la calle, sino era a la iglesia, o a los velorios, y de esta manera en el pueblo las veían poco.

Dentro de la propiedad se cosechaba, se fabricaba y almacenaba todo.  Café, caña de azúcar, maíz, plátanos, cítricos y jiquilite, la planta del añil. Había una muela de piedra para moler almidón, pilas para el añil teñidas de azul, un trapiche de torno movido por un burro, una rueca para devanar las mechas de las velas de cebo.

Y las niñas Silva sabían coser la ropa a mano a falta de máquina, fabricar las velas, castrar la miel de los jicotes y preparar los panes de cera, elaborar vinagre de guineos negros, tostar y moler el café, amasar y hornear el pan en el horno de panal.

 A aquella casa se presentó un mediodía del año 1900, sombrero en mano, mi abuelo Teófilo Mercado, a pedir la mano de Luisa, la más callada y recatada de las hermanas.

 

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26 de agosto de 2024
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El Boomeran(g)
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