Francisco Ferrer Lerín
“Sé por experiencia que a ciertas horas de los fines de semana, en especial durante el calor, el sonido de este barrio, que es un territorio impreciso donde confluyen Gowanus, Boerum Hill y Carroll Gardens, se puebla de golpeteos nerviosos e irregulares, a veces seguidos de exclamaciones de júbilo o de sorpresa. Es el ruido de las fichas de dominó cuando la mano las apoya desafiantes sobre la mesa. Pienso que es la música de las tardes de verano en esta zona de Brooklyn, pasatiempo masculino y percusión impensada que generaciones de portorriqueños han convertido en ruido propio. Uno camina distraído y va escuchando los claps uno tras otro, parece una cadena de golpes que se reproduce a sí misma, con el fondo de conversaciones sobre nada y grabaciones de salsa a medio volumen.”
Fascinante párrafo de Teoría del ascensor, esa narración memorialista del escritor judeo-argentino Sergio Chejfec (Buenos Aires, 1956 – Nueva York, 2022) publicada, en 2016, por mi amigo Víctor Gomollón García en su editorial zaragozana Jekyll & Jill.
El golpeteo, el repiqueteo, el tamborileo, el tabaleo, son acciones nerviosas, cinéticas pero en especial sonoras, de consecuencias inquietantes y a menudo molestas para el sufrido e involuntario oyente. Quiero recordar al abogado Julián Rodrigo Mazas moviendo los dedos a velocidad de vértigo, golpeando sobre el viejo tablero de roble de la mesa de su despacho, mientras estudia la mejor estrategia ante las infundadas acusaciones que pesan sobre mí por el homicidio de unos cazadores de ciervos. También traigo a colación, y al hilo del relato de Chejfec, el repiqueteo coral e inmisericorde de las claveteadas fichas de hueso sobre el mármol de las mesitas de dominó del Casino Principal de la ciudad oscense de Jaca, mientras, a poca distancia, intento aparentar una buena jugada en la partida de póquer sintético, un farol condenado al fracaso por la proximidad del ruido y la consiguiente poca acertada expresión de mi rostro, tan sensible al estrépito y a la falta de sosiego.
Mas no todo el ruido es dañoso. Ahí está la historia de los dos reclusos que inventaron su propio morse para, a través de un muro, articular los movimientos de una imaginaria partida de ajedrez. Y la de Braulio Estebánez Puti, empleado de la mercería “La Concepción” de mi tía abuela Carmen Madroñales Lupo, diseñador de un código para intercambiar, pared con pared, mensajes de alta carga erótica con la vecina, a la que sus padres tenían encerrada dado el furor uterino que la aquejaba y a la que incluso los satisfyer de última generación, traídos de Liechtenstein, tampoco tranquilizaban. Braulio y Almudena, así se llamaba ella (murió hará poco electrocutada), fueron pues los beneficiarios, durante una prolongada etapa, de la percusión parietal, única vía posible para la práctica de ese espasmódico, brutal, cifrado, pero placentero onanismo solidario. El ruido y la furia.