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El último espectador (finis)

¿A qué me llama Piglia, desde este plan revolucionario de operaciones que creo leer en la entrelínea de sus textos, pero ante todo en la praxis de sus películas? En primer lugar, a jugar. Piglia quiso escribir cine desde siempre. La literatura se le convirtió en el lugar del deber, pero el cine sigue siendo el lugar del deseo. ¿Por qué será que existe tanta gente en el mundillo de la cultura -que por cierto dista del mundo de los que pican piedras- tan dispuesta a renegar de sus deseos infantiles? Para Piglia niño el cine era el horizonte de lo imposible (escribir en un cuaderno escribe cualquiera, crear esos universos de la pantalla gigante tan sólo lo hacen algunos elegidos), sus incursiones en este arte pertenecen al dominio de lo lúdico.

En segundo lugar me impulsa a narrar sin complejos. Ni la tradición ni las fórmulas ni la presión editorial nos despojarán del derecho a contar las historias que deberían expresarnos, del modo que estimemos más apropiado: ningún recurso será demasiado vanguardista o demasiado anacrónico.

En tercer lugar me llama a crear alternativas a las ficciones oficiales: aquellas concebidas desde el poder -político y el económico, con los medios como voceros-, pero también a aquellas que el mundo académico blande como mecanismos de control. ¿Cuántos artistas fueron rescatados del ostracismo, del vacío que los medios generaron en derredor suyo, por un público que recomienda lo que le conmueve de boca en boca? Parafraseando a Válery: necesitamos fuerzas ficticias que oponer a las otras fuerzas ficticias. ¿No es evidente que los sueños de unos pocos -sueños mezquinos, de poder irrestricto- se están imponiendo a nuestros sueños?

En cuarto lugar me insta a romper con la pureza del artista de laboratorio e intervenir en el mundo. Siguiendo a Brecht, y al Arlt que invita a pensar la creación en términos de robo, de estafa, de violencia retaliatoria, Piglia subraya la justicia poética de lograr que los banqueros del cine le paguen para hacer lo que le da la gana. ¿No será más delito producir una película que escribirla? Por lo demás, el narrador de hoy no debe tener preferencias en lo que hace a los soportes narrativos. ¿Qué la televisión desempeña hoy el rol de la novela en tiempos dickensianos? Pues vayamos al asalto de la televisión.

Y en quinto y último lugar, siento que nos llama a dialogar en pie de igualdad con los grandes narradores de hoy y de siempre, en lugar de agotarnos en polémicas provincianas o en tareas más propias de un bibliotecario o de un archivista que de un imaginador. ¿Dónde figura que hoy es imposible escribir tan bien como Cervantes o como Joyce? ¿Por qué aceptamos como verdad revelada la idea de que nadie puede competir en poder imaginativo con Shakespeare o con Dante? ¿Por qué no discutimos este sitial de inferioridad donde nos encajaron por decreto?

Despreciar los elementos que la vida en Latinoamérica nos proporciona en materia de historias, de culturas, de variaciones de la lengua, sería tan criminal como derramar leche en el suelo de un país con hambre; y si aun así lo hacemos, seremos juzgados en consecuencia. Además del precio que ya pagamos en lo económico y en lo político, además de las violencias a que se nos somete a diario, ¿debemos tolerar sumisamente la violencia extra de que se nos prohiba escribir a lo grande, y leer a lo grande, por el hecho de haber nacido tarde en la Historia -y en el lugar presuntamente equivocado?

A fin de cuentas, ¿qué es más conservador, más seguro en el mundo de hoy? ¿Escribir ‘raro' y asegurarse la publicación internacional, los premios, las exégesis de los suplementos culturales, o reclamar nuestro derecho a reinventar los grandes relatos? ‘Nada de transacciones, la única verdad no es la realidad', dice Piglia en Crítica y ficción.

No nos prohiban la noción del argumento, porque todavía necesitamos contarnos a nosotros mismos. No proscriban la intriga, porque todavía necesitamos preguntarnos cómo terminará nuestra película. Déjennos escribir mal en el sentido en que Feiling usa la expresión, esto es, escribir a contrapelo de la versión dominante. No desalienten la creación de personajes fuertes, porque necesitamos no sentirnos solos cuando los libros vuelven a la biblioteca: ¿quién nos acompañará, con quién nos compararemos, quién nos instará a vivir, si los narradores no nos proporcionan criaturas inolvidables?

¿Qué la tarea es tan intrincada, tan inabordable como un nudo gordiano? Siempre está la posibilidad de cortarlo. Eso ha sido el cine para Piglia: el tajo con que se liberó de los lazos que lo ahogaban.

No sé ustedes, no sé que pasa con los demás escritores, guionistas, directores. Pero yo no quiero quedarme en casa muerto de miedo, ni someterme en silencio a lo que me sugieren que haga para obtener reconocimiento.

Yo quiero despertar de la pesadilla de una vez por todas.

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1 de mayo de 2008
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Caminito que el tiempo ha borrado

Primero se llamó "la revolución de mayo", luego lo de "revolución" se cayó y los diarios hablaban de "mayo del 68". Más tarde no es raro ver que se cite sencillamente "el 68" como si fuera un alarde atlético anterior al "69" del kamasutra. En la actualidad es más frecuente leer acerca de los "sesentayochistas" que sobre los famosos sucesos. La actual conmemoración, no obstante, ha llenado las librerías de objetos religiosos.

Un "sesentayochista" artístico suele ser un individuo dotado con la Tarjeta Dorada de Renfe que utiliza sin embargo un atuendo pleistoceno (tejanos sin marca, zapatillas deportivas, jerséis llenos de bolas), tiene una subvención estatal considerable y muy buena opinión de Fidel Castro. Muchos cantan, o lo intentan. Cuando bebe, lo que sucede con cierta frecuencia, llama "facha" incluso a Rosa Luxemburg. Hay que entenderle: en él es una intensa expresión de cariño previa a la quimioterapia. De todos modos, también hay "sesentayochistas" de sillón de cuero.

En su primer momento, como es lógico, aquello fue verdaderamente una fiesta, es decir, un caos en el que nadie sabía quién era el dueño de la casa, ni si se podía abrir la nevera o usar los dormitorios impunemente. Lo único que tenía urgencia era llegar hasta las bebidas y a los que vendían canutos. Esos fueron los primeros días. Es de suponer que lo mismo sucedió en 1789 y en 1917, con la diferencia de que en Rusia en octubre hace un frío del carajo. En julio, por el contrario, París se desmelena y las madres de la revolución de 1789 mostraban unos pechos similares a los obuses prusianos (como bien reflejó Delacroix en la siguiente, la de 1848), pero en mayo ni fu ni fa. Por esas fechas se dan días buenos y días malos. Nada que ver con el mayo de Praga. Allí todos fueron malos.

En París hubo varios días buenos. A la manera veneciana, no circulaban coches, autobuses o camiones, pero en cambio no había ni un solo turista en calzoncillos o en chándal, una bendición. La gente estaba feliz al sol, paseando por los bulevares silenciosos o ligando en la universidad y sin tener que dar explicaciones por llegar tarde o no llegar en absoluto. Si llovía, que llovió, se refugiaba en los infinitos cafés bajo la mirada agresiva de los camareros, todos ellos de extrema derecha desde lo de Argelia. En muchos cafés se habían agotado las existencias o las habían escondido, pero eso no impedía sentarse a fumar unos galoises y observar con complacencia al servicio mordiéndose los puños con la habitual cobardía de los mayordomos ensalzada por Lenin.

Para cuando empezó a agotarse el pan y otros implementos del hogar, los sindicatos cambiaron como de la noche al día y comenzó a olvidarse lo de "revolución". El pacto social se convirtió en la palabra clave y "los del 68" ya figuraron para siempre como unos burguesitos de mierda en los discursos del proletariado estalinista, o sea, el Partido, o sea, los sindicatos. Los sucesos reales pasaron muy rápidamente a llamarse "mayo del 68" un poco como aquí decimos el "11 M" y en Nueva York el "11 S" o lo que corresponda en esa tipografía analfabeta.

/upload/fotos/blogs_entradas/testigo_de_su_poca_med.jpgLa fiesta se terminó de golpe cuando De Gaulle salió volando y los mejor informados decían que estaba en Alemania preparando la invasión de Francia. El general, que había ocultado con enorme esfuerzo la colaboración de miles de entusiasmados franceses con los alemanes de Hitler, ese caballero, no era un bromista y ya bastante había tenido con arrastrarse a los pies de los aliados para que le dejaran actuar como un general de verdad. Ahora tenía la ocasión de demostrar su temple guerrero con un enemigo despreciable: los franceses.

Así que los más exaltados revolucionarios volvieron a casa para preparar sus coartadas. Negociaron con sus tías, muchas de las cuales pertenecían a la crême, para que juraran que aquella semana la habían pasado en el chateau de la familia jugando a la petanca. A cambio, renunciaron al Monet del salón. Así se forjaron varios prestigios que han durado hasta el día de hoy. Unos dirigen ONGs, otros son diputados en cualquier democracia europea y en cualquier partido democrático (no hay que hacerse el estreñido cuando el destino aprieta) y una mayoría se hicieron profesionales del 68. Casi todos son o han sido ministros o directores de revista especializada, sólo una escuálida minoría pasó al terrorismo sin apenas preparación. Murieron con las Adidas puestas.

De aquella agitación y verdecer de tanto galán no ha quedado nada. Al cabo de pocos años se observaba, si uno no se había dedicado a la carrera parlamentaria, universitaria o mediática, que la verdadera revolución había sido la píldora, la cual había disuelto la ancestral sujeción paternalista e iba a poner en el mercado a millones de mujeres que desde el neolítico deseaban desesperadamente escapar de los hombres, esos golfos.

Poco después llegaba en su ayuda la TV, cuya expansión colosal abrió los ojos a las pocas mujeres que aún no se habían percatado del proceso irreversible que las libraría de los curas párrocos incluso en la España rural, gracias a programas como "Un, dos, tres". Y finalmente la masificación de la educación y de la cultura acabaría con las viejas exigencias elitistas que obligaban a saber leer y escribir para ocupar una plaza administrativa o un cargo de responsabilidad. Habíamos llegado al final y podíamos olvidarnos de aquel episodio chusco, más francés que el bidet, que alguna vez pareció haber tenido relevancia. En la actualidad goza de la consistencia histórica de eventos como la aparición de la Virgen de Fátima a las tres pastorcillas. O cuatro, que no me acuerdo. Da lo mismo, porque también se ha olvidado por completo si fueron cuatro o mil los del 68 dado que, como las cárceles franquistas, por allí ha tenido que pasar todo el que medra en la política y otros espectáculos. Los hay que juran haber estado, pero nacieron en los años ochenta según consta en su DNI. Si les objetas el orden natural de las cosas, nacimiento, crecimiento, reproducción y muerte, te llaman facha.

Sobre la disolución de aquel producto hay textos famosos, como los "Tigres de papel" de Olivier Rolin y nuevos documentos, como las memorias de Virginia Linhart, hija del fundador de los maos parisinos. Hay que leerlos para entender que aquella inocencia no dejaba de ser criminal. Queda, eso sí, el recuerdo de las cargas de los guardias de la porra, tan emocionantes y hoy innecesarias, las calles vacías, el silencio, los jardines floridos, las muchachas en flor, los muchachos enamorados de las muchachas en flor, algunos vencejos chillando por el cielo y anunciando el verano. Ese verano que nunca llegó.

Artículo publicado en: El Periódico, 27 de abril de 2008.

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30 de abril de 2008
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Mentiras

Cruzaba ayer la Plaza de Oriente de Madrid cuando oí que una chica le decía por el móvil a alguien: "Acabo de llegar a Santander, vuelvo mañana". Tenía pinta de mosquita muerta e iba andando deprisa hacia algún lado. ¡Menuda historia!, pero no la única, la gente miente más que habla y desde que aireamos nuestros trapos por el móvil lo podemos comprobar en cualquier parte. Antes, cuando el teléfono era fijo, su uso era privado y uno hablaba en casa, en el trabajo en voz baja si no se hablaba de trabajo, dentro de una cabina..., en cambio ahora no nos reprimimos y contamos bien alto, como si todos los demás llevasen tapones en los oídos, nuestros asuntillos de pareja, infidelidades o bellos sentimientos, como esa señora que se despedía de su hijo en el tren diciéndole: "Hijito, le cubro con mi sangre y le pongo ángeles alrededor", una de esas frases que aunque no quieras, aunque vayas leyendo, aunque te importe un pimiento lo que te rodea, la oyes. Oyes a la fuerza trozos de conversaciones, de vidas, de verdades y mentiras. De una sala de máquinas tragaperras salía una señora mayor diciendo: "Ya llego, la farmacia estaba hasta los topes".

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30 de abril de 2008
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Levi-Strauss

La cortita lista de los autores publicados en la Bibliothèque de la Pleiade durante su vida se alarga. A Paul Claudel, André Gide, Julien Gracq, Julien Green, Eugène Ionesco, Henry de Montherlant, Nathalie Sarraute, Saint-John Perse y Marguerite Yourcenar, habrá que añadir Claude Levi-Strauss. El antropólogo y pensador entrará el viernes 2 de mayo en el panteón de la edición francesa con un volumen que recopila siete libros suyos. 15.000 ejemplares y un título sin sabor: Oeuvres (obras).

/upload/fotos/blogs_entradas/tristes_tropiques_med.jpgEl año 2008 es algo especial para Levi-Strauss, pues además de esta publicación cumplirá 100 años en el otoño. Dentro de las figuras del mundo intelectual francés, es un caso aparte. Un pensador que siguió su camino rechazando las posturas de compromisos políticos frente a los medios de comunicación, un científico que tiene a la vez una obra de terreno (basada en largas convivencias con poblaciones indígenas de la Amazona) y una obra teórica (para fundar la disciplina de la antropología estructural en un libro epónimo) y por fin el autor de un libro fenomenal, mezcla de confesión, de meditación filosófica y de ensayo de etnología: Tristes trópicos. Su primera frase es la mejora de todos los libros de viajes: "Odio a los viajes y a los exploradores". Lo que sigue es un puro milagro. Cuando se publicó, en 1955, el jurado del premio Goncourt hizo pública su lástima: al no ser una novela era imposible atribuirle el galardón más cotizado de las letras francesas.

La ternura triste del joven indio de la tribu nambikwara que se ve en la portada, con un palito en la nariz y otro en el labio superior, fue la imagen más reproducida dentro de la furia etnológica de los intelectuales franceses durante una época (más o menos a finales de los años 60 y durante los años 70). La idea muy cercana a la visión del salvaje de Rousseau como maestro de la relación entre naturaleza y cultura se combinaba muy bien con los tímidos ensayos de la ecología política y las obvias limitaciones de las teorías socio-políticas vinculadas al marxismo. Levi-Strauss estuvo muy de moda en los años 70 y principio de los 60, cuando se buscaba a un pensador más allá del terreno social. Sus libros de la serie Mitológicas ("de la miel a las cenizas", "lo crudo y lo cocido", etc.) era algo que había que leer tal como su ensayo sobre El pensamiento salvaje. Al final, se fue la moda, tal como se van todas las modas, y Levi-Strauss se quedó.

De todo lo que fue el estructuralismo en Francia, me parece que es él quien mejor aguanta el paso del tiempo. Por una razón sencilla: nunca llegó a cerrar por completo una teoría que no fuese estructuralismo estricto sino voluntad de entender cómo los mitos conviven en una sociedad. Es fascinante comprobarlo: paso mucho tiempo buscando en la red un buen resumen de lo que es la obra de Levi-Strauss; hay buenas notas en Wikipedia, hay cositas por aquí y por allá, pero al final Levi-Strauss no es el rehén de un sitio. Claro, hay que apagar la pantalla y abrir Tristes trópicos.

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30 de abril de 2008
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Etapas de la vida

El primer enamoramiento, el primer empleo, la boda, la jubilación, son etapas de la vida. Ojalá no terminaran nunca puesto que poseen, cada vez que llegan, el bisel luminoso de un renacimiento sin fin. Dejamos atrás una circunstancia y nos incorporamos al fino dibujo de otra. Lo nuevo aporta un valor puro, refrescante y salvífico. Todo lo nuevo, desde un objeto a un amor, desde una prenda a una vivienda, crea la fantasía de que con la inauguración creemos rozar la inmortalidad perdida. El primer paso en el linde del estreno sitúa en una esperanza blanca o infinita. Nada gastado, todo reciente e inmaculado, ninguna macha de decepción, ninguna sombra en la perspectiva.

Esta experiencia sólo puede compararse a la de ingresar en el paraíso o cuerpos fragantes por el estilo. En tal situación, envueltos en la belleza inaugural, cada cual viene a ser para sí una pieza sin tara, lavada de muerte. Una pieza liberada y ligera, tan ausente de la perturbación como libre de ataduras y asechanzas.

La nueva etapa transmite el bien de la transparencia, el aire de la bendición, la bonanza del perdón y la puerta abierta al reino absoluto. Se censura con impiedad la cultura de consumo pero ella significa el acentuado anhelo de no morir en lo ya existente y de lograr, mediante la novedad del objeto adquirido el efecto sucesivo de la novación. Nuevas etapas de relación con el objeto, figuraciones del sobjeto, sucedáneos de perdurabilidad infinita, que, de un lado brinda el perfume de lo nuevo y, de otra, se forma con la fantasía de una inédita narración entre él y yo.

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30 de abril de 2008
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Escritor, editor, traductor, lector

Al principio fue lector. Muy pronto escritor. Después de algunos cuentos, a los veinte años publicó su primera novela, Los dominios del lobo. Han pasado décadas, novelas, ensayos, artículos y traducciones. Ahora, en la edad madura, es académico. ¿Quizá lo debería escribir con mayúscula? Académico, Javier Marías. Será un buen académico. Y no hay tantos buenos. Incluso hay algunos tan prescindibles que no parecen académicos. Y hay ausencias que adelgazan su importancia.

La Real Academia de la Lengua, con sus carencias y sus aciertos, es un  buen lugar para la vanidad, como lo podría ser para la renovación no afectada ni casposa de nuestro idioma. Tan vivo, tan abierto, necesitado de cuidados pero no de congelaciones. Creo que la presencia de Marías -el no tan joven- vendrá muy bien para sacudir un poco esa vieja alfombra que se ensucia y carga con viejos polvos académicos.

En su discurso citó a R. L. Stevenson. Ironizó sobre la caída del escritor de Edimburgo en la tentación de la escritura. Cuando muy bien podría haber seguido con la industria familiar. Continuar con ese hermoso negocio de instalar faros en las costas escocesas. Hace años, en un recorrido por aquellos mares, por aquellos whiskies, me contaron que la mayoría de los viejos faros han sido construidos por el padre, por la familia de Stevenson.

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30 de abril de 2008
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«Episodio del Mare»

En los años en los que París era una ciudad faro para escapados de todos los puntos del planeta, éramos muchos los que en invierno frecuentábamos la Cinemateca de la Rue d´Ulm, vecina al Panthéon, donde por un precio realmente simbólico (un franco y un céntimo) cabía por unas horas escapar tanto al frío ambiental como al más gélido provocado por la soledad y el desarraigo. Entre las películas que se reponían con cierta frecuencia estaba La Terra Trema, filmada por Luchino Visconti en paisajes naturales de Aci Trezza, un puertecito pesquero de Sicilia.

Una y otra vez nos sentíamos conmovidos ante este Episodio del Mare, subtítulo de la película a la que deberían seguir dos nuevos episodios, nunca realizados, uno relativo a los mineros y otro a los agricultores. Se ha escrito con razón que los habitantes de Aci Trezza fueron, además de protagonistas, casi guionistas, puesto que Visconti no sólo respetó absolutamente el habla lugareña sino que recogió las conversaciones espontáneas de sus ocasionales "actores".

En el año en el que la película se rueda, el Mezzogiorno se hallaba sumergido en una profunda postración que desplazaba a sus hijos hacia un Norte fabril, exilio que años más tarde el propio Visconti describiría en términos punzantes en esa tragedia urbana que era Rocco y sus hermanos. Luchino Visconti es un milanés alejadísimo por su condición social de sus modelos y protagonistas meridionales, pero sin embargo parece hacer su narración desde las propias entrañas. No se trata de una particular ascesis por identificarse al otro; de alguna manera su sensibilidad era entonces ampliamente compartida. Pues la moral social ambiente, en el mismo Norte industrioso, hacía que el Mezzogiorno fuera percibido como una suerte de Italia secuestrada que, de liberarse, se revelaría en todo el esplendor de una profunda, arcaica y esplendorosa civilización. De ahí el interés de Visconti por poner el énfasis en la losa económica y social que perturba hasta la corrupción la vida de unos pescadores que son como paradigmas del lazo, siempre conflictivo y hasta trágico, que el hombre mantiene con la naturaleza. Precisamente porque Visconti asume y representa, en ese momento, una visión política a la que repugnan los males contingentes y apunta a la abolición de sus causas sociales, La Terra Trema hace amar Aci Trezza, como se ama el espejo de una civilización sellada por lo elemental e inevitable, por lo que es común al ser humano en toda circunstancia.

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30 de abril de 2008
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Hoy sí no, por favor

Suele recomendarse, no sin alguna bienintencionada ingenuidad, que salga uno lo menos posible de su casa durante el accidentado transcurso de un día negro. Existe por supuesto una confabulación secreta, a la que no es ajeno el clima, ni el reloj, ni aquella sospechosa sincronía que hace a los aparatos descomponerse con abusiva simultaneidad. Pues no le basta al boiler con reventar a media tarde del sábado; ha de hacerlo además cuando le acaban a uno de cortar el teléfono. Con la puntual ayuda de la mala conciencia, parece fácil creer que el destino arrea hacia nosotros varias calamidades conexas para ofrecernos un escarmiento a tiempo. Es un aviso, se dice el culpahabiente, aliviado también por la ventaja extra de asumirse al comando de su vida, y en tanto libre del influjo fatal de un día negro.

     Hasta donde se sabe, sólo hay una manera de escapar al odioso transcurso de un jour noir, y ésta consiste en fallecer a primera hora -un despropósito, antes que una estrategia, pues nadie como un muerto pinta el día de ausencia de color-; de otro modo, el mal fario continuará encontrando la forma de colarse entre las intenciones más luminosas para contaminarlas de penumbra. Cada vez que comienza un nuevo año, sabe uno que el producto incluirá cincuenta y dos tardes de domingo. Doce, con suerte trece noches de luna llena. Dos solsticios y otros tantos equinoccios. Esquivamos, no obstante, la evidencia aritmética según la cual un periodo de 365 días incluye por defecto y necesidad un cierto número de días negros, amén de la certeza estomacal de que varias entre esas jornadas funestas serán de riguroso origen orgánico.

     Un día en verdad negro es aquél que sucede igual dentro que fuera del cuerpo que lo sufre. Más allá de ese pesimismo colaboracionista que ya antes de las diez de la mañana le invita a uno a jurar que hoy no es su día, lo interesante de los días chuecos está en la persistencia que los hace invencibles aun ante el talante fanfarrón de un fundamentalista del optimismo. Se engaña entonces no quien astutamente reconoce al día por su negrura y en tanto se resigna a contar las horas que le quedan, sino quien se resiste a dar completo crédito a la inminencia y sigue batallando inútilmente por alumbrar aquello que de suyo es oscuro y fotofóbico.

     Para tranquilidad de los aprensivos, los días negros no son mucho más que eso. Por oscuro que haya decidido ser, un día dura nada más que un día, con su corrrespondiente noche de zozobra (misma que de repente conseguimos ahorrarnos, toda vez que al final de la salada jornada llega uno a la cama contagiado del sueño bendito de los perdedores). Ahora bien, nada nos garantiza que al término de un día negro no vaya a venir otro igual o peor. Es infrecuente, claro, pero de pronto ocurre. O uno hace que ocurra, empujado por los malos augurios paridos a lo largo del día anterior, pues se sabe que la desgracia inmotivada tiene aparte el mal gusto de causar adicción. Hay quien disfruta de saberse elegido, aunque sea sólo por el mal agüero.

     Se ignora qué sería de las novelas y sus sufridos autores sin la providencial intervención de los días negros, que a menudo resuelven tramas espinosas e intrincadas con la varita mágica del fario traidor. No era su día, opina uno de aquel protagonista cuya debacle súbita resolvió el argumento de la historia y acabó literalmente de un plumazo con las noches en vela del novelista. Al final, casi nada consuela y reconforta a las almas desesperadas tanto como asomarse a un día negro ajeno y verse a salvo de él, díscolamente.

     Un día sólo es oficialmente negro cuando al fin ha acabado de transcurrir y podemos narrar sus incidencias. Entonces mueve a risa rememorarlo. Cree uno que si le encuentra el lado chusco al destino podrá minimizarlo, en el futuro. Hasta que llegue un nuevo día negro y, como es su costumbre, nos minimice sin tantita piedad. Sólo porque, otra vez, no es nuestro día.

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30 de abril de 2008
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El incesante Ródano y el lago

Ginebra al atardecer. Rue de la Tacconnerie, rue de Soleil Levant.  Galerías de arte que parecen mausoleos, tiendas de antigüedades hundidas en la penumbra. Resuenan los tacones de una mujer sobre el empedrado, en el silencio absoluto donde no se oye siquiera flamear los pendones medioevales que adornan los muros en lo alto de la fortaleza del Hotel de Ville. Cañones viejos amontonados bajo una bóveda al lado de los Archives de Etat. En las mesas del restaurante sacadas a la calle, los comensales parece que más bien conspiran.

Más allá de la placita, la Gran Rue como un túnel al aire libre, un set de cine desierto donde todos se fueron hace tiempo después de la filmación. Allí vivió sus últimos días Borges, en la segunda planta del número 28, en un apartamento tomado en alquiler por sus editores suizos. Una placa con una alabanza suya a las bondades de Ginebra, así lo recuerda.

/upload/fotos/blogs_entradas/tumba_del_escritor_argentino_jorge_luis_borges_med.jpgCuadras más allá, partiendo de la Place du Cirque, se abre el Boulevard de Saint Georges, de empaque burgués, que me lleva hacia el cementerio de Planpalais, al que se puede entrar también por la rue de Rois, que es lo que hago. La tumba de Borges, a un tiro de piedra del Ródano, que igual que todo en Ginebra, discurre en silencio. Límites, el poema que la memoria guarda intacto. ¿Y el incesante Ródano y el lago, todo ese ayer sobre el cual hoy me inclino?

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30 de abril de 2008
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El peligro de la clonación

Rafael Argullol: La migración tiende a dinamizar la imaginación. Son dos movimientos contrapuestos y estamos metidos entre ambos.
Delfín Agudelo: El único salvamento sería que cada uno de los elementos que conforman la nueva ciudad cargue con su propio terruño.
R.A.: Es muy importante mantener señas de identidad en medio de un gran viaje universal o que el viaje universal sirva para crear las señas de identidad. Es muy importante comprender que el viaje de la experiencia humana es un viaje que ha ampliado mucho sus horizontes. El viaje no es únicamente conocer tu comarca, tu país o tu región, sino que tienes de alguna manera el derecho y el deber de contrastarte con todas las tradiciones del mundo, no para disolverte en una especie de nada homogénea, sino crear unas señas de identidad propias, para crear una nueva patria. Soy de los que cree que la patria no está al inicio sino al final, es lo que vamos construyendo. Claro que hay una patria natalicia, donde hemos nacido cada uno, pero de alguna manera ahora tenemos la posibilidad y obligación de tener un viaje iniciático, un viaje de la experiencia que tiene unas posibilidades amplísimas, no para disolvernos en él y quedar clonados en una especie de falta de identidad universal, que es lo que a veces parece que es la invitación del capitalismo y de los medios de comunicación actual, sino para ir construyendo tu propia patria personal a partir de mimbres mucho más variados y ricos de los que podía tener como posibilidades alguien del siglo XIX. Por tanto hay una dialéctica muy delicada entre lo universal y lo particular, que creo que es lo que podemos enriquecer, porque de lo contrario esas grandes posibilidades que nos plantea la comunicación universal se pueden anular por la presencia infinitamente repetida de lo mismo. Y ese peligro se está produciendo entre nosotros por ejemplo en el cine, donde hay una especie de clonismo argumental terrorífico, que muchas veces vive contra el estado porque tenemos acceso a tradiciones cinematográficas mucho más ricas que hace 50 años.  Pero hay un peligro de esa clonación de la imaginación.
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30 de abril de 2008
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El Boomeran(g)
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