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Los negocios del espíritu, y los de la materia

Siempre escuchamos historias acerca de la aparición de la Virgen María, o de manifestaciones que ofrece a los creyentes acerca de su presencia, como las imágenes suyas que sudan, o las maneras en que, envuelta en un resplandor, deja oír su voz anunciando desgracias y bienaventuranzas, algo frente a lo que las mismas autoridades del Vaticano guardan, por lo general, una conducta escéptica.

Pero estas apariciones llegan no pocas veces, luego de ser fabricadas, a ser materia de negocios redondos. Es lo que ocurrió en España con la Virgen aparecida en Prado Nuevo, jurisdicción de San Lorenzo del Escorial, gracias a los oficios de la vidente Amparo Cuevas. Esta sabia mujer, usando sus poderes de marketing, organizó un negocio de 300 millones de euros alrededor del milagro que empezó a ocurrir en 1980. El asunto está ahora en manos de las autoridades judiciales, que lo tratan como un caso de extorsión y estafa.

Y no solo. Los delitos de la vidente han provocado el surgimiento de una Asociación de Víctimas de las apariciones del Escorial. La vidente y sus secuaces lograban con mañas de persuasión, que los creyentes se despojaran de sus fincas y casas, porque la Virgen María las reclamaba el abandono de los bienes materiales. Estos bienes fueron a parar a manos de diferentes sociedades controladas por la astuta vidente, que abrió, entre otros negocios, asilos de ancianos atendidos por monjas falsas.

Doña Amparo, ya anciana, tiene a buen recaudo sus caudales. A ver qué clase de cielo le toca en la otra vida. 

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30 de mayo de 2008
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Ultimátum a la tierra

Hoy por hoy el interés por los ovnis y los alienígenas ha decaído, el asunto no parece dar más de sí, o nuestra imaginación no es capaz de estirarse un poco más, o quizá es que ya hemos asumido que los alienígenas somos nosotros, al menos en Marte. Habrá que volver a las viejas películas y a aquellos tiempos en que en cuanto en una ciudad se miraba al cielo era porque se había visto un platillo volante. Como la mítica y seductora Ultimátum a la tierra (1952).

Jamás volverá a hacerse. Ya nadie se atrevería en serio a hacer aterrizar el hermético y compacto platillo de Klaatu, un extraterrestre vestido con una vestimenta que en aquellos años quería parecer sideral y que afortunadamente enseguida cambia  por traje y corbata para mezclarse con nosotros, terrícolas asustadizos y atontados. ¿Qué puede pensar Klaatu de la preparación de unos soldados que nada más descender de la nave solo y desarmado se ponen tan nerviosos que le pegan un tiro? Menos mal que trae con él a Gort, un robot imponente, que se limita a hacer su trabajo. Tampoco me canso de ver esta película de Robert Wise. Está encerrada en los años de la guerra fría y es irrepetible, desprende encanto por la música, el blanco y negro, e incluso por el claro mensaje antinuclear que pretende trasmitir. Por lo general, a este tipo de películas de la década de los 50 siempre se les ha atribuido intencionalidad política, la de recoger y potenciar el miedo del ciudadano medio norteamericano a un enemigo exterior, que no era otro que la ideología comunista.  

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30 de mayo de 2008
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Najwajean

Por ahí leí que este grupo de música electrónica pop hace mejores canciones de Coldplay que el mismo Coldplay. Cualquiera que escuche Till It Breaks, su nuevo compact (sobre todo canciones como "Illness", "For me Tonight" o "Crime"), estará de acuerdo. El duo, formado en 1998 por Najwa Nimri y Carlos Jean, ha perfeccionado la fusión de la música electrónica con el formato pop: cuatro minutos ideales para la radio. Los que lo han visto en directo dicen que es aun mejor. La lánguida voz de Najwa Nimri (actriz nacida en Pamplona, padre jordano), y los arreglos de Carlos Jean (nacido en Galicia, padre haitiano), se complementan para crear este compact atmosférico que más gana mientras más se lo escucha.

¿Que no parecen españoles? Más bien, son la mejor muestra de la España multicultural de hoy. ¿Que Najwa Nimri canta en inglés? Pues sí. ¿Y?

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29 de mayo de 2008
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Adiós a la confederación

Estaba yo haciendo la cola del supermercado de mi barrio ginebrino cuando la persona que me precedía se giró lentamente y me miró a los ojos. Era un colosal derelicto de los que aquí llaman "sin domicilio fijo". No medía menos de dos metros y su envergadura superaba a la de un lanzador de martillo. Con la cara cruzada de cicatrices y heridas recientes en nariz y labios, sostenía una lata de cerveza con mano tan temblorosa que al abrirla debió de explotar un geiser. Entonces me susurró con voz rasposa: "Perdone, caballero, voy a cambiar de fila porque creo que han abierto la caja contigua". Así lo hizo, alzando los brazos como una bailarina y encogiendo la barriga para no rozarme.

La buena educación, el respeto al prójimo, es el rasgo identitario más acusado de los suizos, nativos o inmigrantes. Aquí es impensable que alguien te grite o te empuje, ni siquiera en los tranvías cuando van repletos. Negros, blancos y verdes, rapados, pinchados, en cueros y con látigo, todos practican un baile minimalista para dejar pasar, subir, bajar, colocar el cochecito, los esquís, las bolsas, los patines o el perro. Cada minúsculo movimiento va acompañado de un canto gregoriano: "Pardon monsieur", "S'il vous plaît madame", "Je suis desolé", "Excusez moi". Los que así se expresan son a veces tipos tremendos, conspicuos miembros de un gang albano kosovar, pero han aprendido que aquí es peligroso hacerse el chulo. Puedes asesinar, y de hecho lo hacen, pero no abusar del vecino en la vida corriente y a la vista del público.

He vivido durante tres meses en el barrio de las putas de Ginebra, un lugar mucho más agradable, limpio y silencioso que los barrios burgueses de Barcelona o Madrid. Por la noche, a las ebúrneas etíopes y brasileñas se les unen los camellos, negros pequeñajos en el estadio terminal de la delincuencia. Nunca hay peleas o barullo. Sólo los domingos por la mañana he visto a veces grupos que disputan a voces y se amenazan bestialmente, pero son africanos ricos, con gordos automóviles y esposas aún más gordas cubiertas de joyas y amuebladas de Dolce&Gabbana. Estos sí son peligrosos. Se hospedan en los lujosos hoteles del lago, compran o venden armas, y los sábados organizan saraos en el barrio caliente que siempre acaban mal. Los ricos son cada día más peligrosos, aquí y en el mundo entero.

En una crónica anterior comenté que lo único que une a los suizos alemanes, franceses, italianos y romanches, todos ellos rotundamente educados e independientes, era la poderosa máquina bancaria. Amigos del lugar me afearon el tópico. Los grandes complejos financieros, decían, son tan criminales en Nueva York o Londres como aquí. Bueno, añadían, en Londres más que en ningún otro lugar. Tienen razón. En la crónica mencionada me faltaba añadir un detalle. Los directores de los mayores bancos y multinacionales suizas, sobre todo químicas y farmacéuticas, son altos mandos del ejército.

/upload/fotos/blogs_entradas/la_place_de_la_concorde_suisse_med.jpgEn su imprescindible "La Place de la Concorde Suisse" (creo que sólo hay edición inglesa), John McPhee escribió unas crónicas para el "New Yorker" que a pesar del tiempo transcurrido siguen siendo lo mejor que puede leerse sobre un asunto rigurosamente secreto. El periodista americano logró entrevistar a un puñado de altos mandos (aunque los nombres de la oficialidad no son del dominio público) y seguir a un batallón en sus ejercicios anuales. Por su cuenta, logró informaciones que quizás no fueran muy del agrado de los militares, como la fina permeabilidad entre grandes negocios y altas jerarquías castrenses. En realidad, como ya dije, la Confederación está controlada por un puñado de familias, en su mayoría alemánicas. La red financiera e industrial cuenta con la tutela de uno de los mejores ejércitos del mundo. La confederación es inquebrantable.

Cuenta McPhee que en el interior de pintorescas granjas, en paisajes bucólicos, en la espesura de los bosques, hay tanques, depósitos de dinamita, artillería pesada e incluso hangares para reactores. No he vuelto a ver a las vacas con los mismos ojos tras leerle. Aunque todo es alto secreto, al parecer la confederación puede poner en posición de ataque un contingente de 650.000 hombres en treinta horas. Como es bien sabido, el servicio militar dura aquí toda la vida, de modo que los soldados están listos para el combate y armados hasta los dientes mientras ven la tele con los niños. A nadie ha de extrañar que el ejército de Israel sea una copia del suizo: lo han imitado hasta el último detalle.

Todo lo cual puede parecer uno de aquellos artículos izquierdoides de Paul M. Sweezy(hoy Chomsky) sobre la conspiración militar-industrial. Nada de eso. La criminalidad se encuentra tan extendida que ya nadie está a salvo. En la España de Zapatero, pánfila, pacifista, solidaria, tuvo que penetrar el otro día un comando de Greenpeace en una fábrica de bombas-racimo para que nos enteráramos de que exportamos uno de los artículos más mortíferos y repugnantes del armamento actual. Así que, dado que nos van a matar de todos modos, el ciudadano sólo puede exigir que por lo menos los criminales sean educados y gentiles. Razón por la cual si yo pudiera viviría en Suiza. Me faltan unos trescientos millones de euros, lo que me obliga a dejar este país. Y estoy desolado.

Artículo publicado en: El Periódico, 29 de mayo de 2008.

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29 de mayo de 2008
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Ni llamen al oftalmólogo…

No hay envidiosos; hay admiradores bizcos, escribió Carlos Drummond de Andrade para consuelo de tantos maladmirados. ¿Debería extrañarnos, no obstante, advertir aquel súbito estrabismo que no es sino el reflejo de un sentimiento inconfesablemente chueco y sin duda humillante para quien lo alberga? Ahora bien, no es lo mismo anhelar la posesión de algo que otro tiene, que mirarse tentado a arrebatárselo, ya no para tenerlo sino de menos para destruirlo. La rabia desatada del ladrón que, antes de huir de vuelta por la ventana, castiga con navaja implacable sillas, cama y sillones de la casa que acaba de robar. La satisfacción mustia de la vecina que vio al ratero entrar y bien pudo llamar a la policía, pero eligió el placer de ver a los de enfrente despojados y tristes, para que se les quite lo presumidos. El pesar falso de los falsos amigos que al enterarse del artero despojo no pudieron por menos de experimentar un consuelo mezquino como usurero divorciado.

     Mal hace quien se deja malquistar por la rabia secreta de un admirador bizco, cuando tendría que dejarse envanecer por homenaje tan inesperado, y encima irrefrenable. La envidia es un relámpago que toma por sorpresa hasta al más envidioso; de ahí que el envidiado tenga de menos una oportunidad para advertir el malestar que ocasiona su buena suerte de mierda. Nada que se le escape a un ojo atento, por eso el ostentoso profesional nunca se olvida de registrar -de riguroso reojo, si es posible a través de algún espejo- la reacción predecible del envidioso. Esa punzada pronta y traicionera que sus ojos no saben ocultar, ya sea porque miran chueco hacia el coche, el reloj, la ropa, la mansión que no tienen ni a este paso tendrán, o porque creen que al ni siquiera mirarlos reflejan el desdén de quien no se interesa por lo material. Pero los ostentosos -varios entre los cuales conocen a la envidia de primera mano- rara vez se equivocan, toda vez que lo suyo es gozar de esas bizqueras que tan escrupulosamente provocan.

     Poca cosa es, no obstante, la dicha plástica del presumido pro si se compara con la sonrisa angélica de los auténticos dichosos y agraciados, que de pronto lo son sin enterarse casi, ni por supuesto olerse que alguien a sus espaldas, o hasta en su mera cara, se retuerce como una almeja con limón y piensa ya en la forma de zancadillarle. No es que el dichoso quiera embarrarle su bienestar al desdichado, sino que cada uno, desde donde está, es incapaz de imaginar el estado mental del otro. Los dos se han convencido a su manera de que el día de mañana será igual al de hoy. Óptimo el uno, nefasto el otro. El pesar y el contento son tan subjetivos como su percepción. El que envidia percibe, con los ojos y el alma igual de torcidos, que las vidas de varios entre los demás parecen preferibles a la suya. Le resulta más fácil y satisfactorio, y al mismo tiempo menos riesgoso y cansado, sentarse a ver caer a los demás que levantar un dedo para rescatarse.

     El admirador bizco no precisa siquiera que sus amigos entrañablemente aborrecidos sean ricos, felices o afortunados. Son legión los pudientes que día a día pierden el sueño y el sosiego pensando sin provecho en las pequeñas cosas que no pueden comprar. Ilusiones, ingenio, simpatía, sex appeal. No todos pueden darse el lujo de tenerlos, por eso luego nada hay como la ostentación extrema para cubrir la envidia bajo un manto engañoso de inverosimilitud. ¿Cómo va el envidiable a envidiar a nadie? Pero pasa que, tal como el comprador compulsivo siempre encuentra motivos para embarcarse en nuevos gastos y deudas, al admirador bizco nunca le faltarán motivos para torcer la vista y a ratos delatarse, como un niño. O como un pobre diablo cuyos ojos pirómanos sueñan con prender fuego al bien ajeno y pisotear alegremente sus cenizas.

     Si no fuera por los admiradores bizcos, millones de envidiados estirarían la pata sin saber cuán felices fueron en vida. ¿Cómo negar que la fotografía mental de la jeta del envidioso es uno de los pocos consuelos para quien está solo en su felicidad y nadie va a creerle si se queja? Hay quienes son felices ya sólo de enterarse que otros los creen felices y se hacen mala sangre por eso. Tal vez lo más amargo de ser envidioso sea verse condenado a practicar la generosidad de los mezquinos, que sin dar un centavo al envidiado le concede en secreto tesoros y alegrías inagotables. Nada, eso sí, que no pueda minimizarse torciendo la mirada y subrayando con alguna sorna que el interfecto tiene una sonrisita de imbécil que no veas.

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29 de mayo de 2008
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¿Los otros?

Sin seres humanos en torno no sucedería nada, esa es la verdad o sucedería de tal manera que sería indiferente lo que sucediera. Uno con uno mismo, sin importar un resumen social como sujeto interior, tiende a derivar en una entidad sobre la que todo gozo rebota sin sonido o sobre el que todo sufrimiento acaece desnudo, falto de argumentos o concatenación. El sufrimiento siempre llega embuchado de la existencia de otros u otros, trufado de carne emocionada de la especie exterior. Sin ese nutriente pierde una gran cantidad de su sabor y de su toxicidad para seducirse como, entre animales, a un envite sin intencionalidad ni nombre. Sin nombre e intencionalidad, dos de los factores que más duelen o complacen. La calidad del nombre, la clase de la intención, deciden terminantemente el grado o la categoría de muchas emociones. Pero también debe decirse que siempre lloramos por nosotros y nos compadecemos no tanto del otro que ha muerto sino de nosotros que lo hemos perdido.

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29 de mayo de 2008
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Singular relación con la enfermedad y el dolor

Pedro Laín Entralgo, médico de formación (preciso esta información por que me parece relevante a la hora de referirse a este humanista, de polémica biografía pero extremadamente lúcido a la hora de abordar interrogantes que se hallan en la intersección de la ciencia y las humanidades) evoca la tesis de los anatomopatólogos Krausse y Dobberstein según la cual los animales diferentes del hombre no padecerían espontáneamente enfermedades tan comunes en nuestra especie como el asma, la hipertensión, la bulimia o la obesidad (obviamente tampoco la anorexia; en todo caso sufrirían de disfunción orgánica como consecuencia de la desnutrición). Pero tampoco padecerían de arterioesclerosis, reumatismo (en las diferentes modalidades) o  úlcera péptica. Es importante la precisión espontáneamente, ya que sí pueden darse en ellos tales enfermedades como resultado de una intervención experimental del ser humano, o por accidente que provoque una disfunción (así la úlcera péptica podría producirse en caso de erosión de la mucosa gástrica). Cabe precisar que, experimentalmente, también se pueden producir fenómenos, en apariencia lingüísticos en los grandes simios. Estoy aludiendo a  conocidos casos (así el del irónicamente llamado Nim Chimsky) de primates que (mediante enormes cantidades de dólares y gigantescos esfuerzos por arrancar al animal a su propia naturaleza y acercarle a la nuestra) llegaban a sintetizar expresiones que un niño forja como simple expresión de que su condición natural se está actualizando, se está haciendo efectiva.

En todo caso, para explicar esta ausencia de enfermedades tan corrientes en el ser humano se puede obviamente evocar el mayor grado de complejidad de éste, pues el índice de vulnerabilidad es proporcional a la complejidad. Pero tal explicación no es suficiente. La enorme complejidad de nuestro organismo constituye tan sólo una condición necesaria. Hay algo en nosotros que parece operar como causa singularísima e irreductible, no tan sólo a la hora de explicar la percepción que el sujeto tiene de su enfermedad y el mayor o menor grado de adecuación al aspecto reactivo que la propia enfermedad supone (entendiendo por aspecto reactivo la tendencia  a recuperar el equilibrio). Esta causa singularísima se vincula a la especificidad del hombre en el seno de la animalidad. Especificidad que marca cada una de las modalidades de relacionarse con el mundo, modalidades que compartimos con los animales, pero que tienen rasgos peculiares.      

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29 de mayo de 2008
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La fabulosa Michelle Pfeiffer

Me gustó ver a Michelle Pfeiffer en Desde el Actor's Studio, el programa de entrevistas que conduce James Lipton y emite aquí Films & Arts. Siempre tuve debilidad por esa mujer: bella y buena actriz como pocas -una alquimia tan difícil como inestable.

Después de una temporada en la que estuvo desaparecida, Pfeiffer retornó con películas como Stardust y Hairspray, donde brilla, entre otras cosas, porque a pesar de que ha madurado no arruinó su precioso rostro con estiramientos, botox o relleno quirúrgico; de hecho, en Stardust hasta se atreve a aumentar la cuenta de sus años hasta 5000, personificando a una malvada bruja dispuesta a hacer cualquier cosa -he aquí la broma- por recuperar su juventud.

El envarado Lipton repasó su carrera deteniéndose en algunos hitos obvios: la Elvira de Scarface, la inolvidable Susie Diamond de The Fabulous Baker Boys, la Gatúbela de Batman Returns. Para mí gusto se salteó algunas películas que encuentro memorables, como Into the Night -una comedia de John Landis en la que se volvía inevitable enamorarse de ella, aun cuando amarla supusiese una invitación al peligro- y la divina Ladyhawke, donde encarnaba a la mitad de una pareja de malditos. Hechizada por un obispo celoso que ansiaba separarla de su amante, Isabeau (Pfeiffer) era un halcón durante el día, y al caer el sol recuperaba su forma humana... en el preciso instante en que su amado Etienne (Rutger Hauer) dejaba de ser hombre para convertirse en lobo hasta el nuevo sol. ¿Quién no lo arriesgaría todo como lo hace Etienne, tan sólo por una oportunidad de verla nuevamente?

/upload/fotos/blogs_entradas/laedaddelainocencia1_med.jpgTampoco habló Lipton de La edad de la inocencia, que estrenó en Venecia hace algunos años. Yo estaba cubriendo el festival para Clarín, y apurándome para llegar a tiempo a la sala casi me la llevo por delante. No era precisamente la manera en que había fantaseado encontrármela, pero me habría proporcionado una broma a la que todavía seguiría sacándole jugo: podría haber dicho que Michelle Pfeiffer cayó a mis pies... aunque por todos los motivos equivocados.

Respondiendo a la pregunta de uno de los alumnos del Actor's Studio, Pfeiffer se refirió a una parte del proceso artístico que, al menos para mi gusto, suele ser soslayada. Se dice que uno se dedica al arte por vocación, por dinero, por ansia de fama. Sin negar nada de lo anterior, también es cierto -y muy importante- que el proceso de creación artística también nos da la posibilidad de curar ciertas heridas. ‘Puede contribuir a la sanación', dijo ella, y yo concuerdo. Esa es una de las bendiciones de nuestro trabajo: que nos otorga la posibilidad de entender lo que de otra manera no habríamos entendido, o de cicatrizar lo de que otro modo se habría infectado, mediante el proceso de prestarle el cuerpo a un Otro imaginario (como hacen lo actores) o de ponerse en espíritu en su piel -como además de los actores hacemos, o deberíamos hacer, los escritores y los directores.

Bella e inteligente, eso estaba claro. Pero además, sabia.

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29 de mayo de 2008
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Un profeta verdadero

Este cardenal de la iglesia católica, que pudo haber sido Papa, cree que es necesario conciliar la fe religiosa con la ciencia, dejando atrás cualquier clase de dogmas.  Que la iglesia no debe vivir con resignación las injusticias del tiempo presente. Que nunca más debe volver a cometerse el trágico error de condenar a Galileo (ahora que se multiplican en el mundo los Galileos que desafían las  verdades oficiales).

Pero piensa aún cosas que sonarán más alarmantes a los oídos de los ortodoxos: que la iglesia debe tener la valentía de cambiar, es decir, de reformarse desde adentro. Que hay que abrir la oportunidad de que hombres casados sean ordenados como sacerdotes, y que las mujeres también deben tener esa oportunidad. Que debe autorizarse el uso de los preservativos. Que no debe temerse la confrontación con las ideas y las acciones de los jóvenes. Se niega a condenar a los homosexuales. Elogia a Martín Lutero como reformador. Confiesa que alguna vez tuvo dudas acerca del por qué Dios hizo sufrir a su hijo el tormento de la cruz, y confiesa también su sueño de una iglesia que sepa vivir en pobreza y humildad.

Se trata del cardenal Carlo María Martini, antiguo obispo de Milán, y que ya anciano y retirado expresa todas estas consideraciones en su libro recién publicado Coloquios nocturnos en Jerusalén.

Sólo imaginen si el cardenal Martini hubiera llegado a ser Papa. O más bien imaginen por qué nunca llegó a ser Papa... 

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29 de mayo de 2008
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XI. La recepción literaria. El santuario de Davos

Davos (tomado de Wikipedia)Rafael Argullol: La verdad es que son muy oscilantes las preferencias literarias de cada época.

Delfín Agudelo: Oscilante también es el gusto inmediato que se puede sentir por una novela. ¿Cuántas veces ha sucedido que al público lector le hace falta algún tipo de desarrollo histórico para poder comprender -o, más importante aún, disfrutar- de una novela? Hay novelas que fueron publicadas en los años equivocados. Algunas reaparecieron después, pero muchas otras, descartadas ahora y olvidadas para siempre, jamás saldrán de la oscuridad. ¿Y si encontráramos ahora novelas rechazadas hace diez o quince años que otorguen algún tipo de fascinación que entonces no detectamos? O visto desde el presente: ¿cómo será esa novela que, publicada ahora, pase desapercibida hasta dentro de unos años, momento en que la podamos leer?

R.A.: No sé exactamente cómo podría ser si hablamos de una novela inédita; es decir, de la novela que en estos momentos se está escribiendo o del libro que en este momento se está escribiendo. Sí me atrevería a decir que hay determinadas obras que en su momento tuvieron un gran impacto, y que en estos momentos serían mucho más difíciles de hacerlas llegar al público. También podría hablar de obras que en su momento no tuvieron un gran impacto pero que sin embargo después, precisamente por esas oscilaciones del gusto, se convirtieron en obras de referencia. Se me ocurre, entre las primeras mencionadas, La montaña mágica de Thomas Mann. Cuando salió, a pesar de su enorme extensión, tuvo una acogida muy buena por parte del público. Si no recuerdo mal se vendieron alrededor de cien o doscientos mil ejemplares, que son números que actualmente otorgamos a estos best sellers prefabricados del mundo literario. Sin embargo, pienso que si ahora se publicara como inédita La montaña mágica, tendría en principio fuertes dificultades de implantación en el público, lo cual no quiere decir que en un inmediato futuro el tratamiento del tiempo y la enfermedad en el sanatorio de Davos- santuario actual de la globalización económica-, como también el tratamiento de la condición humana, no pudiera llevarle a ser una novela de referencia.

El segundo ejemplo es otro clásico, La línea de sombra o incluso El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad. Cuando salieron no tuvieron un gran éxito inmediato, y sin embargo al cabo de unos años se convirtieron en escenarios literarios de referencia. Por tanto, hay una ley difícil de identificar, una ley invisible no escrita, que vincula la calidad literaria y el impacto. Esa ley tiene distintas consecuencias. A veces se da una especie de sincronía entre la calidad y el impacto, y a veces hay una diacronía absoluta, sea porque en principio no tiene ninguna repercusión, sea porque la tiene y después desaparece. Hay otro efecto que podríamos llamar subterráneo, que es como las aguas subterráneas que desaparecen pero emergen cuando la gente lo exige.

Pienso también en una obra que más de una vez he citado, Bajo el volcán de Malcolm Lowry. Ésta sería una tipología distinta, porque es el tipo de libro que tiene toda una serie de lectores, una minoría que va manteniendo el culto a ese libro, que mantiene viva su memoria, y que probablemente en un momento determinado puede estallar y convertirse en algo que llega a mucha más gente. Es fascinante ver este entrelazamiento entre lo que es la calidad literaria y el impacto, porque hay muchas leyes distintas.

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29 de mayo de 2008
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